Fin

Fin


OCTAVA PARTE

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La muerte, la restituidora del gran silencio, también es algo fuera de lo humano, tampoco puede nunca presentarse ante nosotros, porque en el momento en que nos alcanza dejamos de existir, más o menos como lo lingüístico deja de existir cuando lo alcanza lo no-lingüístico. La muerte es aquello con lo que limita lo humano, lo que carece de lenguaje es aquello con lo que limita el mundo humano, y en contraste con su oscuridad lucimos nosotros y nuestro mundo. La muerte y el mundo material son lo absoluto, inaccesibles para nosotros, porque en el momento de convertirnos en ellos ya no somos nosotros, sino una parte de ellos. Nuestro mundo, en cambio, que luce en contraste con la oscuridad del «aquello», no es absoluto, sino relativo y alterable. Las ciencias naturales son relativas, la moral es relativa, las ciencias sociales, la filosofía y la religión son relativas, todo dentro de lo humano es relativo. La diferencia entre descubrimiento e invento no es grande, y en cuanto a consecuencias no existe. ¿Existían los glóbulos blancos y rojos en el siglo XVII? Sí, existían, pero no para la conciencia humana. Eran, en otras palabras, una parte del mundo, pero no de la realidad. Esa realidad es nuestro mundo, y por esa razón el mundo del siglo XVII era distinto al de hoy, aunque el cielo, la tierra y las estrellas centelleantes sean de la misma naturaleza y materia hoy que entonces. Darwin escribió un libro, y donde la naturaleza biológica se había desarrollado en el espacio, después de Darwin se desarrolló en el tiempo. El mundo era el mismo, la realidad cambió. Describir el mundo es crear la realidad. Es la misma idea que expresa Harold Bloom cuando escribe que fue Shakespeare quien creó al ser humano. Cuando los personajes aparecen en el escenario y razonan consigo mismos, como al margen de los sucesos y sin embargo formando parte de ellos, atormentados por la duda o agitados por el amor, en combate contra sí mismos o extrañados de ellos mismos, el ser humano no es sólo una criatura que acciona y que alberga una serie de emociones, sino también un lugar donde esos sentimientos se encuentran con un yo reflexivo. Según Bloom es la aparición de este yo lo que constituye la novedad en Shakespeare, y lo que justifica que con cierto derecho pueda decir que Shakespeare inventó lo humano, porque hasta que algo no sea visible para alguien más que para ese uno no es real. La realidad, nuestra realidad humana, consiste en todo lo que es visible y reconocible dentro y entre nosotros. Cada vez que eso cambia, cambia la realidad. Por esa razón la Antigüedad griega ha sido un punto de referencia en la civilización occidental durante más de dos mil años y sigue siéndolo; en ella se formaron muchas de nuestras ideas sobre el mundo y los seres humanos. La historiografía, la filosofía, la política, las ciencias naturales; todo viene de ella. Lo único en nuestra cultura que no viene de ella es la religión, que es judía, y la máquina, que es nuestra. No es de extrañar que una cultura tan magistral como la griega, con todas sus innovaciones teóricas, mirase con cierto desprecio la religión, pero que con su gran capacidad para la artesanía se mostrase tan indiferente ante la tecnología sí resulta extraño, al menos a primera vista. Pero si se acepta la idea de Arendt de que buscaban la libertad en lo público, y allí encontraron lo verdaderamente humano, en aquello que podía exhibirse ante todo el mundo, mientras que en todo lo que tenía que ver con el sustento, relacionado con las necesidades materiales de las personas, vieron falta de libertad y necesidad, resulta fácil entender su inexistente interés por la mecánica, la tecnología y las habilidades prácticas en general. Los griegos inventaron la democracia, pero fueron incapaces de imaginarse el váter. Igual de notable resulta el hecho de que los que inventaron la historia no conocieran el diario. Pero tampoco se puede decir que todo lo referente al hogar quedara en la sombra como si fuera una especie de zona de la realidad no expresada, y que sólo lo que ocurría en público tuviera validez por ser formulado a todo el mundo, porque también lo privado tenía su escenario en la Antigüedad: el drama, o mejor dicho, la comedia, que se ocupaba de lo bajo y se basaba en reconocerse. La libertad que se encuentra en la risa es muy distinta a la que se encuentra en la exhibición de virtudes, y quizá por eso Arendt no lo menciona, porque no intenta alcanzar nada, no crea nada, no cambia nada, no destaca nada, sólo existe para el momento y no tiene otra intención que hacerlo soportable.

¿De qué se ríe uno en la comedia? De todo lo que se puede incluir en lo trivial, y que solemos esconder; la vida del cuerpo, evacuación, copulación, apetitos, defectos, y todas esas cualidades humanas que pretenden ser algo que no son e imposibles de admitir por los afectados: envidia, engreimiento, avaricia, autosatisfacción, falsa modestia, falta de escrúpulos, ambición, avidez de honores sin ningún honor. Lo que desea ser algo que no es, ése es el tema de la comedia. La comedia desenmascara, y la comicidad está en esa distancia que se revela entre el mundo como quiere ser y el mundo como es. En la revelación hay una comprensión de que lo social es un juego que sigue determinadas reglas, algo se esconde, algo se exhibe, y que en cierto modo vivimos en una ilusión. El juego depende de que todos participen en él, la ilusión de que todos crean en ella. La comedia rompe ese contrato y en ese sentido es el género más verdadero y más realista de todos. Es liberador en el sentido que declara: esto es lo realmente humano y todos somos humanos. Pero también es vinculante, porque frena a todos los que quieren algo distinto y creen que es posible elevarse por encima de este mundo de trivialidades, de evacuaciones, copulaciones, envidia, engreimiento y constantes malentendidos, es decir, todos los que insisten en debe o puede ser, en lugar de es. En ese contexto la risa es una poderosa fuerza social, uno de los mecanismos de corrección más fuertes que existen; hay pocas cosas más humillantes que el que se rían de uno en público, y para evitarlo es importante no destacar demasiado, sino quedarse donde están todos los demás. De esa manera la risa destapa el juego social por un lado, y lo mantiene por otro. La risa es contrarrevolucionaria y antiutópica: alguien que se ríe de todo también se ríe de la dictadura del proletariado, y si todo el mundo se ríe del revolucionario, no habrá revolución. Si todo el mundo se hubiera reído de Semmelweis, las madres y los neonatos habrían seguido muriendo de fiebre puerperal. Si los alemanes se hubiesen reído de Hitler, él y sus ideas no habrían sido peligrosos. Pero no se rieron, se mantuvieron serios, querían algo, lo más elevado, y sobre lo más elevado rige la tragedia, de ella no se ríe nadie.

Pero si la comedia es el más verdadero y el más realista de todos los géneros, el que introduce todas las cosas y a todas las personas en el mundo real del cuerpo y de la realidad sin ilusiones, ¿cómo debemos entonces entender la tragedia? La tragedia trata de lo mismo que la comedia, ascenso y caída. Entonces, ¿por qué la caída es cómica en la comedia y trágica en la tragedia? ¿Por qué no nos reímos del rey Edipo? Él cree que es algo que no es realmente. ¿Por qué no nos reímos de Hamlet? Él no sabe quién es ni qué hacer; la ignorancia y el desasosiego serán su muerte. ¿Por qué no nos reímos de la pequeña Hedvig, de El pato salvaje, que ha malinterpretado todo y se pega un tiro?

En aquello que es uno consigo mismo no hay ninguna distancia, y como la distancia es el punto de partida de la risa y de la comedia, y la no identidad su condición, lo único que la comedia y la risa no pueden tocar es la identidad. Lo que no actúa, lo que no es algo distinto, lo que es lo que es. La obra maestra de Dostoievski, El idiota, trata de eso. La novela empezó como género cómico con el Quijote de Cervantes, que hace que la idea sobre el mundo grande e inspirado se desarrolle en el pequeño, es decir, en el mundo tal y como es, lleno de molinos de viento, ovejas, rocines, burros y bandidos borrachines, en un paisaje por el que cabalga un viejo delgaducho y de mala salud, con su bajo y gordo acompañante. Con Madame Bovary, Flaubert continuó esta tendencia orientada hacia la realidad y el desencanto; aquí la idea sobre el amor romántico choca con el mundo como es en la realidad, y lleva a la protagonista del libro a la muerte. Tanto Don Quijote como Madame Bovary son novelas cínicas, porque no creen y ponen en evidencia a los que sí lo hacen. Aquello en lo que creen don Quijote y Madame Bovary son sin duda ilusiones, de tal modo que la novela se encuentra en el lado de la verdad, y el que los personajes sean puestos en evidencia con ternura, es decir, a sabiendas de que la debilidad y el escapismo de los protagonistas son magnitudes universales, no cambia nada. El idiota es lo opuesto a Don Quijote y Madame Bovary. El idiota es una anticomedia. Da la vuelta a la lógica de la comedia, porque en ella es el mundo cínico el que se destapa, los que se ríen del vacío del mundo los que son puestos en evidencia, mediante una confrontación con el ser humano no fingido. ¿Qué cualidad humana es lo no fingido, que consigue desesperar a todo el mundo a su alrededor, acrecentar el desasosiego, amenazar al caos, sin hacer nada para que ocurra, sino sólo ser? El príncipe Mishkin cree que lo que él ve, lo que se muestra, es lo que es, y que lo que se dice es sincero. No conoce segundas intenciones, no entiende la ironía, no sabe nada de roles. No tiene ni idea de que lo social es un juego. Él es uno consigo mismo, y supone que a todo el mundo le ocurre igual. No es así, y que él no lo sepa basta para que se desbarate el juego, porque él les proporciona un lugar desde el que pueden contemplarlo, un punto fuera de lo social desde el que el juego se hace visible y con ello la arbitrariedad. El rol tiene sentido dentro de los marcos del juego, pero se convierte en algo sin sentido cuando es reconocido como juego. Entonces, ¿quién es uno? ¿Uno mismo? ¿Qué magnitud es ésa? El príncipe Mishkin es él mismo. Es auténtico. Es indivisible, ni gemelo ni doble de nadie. Pero con esto también está condenado a estar fuera de lo humano. Una sociedad que consta de seres humanos auténticos, que tienen una relación de uno a uno con lo que se dice y muestra es una sociedad en la que nada puede ocultarse, en la que nada puede mantenerse en secreto y en la que no se crea ninguna diferencia real. Lo auténtico es, en otras palabras, lo opuesto a lo social. Lo social divide, excluye, oprime, eleva. Lo social es un sistema de diferencias, un mundo en el que todo se gradúa y se diferencia. El idiota anula todas las diferencias, en su reino todos son iguales. No es su bondad la que crea grandes problemas a lo social, sino su autenticidad. Bajo una perspectiva literaria revolucionaria, en la que la complejidad del personaje literario ha ido evolucionando desde la agudeza sencilla y arcaica de Odiseo, hasta la explosión del yorenacentista de Hamlet, salvaje y lleno de contrastes, que presagia el ser humano moderno, como nosotros lo conocemos, el príncipe Mishkin, de Dostoievski representa un retroceso, algo profundamente reaccionario y anticuado, por no decir arcaico, una especie de ser humano prehomérico, ante quien tanto la sagacidad de Odiseo al engañar al cíclope con su juego de palabras idénticas y la alegoría de la caverna de Platón habría resultado inútil. ¿Acaso no recuerda Mishkin un poco al cíclope, ese gigante tuerto encerrado en su comprensión literal del lenguaje, incapaz de entender que Odiseo miente cuando dice llamarse Nadie? Dostoievski era un escritor profundamente reaccionario, en primer lugar porque buscaba sentido en serio, con los ojos abiertos, en segundo lugar porque no lo buscaba ni en la política ni en la ideología ni en la ciencia ni en la filosofía, sino en la religión, y porque lo encontraba en lo sencillo. La gran amenaza en todas las novelas de Dostoievski es el nihilismo, la verbena rodante y reluciente de lo social en la plaza festiva de la falta de sentido, bajo la negra noche del vacío, y lo que emplea para protegerse una y otra vez es lo sagrado y lo ingenuo de lo sagrado. Dostoievski elogia lo ingenuo. ¿Por qué lo hace? Sus novelas son enormemente complejas y caóticas, un desbarajuste de personas y voces, ni un solo momento de tranquilidad, ningún lento adormecer ni perezosos y abiertos días de verano en los que no ocurre casi nada, como por ejemplo en Proust; en Dostoievski todo está agitado, una serie de escenas muy intensas, casi histéricas, al borde de la locura, pero en la descripción del mundo violento y sin control surge siempre en sus mejores libros una luz, y en torno a esa luz, silencio. Esa luz de Dostoievski no es atenuada y suave como la de una lámpara de aceite, ni tampoco aguda y deslumbrante como la de las lámparas modernas fluorescentes, es una luz blanca que borra casi todo, como de magnesio, ardiendo se podría uno imaginar, que quema los detalles y los matices, y que te hace pensar que lo iluminado no es lo importante, sino la luz. Esta diferencia entre la luz y lo iluminado es la diferencia entre la realidad premoderna y la realidad moderna, y donde lo primero es uno y simple, lo segundo es todo y complejo, como lo barroco. Dostoievski se giraba hacia esa luz, quería creer en ella, pero ese «quería» que sólo conoce el que vive en la complejidad de lo iluminado lo hacía imposible, ya que es lo contrario a la fe. Querer creer es imposible, a contradiction in terms, como dicen los ingleses. Si hubiera creído, no habría escrito. Pero lo conocía.

¿Qué quería él de lo que conocía? ¿Qué es la luz en las novelas de Dostoievski? Es la misericordia. Y la misericordia es aquello en lo que no hay diferencias, que no puede ser captado por el lenguaje, porque el lenguaje es, por naturaleza, algo que crea diferencias. En ese sentido la misericordia de Dostoievski se parece a lo abierto de Hölderlin, pero donde lo abierto de Hölderlin se refiere al mundo material de ríos y nubes, la misericordia de Dostoievski se refiere al mundo social. La misericordia anula toda clase de distinciones en él, en la misericordia todos son iguales. La radicalidad en esto es grande y casi impensable. Pero de eso, y de nada más, trata el cristianismo. No hay diferencia entre nadie. La peor persona tiene el mismo valor que la mejor. Jesús dijo: si te golpean una mejilla, pon la otra. Él es un ser humano como tú y yo, él es tú. No le pegues. Es un pensamiento inhumano, porque se piensa fuera de lo social. Sí, es un pensamiento divino. Adolf Hitler tiene el mismo valor que los judíos a los que mató en las cámaras de gas. En eso se disuelve nuestra identidad, creada por las diferencias, y eso es lo que hace irrealizable el cristianismo, no podemos pensar en nosotros como desaparecidos, sería demasiado perder, es todo lo que tenemos. Tampoco podemos ser el mismo sin perder a los otros. Lo que no tiene diferencias no es una categoría, es un lugar donde todo significado desaparece, independientemente de lo que tengas y lo imperdible que sea para ti, no tiene ningún valor. Eso es lo que nadie es capaz de entender. Y fuera cual fuera la intención de Dostoievski al escribir esta obra maestra, lo que nos trae el príncipe Mishkin no es nada que deseemos, es casi como una visión de terror. El idiota es el que abre la boca de par en par, y se ríe con los que se ríen de él, con una mirada interrogante en los ojos. El idiota es el polo opuesto al cínico. Entre ellos está la elección. El cínico pregunta: Pero ¿quién va a perdonar? El idiota responde: Yo voy a perdonar.

 

El sol daba de pleno en la terraza y calentaba tanto que las gotas de sudor me caían por la frente junto al nacimiento del pelo, a pesar de que ya era tarde. Brillaba con tanta intensidad que pensé en entrar a por mis gafas de sol. También pensé en coger alguna de las gambas que estaban tiradas en la mesa, porque el suave olor a sal que desprendían, junto con la visión de esas criaturas de color rosa oscuro con coraza, despertó en mí un deseo de sabor fresco y marino. Pero opté por no hacerlo. Comer con gafas de sol era de poco estilo, y empezar a comer antes de que todos se hubiesen sentado a la mesa, peor aún.

—Ajá —dijo Geir.

—¿Qué quieres? —le pregunté—. ¿Ya te estás quejando?

—¿Yo? Nada de eso. El que se queja eres tú.

Encendí otro cigarrillo y me incliné hacia delante en la silla, con los antebrazos apoyados en los muslos.

—Sí, me quejo un poco, lo admito, pero quizá podría compensarlo con un chiste.

—Contigo los chistes y las quejas son dos caras de la misma moneda.

—¿Sabes lo que dijo Stevie Wonder un día que se dio una vuelta por el puerto y pasó por delante de un barco camaronero?

—No.

Hi girls!

Geir sonrió y puso las piernas sobre la barandilla. Yo me recliné en la silla y me llevé el sudor hacia el pelo con los dedos corazón y anular, cuidando de que el cigarrillo encendido que sujetaba entre los dedos índice y corazón no lo rozara.

Los sonidos del dormitorio se habían acallado; seguramente les estarían leyendo un cuento. Di un sorbo de vino. Nunca había dicho a nadie que en realidad me gustaban más los refrescos. Tampoco que prefería beber té con las gambas, incluso en verano, ya que era con lo que las tomaba cuando era pequeño, y desde entonces siempre había pensado que el té y las gambas combinaban bien.

El ojo de una de ellas se había desprendido y estaba apartado y solo en el borde de la fuente. Parecía un grano de pimienta. Las patas, que se erizaban hacia todos los lados, por encima y por debajo de los cuerpos por lo demás achatados, parecían cepillos. Resultaba difícil creer que las gambas vivas, tan descoloridas y casi transparentes, como ventanas sucias, eran las mismas cuando estaban hervidas, porque el color era tan característico de ellas y tan bonito que no se entendía cómo la naturaleza podía desperdiciarlo en bichos muertos. Pero en cambio el bogavante, con su coraza negra como de metal, no muy distinta de ciertas armaduras del Renacimiento italiano, negras y articuladas, era sin duda más elegante vivo que cuando el agua hirviendo hacía que dejara de vivir en un periquete, y el color rojo casi naranja llenara la cáscara. Sí, sí, parecía más refinado y más elegante, pero en contraste con la belleza de lo negro, junto con la fuerza y la potencia, lo refinado del rubor no era apenas nada. Con las gambas era distinto. Vivas parecían una especie de oficinistas del mar, muertas parecían una compañía de bailarines de ballet.

Debajo de nosotros se detuvo un autobús suspirando ante el semáforo rojo. Los coches venían por la calle que acababa en la extensa pradera que había junto a la playa, frenaban y se paraban al otro lado del semáforo. Ahora tenían vía libre los que venían del norte, pero por allí la calle estaba vacía. El paso de peatones, que avisaba con un hombre verde, o una persona verde, como se decía ahora, también estaba vacío. Un amago del sentimiento que a veces me sobrevenía por la noche, cuando los semáforos cambian de color en calles desiertas y no se ve en ellas una sola persona, se me metió en la conciencia como una carta por debajo de una puerta. En esos momentos me imaginaba vivamente un mundo sin seres humanos. Todas las casas vacías, todas las calles vacías, ni un coche, ni un autobús, sólo los semáforos que cambiaban allí abajo y en otros cruces por toda la ciudad. Habría movimiento, porque la vegetación saldría por todas partes, a su manera infinitamente lenta, abriéndose paso en el hormigón y el asfalto y poco a poco conquistándolo todo, y en las calles habría animales. Pero ninguno de ellos se dejaría regular por los semáforos y el tictac. Pertenecerían a un sistema vacío. El ser que en un pasado lo había llenado con su cuerpo, que había creado esos semáforos para regularlo, ya no existía ni volvería jamás.

Me agaché para apagar el cigarrillo en el barrote vertical de la barandilla, dejando, por falta de cenicero, la colilla junto a mi pie, que era el sitio menos incómodo que fui capaz de encontrar. Allí estaba, como un hombre debajo de un árbol, pensé, y me bebí la copa de vino, la dejé junto al plato y levanté la mirada: en el otro extremo de la terraza, a unos diez metros, se abrió la puerta. Era Christina. Sonrió y levantó la mano hacia nosotros, como si no pudiéramos entender que ella se estaba acercando si sólo veíamos su cuerpo, sino que además necesitáramos una señal.

Cerró la puerta con una mano, a la vez que con la otra se echaba a un lado la melena, y vino hacia nosotros.

—Qué buena pinta tiene esto —dijo—. ¡Y qué maravilla poder estar fuera!

—¿Duerme? —le preguntó Geir.

Ella dijo que no con la cabeza y se sentó en un sillón junto a la pared, con los ojos entornados.

—Pero al menos está acostado. Para él es toda una aventura estar ahí con los otros tres.

—¿Quieres un poco de vino? —le pregunté, levantando la botella.

—No, gracias —respondió—. Pero un poco de agua me vendría bien.

Dejé la botella de vino en la mesa, cogí la de agua mineral y le serví. Resplandeciente y llena de burbujas, con un sonido suavemente chisporroteante, el agua se acomodó junto a las paredes transparentes de vidrio. Algunas burbujas se elevaron de la superficie unos cuatro o cinco centímetros, visibles con el reflejo del sol, que las hacía centellear.

Christina se llevó el vaso a la boca y dio un sorbo.

—¿También los míos están acostados? —le pregunté.

Asintió con la cabeza y tragó, bajó la copa, pero no la dejó en la mesa, sino que la mantuvo en la mano, con el codo apoyado en el muslo.

—Sí —contestó—. Pero John está de pie en su cuna queriendo participar.

Christina tenía algo de recatado, no en lo que decía o en sus temas de conversación, sino en la manera en que lo hacía; era como si no quisiera que los gestos la abandonaran, pensaba yo de vez en cuando. Lo mismo ocurría con las expresiones de la cara, parecían estar siempre sometidas a control, no es que fueran forzadas ni falsas, en absoluto, más bien daba la impresión de no querer mostrar demasiado, como si lo de mostrar demasiado fuera peligroso y por eso siempre retuviera algo de ella misma, de lo que tenía en su interior. En cierto modo, el polo opuesto a Geir, porque él era más descuidado consigo mismo, con su lenguaje corporal y sus gestos, su control trataba más bien del mundo exterior, que organizaba nítidamente, tanto el material, en el que no dejaba nada abandonado a su suerte, como el inmaterial, el reino de las ideas, donde no podía escribir nada sin aclarar su procedencia en una nota a pie de página.

Christina vestía siempre muy bien, no de forma espectacular, sino con mucho gusto, lo que no era de extrañar, por su formación como diseñadora de ropa. Yo siempre me fijaba en su atuendo cuando nos veíamos, me llenaba de una especie de agrado, quizá debido a su seguridad, cómo todo estaba conjuntado, pero sin que resultara visible, porque eso habría sido una demostración de vestir bien, y cómo los pequeños detalles, una bufanda o un cinturón, por ejemplo, sacaban lo máximo de todo lo demás, como elevándolo o realzándolo, apareciendo a la vez en primer plano, por ejemplo porque la hebilla del cinturón destacaba mucho, y de fondo, ya que el que la hebilla destacara contribuía a resaltar todo lo demás. Colores, corte, tela, dibujos; todo estaba conjuntado, basado en una seguridad que sólo podía ser intuitiva. Era algo que ella sabía hacer, y que no tenía que esforzarse por lograr. Con eso conseguía casi siempre lo que muy pocas personas consiguen: borrar las diferencias entre lo nuevo y lo viejo, lo caro y lo barato, ignorando esas características para poder ver lo que la prenda o el accesorio eran en sí. Nada de marcas: jamás se me había ocurrido pensar en ellas cuando se trataba de la ropa de Christina. Lo que más me había gustado de lo que había visto era una chaqueta de cuero marrón claro que resultaba muy atractiva, aunque no sabría decir en qué residía su atractivo. ¿Qué despertaba en mí esa chaqueta? La asociaba vagamente con los setenta, aunque no llevara el sello de esa década. Pero lo que más me gustaba era su tono y su corte cálido, a la vez que también tenía algo agresivo, propio de las chaquetas de cuero, y quizá fuera esa combinación lo que tanto me atraía. Botones grandes. Femenina, pero no con encajes. Elegante. Sí, ésa es la palabra. Esa chaqueta era elegante.

Christina vestía a Njaal de la misma manera. Casi todos los niños eran hijos de Hennes & Mauritz, o de KappAhl, su ropa seguía la de la temporada y el gusto de los grandes almacenes, también los nuestros. Si Njaal llevaba ropa de Hennes & Mauritz no lo parecía, era como si fuera absorbida por las otras prendas, independientemente elegidas y sutilmente conjuntadas. Njaal también era elegante, pero no al estilo del pequeño Lord Fauntleroy, al contrario, tenía aspecto de niño de nuestro tiempo, pero a su manera, igual que Christina era una mujer de nuestro tiempo pero a su manera. Pasados veinte años, en las fotos de esta época, ella y él, madre e hijo, tendrían la misma pinta de siglo XXI que todos los demás, nadie escaparía a eso, pero de un modo más depurado y hermoso, más o menos como la pinta de años cincuenta y sesenta que tienen John F. y Jaqueline Kennedy, con una pregnancia y elegancia muy distintas a las que muestran nuestros padres, tíos y tías de esa misma época.

La seguridad de Christina en su manera de vestir no era en absoluto contrarrestada por su manera de ser, en el sentido de que no era igual de definida y obvia, o, por qué no decirlo, magnífica. Yo no la conocía bien, y desde luego nunca habíamos hablado ni de su interior ni de su exterior, pero por lo que había visto pensaba que la relación entre lo interior y lo exterior no estaba armonizada, en el sentido de que su vida interior era mucho más extensa y de más alcance de lo que expresaba su exterior. Era cautelosa con lo que dejaba ver, a lo mejor no conscientemente, más bien no, pero ese constante recato lo indicaba; no quería que su interior fuera visible para los demás, que fuera explotado por las miradas y pensamientos ajenos. ¿Por qué? ¿Tenía algo que esconder? ¿Se avergonzaba de algo? ¿O era simplemente una persona especialmente reservada?

Me reconocía en esa característica. No podía saber si se trataba de una sensación relevante, tal vez ella sintiera y pensara de una manera muy distinta, pero si era lo que yo creía que expresaba, sabía de qué se trataba. En tal caso se habría criado en una familia en la que existían cosas que ella tenía dentro y que no podía mostrar, sino que tenía que ocultarlas. Entonces su infancia habría tratado de librarse de ello, es decir, de actuar y estar en su propio derecho, aceptar lo oculto y dejar que se viera en lo abierto, pero tan fuerte es esa dinámica, tan profundamente integrada en la propia identidad, en el propio yo, que resulta más o menos imposible de erradicar: eres tú. Porque lo que ocurre, al menos eso fue lo que me ocurrió a mí, es que lo que no se puede expresar, lo que hay que ocultar, vive su propia vida interior, y esa vida interior, a la que uno se acostumbra, se convierte en una especie de manera de vivir, en algo bueno, no necesitas a los demás, tienes de sobra contigo mismo. El desenvolvimiento se convierte en envolvimiento. Geir, con quien estaba casada, no tenía ningún desequilibrio de ese tipo entre lo que pensaba y lo que decía, lo que hacía y lo que sentía. Era enormemente sociable, vivía la vida con los demás, incluso cuando estaba solo, razón por la que necesitaba a Christina mucho más que ella lo necesitaba a él. Ella sería capaz de vivir una vida entera sola, pensaba yo. Él no; sin los intercambios entre los sentimientos del interior y el exterior, entre él y lo social, se moriría. Él necesitaba el mundo exterior, ella no; ella tenía dentro todo lo que necesitaba. Era una persona del deber, hacía lo que tenía que hacer, él no era así, él hacía lo que quería. Yo también era una persona del deber, eso era lo que lo exterior representaba para mí, en general coacción, mientras que lo interior en mucho mayor medida representaba libertad. Pero durante los últimos años había llegado a comprender que ese retiro hacia lo interior era un peligro, que me alejaba de la vida. Esos últimos años había entendido que eso era algo que compartía con mi padre. Él era una persona básicamente solitaria cuando yo era niño, tanto mediante su aislamiento dentro de casa, abajo en el estudio del sótano, como por el hecho de que no tenía amigos íntimos. Lo social era un juego que dominaba pero del que no formaba parte; a lo mejor no encontraba nada válido en ello, aunque sospecho que tampoco lo encontraba en ninguna otra parte. Lo que constituye alguna diferencia y está lleno de sentido no creo que existiera en su vida. La distancia caracterizaba todos sus actos y lo único que la hacía desaparecer eran esas olas de ira y enfado que se apoderaban de él y que de una manera dolorosa lo acercaban a mí, física y psíquicamente, y que tal vez le servían para estar alejado, para mantener la distancia.

En un diario que encontramos entre sus cosas después de su muerte, escribió sobre «la persona solitaria». Afirmaba que sabía distinguir la persona solitaria de otras personas, y era obvio que se consideraba a sí mismo una de ellas. También escribió sobre el trato en culturas de más al sur, que era más incluyente y social que el escandinavo, y no se podía leer más que como una expresión de que él anhelaba esa clase de vida. El hecho de que empezara a beber también tendría que ver con eso. Libertad, ausencia de ataduras, comunidad. La diferencia más radical en su vida antes y después de dejar nuestra familia fue, aparte del consumo de alcohol, toda esa vida social y toda esa gente que de repente formaban parte de su vida. Fue un nuevo comienzo, un último intento, pero el alcohol no era sólo una bendición, un regalo de gracia, porque al poco tiempo sentía deseos de beber nada más levantarse, o no deseos, era más bien una necesidad, algo a lo que se veía obligado. Durante los fines de semana bebía desde que se levantaba hasta que se acostaba, los días de diario al principio conseguía refrenarse, no bebía por la mañana, luego empezó a volver a casa a la hora del almuerzo para beber un poco y seguía bebiendo toda la tarde, cada vez le costaba más resistirse, y al final, tras muchos años, se dio por vencido y lo mandó todo a la mierda. Pero todo empezó abajo, en su estudio, su necesidad de soledad, de mantener a distancia el mundo cercano, imposible de combinar con su anhelo de una vida social, era algo que no pudo reconocer o admitir hasta cerca del final, cuando de todas formas todo estaba perdido. Se metió en un túnel, el mundo se le fue estrechando y lo perdió todo, también a causa de una delirante agresividad y destructividad, según tengo entendido, que al final dirigió hacia dentro de él, y así se derrumbó, completamente fuera de la sociedad, de vuelta en esa casa donde todo empezó, a solas con su madre, en una continua corriente de bebida. El sacerdote que lo enterró dijo algo que nunca olvidaré. Lo importante es fijar la mirada, dijo. Lo importante es fijar la mirada.

Lo importante es fijar la mirada.

Podría haber dicho que las cosas pequeñas son importantes; no lo dijo. Podría haber dicho que el amor al prójimo es lo más importante; no lo dijo. Tampoco dijo en qué había que fijar la mirada. Sólo dijo que había que hacerlo.

Me pareció una frase con sentido entonces, aquella mañana en que estaba sentado en la capilla llorando, con su cadáver en el ataúd a unos metros de distancia, y me parece que tiene sentido hoy, cuando estoy escribiendo esto. Sé lo que quiere decir ver algo sin fijarse en ello. Todo está ahí, las casas, los árboles, los coches, la gente, el cielo, la tierra, y sin embargo algo ha desaparecido, porque no significa nada que todo eso esté ahí. Lo mismo podría haber sido otra cosa o nada. Ése es el aspecto del mundo sin sentido. También es posible vivir en el mundo sin sentido, sólo es cuestión de aguantar, y se aguanta si hay que aguantar. Ese mundo puede ser hermoso, aunque tal vez uno se pregunte hermoso con relación a qué, ya que es todo lo que tenemos, sin que constituya ninguna diferencia, eso a ti no te importa. No has fijado la mirada, no estás relacionado con el mundo, y extremándolo todo, da igual si lo abandonas. Las ataduras que te retienen, que te hacen rabiar en las cadenas, están relacionadas con expectativas y obligaciones, tienen que ver con lo que el mundo te exige a ti, y antes o después llegarás a un punto en el que reconoces el desequilibrio, ya que tú cumples con todas las exigencias del mundo, pero el mundo no cumple con las tuyas. Entonces eres libre, entonces puedes hacer lo que quieras, pero lo que te ha hecho libre, la falta de sentido, también vacía de sentido la libertad.

Pero si el mundo carece de sentido, ¿de qué sirve fijar la mirada en él? ¿Qué estúpido engaño de pequeñoburgués es ése?

La cuestión es qué es el sentido. Si se toma en serio la invitación a fijar la mirada, lo importante no es la cosa ni la persona en sí, sino que puede ser cualquier cosa y cualquier persona, en cualquier parte, a cualquier hora. Lo importante es la mirada, no lo que la mirada ve. La relación entre el que mira y lo que él o ella ve, sea lo que sea. Es así porque nada significa nada en sí. Hasta que algo no es visto no significa nada. Todo significado nace en la mirada. Significado no es nada que el mundo tenga o no tenga, significado es algo que nosotros le proporcionamos. La mirada convierte lo externo en interno, pero como lo externo sigue siendo externo para la mirada, algo fuera del yo, cree a menudo que el significado que ve pertenece a la cosa o al fenómeno que entonces condena, eleva o trata con indiferencia, sin entender que condena, eleva o trata con indiferencia algo dentro de sí mismo. A través de esa manera de ahondar en el mundo es posible el sentido. Todo significado nace en la mirada, todo sentido en el corazón. Proporcionar sentido al mundo es algo único del ser humano, somos la criatura que proporciona sentido, y no sólo es nuestra responsabilidad, también es nuestra obligación. Mi padre no cumplió con su obligación y sucumbió. No como castigo, sino como consecuencia. Más o menos así lo veo hoy, trece años después de su muerte. Creo que el pastor tenía razón, se trata realmente de fijar la mirada, pero creo que esa invitación también está emparentada con la que dice que hay que ser buena persona. Todo el mundo está de acuerdo en esto, pero para muchos es irrealizable, emparentado con la invitación más popular, siempre subyacente, de que hay que ser rico. Ya. Es fácil ser rico para el que tiene mucho dinero, es fácil ser bueno para el que es íntegro, pero para los otros, que no son íntegros, la bondad ni les cabe en el horizonte, quizá ni siquiera haya ningún horizonte, ningún arriba, ningún abajo, nada bueno, nada malo, sólo ira, dolor o tedio, porque algo dentro de ellos está roto, realmente jodido, están envueltos en toda clase de sentimientos imprevisibles y su vida es algo por lo que están luchando de espaldas al mundo, si no se han resignado ya. Hay muchos que luchan por la vida, otros tantos que se han resignado, y el resto, los que no conocen el dolor o la ira, están sentados viendo la televisión y disfrutando con su propia bondad. Cuando pienso en ello, en qué hemos convertido el mundo, en un gran salón en el que estamos mirando fijamente lo que hacen otras personas, pienso en lo que dijo mi padre en una ocasión, ardiente de ironía, estando con la barbacoa en el jardín, él, mi madre y yo, la encarnación misma de la felicidad y el bienestar. ¡Ahora sí que estamos bien! ¿A que sí? Y cuando pienso en ello pienso que él hizo lo correcto. Al diablo la sensatez, al diablo todo, beberé hasta caer de bruces. Beberé hasta entrar en la niebla, beberé hasta entrar en la oscuridad, beberé hasta entrar en el vacío, porque el vacío será vencido por el vacío. Bebo y me caigo, me caigo y bebo. Todo está jodido, todo es una mierda, las personas son idiotas, al infierno con ellos, bebo hasta ser más tonto que ellos. Todos son insignificantes y yo bebo hasta volverme más insignificante que ellos. Porque mientras bebo y me hago cada vez más insignificante, mi sombra en la pared se hace cada vez más grande, hasta el momento en que me muera y me quede sentado en el sillón con la nariz rota y sangre en la cara y en la pechera, cuando yo no soy nadie y mi sombra lo es todo.

Mi padre no fijaba la mirada ni era bueno. Pero era su propia persona, y aunque hubiese querido fijar la mirada y ser bueno, creo que no habría podido. Algo dentro de él estaba roto ya desde el principio. A mí eso no me importa, él era como era. Nunca he logrado ver a mi padre como una persona en su propio derecho, como me veo a mí mismo, él sólo existe en virtud de su relación conmigo como padre, y sus actos son enigmáticos, pero libres. No me cuestiono si él sufría o no. Mi padre era un rey sin reino, ¿y quién puede implicarse en el sufrimiento de un rey? El que muriese como un payaso, con la nariz llena de sangre en el sillón de su madre, no cambia nada. Para mí será el rey hasta el día que me muera. Todavía se me aparece en sueños, con su esplendor de antaño, el terrible amo del estudio del sótano, porque en el subconsciente los conocimientos no tienen ningún valor; son como una de esas cajas llenas de hielo en las que se transportan corazones, riñones, pulmones o hígados vivos desde el hospital donde el donante acaba de morir hasta el hospital donde espera el cuerpo vivo. En esa caja de sentimientos muertos, desde la que suben los sueños por la noche, siguen vivos fuera del cuerpo en el que nacieron y crecieron, y allí reina todavía mi padre de vez en cuando.

La relación entre padres e hijos se puede comparar a la que existe en los aeropuertos entre aduaneros y pasajeros; los aduaneros ven llegar a los pasajeros por la sala de llegadas a través de una ventana y pueden seguir con la mirada todo lo que hacen, mientras que los pasajeros, mirando a la misma ventana desde el otro lado, sólo se ven a ellos mismos. Un niño no puede aprender nada de sus padres, lo mejor que puede esperar es no repetir sus errores. Mi padre escribió en el diario que él había pegado y que le habían pegado. Una afirmación de esta clase es, si es que es algo, un argumento en contra de la idea de que el ser humano es una criatura racional, dirigida por la razón. Si él vivió como algo doloroso el hecho de que de niño le pegaran, ¿por qué entonces pegó él también? Tal vez sea la capacidad de compasión, la capacidad de entender que los demás sienten como uno mismo, y que esos sentimientos pueden ser tan importantes y ser tratados con la misma seriedad que los de uno mismo, la que se ha destruido. Al principio, uno está cerca del mundo, creo, pero si la confianza se rompe, uno busca refugio muy dentro de sí mismo, como aislado de lo que ocurre fuera, y esa distancia que entonces se establece será difícil de vencer. Pero una relación así, entre agravios en la infancia y muy alejada del mundo en la personalidad más adelante, sólo queda evidente como razonamiento en el sistema en el que rigen las reglas del mismo, no en la realidad, que está abierta y carece de líneas. Cuando yo aborrezco la intimidad y toda clase de reacciones emocionales, y en todas mis relaciones antes o después he ido buscando lo neutro, lo comedido, lo despejado, no es que ese aborrecimiento sea irreal, un síntoma de que se ha roto la relación con el padre o la madre. No, si yo aborrezco la intimidad y las reacciones emocionales es porque realmente aborrezco la intimidad y las reacciones emocionales, no quiero nada de eso, no quiero estar cerca de eso, y la distancia que entonces anhelo es un bien, a veces casi el mayor bien de todos. El deseo sexual es el único que elimina la necesidad de límites, sólo en él soy capaz de sobrepasar el miedo a la intimidad y la necesidad de distancia, y acercarme a otra persona. Al mismo tiempo, como algo casi evidente, aparece con doble fuerza el miedo a la intimidad cuando se trata de la persona que está cerca de mí, con quien comparto la vida, hacia la que el deseo sexual debe sobrepasar la distancia, porque ya no hay distancia, y lo sexual se llena de resistencia. En lo social soy capaz de reducir la distancia de otras personas cuando estoy borracho, entonces desaparece, pero sólo entonces. Un abrazo es para mí algo horrible, una palmada en el hombro o en la espalda es una amenaza. Pero entonces lo que me causa problema no es la distancia, entonces la falta de empatía no es una carencia, es la intimidad lo que me causa problemas, de verdad y en serio, no lo quiero, y lo mismo ocurre con la empatía. Entonces pienso: ¿por qué la gente no puede mantenerse alejada de mí, dejarme en paz? ¿Es pedir demasiado? Esa soledad de la que escribió mi padre yo no la conozco. En ese sentido soy más depravado que él sobre lo que se puede esperar de intimidad y empatía humana, porque yo no las añoro, lo que, supongo, lo hace más fácil para mí que para él, y también hace poco probable que yo siga su ejemplo y beba hasta matarme. ¿Por qué demonios iba a beber yo, cuando desde el principio tuve todo el tiempo para mí solo?

Algunas golondrinas volaban muy alto bajo la bóveda celeste. Sabía que era una señal meteorológica, pero ignoraba de qué. Cuando las golondrinas volaban alto o haría buen tiempo o llovería. Al menos sabía eso. También sabía que volaban tan alto porque allí estaban los insectos. ¿Pero los insectos habían volado tan alto por la baja o por la alta presión que venía de camino? ¿Y qué hacían allí arriba?

—¿Qué tal va tu novela, Karl Ove? —me preguntó Christina—. ¿La has acabado?

—Sí, más o menos —contesté—. Sólo me falta cambiar algunos nombres.

—Y tienes que escribir otras cuatro —intervino Geir.

—Pero han surgido unas pequeñas complicaciones —dije, mirándola—. No sé si te lo ha contado Geir.

—¿Hay un pariente que no quiere que se publique?

—Sí. Envía cartas a la editorial amenazando con los tribunales y la prensa. Tiene una teoría que dice que mi madre está detrás y que ella me ha hecho escribir el libro para vengarse de ellos porque mi padre la abandonó.

Christina esbozó una pequeña sonrisa, dejó la copa en la mesa y apartó un poco el plato para dejar sitio al pie, que desapareció de mi vista detrás del borde algo elevado del plato, mientras el esbelto y estrecho tallo que la unía a la base se erguía como una columna de luz con el reflejo del sol.

—Pero no le harán caso, ¿no?

—No, eso no. Sólo es un poco de teoría de fondo; no es el tema principal. Lo importante es que él opina que la novela es una injuria. Y que está llena de mentiras. Es decir, que no es verdad nada de lo que se dice en ella.

—Tu tío está enfadado —dijo Geir.

—Sí, lo está —dije yo.

La puerta del fondo se abrió. Linda salió a la terraza y tras cerrar la puerta se llevó la mano a la frente como para protegerse, a la vez que nos miraba. Llevaba un jersey de rayas blancas y azules y un pantalón corto azul marino, y ese suelo de tablas rústicas de la terraza junto con ese gesto de la mano casi militar bastaban para hacerla parecer un marinero. Sonreí.

—¿Pero existe la posibilidad de que él pueda impedir la publicación? —preguntó Christina.

—No creo —respondí—. Puede que lo intente, no lo sé.

Linda se detuvo delante de nosotros.

—Qué bonito lo has puesto —dijo, sacando la silla de enfrente de mí.

—Pues ya podemos empezar —dije—. Por favor.

—Gracias —dijo Christina—. Tiene una pinta estupenda.

—Bueno —dije—. No son más que gambas.

—No he comido gambas este verano —dijo Christina—. Es raro, porque solemos comerlas siempre. —Se rió y miró a Geir—. Tu padre suele ponernos.

—Sí —dijo Geir—. Allí abajo comen gambas muy a menudo.

—Allí arriba —corregí—. Ahora estáis muy al sur.

—¿Estabais hablando de tu libro? —preguntó Linda.

Christina cogió un puñado de gambas y las puso en su plato. Las cáscaras estaban tan lisas y sin fricción que era como si se deslizaran más lejos de lo que cabía esperar y una aterrizó con la punta en forma de espiral justo en el borde al lado contrario de donde las había soltado. Geir cogió una rebanada de pan y buscó con la mirada la mantequilla. Yo serví vino a Linda, mientras sacudía la cabeza.

—En realidad es bastante horrible —dije.

—Gracias —dijo Linda.

—¿No te lo esperabas? —preguntó Christina.

Negué con la cabeza, me puse una rebanada de pan en el plato y di un sorbo de vino mientras esperaba a que Geir acabara con la mantequilla.

—No —contesté—. En absoluto. Quizá pensara que podía enfadarse, pero esto no me lo esperaba para nada.

Lo que pasa es que he sido increíblemente ingenuo. Pensaba que lo que cuento son cosas que han sucedido y que nadie puede oponerse a ello. Pueden enfadarse, con eso contaba, y con que tal vez no quisieran ver sus nombres en el libro, pero no que fueran a impedir su publicación. Ni esa ira enloquecida.

—Yo he leído las cartas —dijo Linda a Christina—. Da la impresión de ser un hombre sumamente peligroso. A mí al menos me dio miedo.

—Peligroso no es —objetó Geir—. En ese caso habría metido el hacha en el coche y se habría venido para acá hace tiempo.

—¡No digas esas cosas! —exclamó Linda.

—Pero lo peor es que escribe que no es verdad. Es decir, que no ocurrió como yo lo describo. No sólo que haya sido poco preciso o algo así, sino que directamente miento. Y dice que puede probarlo.

Geir cogió un puñado de gambas y las puso en su plato. Yo alcancé la tarrina de mantequilla y me la puse delante, deslicé el cuchillo hacia mí sobre la superficie amarilla oscura reblandecida por el sol, y unté la rebanada con la mantequilla que se había acumulado en el borde. La corteza del pan estaba marrón, casi negra, muy lisa por la parte de fuera, con una capa de harina en algunos trozos, pero porosa en la superficie del corte, junto a la que reposaba la blanca y blanda masa. Levanté la rebanada con el fin de conseguir un mejor ángulo en relación con el cuchillo, del que quería desprender el último resto de mantequilla, en el instante en que uno de los tres ascensores del hotel empezó a deslizarse hacia arriba por el tubo transparente que llegaba hasta lo alto del edificio. Christina limpiaba las gambas como inclinada sobre una labor de costura. Yo conocía esa sensación de tener los dedos llenos de huevas, su consistencia era muy particular, parecida a la arena mojada e igual de difícil de quitársela de encima, sólo que un poco más pegajosa. Linda, que no parecía querer centrarse aún de lleno en la comida, como si hubiera decidido relajarse antes un poco, quizá con el jaleo de los niños todavía en los oídos, levantó la copa.

—¡Salud y bienvenidos! —exclamó.

—Salud —dijo Geir.

—Gracias —dijo Christina.

Entrechocamos suavemente nuestras copas y bebimos. Luego dejé la copa y me encontré un instante con sus miradas, como había aprendido que había que hacer cuando me mudé a Suecia siete años antes, con la certeza de que durante todos los años anteriores todo el mundo se había mirado después de brindar, excepto yo, ignorante de todo.

—No voy a estropear la velada hablando todo el rato de mi tío —dije, y me fijé en que el ascensor se paraba y entraban en él un hombre gordo y una mujer algo menos gorda, en el mismo instante en que otro de los ascensores empezaba a subir—. Sólo voy a acabar lo que había empezado a decir. Él asegura que puede probar que miento.

Cogí un puñado de gambas y lo dejé al lado de la rebanada de pan, agarré una, apreté la cabeza con el pulgar y el índice y se la arranqué.

—De repente fue como si ya no supiera lo que era verdad y lo que no. Era extremadamente incómodo. Es extremadamente incómodo. Se trata de algo que he vivido, ¿verdad? De repente me pregunto si lo he vivido o no. ¿Lo entiendes?

Christina asintió. Yo apreté con el pulgar y el índice la cáscara que recubría el estómago, abultado debido a las huevas, conseguí quitarla casi toda, dejé la gamba en el borde del plato, cogí la cáscara del lomo, la levanté como si fuera una visera y la dejé a un lado.

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