Fin

Fin


OCTAVA PARTE

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—Ya está —dije, y fui al dormitorio a encender el ordenador para mirar el correo. Vanja se había tapado toda entera con el edredón, sólo un mechón de pelo sobre la almohada revelaba que había alguien allí. La dejé estar, abrí la página del correo, nada aparte de las noticias del Agderposten y un mensaje de Amazon. Leí los titulares de los periódicos, primero Klassekampen, luego Aftenposten, Dagbladet, Dagsavisen, VG, New York Times, The Guardian, Expressen y al final Aftonbladet.

 

Con Vanja a la izquierda del carrito, John en el asiento y Heidi a la derecha, salí del edificio media hora después, me dirigí a la esquina, crucé y enfilé Södra Förstadsgatan hasta el final, a la altura del 7-Eleven, allí giramos a la izquierda, luego a la derecha, y diez minutos después nos encontrábamos delante del portón de la guardería, donde Vanja marcó el código y Heidi empujó la puerta. Los niños que ya habían llegado estaban en el patio, de modo que me limité a sacar a John del carrito y a dejarlo junto a la pared. Intercambié una mirada con Nadje para que supiera que los niños habían llegado, y me volví a casa. De camino entré en el 7-Eleven a por tabaco y una caja de cerillas. Me paré fuera a encenderme un cigarrillo, mientras un enorme camión verde de basura trajinaba en la calle detrás de mí. Los ruidos procedentes de él resonaban en todas las superficies, creando una pequeña cacofonía.

Seguro que ya no se llamaba camión de la basura. ¿Cómo se llamaría ahora? ¿Camión medioambiental?

Seguí andando mientras fumaba. Por la mañana había una gran cantidad de autobuses que pasaban ruidosamente, haciendo vibrar el suelo. El aire era cortante y frío a la sombra, cálido y suave al sol, sería otro día de buen tiempo. No es que importara gran cosa. Me iría a casa a dormir un poco, y luego intentaría trabajar en el transcurso de la mañana.

Enfrente de mí apareció el edificio en el que vivíamos. Tiré el cigarrillo y me apresuré el último trecho hasta el portal, dejando atrás las caras pálidas y vacías que se veían en la parada del autobús, donde en ese momento se detuvo uno, con ese sonido chirriante, como de algo que se arrastraba, y que me había costado más de un año averiguar que provenía del roce de las rejillas del borde de la acera con las grandes ruedas de los autobuses, logré cruzar y llegué hasta el portal, que abrí con la tarjeta. Subí por la escalera, dejé el tabaco en el estante de la entrada, desenchufé el teléfono, bajé las persianas del dormitorio y me eché a dormir.

Una hora y media después me desperté de un sueño. La camiseta estaba húmeda y la almohada empapada. Unas ganas incontrolables de algo dulce me llevaron a la cocina, donde cogí un pequeño racimo de uvas que me comí a toda prisa, con el fin de subir el nivel de azúcar en sangre. Luego volví al dormitorio a mirar el correo electrónico.

En la bandeja de entrada había un nuevo correo de Gunnar.

Me levanté de la silla y abrí la puerta de la terraza, pisé las tablas oscuras, que recordaban a la cubierta de un barco, fui hasta donde brillaba el sol y miré hacia el Hotel Hilton y los tres ascensores que subían y bajaban por sus tubos de cristal.

Tenía que afrontarlo.

Tenía que enfrentarme a ello, no podía esconderme.

Él estaba enfadado conmigo. Yo había hecho algo terrible, de lo que tenía que responsabilizarme. Tomar lo que me llegara, aceptarlo.

Pero primero necesitaba un cigarrillo.

Fui a por la cajetilla al estante de la entrada y salí a la terraza del otro lado, donde hacía ya mucho calor debido a los rayos del sol. No soportaba la idea de sentarme, encendí un cigarrillo y me apoyé en la barandilla de metal, bajé la vista las siete plantas, me senté a pesar de todo, di dos caladas, apagué el cigarrillo, entré en el dormitorio, abrí el correo electrónico y lo leí a toda prisa.

Empezaba con un par de comentarios formales diciendo que ya había expresado por teléfono a la editorial sus objeciones al libro, pero que por la importancia de las fechas de sus quejas con vistas a un posible juicio, se veía obligado a enviar este correo. Exigía ineludiblemente lo siguiente: él y su mujer tenían que desaparecer por completo del libro. La descripción de su madre y de la vida de ésta, tanto antes como después, se suprimiría por entero. La descripción de la última fase de la vida de su hermano, que había sido una carga para sus familiares más allegados, tenía que eliminarse por completo. La descripción de los hermanos de su padre y las historias inventadas y engañosas sobre la relación entre ellos tenían que desaparecer. Nunca hubo conflictos entre ellos, habían sido buenos amigos durante toda su vida. Todo uso del apellido Knausgård tenía que suprimirse del libro. Todos los demás nombres y apellidos tenían que cambiarse. Todo uso o descripción de domicilios identificables de la familia tenían que eliminarse. Todos los errores documentales fácticos se quitarían. Había encontrado más de cincuenta, decía, que eran meras mentiras o se debían a falta de conocimiento. Por el momento, no exigía que se corrigiera ninguna de esas mentiras, eso se haría en el posible juicio. El que el papel dominante de la madre del autor no se mencionara en el libro lo encontraba llamativo, pero no exigía que se corrigiera. Había mucho más que decir sobre eso, los temas que acababa de mencionar sólo eran unos cuantos entre muchos, y albergaba la esperanza de no tener que hacerlos públicos más adelante. Encontraba escandaloso que una editorial respetable como Oktober valorara la posibilidad de publicar una novela de esa índole, sin contactar con los implicados. No parecía haber reparado en el hecho de que la editorial acabara de ponerse en contacto con él y que su carta fuera la respuesta a esa toma de contacto. Estaba demasiado enfadado. Calificaba mi manuscrito de narración documental, seguramente por eso opinaba que la editorial debería haberse dirigido a la familia, para que ésta pudiera señalar todas las mentiras, todas las tergiversaciones y todas las importantes omisiones que había en él. ¿Cómo era posible que una editorial respetable no verificara las fuentes y su veracidad? Resultaba especialmente grave, ya que el libro se había escrito con el fin de ganar dinero. Ésa era la razón por la que yo había expuesto a las personas de mi familia más cercana, para hacerme rico. Publicar un libro como ése era absolutamente inaceptable, tanto porque era engañoso como porque significaba una violación de la privacidad. Si no recibía una respuesta inmediata a esta carta, el libro y los correos electrónicos en su poder serían enviados tanto a un abogado como a los medios de comunicación en un futuro inmediato. Mencionó VG y Dagbladet. Si este libro que tergiversaba la verdad y mentía sobre la realidad se publicaba, entonces también se contaría el resto de la historia, y en ese caso en el lenguaje de los tabloides. Todo el dinero que el autor y su editorial esperaban ganar con esto se perdería en un asunto de demanda de indemnización.

 

Así que tenía intención de llevarlo a los periódicos. Y a los tribunales.

Me tumbé en la cama, me encogí y abracé una almohada. Al momento siguiente me levanté y fui a la entrada, cogí el teléfono y marqué el número de Geir Angell.

—He recibido otro correo electrónico —le dije.

—¿Dice algo nuevo?

—Si no hago lo que él quiere, lo mandará todo a los periódicos. Y luego presentará una demanda.

—Tranquilo. ¿Me lo puedes enviar?

—Sí. Te lo envío ahora mismo.

—Te llamo en cuanto lo haya leído, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

Colgué, volví al dormitorio y remití el correo a Geir, luego fui al baño, todavía con el teléfono en la mano. Miré las tres bolsas azules de Ikea, fui a la cocina, llené un vaso de agua y me lo bebí. Dejé el vaso en la encimera y fui al salón, abrí la puerta de la terraza y al instante la volví a cerrar, fui al dormitorio, me tumbé en la cama, me incorporé y miré fijamente la pantalla del teléfono. Volví a marcar el número de Geir Angell.

—¿Tan desesperado estás? —me preguntó.

—Sí —contesté.

—Casi he terminado de leerlo. Espera un momento.

Me levanté, me acerqué a la puerta de la terraza, tiré de la cuerda de la persiana, la até y salí al pasillo.

—No hay nada nuevo en este correo, Karl Ove. Habla de dos amenazas. Dice que va a demandarte judicialmente si la novela se publica en su forma actual, y también dice que irá a los tabloides para dar su versión de la historia. Pero la novela no ha salido aún. Sólo podrán escribir que un tipo quiere impedir la publicación de una novela que trata de su familia. Nadie puede opinar sobre ello hasta que dicha novela exista. Si lo hace, será una publicidad fantástica para el libro. Todo el mundo querrá leer algo así. Puedes estar tranquilo. Sólo está enfadado. No es peligroso. No puede hacer nada.

—Puede ir a los periódicos y puede llevarme a juicio. No es de extrañar que tenga miedo, ¿no?

—No, no lo es. Pero tampoco hace falta que lo tengas. Él está muy envalentonado ahora porque quiere impedir la publicación de la novela. Intenta meterte miedo para que hagas lo que él quiere.

—Y lo está consiguiendo.

—Pero no sabes si está dispuesto a usar la fuerza.

—Qué infierno.

—Tranquilo. Todo irá bien.

—Es un infierno. Esto es un infierno.

—¿El que alguien esté enfadado contigo?

—No es algo tan trivial como pareces pensar.

—No he dicho que lo sea. He dicho que no es peligroso.

Me quedé callado, mirando por la ventana del salón al sol que se reflejaba en las ventanas del Hilton.

—¿Qué te parece si voy a verte? —me propuso Geir—. De todas formas pensábamos ir el viernes y estoy solo con Njaal. Igual da que estemos aquí que allí. ¿Qué me dices?

—¿Estás seguro de que puedes?

—Claro que sí. Con el niño pegado a mí apenas puedo trabajar.

—¿Pero no está con una canguro por las mañanas?

—¿Quieres que vaya o no?

—Nunca te lo habría pedido en circunstancias normales. Ya lo sabes. Además, has sido tú el que se ha ofrecido.

—¿Eso es un sí?

—Eso parece.

—¡Bien! Entonces saldremos mañana por la mañana, lo que significa que estaremos delante de tu puerta en… exactamente veinticuatro horas.

Seguimos charlando media hora más. Después de colgar llamé a Geir Gulliksen. Contestó al instante.

—¿Has recibido el correo? —le pregunté.

—Sí, lo he recibido —contestó—. Ese tío tuyo está cabreado de verdad.

—Lo que temo es que vaya a los periódicos. Escribirán sobre esto con mucho gusto, si se les brinda la ocasión, claro está.

—¿No crees que es sólo una manera de presionarte?

—Creo que está lo bastante enfadado como para hacer cualquier cosa.

—Dice que va a entregarles el manuscrito. Eso sería ilegal, ¿sabes? La novela no ha salido aún, y eres tú quien tiene los derechos de autor. Voy a pedir a Geir Berdahl que se ponga en contacto con él. Lo importante es que consigamos hacer esto bien.

—¿Has visto la lista de exigencias?

—Era más o menos de esperar, ¿no? Lo que realmente quiere es que el libro no salga de ninguna forma.

—No me importa cambiar los nombres a todos los miembros de la familia, anonimizarlos a ellos y todos los lugares. Pero sacar del libro a mi padre y a mi abuela paterna sería imposible. No quedaría novela. Tampoco puedo eliminar el nombre de mi padre. La novela trata de él. Y es mi padre. No puedo hacerlo.

—Ya veremos cómo arreglar todo eso. Pero la novela no depende de los nombres.

—De los de las personas más lejanas no. Pero el límite está en el nombre de mi padre. No pienso eliminarlo.

—Lo importante es procurar que no lo envíe a la prensa. Tenemos que contentarle hasta donde sea posible.

En cuanto colgué, llamé a Espen. Después de hablar con él llamé a Tore. Luego a Linda. Y otra vez a Geir Angell. Estuve todo el día hablando por teléfono; cuando no daba vueltas por la casa con el auricular pegado al oído, me tumbaba en la cama del dormitorio con las persianas bajadas intentando serenarme, pero sin soltar el teléfono. Sabía que estaba a punto de acabar con esa paciencia a la que tenía derecho; si llamaba otra vez a Espen o a Tore, por ejemplo, estaría acercándome al límite de lo que podía esperar que ellos pudieran concederme. Ellos no pensaban así, estaba convencido, pero yo sí, tenían trabajo que hacer, familias que atender, vidas que vivir. Con Linda era distinto, pero ella estaba de vacaciones, y no podía cargarla con todo aquello. En lo que respectaba a mi madre, no tenía ningún tipo de límite, ella se mostraba abnegada cuando se trataba de la vida y los problemas de Yngve y míos, pero durante el día trabajaba y allí yo no podía llevar mis problemas. A Yngve sí podía, pero él estaba involucrado de una manera complicada, no quedaba al margen como los otros, se encontraba entre la espada y la pared. Así que sólo quedaba Geir Angell, a él no temía molestarlo, a él podía exigirle que dejara todo para escucharme a mí y mis cosas, pero incluso eso tenía un límite, ya había hablado tres veces con él, una cuarta sería demasiado, ¿no?

Tumbado en la cama, mirando fijamente la mesa de debajo de la ventana, cuando sólo faltaba media hora para que tuviera que ir a buscar a los niños, vi que el teléfono se iluminaba. Miré la pantalla, era un número con prefijo noruego, el 47. Un teléfono móvil. Tenía que cogerlo por si era Gunnar, pensé, con el subsiguiente alivio al ver que el número era sustituido por el nombre de Yngve, a la vez que el aparato empezaba a sonar.

—¿Hola? —dije.

—Horrible lo de Gunnar —dijo.

—Sí —contesté—. Me da mucha pena. Pero al menos no te mete a ti en esto.

—También es mi madre, ¿sabes?

—Pues sí.

—¿Sabías que tenía esa opinión de ella?

—No. No tenía ni idea.

—Yo tampoco. Sólo hay que esperar que no vaya con esto a la prensa. ¿Qué dice la editorial?

—Intentarán contentarle hasta donde sea posible. Han pedido consejo a unos abogados.

—¿Y qué dicen ellos?

—No lo sé. Están con ello ahora.

Noté por su voz que estaba triste. ¿Por qué no podía yo dejar las cosas como estaban? ¿Por qué tenía que remover esa vieja mierda y ese viejo odio?

Puse el teléfono a cargar y fui a la cocina, me comí dos rebanadas de pan con foie-gras y remolacha, de pie, junto a la encimera, porque sin nada en el estómago sería casi imposible conseguir traer a los niños a casa sin que mi irritación les perjudicara de una u otra manera, estudié la posibilidad de fumarme un cigarrillo en la terraza antes de irme, pero opté por la alternativa de fumármelo por el camino, saqué la bolsa de basura del cubo de debajo del fregadero, la cerré y la dejé en el felpudo, delante de la puerta, mientras me ponía los zapatos. Luego cogí las llaves del armario y la bolsa, y bajé en el ascensor hasta el sótano. La puerta de los trasteros estaba abierta, y un hombre vino hacia mí, era el vecino de enfrente, un tipo grandote de unos sesenta años con el que me topaba de vez en cuando al subir o bajar, y que llenaba siempre esas pequeñas pausas incómodas con algún comentario sobre el tiempo, y solía prolongar con una pregunta sobre el tiempo en Noruega. Lo saludé, dijo que esa noche habían entrado ladrones y que debería echar un vistazo a nuestro trastero. Le dije que no guardábamos en él nada de valor, y que habría sido un alivio que los ladrones se hubiesen llevado algo. El hombre no apreció el comentario, porque el que entraran los ladrones era un asunto serio, o tal vez no entendiera lo que dije. Seguramente sería eso, pensé, y seguí andando por el pasillo.

Lancé la bolsa al contenedor grande, que estaba completamente vacío, volví a pasar por ese cuarto sucio y cutre, y salí al pasillo, cuya puerta exterior, en la parte de arriba de la escalera, tenía un cristal roto. Ocurría a menudo. Mi primera bicicleta en Malmö desapareció a los tres días, cuando cometí la estupidez de dejarla atada fuera. La siguiente bicicleta la dejaba siempre bien atada abajo en el sótano, y una vez que olvidé hacerlo, a la mañana siguiente había desaparecido. Los ladrones iban tan sobrados que se tomaron su tiempo para desenroscar el asiento de niño y colocarlo cuidadosamente en el suelo antes de largarse con la bicicleta. Otra vecina, una señora mayor con la que me encontré una mañana que se había quedado encerrada en el ascensor entre dos plantas y pedía socorro con voz temblorosa, me había dicho, cuando fuimos a vivir a ese edificio, que aquello era como Chicago. A mí me encantó esa expresión, porque Chicago pudo ser un símbolo de criminalidad y violencia en la década de los cincuenta, pero había seguido vivo mucho tiempo después, ya entrado el siglo XXI, al menos en la mente de la gente mayor. Esto era como Chicago, los ladrones robaban bicicletas y se metían en los trasteros, ¿adónde íbamos a llegar?

Fuera, la luz era intensa y me puse las gafas de sol. El aire era cálido, pero se movía, una ráfaga llegaba despacio por la calle, haciendo que las hojas del árbol que tenía delante crujieran. Los coches hacían cola delante del semáforo. La gente estaba cruzando, con el pelo movido por el viento. Las personas que transitaban por la acera me pasaban como sombras, no veía nada de ellas, sólo sus movimientos, por los que yo regulaba los míos. Pasé por delante de Åhléns, Hemköp, Maria Marushka o como coño se llamara esa tienda a la que mi madre solía entrar cuando venía a vernos, Myrorna, 7-Eleven, y luego, en la esquina de Norra Skolgatan, la tienda de bicicletas, Hojen. Esa calle estaba al abrigo del viento, el asfalto desprendía calor. Los coches circulaban lentamente entre todas las bicicletas que pasaban por allí, camino de Möllevangen al centro. El dueño de la pequeña tienda de emigrantes estaba en la puerta, mirando a su alrededor. Paré delante del portón de la guardería y marqué el código. Estaban jugando en el patio trasero.

En medio de él había un aspersor de agua rodeado de niños, algunos de ellos desnudos. Un poco más allá había aparcada una bici con remolque para niños. Pertenecía a una pareja de padres que ya estaban allí cuando nosotros llegamos. Muchos se habían marchado desde entonces, nosotros éramos ya de los veteranos. El problema era que en la segunda novela yo había escrito sobre esos padres.

Pero por el momento estaba tranquilo. Ninguno de los que se encontraban delante de mí en el patio trasero sabía nada de lo que yo había hecho. El segundo volumen no saldría hasta dos meses después, y era dudoso que se publicara algún día en sueco.

—¡Papá! —gritó John, que venía corriendo hacia mí por el asfalto.

Lo cogí en brazos y lo lancé al aire.

Vanja estaba sentada en un columpio con Katinka, me vieron y se pusieron a gritar. La cara de Heidi apareció en la ventana abierta de la casita que había al lado del arenero. Me descubrió y vino corriendo hacia mí. La cogí también a ella. Luego me acerqué a las monitoras para preguntar qué tal había ido el día. Todo bien, me dijeron, los niños habían estado alegres y contentos.

Media hora después había conseguido reunirlos e incluso convencerlos para volver a casa. John en el carrito, Vanja y Heidi caminando una a cada lado y agarradas del manillar. Vanja no paraba de hablar, Heidi hacía algún que otro comentario de vez en cuando, sin ninguna relación con lo que decía su hermana, John estaba sentado muy quieto mirando lo que aparecía delante de él. Más o menos en el mismo sitio que el día anterior, Heidi se negó a seguir andando, tardamos unos diez minutos en volver a ponernos en marcha. Delante de Hemköp le tocó el turno a Vanja, que se negó a entrar en la tienda antes de ir a casa, a la tienda ni hablar. ¿No podía llevarlos a casa y luego ir a la tienda? Intenté explicarle que eso no era posible porque mamá no estaba en casa, pero no quiso escuchar. Cinco minutos después, cuando les dije que les compraría un bollo a cada uno, atravesamos las puertas automáticas y entramos en el supermercado frío y lleno de zumbidos. John dijo que quería ir andando, intenté impedirlo, porque él no era tan disciplinado como sus hermanas, por decirlo suavemente; era capaz de quedarse parado delante de algo que quería y no moverse de allí hasta que lo tuviera en la mano, o también podía escaparse, pero al final cedí y lo saqué del carrito. Desapareció junto a los estantes de los lácteos. Les pedí a Vanja y a Heidi que no se movieran y me paseé por los pasillos mirando a ambos lados. Lo encontré donde la comida para perros, se había tumbado en el suelo boca arriba y miraba fijamente al techo. Se rió al verme. Lo agarré del cuello de la camiseta, lo levanté y lo llevé como si fuera un saco hasta el carrito, él gritaba y se reía hasta que se dio cuenta de que iba al carrito de nuevo, entonces se puso de mal humor. Compré una bandeja de yogures, lo que lo tranquilizó. Así conseguimos pasar por todas las estanterías y llegar a las cajas, donde pagué, metí la compra en bolsas y volvimos a salir al sol. Vanja y Heidi se comieron sus bollos. Cruzamos la calle y entramos en el centro comercial, no para comprar nada, sino porque era un atajo. La salida de la parte de atrás no se encontraba lejos del pequeño parque infantil. Con el fin de avanzar un poco, cogí a Heidi con un brazo y las bolsas de compra con el otro, a la vez que empujaba el carrito. Luego la bajé al suelo y cogí a Vanja, otra cosa era impensable, todo tenía que hacerse igual con las dos. Cuando llegamos al pequeño parque, atestado de niños, me senté en el banco a fumar, mientras ellos se divertían en los aparatos. Al cabo de sólo unos minutos vino John y se apretó contra el banco diciendo que quería irse a casa. Le acaricié el pelo y le prometí que nos iríamos enseguida. No, ahora, dijo. No, enseguida, respondí. Entonces sonó mi teléfono. No me puse nervioso, el número de mi móvil sólo lo tenía gente de la que me fiaba. Número privado, ponía en la pantalla.

—¿Hola? —dije.

—Hola —contestó Geir—. ¿Estás fuera de casa?

—Sí, en el parque.

—¿Qué tal te va?

—Aún no me he tirado de la terraza. He optado por dejar que mi frustración repercuta en los niños.

—El suicidio no es para gente como tú —señaló—. Tu método es más bien meter la cabeza bajo tierra.

—Tienes razón —dije—. Pero lo más fascinante del avestruz no es eso. Una vez vi un documental sobre avestruces. Son grandes e increíblemente fuertes, con esas garras que tienen resultan peligrosísimos. Sabes lo que hacen los criadores cuando se tienen que acercar a ellos, ¿no?

—¿Les ponen un saco por la cabeza?

—Sí, eso es lo que hacen al final. Entonces se quedan completamente quietos. Pero antes, cuando el criador se acerca para ponerles el saco.

—No lo sé.

—Se acercan con un palo en alto en la mano. El palo de una escoba, por ejemplo. Cuando el avestruz avista algo más alto que él, no ataca. Su cerebro es extremadamente pequeño. ¡Ja, ja, ja!

—¡Ja, ja, ja!

—Tiene tres máximas: si llega un palo de escoba más alto que yo, me quedo quieto. Si me siento amenazado, meto la cabeza bajo tierra. Si alguien me pone un saco en la cabeza, el mundo desaparece y dejo de existir.

—Estás hablando de tus propias máximas.

—Claro que sí, ¿por qué crees que las menciono? Pero también es fascinante, de eso no cabe duda. Se trata de una criatura muy antigua. No le hace falta un cerebro más grande, siempre se ha manejado bien con el que tiene.

—Guárdate tus fascinaciones para ti.

—Ocurre lo mismo con los cocodrilos y los tiburones. Son tan jodidamente viejos… Se comportan de un modo completamente mecánico, para ellos no existe posibilidad de improvisar o elegir, no son capaces de juzgar: si algo cae al agua cerca de donde están, abren la boca de par en par e intentan comérselo, ya sea algo de plástico o una mina terrestre. Tiene que ir a la boca. Me encanta esa idea de que en un pasado lejano todo fuera tan sencillo y primitivo, una especie de mundo mecánico biológico, y que, de hecho, siga habiendo criaturas de esa época.

—Te oigo decir primitivo, sencillo, mecánico biológico, y ¿sabes qué?, lo primero en lo que pienso no es en cocodrilos ni avestruces.

—Tú eres el último freudiano.

—Todos lo son. Lo que pasa es que no lo saben. Eros y Tánatos, es lo único que saben, joder. Pero a ti ya no te ayuda mucho la táctica del avestruz. Cuando salga tu libro todo el mundo te conocerá. Serás un avestruz sin tierra.

—Espera un momento. Noto que me llega la inspiración. Me viene un poema… Soy un Juan sin Tierra, soy un avestruz sin tierra, soy un estúpido sin cabeza.

—¡Estás mejorando! ¡Bien, Karl Ove! En algún momento nos reiremos de todo esto. Es lo único que podemos hacer. La vida es una comedia. Todo es estúpido cuando lo piensas.

—No era yo el que acabas de oír. Algún estúpido hablaba a través de mí. Yo no soy más que una herramienta. Estoy deprimido y abatido.

—Por eso prefiero Cervantes a Shakespeare. La comedia es más verdadera que la tragedia. Hay que reírse de todo.

—Eso lo dices porque provienes de Hisøya. Vosotros no os tomáis la vida en serio. Sois nihilistas y cínicos. Pero yo soy de Tromøya. La cuna de la tragedia y de la seriedad ante la vida.

—Creía que era Atenas.

—Te equivocas. Hay mucha gente que confunde Arendal con Atenas. Se cree que Aristóteles provenía de Froland, y Platón de Evje. Los cínicos proceden de Hisøya. Aristófanes vivió en Kolbjørnsvik. Y Sófocles en Kongshavn.

—Vale, vale. Ya basta. En realidad, sólo llamo para preguntarte si me llevo ropa de cama, edredones o algo de eso.

—No hace falta. Aquí hay de todo.

—De acuerdo entonces.

—Nos vemos.

—Eso me temo.

 

Ya de vuelta en casa, Vanja, Heidi y John desaparecieron en las distintas habitaciones, yo coloqué la compra en su sitio y abrí dos paquetes de albóndigas de pescado, que freí mientras cocía patatas y col, y rallaba unas cuantas zanahorias. No había recogido la cocina desde el día anterior, todo estaba por el medio e intenté poner un poco de orden mientras se hacía la comida, pero sólo me dio tiempo a vaciar el lavavajillas antes de tener que cambiar el pañal a John, que se había hecho caca, y lo que por regla general se resolvía en unos minutos se prolongó, ya que no quedaban toallitas húmedas y tuve que lavarlo entero. Lloraba como un poseso cuando lo metí en la bañera, intentaba salirse, pero lo tenía cogido con una mano y lo lavaba con la otra, mientras él no paraba de berrear.

—Ya está —dije, y cerré el grifo—. ¿Tan horrible ha sido?

El niño seguía llorando. Lo saqué de la bañera, lo dejé en el suelo y lo sequé con una toalla grande. Ya podía olvidarme de intentar ponerle un nuevo pañal y un pantalón corto, tendría que pasearse desnudo por la casa hasta que comiéramos. En el cuarto de los niños Vanja gritaba y Heidi lloraba. Dejé a John y fui a ver qué pasaba. El llanto de Heidi aumentó al verme.

—¿Qué ha pasado? —pregunté.

—¡Heidi me ha pegado! —se quejó Vanja.

—¡Vanja me está chinchando todo el rato! —dijo Heidi.

Vanja había chinchado a Heidi, lo hacía de vez en cuando, y Heidi, que no tenía tanta facilidad de palabra, ni era tan rápida como su hermana, que le llevaba año y medio, le había pegado de pura desesperación.

—Vanja, no debes chinchar a Heidi —dije.

—No la he chinchado —objetó Vanja—. Y ella me ha pegado.

—Eso no está bien. No se pega a nadie, Heidi.

Las miré.

—Ya está. ¿Volvéis a ser amigas?

Las dos negaron con la cabeza.

—Entonces no podéis estar juntas. Heidi, vente conmigo a la cocina.

—No —contestó.

John venía a paso ligero por el pasillo, descalzo y desnudo.

—¿Vienes tú entonces, Vanja?

—Quiero estar aquí —contestó.

—¿No podéis estar aquí las dos sin pelearos?

Vanja asintió con la cabeza. Heidi lo negó.

—De acuerdo —concluí—. Entonces os quedáis aquí las dos. Pero por mucho que os peleéis o lloréis, no pienso consolaros. Tengo que hacer la comida, ¿sabéis?

Volví a la cocina, donde John estaba intentando subirse a la trona. Una cosa que no soportaba era que los niños comieran desnudos. Cogí del baño un pañal, el viejo pantalón gris que en sus tiempos también habían usado Vanja y Heidi, y una camiseta verde con un dibujo de un delfín azul, y lo vestí antes de sentarlo en la vieja trona. Las albóndigas de pescado estaban casi quemadas por un lado, les di la vuelta, bajé el fuego, metí un palillo de medir o como se llame en la patata más grande, que seguía dura por el centro, puse los platos en la mesa, eché agua en la jarra, saqué los vasos, los cuchillos y los tenedores, cogí una fuente de servir del armario del otro lado y bajé uno de los pequeños perros de plástico de Vanja para John, pero él lo tiró con desprecio al suelo diciendo que tenía hambre, pero que no quería albóndigas de pescado.

Saqué los últimos cacharros del lavavajillas y los coloqué en el armario y en los cajones. Heidi estaba llorando otra vez. Al instante entró en la cocina, se apretó contra mí, luego retrocedió un paso y contó entre sollozos lo que le había hecho Vanja. No la entendí muy bien, pero le dije que la comida ya estaba lista y que podía sentarse. Aún faltaba un rato para que las patatas acabaran de cocerse, pero las más pequeñas a lo mejor ya estaban, lo importante ahora era que los niños comieran algo.

Escurrí la cacerola de las patatas y con una cuchara las coloqué una por una en una fuente, en la que también puse las albóndigas, y por último la col cortada en trozos, dejé las zanahorias ralladas aparte, en un pequeño bol de cristal.

—¡Vanja! —grité—. ¡La comida está lista!

Puse dos albóndigas en sus platos y pelé una patata para cada uno, luego me levanté y fui a la habitación. Vanja estaba sentada en el suelo, apoyada en la pared y refunfuñando, no quiso mirarme cuando me puse en cuclillas frente a ella.

—Ya está la comida, superniña —le dije—. Ven a la mesa.

—Sólo haces caso a Heidi —se lamentó.

—Eso no es cierto. A decir verdad, ni siquiera he oído lo que ha dicho. Vamos, ven ya. Necesitas algo de comida en la tripita. Por eso os estáis peleando.

—¿Por qué?

—Porque no habéis comido nada.

—Pero no tengo hambre.

—De acuerdo. Ven cuando quieras.

Volví a sentarme a la mesa de la cocina, les partí las albóndigas, puse un trozo de col y un poco de zanahoria en cada plato, aunque sabía que los niños ni lo tocarían. Yo me serví un montón de verduras y cinco albóndigas de pescado, que devoré en unos minutos. Eran las seis menos diez. Me levanté y empecé a meter las cosas en el lavavajillas. Heidi se deslizó de la silla al suelo.

—Ahora empieza Bolibompa —dije—. ¿Queréis que os ponga la tele?

Vanja asintió con la cabeza. Detrás de mí, John gritó que él también quería verlo. Lo saqué de la trona y lo dejé en el suelo, encendí el televisor con el mando a distancia, y le dije a Vanja que estaba empezando Bolibompa, seguí metiendo los cacharros en el lavavajillas, llegó Vanja y cogió una albóndiga con la mano a sabiendas de que eso no me gustaba, no dije nada, eché detergente en el pequeño cajetín del interior de la tapadera, la cerré con fuerza y puse el lavavajillas en marcha. Fregué a toda prisa la sartén y las cacerolas en la pila, las sequé y las coloqué en su sitio. Dejé los platos en la mesa, con la esperanza de que comieran cuando les entrara hambre. Fui al dormitorio a mirar el correo electrónico. Tuve mucho cuidado de que mis ojos no se toparan con los dos correos de Gunnar, mientras repasaba los nuevos que habían llegado, entre los que no había ninguno especialmente importante. Hecho esto, llamé a Linda y le pregunté si quería hablar con los niños, no tanto por ella o por ellos, sino para que estuvieran un rato ocupados. John dijo hola y no paraba de asentir con la cabeza a todo lo que le decía su madre, luego me alcanzó el teléfono. Heidi le habló de lo que estaba viendo en la televisión, sin decirle que era eso lo que estaba haciendo, de modo que sonaba como si se encontrara en la tierra de las flores. Vanja hizo como el día anterior, se fue con el teléfono para estar a solas.

—Ya —dije cuando la niña volvió a los cinco minutos y me devolvió el teléfono—. ¿Se está bien por ahí arriba?

—Sí. Sólo que me resulta un poco raro estar aquí sin vosotros.

—Pero de eso se trataba, ¿no?

—Bueno, hoy hemos ido a bañarnos. No hemos hecho más que descansar todo el día. Ahora vamos a preparar otra barbacoa.

—Te sentirás segura teniendo ahí a un bombero, ¿no? —le dije, abrí la puerta de la terraza y salí. El suelo de madera estaba caliente, y el metal de la barandilla en la que apoyé los brazos ardía.

—Es jefe de salvamento —aclaró Linda.

—Mejor aún.

—Tienes que conocerlo algún día. Es del norte. Tranquilo y relajado pase lo que pase. Ya sabes, exactamente como mi familia allí arriba. Como todos los norteños.

—¿Qué estás haciendo ahora?

—Me he tumbado un rato a leer. Creo que tanto sol me cansa un poco.

—Yo apenas he salido de casa.

—¿Qué has hecho? ¿Has trabajado?

—No, en realidad no he hecho nada. Excepto hablar por teléfono.

John se acercaba sigilosamente a la puerta. Me miró con una expresión como preguntando si le dejaba salir, y como no dije nada, corrió los veinte metros hasta el otro extremo de la terraza.

—¿Sobre las cartas? —preguntó Linda.

—Sí. Sobre las cartas.

—Es una pena que pierdas tanto tiempo en eso.

—No tengo elección.

—Lo entiendo. Pero de todos modos es una pena.

—Así es. Bueno, tal vez sea mejor que sigamos hablando esta noche. Voy a acostarlos pronto. Y quizá me ponga a recoger un poco.

—Vale. ¿Me llamas tú?

—De acuerdo. Hasta la noche.

—Hasta luego.

En el otro extremo de la terraza John se estaba subiendo a una silla. Corrí hacia él. De pie en la silla sería lo suficientemente alto como para poder caerse por la barandilla. Ése era nuestro gran miedo desde que nos mudamos allí.

Lo agarré por la cintura y lo bajé en el instante en que se inclinaba hacia delante para ver bien a toda la gente que pasaba por debajo.

—Es mejor que corras —le dije—. Y yo te pillo.

—Vale —contestó, y se puso a correr como un pato. Fui despacio detrás de él, se volvió y lanzó un grito al ver lo cerca que estaba, le dejé correr un poco más, luego lo cogí y lo lancé por los aires.

—¡Más! —dijo.

—No, ahora vamos dentro. Enseguida os vais a la cama.

—¡No! —contestó.

—¡Sí! —dije, le había engañado, porque estábamos entrando en esa vieja rutina de sí/no, en la que yo de repente cambiaba, y él, aturdido, decía lo mismo que yo un par de veces hasta que lo entendía y cambiaba. Para entonces se había olvidado de la terraza.

Fui a por los camisones de las niñas a la habitación, se lo pusieron solas mientras miraban la televisión, y se quejaron cuando la apagué, porque querían ver los siguientes programas, pero al no conseguirlo les entró de repente hambre. De las albóndigas de pescado no quisieron ni oír hablar.

Noté que se me estaba acabando la paciencia. Si les daba un trozo de pan con algo a cada una, se quedarían quietas comiéndoselo mientras les leía algún cuento. Si no se no lo daba, se pondrían pesadas y quejumbrosas, y tal vez llevaran la situación a un callejón sin salida, cuya única solución sería la fuerza, lo que implicaría llantos y quejas hasta bien entrada la noche, o ceder, que era lo mismo que perder prestigio.

El que yo supiera qué era mejor no significaba que lo hiciera. Ante la paciencia menguante llegaban las ganas crecientes de castigar.

—O albóndigas de pescado o nada —dije.

—Pero tenemos hambre —se quejó Vanja.

—Entonces comed albóndigas de pescado —insistí.

—No queremos.

Me encogí de hombros.

—Pues os tendréis que acostar con hambre.

—Pero papá —objetó Vanja.

—Se acabó la conversación —dije—. Id a la habitación y os leeré.

Cogí Salir a andar, para John, y Los tres cerditos, para Vanja y Heidi.

Vanja se sentó debajo de la ventana, apoyada en la pared y con los brazos cruzados sobre el pecho.

—No quiero escuchar —dijo.

—Yo tampoco —dijo Heidi.

—Entonces le leeré a John —contesté, y me lo senté sobre las rodillas. Llevaba leyendo Salir a andar desde que Vanja tenía diez meses, tanto ella como yo nos lo sabíamos de memoria. Ahora lo hojeé lo más deprisa que pude, sin tener en consideración que John quería mostrar que sabía cómo se llamaba todo. Cuando acabé, lo llevé en brazos hasta la cuna y bajé las persianas.

—Buenas noches —dije, los dejé en el cuarto, atravesé el salón y salí a la terraza, me senté y encendí un cigarrillo. Unos segundos después apareció Vanja.

—Tengo hambre —dijo—. Y tienes que leernos.

—Vete a la cama —le pedí, contemplando los tejados y paredes coloreados por los rojizos rayos solares.

—¡Ahhhhhh! —gritó la niña.

—¿Qué estás haciendo? Es tarde y tienes que dormirte ya.

—¡Eres tonto! —gritó.

—Es posible —dije—. Pero también soy tu padre. Si dices que tu padre es tonto, es una pena para ti, no para mí.

Volvió sobre sus pasos, con los hombros temblándole exageradamente. Me serví media taza de café, que se había quedado frío, y me lo tomé de un par de sorbos. Cuando entré en el piso, aquello parecía un jardín zoológico. Vanja y Heidi gritaban y berreaban.

—¿Cuál es el problema? —pregunté, mirándolas desde el vano de la puerta.

—¡Eres tonto! —gritó Vanja.

—Tengo hambre —dijo Heidi.

Las lágrimas les corrían por las mejillas.

—Quiero que venga mamá —dijo John desde dentro.

—Mamá está fuera —dije—. Y si tenéis hambre, podéis comeros las albóndigas de antes. Si no, pues a dormir.

Cerré la puerta y me quedé fuera muy quieto. Al cabo de unos segundos, la puerta se abrió. Era Vanja.

—¿No has oído lo que he dicho? Vete a dormir, basta ya de tonterías —le dije.

La agarré por los brazos y la obligué a acostarse. Luego cogí a Heidi por la cintura y la metí en su cama, cerré de nuevo la puerta, volví al salón, encendí el televisor, daban las noticias, imágenes de unos enormes incendios en algún lugar que supuse que era Grecia. Sonaron golpes y sacudidas en la pared. Me levanté y abrí la puerta de la habitación de los niños. Vanja estaba dando patadas en la pared. Heidi lloraba en la litera de arriba.

—Escuchadme —dije—. No aguanto más ruidos. Os daré una manzana a cada uno, ¿vale?

—Vale —dijo Vanja, y dejó de dar patadas.

Fui a la cocina a por tres manzanas, llené de agua dos biberones y un vaso con boquilla, y lo llevé todo a la habitación.

—¿Queréis que leamos? —les pregunté.

Asintieron con la cabeza. Saqué a John de la cuna, Heidi se bajó sola de la litera, y al cabo de unos instantes los tres estaban sentados en el suelo deseando ser un cerdito, como si nada hubiese pasado. Les canté a cada uno de ellos la misma canción, mientras les acariciaba la espalda, y se quedaron tranquilos y dóciles, dispuestos a dormirse después del llanto.

—¿Puedes dejar la puerta abierta? —preguntó Vanja.

—Claro que sí —contesté, y fui a la cocina a prepararme un café. Me llevé una taza a la terraza y llamé a mi madre.

—Hola, soy Sissel.

Sonaba cansada.

—Hola, soy Karl Ove —dije—. ¿Estabas durmiendo? Por la voz pareces cansada.

—¿Ah, sí? No, no estaba durmiendo. Pero esta noche he estado mucho rato despierta. Así que puede que esté un poco cansada.

—¿Pensabas en las cartas de Gunnar?

—Sí. Reflexionaba sobre qué contestarle.

—¿Aún no has abandonado esa idea?

—Sí, pero seguía pensando en ello de todos modos. Estaba bastante enfadada, ¿sabes?

—¿Has leído la carta que te he enviado hoy?

—Sí.

—¿Qué te ha parecido?

—Me parece que sufrirás graves consecuencias. Si se dirige a los periódicos o a los tribunales será duro para ti. Despertarás mucha atención negativa. La presión será enorme. Hay personas que se hunden en situaciones así.

—¿Temes por mí?

—Pues sí.

—No lo hagas. Ya me las arreglaré.

—Pero tienes una familia.

—¿Estás diciendo que no debo publicar la novela?

—Eres el único que puede saberlo. Lo que digo es que debes sopesarlo muy bien. Pensar si merece la pena.

—Eso es justo lo que quiere Gunnar.

Mi madre suspiró.

—Sí —dijo—. Eso es. Comenté el asunto con unos compañeros. Algunos opinaban que lo inaudito es tu novela, no la reacción de tu tío. Ésa será también la reacción del público. Gunnar aparecerá como el hombre normal, respetuoso con la ley y decente, y tú corres el riesgo de ser considerado más o menos un delincuente. Eso por un lado. Por otro, podrían considerarte a ti una especie de élite y a Gunnar del pueblo. Imagínate lo que VG escribirá sobre el caso.

—¿Y qué? No puedo dejarme intimidar por lo que vaya a opinar la gente.

—Sólo pienso que las consecuencias podrían ser graves. No tienes que destruirte a ti mismo, Karl Ove.

—No voy a hundirme porque algunas personas escriban mal sobre mí en el periódico, mamá.

—Yo tampoco lo creo. Sé que eres fuerte. Pero una situación parecida acabó con Mykle, por ejemplo. Creo que es una comparación relevante. La presión de la que fue objeto lo destrozó.

—No puedo creer que me estés pidiendo que retire la novela.

—No lo hago. Sólo te pido que te lo pienses muy bien.

—Pienso tanto que la cabeza me va a estallar, ¿sabes? De hecho, no hago otra cosa. Pero retirar la novela no es una alternativa. No lo haré. No puedo ceder ante la primera resistencia que encuentre.

—No es poca cosa esa resistencia. Al menos no debes subestimarla.

—No, no lo haré. Entiendo lo que piensas y me alegro de que me lo digas.

 

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