Fin

Fin


OCTAVA PARTE

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—Lo único de lo que estoy cien por cien seguro es de que mi padre murió completamente alcoholizado. Si sólo lo hubiese escrito, no habría importado, es decir, como un hecho. Pero he descrito el lugar donde ocurrió con todo detalle. Y ese lugar es la casa de su infancia. También he descrito a mi abuela paterna con todo detalle, es su madre. Las habitaciones en las que él pasó su infancia. Claro que eso es insultante, porque se trata del espacio privado de uno. Son sus habitaciones, y llego yo, estoy unos días y luego escribo una jodida novela entera sobre ello. Que tal vez incluso sea engañosa. O retorcida. No me fío de mí mismo. No sé lo que es verdad o no. Y luego hago esto. Contra su hermano. Siempre lo he tenido en gran estima, siempre ha significado mucho en mi vida, como representante de algo.

Pasé el pulgar por debajo del pequeño trozo de carne de gamba, para eliminar las pocas huevas que quedaban, la puse en una esquina de la rebanada y cogí otra.

—Ésa es la razón por la que todo es tan horrible, porque todo lo que él dice tiene como un eco dentro de mí. Estaba ya ahí, y cuando encima me llega desde fuera, se convierte en todo.

—¿Qué pasará entonces en la práctica? —preguntó Linda—. Obviamente tendrás que cambiar todos los nombres. Pero ¿tendrás que hacer algo más?

—No.

—Yo opino que ni siquiera debes cambiar los nombres —dijo Geir—. ¿Por qué ibas a hacerlo?

—Lo entenderás cuando lo hayas pensado —contesté—. Es su nombre. No tengo derecho a usarlo para mis fines.

—Su nombre, quizá —dijo Geir—. Aunque opino que debes seguir adelante con todos. ¿Pero el de tu padre? ¿Y el de tu abuela? Eso no vale.

—Ahí está el límite —dije, y puse la segunda gamba junto a la primera. Ese cambio de criatura a basura era espectacular, ese montoncito de trozos de cáscaras, cabezas, huevas y patas al lado de esos hermosos y esbeltos crustáceos.

—Supongamos que hay juicio —dijo Geir—. ¿En qué consistirá la causa contra ti? ¿En que escribes sobre tu padre? ¿Por qué demonios ibas a protegerlo? ¿Por qué su nombre tiene que mantenerse limpio e intachable? Y si una víctima de incesto escribe un libro sobre su padre, ¿también habría que prohibir su publicación porque el hermano del padre no quisiera que su nombre se ensuciara, como si no estuviera ya bastante ensuciado por lo que había hecho?

—Pero eso es un delito —dije—. Eso es otra cosa.

—Sí, es verdad. Pero piensa en todo lo que él te hizo a ti. Y no puedes contarlo porque podría salpicar a tu tío por vuestro parentesco. Es absurdo. ¿Qué es lo peor, la acción o la descripción de la acción? ¿Entonces la descripción de la acción será delito, pero no la acción en sí?

—No creo que sea eso a lo que se refiere Karl Ove —apuntó Christina—. Sino que lo insultante es la descripción de las habitaciones. Que se abra la puerta y puedan entrar todos los que quieran.

—Eso no explica su ira —intervino Linda—. Tiene que haber algo más.

—¿Por qué piensa que es tu madre la que está detrás? —preguntó Christina. Su rebanada estaba cubierta casi por completo de gambas blancas con rayas rojas posadas sobre la fina capa de mantequilla, como personas en una playa vistas desde un avión a punto de aterrizar, me imaginé.

—Ni idea —contesté—. Pero él era pequeño cuando mis padres empezaron a salir. Tenía diez años o algo así. Su hermano mayor se casó y se marchó de casa. Ése es un gran cambio para un niño pequeño. ¿Quién era ella para él? Seguramente la misma que para sus padres. Supongo que ellos no querían que mi padre se casara con mi madre, que ella no era lo bastante buena para él, o la idónea. Al menos no acudieron a la boda. Es una declaración de principios. Recuerdo que mi padre lo comentó cuando se casó por segunda vez y ellos tampoco acudieron. Eso le dolió. Significaba mucho para él. Gunnar tuvo que captar ese rechazo y el porqué del mismo. Quizá no como argumentos o pensamientos, sino como sentimientos, y con ello como verdad: eso era lo que pasaba con ella. Y cuando ya se habían casado y tenido hijos, mis abuelos se darían cuenta de que mi padre no estaba a gusto. Al menos pensándolo ahora me parece obvio. Y como él era suyo y provenía de ellos, estarían convencidos de que la culpable era ella.

—¿Y él perdió a un hermano? —preguntó Linda.

—Sí —contesté, y puse otra gamba en la rebanada, que ya estaba casi llena. Se me estaba haciendo la boca agua, y pelaba lo más deprisa que podía—. Y luego volvió a perder a su hermano otra vez cuando empezó a beber.

—Y por tercera vez cuando tú escribiste sobre él —señaló Geir.

—No había pensado en eso —dije—. Pero tienes razón. Me apropio de él diciendo que me pertenece y que era así y asá.

—¿Cómo era la relación entre tu madre y los padres de tu padre? —preguntó Christina. Se llevó la rebanada a la boca y dio un mordisco; tan minúsculos eran sus movimientos que por un instante me recordó a una ardilla, antes de que, tal vez porque yo la miraba o porque simplemente estaba contenta, sonriera y todo lo minúsculo se disolviera.

Yo también sonreí.

—¿Puedo preguntarte algo? —le dijo Linda.

Christina asintió.

—¿Por qué no bebes vino?

Christina se rió y se tapó la boca con la mano. Geir exhibió su más amplia sonrisa. Linda sonrió.

—Estamos esperando un bebé —contestó Christina.

—¡Lo sabía! —exclamó Linda.

—¿De verdad? —pregunté, mirando a Geir—. ¿Por qué no has dicho nada?

—Lo estamos diciendo ahora.

—Se nota —dijo Linda—. Tienes más tripa.

Christina se miró la tripa y se puso una mano encima. Parecía feliz.

—¿Cuándo sales de cuentas? —le preguntó Linda.

—A finales de diciembre —contestó Christina.

—Fantástico —dijo Linda.

—Enhorabuena —dije yo, levantando la copa.

—Fuisteis nuestra inspiración —dijo Geir—. Cuando estuvimos aquí en Nochevieja y vimos a John. La idea de tener uno así. Siempre tan contento y tendiéndonos las manos.

—Será muy bueno para Njaal —dijo Linda.

—Sí —dijo Christina—. Le encantará ser el hermano mayor.

—¿Se lo habéis dicho ya? —preguntó Linda.

Christina negó con la cabeza.

—Pero se lo hemos dicho a mis padres. Y al padre de Geir.

—¿Sabéis ya si será niño o niña? —preguntó Linda.

—No —contestó Christina—. No queremos saberlo.

—Queremos mantener la emoción —apuntó Geir.

—No entiendo cómo puedes llevar aquí dos días y no haber dicho nada —dije—. O sí, pensándolo bien, sí lo entiendo. ¿Te acuerdas de cuando te conté que íbamos a tener a Heidi?

Geir asintió con la cabeza.

—Entonces vosotros estabais esperando a Njaal. Y sin embargo no dijiste nada. Hasta dos meses después.

—¿Y? —dijo Geir.

—Eso para mí es demasiado autocontrol. Nosotros no hemos conseguido mantener nada en secreto. ¿Cuántos días han pasado hasta que se lo hemos contado a todo el mundo? —pregunté mirando a Linda.

—Quizá dos —contestó.

—Es la familia Stray mirando a la familia Hamsun —dijo Geir.

—¿Entonces vosotros sois la familia Stray, supongo? —le pregunté.

—Claro que sí —contestó Geir—. Observamos con asombro todo lo que hacéis. Nosotros tenemos orden en todo.

—¡Cuánto me alegro por vosotros! —dijo Linda, mirando a Christina.

Cuando miré a Linda, ese ardor interior que ahora asomaba a sus ojos, todo se colocó en su sitio, ¡ah, sí, era por eso! Había estado encerrada en sí misma, no como si se hubiese alejado del mundo, dándole la espalda, sino como si hubiera algo bueno dentro de ella.

—Incluso tenemos los nombres pensados —dijo Geir, mirando a Christina.

—¿Y al cabo de seis meses los vais a divulgar?

—Si es niña se llamará Frøydis —dijo Geir—. Y si es niño se llamará Gisle.

 

Mientras estábamos sentados en la estrecha cornisa por encima de la ciudad comiendo y bebiendo, el sol se ponía lentamente, cada vez más rojo, a la vez que la oscuridad empezaba a subir imperceptiblemente a nuestro alrededor, primero abajo, en las calles, donde era como si el aire se volviera cada vez más granulado, y los colores, los coches, las personas y los edificios se fueran poniendo grises. Hablamos del niño que esperaban, hablamos de los niños que habían llegado, hablamos de lo que ya se había convertido en los viejos tiempos, los años que vivimos en Estocolmo, y hablamos de las cartas de Gunnar. En el fondo no quería, pero tenía dentro un desasosiego tan grande que necesitaba acallarlo, y la única manera que conocía era hablando de ello. Cuando acabamos el vino y todos nos habíamos hartado de gambas, Linda y yo metimos dentro todo lo que había en la mesa. En la cocina puse el café y saqué los cubitos de hielo de la nevera.

—Bonita velada —dijo Linda.

—Sí —dije yo.

—¿Estás bien? —me preguntó.

—Sí —contesté—. Es decir, sí y no. Pero me hace bien estar aquí.

La abracé. Nos quedamos un instante abrazados y ella fue a buscar aquel farol que me había regalado por algún cumpleaños, uno de esos antiguos de metal con paredes de vidrio, en cuyo interior arde una gruesa vela, o como en este caso, ya que no nos quedaban velas de ésas, muchas velas pequeñas.

Desde el salón la vi pasar con el farol iluminado en la mano en el crepúsculo. Luego yo llevé el helado, los frutos del bosque, las galletas y el café en una bandeja, junto con tazas, platitos y cucharas.

La oscuridad de agosto es la oscuridad más bonita de todas. No es clara y abierta como esa oscuridad de junio llena de posibilidades, pero tampoco es implacable y cerrada como la oscuridad en otoño o invierno. Lo que ha sido, la primavera y el verano, sigue abierto en la oscuridad de agosto, y lo que va a venir, el otoño y el invierno, es algo que se puede ver, pero de lo que todavía no se forma parte.

La luz del farol vagaba sobre la mesa, iluminando rostros y ojos. La oscuridad crecía y en las calles por debajo de nosotros se había acallado el ruido. Los ascensores subían y bajaban, los semáforos cambiaban de color, de vez en cuando salía gente de la calle peatonal, familias de paseo vespertino o jóvenes que se iban de juerga, tal vez a un parque, donde se quedarían bebiendo, o a un café. Había alrededor de ellos emoción, expectativa, o esa emoción estaba dentro de mí, despertada por ellos, y me provocaba un anhelo de salir y sentir que esa noche podía ocurrir cualquier cosa.

Pero esa emoción también estaba en la oscuridad de agosto, pensé. También en ella había promesas y expectativas. Algo se va a cerrar, algo se va a abrir. Hay que vivir la vida. En otoño e invierno, primavera y verano, con más plenitud por cada ronda. ¿No era eso lo que pasaba? Jamás la oscuridad de agosto había estado tan cargada como estaba ahora.

¿Cargada de qué?

De la belleza del tiempo que pasa.

 

Cuando habíamos terminado de cenar y yo había ido a por el coñac y me había tomado una copa, entré a mear. De camino me asomé al cuarto de los niños, donde respiraban como animalillos, encerrados en sí mismos. Las voces de los tres sentados en la terraza apenas llegaban, oí la de Linda y su risa, y pensé en lo que era ser niño y dormirse con el sonido de los padres. El sonido de su vida fuera de ellos. Meé, sentí un gran alivio, me miré en el espejo mientras me lavaba las manos. Ni los grandes surcos en la frente que bajaban por las mejillas, ni las pequeñas arrugas que habían aparecido en el rabillo de los ojos estaban ahí cuando nació Vanja. Pero mis sentimientos eran los de siempre, eran los mismos ahora que cuando tenía veinte años, y quizá fuera por eso por lo que no veía en el espejo a un hombre de cuarenta, aunque la edad era acusada y obvia, sino a mí mismo, Karl Ove.

Me sequé las manos con la toalla, fui al dormitorio y abrí el correo electrónico como siempre con el corazón en vilo y una gran desazón en el cuerpo.

Un correo de Amazon y otro de Tonje.

Abrí el último.

Querido Karl Ove:

Siento no haberte contestado hasta ahora. Tus suposiciones son correctas. Durante los tres días que me pasé leyendo la novela tuve un monumental dolor de cabeza y tics nerviosos en un párpado. Luego he intentado averiguar por qué reaccioné así. En primer lugar fue el miedo a verme expuesta. Poco a poco la lectura se convirtió en una carga. Todas esas pequeñas historias que ya había olvidado se volvieron de repente muy reales, tú mismo y lo que en un tiempo fuiste para mí.

Después de leerla, me relajé un poco. Tore tiene razón, quedo como una princesa, en el libro, se entiende. Pero si es posible, también quiero intentar verlo con objetividad. Además, no sé cómo escribes sobre mí en el tomo cinco. Y no puedo decir que todo está bien sólo porque escribes cosas bonitas de mí. Por lo tanto, he decidido no intervenir de ninguna manera. Éste es tu proyecto. Usa mi nombre completo, y que sea lo que tenga que ser. No soy capaz de opinar sobre el libro, eso seguro que lo entenderás. Pero me dolió el corazón leyéndolo. Mi muy querido Karl Ove.

Te deseo lo mejor,

Tonje

El alivio que sentí al leerlo fue tan grande, y la última línea tan sorprendentemente cariñosa que se me humedecieron los ojos. Cerré la carta y me quedé un rato sentado delante del ordenador. Quería que los sentimientos se reposaran antes de unirme a los demás. El mero hecho de haber recibido un correo electrónico de Tonje lo sentía como una traición a Linda. Como si viviera una vida secreta al margen de la familia. Y eso era así, yo tenía una vida anterior, y aunque no solía pensar en ella, lo hice al escribir la primera novela. Había reavivado esa vida en mi interior, había reavivado a todas esas personas con las que me relacionaba por aquel entonces, y así, con el pasado resucitado, me había paseado entre ellos, mi familia, sin decir nada, sin exteriorizar nada, allí estaba, en medio de ellos.

Al cabo de casi diez minutos, me levanté y atravesé el piso. Tenía que enviar la carta de Tonje a la editorial, en parte porque ellos tenían que conocer la reacción de todos, ahora que se había formado tanto barullo en torno al manuscrito, y en parte porque quería que vieran que yo no era del todo una persona de la que uno no se podía fiar, porque aunque las cartas de Gunnar fueran absurdas, sospechaba que en la editorial pensarían que cuando el río suena, agua lleva, y que algo de verdad habría en sus acusaciones. Yo era escritor, vivía de inventarme cosas, y seguramente, pensé que pensarían ellos, la reacción de Gunnar ante mi descripción de las circunstancias reales estaba coloreada por mi genio novelístico, es decir, estaría exagerada, y quizá incluso muy exagerada. Sospechaba que sobre todo Geir Berdahl pensaría así. El amor por la verdad del revisor versus la falta de rectitud del escritor. El que Tonje reaccionara de esa manera y tuviera la suficiente confianza en mí como para darme vía libre en lo que se refería a la descripción de ella y de nuestra relación en los siguientes libros, no era prueba de nada, pero al menos indicaba otra tendencia.

Pero de eso me ocuparía al día siguiente. Ahora me sentaría en la penumbra de la terraza con Linda, Christina y Geir, iluminados por el farol, a beber coñac y charlar de los temas que fueran saliendo.

Cuando me acerqué a ellos, Linda se encontraba en medio de una historia. Era de nuestro primer verano en esta casa. Cuando el piso, la terraza y la ciudad eran algo completamente nuevo. Nos sentábamos allí casi todas las noches después de acostar a los niños. Aquel verano no tenía fin; hasta muy avanzado septiembre pudimos estar en la terraza por las noches. Habíamos comprado un vigilabebés, el emisor se encontraba en el cuarto de los niños, el receptor en la mesa entre nosotros. Cuando ellos se movían o hacían algún ruido, el receptor se encendía y podíamos oírlo. Una noche sonó, una de las niñas estaba llorando. Fui a la habitación, pero ella, no sé si era Vanja o Heidi, debía de haberse dormido de nuevo, porque cuando entré estaban muy quietas y dormidas. Volví a salir. Por el receptor volvieron a oírse llantos. Esta vez fue Linda y le pasó lo mismo; estaban dormidas. Resultaba escalofriante, porque en el aparato se oía el llanto de un niño. Disonante y como desde la lejanía. Pensé que era un niño muerto, un niño del más allá que lloraba, y las ondas de aquel llanto eran captadas por el receptor. No dije nada de eso, porque Linda estaba fuera de sí, volvió a entrar en la habitación de las niñas, esta vez con el receptor en la mano para poder ver con sus propios ojos que el llanto que sonaba en él no provenía de sus hijas. Mientras estaba dentro, entendí lo que pasaba. Nos encontrábamos en una gran ciudad, rodeados muy de cerca por cientos de personas, de las cuales algunas tenían sin duda el mismo tipo de alarma que nosotros.

Se lo dije a Linda cuando volvió. Se tranquilizó. No obstante, un momento después me miró y dijo: pero nadie puede entrar en la habitación de las niñas, ¿no?

Ahora, cuando Linda contaba la historia, todo aquel escalofrío que los dos sentimos había desaparecido. Se había convertido en una historia. Pero Linda acababa de escribir un cuento que trataba de ese episodio. En él el horror estaba intacto, tal vez aún con más fuerza. Porque así era ella, en eso consistía su talento, en saber concentrar la vida en puntos de una intensidad inaudita, llenos de significado. Muchas veces se me humedecían los ojos cuando leía lo que ella escribía, también me sucedió con éste, porque de repente me quedó muy claro quién era ella.

—Compramos el vigilabebés cuando íbamos a ir a Gotland —dije—. ¿Te acuerdas? ¿Aquel viaje?

—Sí —contestó Linda—. Recuerdo que fuiste corriendo a la tienda por la mañana con una mochila a hacer la compra.

—¿Corriendo? —preguntó Geir—. ¿A qué distancia estaba la tienda?

—Corrí diez kilómetros —contesté—. Eran unos meses en los que estaba en muy buena forma. Pero no lo sabíamos. Todo es relativo. Cuando consigues hacer algo, siempre hay otra cosa que no consigues realizar. Así que me concentré en correr.

—Pero estar de vacaciones sin coche y con niños es un género completamente aparte —dijo Linda.

—Es el soneto de la vida con niños pequeños —dije—. Más difícil no puede ser.

—Pero estuvo muy bien —dijo Linda—. Yo estaba embarazada de Heidi. ¡Y Vanja era tan pequeña! A nosotros nos parecía grande. ¡Pero era diminuta!

—Pues sí —dije—. ¡Qué rápido pasa el tiempo, joder! Es como si aquello hubiera ocurrido en la infancia.

Estuvimos allí dos semanas, alquilamos una casa junto al bosque, y en medio de ese bosque, que en muchos sentidos me recordaba al de Hove, ya que los pinos crecían hasta la misma playa, había unos raukar blancos. ¡Ah, cómo me atraía esa visión! Cada tarde, mientras Linda y Vanja se quedaban en la casa, yo salía a correr para verlos. Parecían estatuas. De la altura de un hombre, blancos en medio de los enhiestos pinos. Había en ellos algo de tótem, eso era lo que me evocaban, indios y un mundo sin coches, sin asfalto, sin hormigón, sin cristal, sin máquinas. Sólo lo que crecía y la gente que vivía entre lo que crecía. Corría hasta allí, me llenaba de emoción, y luego volvía otra vez corriendo a mi pequeña familia.

Ahora eso ya no era algo que acababa de suceder, sino algo que sucedió hace mucho, muchísimo tiempo, igual que esta velada en la terraza un día dentro de no muchos años sería algo que consideraría alejado de mi vida actual. Un recuerdo es una repisa en la montaña de la conciencia en la que estamos charlando y brindando, y en la repisa de debajo de la nuestra está mi padre sentado en su sillón, muerto, con la cara manchada de sangre. Y en otra repisa debajo de ésa estamos sentados en un área de descanso en el interior de Agder, mi padre, mi madre, Yngve y yo. Hemos estado cogiendo frutos del bosque todo el día y ahora estamos merendando, y muy cerca de nosotros corre un río, con agua verde y blanca muy fría; viene de la alta montaña que tenemos justo detrás, y al otro lado, al borde de la carretera, lleno de polvo, está nuestro Opel Kadett rojo.

Pero aún no era un recuerdo, aún no era pasado, todavía era sólo hasta donde habíamos llegado aquella noche, que estaba tocando a su fin.

—¿No estás cansada? —le preguntó Linda a Christina, que dijo que sí, que estaba cansada, y entonces se acabó, porque estábamos todos cansados y con sueño, y los niños se despertarían en el peor de los casos a las cinco y en el mejor a las cinco y media, así que sólo nos quedaba recoger la mesa, meter todo en el lavavajillas, apagar las luces, cepillarnos los dientes y acostarnos.

Estaba tumbado en la cama boca arriba esperando a que Linda acabara en el baño. Cuando llegó y se hundió en la cama como si fuera un lago, la abracé y la apreté junto a mí, sintiéndola muy cerca, el calor que emanaba, el olor.

—Te amo —le dije. Por alguna extraña razón lloraba al decirlo. Pero sin sonido, sólo fueron mis ojos los que se llenaron de lágrimas, ella no se dio cuenta.

 

Al día siguiente fuimos a la playa. Linda preparó albóndigas de carne y rebanadas de pan con fiambre, yo hice una tortilla, llené un termo de café y otro de zumo. Metimos todo en una nevera de camping, cogimos una manta grande, toallas, bañadores, los manguitos, de vital importancia para las niñas, les pusimos sandalias y vestidos de verano, a cada una su gorra de visera, las untamos de crema solar, metimos a John en el carrito y nos pusimos en marcha. Hasta ese verano Riebersborg había sido sinónimo de playa para nosotros, pero ya no había sombra en ninguna parte, y Linda, que no toleraba el sol y se escondía debajo de grandes sombreros y detrás de grandes gafas de sol durante todo el verano, además de optar siempre por el lado de la calle donde daba la sombra y meterse bajo las sombrillas cuando nos sentábamos en algún café, al contrario de mí, que quería la máxima cantidad posible de sol, nos llevó a la playa de Sibbarp al principio del verano, porque aunque estaba algo lejos, los árboles, bajo cuyas copas se encontraban las sombras más maravillosas y profundas, crecían muy cerca de la playa, y desde entonces íbamos siempre allí cuando queríamos bañarnos. Quedaba demasiado lejos para ir andando, teníamos que coger el autobús en Bergsgatan, junto al Auditorio; tardaba media hora escasa en llegar a Sibbarp. Njaal, Heidi y Vanja iban delante, luego Linda con la nevera colgada al hombro, Christina con una mochila a la espalda, Geir con una bolsa en la mano y por último yo, empujando el carrito de John, con una enorme bolsa repleta de cosas. Hacía calor y en la parada del autobús no había ninguna sombra, fue por tanto un alivio cuando el autobús llegó tras sólo diez minutos de espera. Estaba casi lleno. Geir y Christina encontraron asientos en la parte de delante, Njaal se sentó en las rodillas de Christina, Vanja y Heidi se sentaron justo detrás del espacio central, y Linda y yo detrás de ellas. Linda con John sobre las rodillas. Atravesamos la ciudad, pasamos por delante del hospital y entramos en el gran recinto de detrás del Pildammsparken, donde se encontraba el viejo y espectacular Stadion, que tenía forma de plato alargado o barco plano, y databa de la época del funcionalismo, por desgracia no del todo apto para el fútbol, ya que tenía anchas pistas de carreras y poca inclinación en las tribunas, razón por la que estaban construyendo al lado un nuevo estadio. En ese recinto se encontraba también Baltiska Hallen, aparte de un gran polideportivo con un campo de césped artificial. Yo lo frecuenté bastante el primer invierno que pasamos en Malmö, porque jugaban allí al fútbol unos periodistas a mediodía un par de veces a la semana, y me uní a ellos.

Me sequé el sudor de la frente y descubrí que estábamos cruzando la Bellevuevägen. La ciudad me resultaba todavía tan desconocida que aún no sabía muy bien cómo estaban conectados los distintos barrios. Nos encontrábamos entonces cerca del huerto urbano, pensé. Sólo acordarme de ese lugar me nubló la mente. Miré a Linda y a John. La cara del niño estaba húmeda, sus ojos se abrían y cerraban como las bocas de dos peces moribundos. Al cabo de unos segundos lo vencería el sueño, que actúa con tanta fuerza en esas edades.

Vanja se volvió y captó mi atención para preguntarme cuándo llegaríamos. Nos quedan unos minutos, contesté. ¿Cuánto es un minuto?, preguntó. Sesenta segundos, contesté. ¿Cuánto es un segundo?, preguntó. De ahora a ahora, dije. Muy corto, dijo ella. Pero, por favor, no te pongas a contar, dije. Me miró. ¿Por qué no?, preguntó. Me encogí de hombros. Puedes hacerlo si quieres, dije. Empezó a contar. Cuando llegó a treinta y once la corregí. Llegamos al centro de Limhamn, la calle principal estaba llena de coches y las aceras de ambos lados repletas de gente. ¿Qué viene después de treinta y nueve, papá?, preguntó Vanja. Cuarenta, le contesté, y miré a Linda. ¿Está dormido John? Ella asintió con la cabeza. El autobús nos llevó por el lado del mar, pronto se extendían ante nosotros grandes céspedes, por algunas partes con grupos de árboles caducifolios de color verde oscuro. Por fin se detuvo en la última parada. Linda acercó a John al carrito, él se despertó y empezó a llorar, yo saqué el carrito, ella intentó sentarle, él pataleó, yo me ocupé, el niño cedió al cabo de veinte segundos y logré meterle las piernas dentro, así pude coger la bolsa y seguir a los otros, mientras él echaba la cabeza hacia atrás y volvía a dormirse. Correteé hasta alcanzar a Linda. Vanja, Heidi y Njaal andaban delante de nosotros, revoloteando de un lado para otro como tres perrillos. Pequeñas embarcaciones en el puerto, un malecón en la parte de dentro lleno de gente. También en el césped que atravesamos había gente, unos andando, otros jugando, por algún lado zumbaba un avión teledirigido, gente sentada sobre mantas. El aire estaba lleno de mariquitas revoloteando, un par de ellas se posaron en mi camiseta blanca, chasqueé los dedos para espantarlas. Cruzamos el gran césped abierto, pasamos por delante del quiosco y seguimos el sendero de gravilla a lo largo de la playa hasta la parte norte, donde estaban los árboles. Pasamos por delante de una mujer en bañador, andaba de esa manera cuidadosa de los que no están acostumbrados a andar descalzos, y de tres jóvenes de unos veinte años, que enseñaban los calzoncillos debajo de los pantalones cortos. Geir se paró para que pudiera alcanzarlo.

—¿Has visto a ésa? —me preguntó.

—¿A quién?

—A la del bañador. Lo tenía todo mojado alrededor de los pechos. Empapado. Y el resto completamente seco. Así que no se había bañado. Era leche. Leche materna.

—No he visto nada —dije.

Algo crujía bajo mis pies, me detuve para ver lo que era. Mariquitas. El suelo estaba plagado de ellas. El sendero y la hierba estaban llenos de mariquitas muertas. También había montones en el aire. Seguí hacia el árbol, extendí la manta a la sombra y ayudé a Heidi a ponerse el bañador y los manguitos, mientras Linda ayudaba a Vanja. John estaba durmiendo en el carrito con la barbilla en el pecho y la gorra tapándole los ojos. Tenía tres mariquitas en la camiseta y otra en la pequeña visera de la gorra. Noté algunas en el pelo y sacudí la cabeza.

—¿No te importa bañarte con ellos? —le pregunté a Linda. Ella asintió con la cabeza y se puso el bañador, mientras yo sacaba la comida. La manta estaba llena de mariquitas. Levanté la vista. Grandes enjambres llegaban volando. Me miré el pecho, tenía cuatro. Chasqueé los dedos para espantarlas, cogí la manta y la sacudí, volví a ponerla en la hierba, empecé a sacar de la nevera las fiambreras con las rebanadas de pan, las albóndigas, la ensalada, la tortilla y las aceitunas.

—Joder, cuántas mariquitas hay aquí —dije.

Geir daba manotazos al aire. Christina iba hacia el agua con Njaal de la mano. Ahora que lo sabía, se notaba que estaba embarazada. También daba manotazos al aire. Njaal la imitaba. Linda se sacudió el pelo. Heidi y Vanja estaban cogidas de la mano junto al agua mirando hacia el mar. De nuevo la manta estaba llena de esos bichos.

—No podemos comer aquí —dije—. Están por todas partes. Mirad —dije, señalando los enjambres que venían hacia nosotros.

—Tal vez estemos mejor al otro lado —apuntó Geir—. Está más abierto y hay más viento.

Fuimos a ver, era donde acababa la gran llanura de hierba, pero también en esa parte el aire y el suelo estaban llenos de mariquitas.

—Da lo mismo donde nos sentemos —dije, podemos quedarnos donde estamos—. Al menos no son peligrosas.

De nuevo en la sombra intenté ignorarlas. Encendí un cigarrillo y me serví una taza de café. A los pocos segundos había una mariquita flotando en ella. La saqué, di una calada y exhalé con fuerza una gran nube delante de mí, por si pasaba lo mismo con las mariquitas que con los mosquitos, que se mantenían alejadas del humo de tabaco. Geir había bajado a la playa, los cinco estaban ya allí. Linda vadeaba por el agua con Heidi y Vanja a su lado. Le llegaban más o menos a las caderas. Su piel era blanca como el mármol. El aire estaba lleno de puntitos negros. Se habían posado en todas las neveras portátiles y por toda la manta. Se me subían por los zapatos, por el pantalón corto, por la camiseta. Era escalofriante. Las mariquitas se encuentran entre los insectos más hermosos. Con su belleza ligera, casi florida, eran lo opuesto a lo monstruoso. Los mosquitos podían llegar en enormes enjambres y estar por todas partes, no era antinatural, pero cuando lo hacían las mariquitas resultaba amenazador, era como si algo hubiese fallado, como si algo que debería estar cerrado se hubiese abierto, y ahora, contemplando el estrecho y el gigantesco puente de Östersund, que se elevaba preocupantemente cerca al noroeste, los contornos de la central nuclear de Barsebäck visibles al suroeste, y el aire azul sobre la superficie marina azul y brillante lleno de puntitos negros que yo sabía que eran mariquitas, pensé que es así como termina el mundo.

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