Fin

Fin


NOVENA PARTE

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A Axel lo había conocido en Estocolmo cuatro años antes, una noche llamaron los amigos actores de Helena para preguntarle si Jörgen, su novio, quería jugar en su equipo de fútbol, porque les faltaban jugadores. Jörgen me llamó y me preguntó si me apuntaba. Dije que sí. Jugábamos en un blando campo de hierba en algún lugar a las afueras de Estocolmo, en una zona industrial o algo por el estilo, hacía frío y estaba oscuro, la luz del campo era casi totalmente amarilla. Yo no había dado una patada a un balón en muchos años, y me colocaron de lateral izquierdo, donde perjudicaría lo menos posible. Todos los del equipo eran actores y resultaba divertido, en el descanso hablaban cada uno de lo suyo, de lo que habían hecho y no hecho, sin preocuparse lo más mínimo por el equipo como unidad, una especie de cacofonía de egocentrismo. El entrenador, un hombre de unos treinta años, que jugaba de defensa central, daba las instrucciones en un oscuro acento de Estocolmo. Él y el otro defensa central se me acercaron después del partido, resultó que los dos eran noruegos. El entrenador se llamaba Axel, era del este de Noruega, el otro, Henrik, era del sur, de Kristiansand, los dos habían estudiado juntos en la escuela de teatro de Estocolmo y vivían en la ciudad. Karl Ove, dijo Henrik. No serás Knausgård, ¿no? Pues sí, contesté, y se rieron porque los dos habían leído mis libros, y la probabilidad de encontrarse conmigo en un descuidado campo de fútbol a las afueras de Estocolmo en la oscuridad otoñal era relativamente pequeña, pensarían. Seguí jugando con esa gente, y un sábado recibí un mensaje de Axel en el móvil, preguntándome si me apetecía ir a la fiesta de cumpleaños de su hijo. Convencido de que se trataba de un error, de que se había equivocado de persona, decliné educadamente la invitación. Pero no había sido una equivocación, el hombre seguía contactándome de vez en cuando, nos vimos algunas veces fuera del ambiente futbolístico, y cuando él y su pareja, Linn, vinieron al segundo cumpleaños de Vanja, ella se detuvo delante de un cartel de un corto cuyo guión había escrito Linda y nos preguntó cómo había llegado ese cartel a nuestra casa. Resultó que Linn había producido la película. Sus hijos eran de las edades de los nuestros y empezamos a vernos con asiduidad.

Axel era una persona amable y considerada, pero en el campo de fútbol había apreciado algo distinto en él, una agresividad y una presión que en las demás circunstancias le eran ajenas. Una vez que habíamos estado viendo un partido en Råsunda e íbamos a coger el metro para volver a casa, un hombre se sentó en el asiento que yo me disponía a ocupar, Axel casi lo atacó con un bufido. No conseguía conciliar esos pequeños estallidos con su talante habitual, porque lo que le caracterizaba era precisamente la delicadeza, que era genuina, no algo que había aprendido. Linn también era atenta, pero en ella había además cierta aspereza, no tenía miedo de ser clara y no le importaba mucho lo que los demás pensaran sobre lo que decía y hacía. En cuanto a la vida familiar, ellos se encontraban en un nivel diferente al nuestro, tenían casa, coche y las cuentas bajo control. Ella trabajaba como productora en la televisión sueca, él como actor freelance. Se conocieron durante un trabajo de publicidad, ésa fue una de las primeras cosas que él me contó. Comíamos de vez en cuando en mi restaurante de siempre, muy cerca de la oficina, o nos veíamos a menudo los fines de semana, y durante la temporada cada lunes jugando nuestros partidos. Mantuvimos el contacto incluso después de mudarnos nosotros a Malmö y ellos a Oslo, aunque a intervalos cada vez mayores. Eran de esa gente generosa que nos invitaba a casi todo, y que a la vez se ocupaba de todo lo práctico. Una Semana Santa nos invitaron a una cabaña que la familia de él tenía en la montaña, y en otra ocasión nos invitaron a Berlín, donde a Axel le habían prestado un apartamento. Nosotros no los invitábamos a nada. ¿Cómo íbamos a hacerlo? No había ni cabañas ni casas en la familia, y tampoco teníamos dinero para alquilar algo. Pero ellos no parecían llevar la contabilidad al respecto.

Después de comer nos tiramos en el sofá cada uno con nuestra cerveza, esperando a que llegara Linn para poder salir. Yo estaba tan agotado que apenas sabía lo que decía. Había sido un día horrible. Y al día siguiente los periódicos lo contarían todo.

Cuando un rato después íbamos hacia el centro por las calles del lado oeste, una oscuridad densa y llena de estrellas se posaba sobre la ciudad. Había hojas debajo de todos los árboles. El aire era cristalino, aunque no frío, el día cálido seguía en él, desvaneciéndose muy lentamente. Nos sentamos en la terraza de Tekehtopa, que estaba muy cerca del hotel. Nos tomamos un par de cervezas mientras charlábamos. Como yo tenía que hacer una lectura en la Ópera al día siguiente y por nada del mundo quería tener resaca, fui a acostarme una hora después. Axel me acompañó al hotel porque Silje había prometido dejar dos ejemplares del libro cuando llegara. Así lo había hecho, la recepcionista me alcanzó sonriente el paquete y me miraba de reojo mientras lo abría. Firmé uno y se lo di a Axel, nos despedimos y me llevé el otro ejemplar a la habitación, donde lo metí en la mochila. Me desnudé, encendí la televisión y me tumbé en la cama. Estuve viendo la televisión hasta que ya no podía mantener los ojos abiertos. Por fin me dormí sin apagar nada. En algún momento de la noche debí de abrir un ojo y apagar la tele, porque cuando me desperté sobre las seis la pantalla estaba negra y silenciosa. Me duché, me vestí y bajé a desayunar. Allí estaban todos los periódicos, pero no cogí ninguno, no quería saber nada. Fui a por huevos revueltos, beicon, salchichas y unas cuantas rebanadas de pan, un poco de zumo de naranja y una taza de té, me senté y miré hacia el montón de periódicos. Lo que no quería ver eran las entrevistas que venían en el magacín de Dagbladet, Dagens Næringsliv y Dagsavisen. ¿Y las reseñas? Había decidido no leerlas. Pero al mismo tiempo necesitaba saber si era una catástrofe o si todo había ido bien. Había quedado con Geir en que me mandaría un mensaje por el móvil cuando las hubiese leído para ver cómo había ido todo. Pero sólo eran las siete, podría tener que esperar horas.

Joder. Una breve mirada a las primeras frases no podría perjudicarme.

Me levanté y fui a por Dagbladet, evité cuidadosamente ver el magacín, lo hojeé hasta las páginas de cultura. Allí estaba.

Ardía por dentro cuando mis ojos recorrieron a toda prisa las líneas.

Tenía buena pinta.

Había quedado bien.

Me pregunté si había quedado igual de bien la de Dagens Nœringsliv.

Devolví Dagbladet a su sitio y me llevé a la mesa Dagens Næringsliv; hice lo mismo, evité la entrevista y busqué la reseña.

También bien.

Bueno, entonces…

Con una taza en la mano me fumé un cigarrillo fuera, delante de la puerta, observando a la poca gente que pasaba por la calle tan temprano por la mañana. El cielo estaba igual de azul que el día anterior y la luz del sol regaba ya los tejados y los chapiteles.

 

Iba a hacer una lectura en una especie de día del libro en la Ópera, organizado por el Club del Libro. No quería leer nada del primer tomo, y había elegido un pasaje del segundo, que trataba de una gimnasia rítmica para bebés a la que asistí cuando vivíamos en Estocolmo, y lo había elegido porque pensaba que a lo mejor provocaría risas. Había leído dos veces del volumen uno, la primera por invitación del escritor Ingvar Ambjørnsen, que ese año fue el poeta del Festival de Música de Bergen. Entonces leí el principio, que acababa de escribir; la segunda vez fue en un evento en la Casa de la Literatura en Oslo, donde leí la escena en la que mi hermano Yngve y yo llegamos a la casa de Kristiansand. En los dos casos trataba de la muerte, y si hay algo que entristece el ambiente es por supuesto leer sobre la muerte y la decadencia. Y como era una novela autobiográfica y no algo que me había inventado, era como si cargara al público con mi pesada persona, estropeándoles la velada con mi mera presencia, y después de la última vez en la Casa de la Literatura decidí no volver a hacerlo. Por esa razón esta vez iba a haber risas, con la escena de la gimnasia rítmica para bebés. El volumen dos era una comedia, pero una comedia muy íntima, porque trataba de un hombre que estaba atrapado por sus propias ideas de sí mismo y de una familia que también estaba atrapada por las ideas de sí misma, lo que los llevaba a lugares profundamente indignos, que se habrían disuelto con sólo mirarse los unos a los otros diciéndose que la idea no era real, que esto era la realidad y que esta realidad no es peligrosa. Pero no podían hacer eso, precisamente eso era lo imposible e hicieron lo contrario, se miraron diciéndose que era peligroso.

El hotel se encontraba a la vuelta de la esquina de la editorial, y un rato después me acerqué hasta allí para imprimir las páginas de la escena; en casa no funcionaba la impresora. Geir Berdahl estaba envolviendo los libros que iba a llevar a las librerías, junto con su hija Maria, a la que yo había saludado alguna vez pero con la que nunca había hablado. Era irritante que el libro no se encontrara en las librerías justo el día que los periódicos estarían empapelados de comentarios sobre él, porque ese interés sólo dura un día, la semana siguiente empezaría a desvanecerse, excepto si era nominado para algún premio, en cuyo caso podría resurgir por unos días más. Cuando se publicó mi primer libro, la editorial sacó una edición de muy pocos ejemplares, y cuando se vendieron, se lanzó otra de sólo doscientos, así que durante todo el mes de diciembre, el único mes en que realmente se venden libros en Noruega, el libro no se encontraba en ninguna librería. El número de ventas en sí no significaba nada para mí, pero sí el dinero, sobre todo ahora que ya éramos una familia de cinco y las regalías del libro eran los únicos ingresos que teníamos, aparte de la beca.

Metí el manuscrito en la mochila, me despedí de Geir y Maria y me dirigí a la Ópera, que no había visto hasta entonces, excepto la anodina fachada que se veía desde la estación de ferrocarril. Me sorprendí cuando me encontré delante del edificio, era realmente extraordinario. Toda esa piedra blanca, ahora resaltada por el sol que la hacía brillar, casi arder, sobre el mar frío y azul del que emergía. Me paseé por el tejado, mirando el recinto del puerto mientras me fumaba un cigarrillo; faltaba aún una hora para la lectura. Apoyado en el borde de un muro, saqué una botella de medio litro de Pepsi Max, di un trago, cogí el móvil y llamé a Linda. Había hecho ya el equipaje, dijo, y se iba al aeropuerto de Kastrup. También había llegado mi madre, las dos abuelas estaban con los niños en un parque en ese momento. Dije que estaba nervioso y que sería magnífico darse una vuelta por Praga esa misma noche. Ella me deseó suerte y colgamos. Apagué el móvil y lo metí en la mochila. Una vez, mientras me estaban entrevistando en un escenario, sonó el móvil y el público se rió, era justo de esas cosas de las que el público se reía. El público quería reírse, buscaba todo lo que fuera cómico y se reía a carcajadas cuando ocurría algo gracioso, por insignificante que fuera. El público por encima de cierto número tenía sus propias dinámica y psicología, casi independientemente de los individuos que lo constituían. Algo de lo que uno nunca se habría reído a solas, por no encontrarlo nada gracioso, porque era insignificante, podía provocar cascadas de risas en una sala. Y cuando estaban callados, el silencio podía expresar estados de ánimo distintos, completamente evidentes. Aburrimiento y desinterés, entonces era como si lo que se decía se expandiera y desapareciera como humo. Atención e interés: lo que se decía se quedaba, era como si en la sala hubiera una avidez ante la cual resultaba fantástico e incitante hablar. Leía a menudo los mismos textos, y el ambiente nunca era el mismo; algunas veces todos se reían con un determinado pasaje, otras, reinaba el silencio mientras leía. Una tarde, una escena podía tener un gran fondo negro, y parecer plana y sin sentido la siguiente. Algo tenía que ver con mi persona; como yo parecía tan serio, y a veces también sombrío, era como si mi presencia reprimiera lo cómico. No obstante, las veces que había conseguido charlar un poco al principio, las risas habían estado mucho más cerca. Pero por regla general dependía del público, de su composición, y del ambiente que reinaba en el local.

Tiré el cigarrillo al suelo, lo pisé y fui hacia la entrada. La plaza de la Ópera estaba atestada de gente. Justo delante de la puerta me topé con el escritor Vetle Lid Larssen. Antaño habíamos estado en la misma editorial, pero nunca lo había saludado ni hablado con él. ¿Qué debía hacer? ¿Como si nada? Podría parecer arrogante u hostil. Pero tampoco me resultaba natural saludarlo, porque no nos conocíamos.

—Hola —dije.

—Hola —dijo él—. ¡Enhorabuena por las críticas!

—Gracias —dije.

—Nos vemos —dijo él, y desapareció por la puerta. Fui tras él, abriéndome camino entre toda la gente que ya estaba dentro, encontré a una joven con pinta de tener algo que ver con la organización del evento y así era, me pidió que esperara y fue a por otra persona que me condujo hasta detrás del escenario. Estrechos pasillos con paredes negras, repentinas grandes salas llenas de cables y máquinas elevadoras, puertas por todas partes, y luego una improvisada estancia detrás de unos paneles, donde íbamos a estar. Había en ella un plato con fruta, varios termos con café y botellas de agua mineral. Cathrine Sandnes, que iba a ser la presentadora, ya estaba allí, me dio un abrazo, dijo algo riéndose, porque era de esas pocas personas que se ríen constantemente; el escritor Dag Solstad, que leería después de mí, también estaba allí sentado junto con el jefe de uno de los clubs de libros y algunos otros que yo no conocía. Los saludé y me serví una taza de café. Pregunté a Cathrine por sus hijos, ella contó algo de ellos y me enseñó fotos en el móvil. Me preguntó por los míos, dije que estaban bien. No me acordaba de cuándo la conocí, seguramente estando con Espen y Fredrik, me parecía recordar que estábamos viendo un partido de fútbol, que ella estaba allí y que alguien contó que era campeona noruega de algún arte marcial. Por aquel entonces trabajaba en Dagsavisen. También me entrevistó en una ocasión posterior: Me acordé de que andando hacia el hotel hablamos del extraño concepto «estar en forma», esa enorme ola de buena suerte que pueden experimentar los deportistas cuando de repente desaparecen todos los impedimentos a su alrededor, y cómo ese concepto servía para el hecho de escribir. También como escritor puedes encontrarte en una racha en la que nada funciona, y luego entrar en otra en la que de repente todo funciona. Todo está en la cabeza. Fútbol, escritura, taekwondo. Ahora Cathrine era directora de la revista cultural Samtiden, estaba casada con Aslak Sira Myhre, al que recordaba de Bergen, primero de vista, como un político estudiantil de la izquierda radical, y al que al cabo de algún tiempo conocí más de cerca, porque había sido el mejor amigo de infancia de Tore en Stavanger, y un obvio modelo del personaje secundario más importante de las novelas de éste sobre Jarle Klepp. Yo había escrito un ensayo para Samtiden y mantenido algún contacto con Cathrine entonces. Durante los últimos años hemos coincidido alguna vez y ella no ha cambiado ni pizca. Su rasgo más característico, al menos el más evidente, era su total falta de miedo. Ese temor y esa tensión que fluyen por la vida cultural le quedaban muy lejos. También ahora, en medio de un grupo de gente hablando y riéndose, primero hacia un lado, luego hacia el otro.

Me llevó al escenario para explicarme cómo había pensado hacerlo: primera una breve introducción, luego entraría yo y me quedaría en tal sitio, ella me haría una pregunta graciosa sobre el título y a continuación yo leería.

Me quedé sin sangre en las venas al encontrarme en el escenario, viendo la sala vacía delante de mí. Mi cara estaría blanca luminosa de pura angustia. Volvimos por el pasillo y entramos en la improvisada sala. Yo me serví otra taza de café y miré discretamente hacia Dag Solstad, que estaba sentado en un sillón a un par de metros de distancia. Había coincidido con él varias veces, por regla general en algún evento editorial, pero nunca había conseguido decirle nada, ni siquiera que hacía buen o mal tiempo, como ese día. No es que le tuviera miedo, sino que no conseguía verlo como a una persona. Él ya era escritor cuando yo nací, y no sólo eso, los compañeros de su generación ya lo habían elevado al grande entre ellos. Durante toda mi vida había sido «Dag Solstad», el gran escritor; como magnitud era ya tan eterno como la aseguradora Gjensidige Forsikring, la fábrica de cervezas Ringnes o la final de copa; algo que por cierto compartía con el poeta Jan Erik Vold, que también había estado siempre ahí, en la tele, en el aula del colegio, eran en cierto modo representantes de los escritores, sus imágenes icónicas: el hombre de aspecto dulce con extraña voz que leía poemas sobre el pan blanco, y el despeinado hombre con gafas que murmuraba y farfullaba cuando le preguntaban algo. De modo que cuando me hice adulto tuve que recorrer una larga distancia al empezar a leer sus libros en serio, como algo no representativo, pero ahora relevante, y lo maravilloso que es cuando la imagen icónica adquiere vida porque uno de repente invierte en ella a sí mismo y sus propias experiencias y conocimientos, y puede ser comparado con lo que les ocurre a los padres de uno cuando uno se convierte en padre: de repente sus vidas tan ajenas, ese comportamiento en realidad incomprensible se convierten en expresiones de algo profundamente humano y universal, y cobran vida. De igual modo había cobrado vida «Dag Solstad», pero no como ser humano, sólo como escritor, porque algo muy característico de su obra era que escribía libros icónicos. Expresaban algo difuso e invisible de tal forma que se volvían claros y visibles no sólo una vez, sino libro tras libro. De modo que este desenmascaramiento de Dag Solstad al que condujo la lectura de sus libros no hacía sino llevarte a otra máscara, porque al ser icónicos, los libros no eran el reflejo del escritor, sino de la época del escritor, y tal vez también participara en crearlo. Uno de sus libros empieza con una persona que está sola y se tapa la cara con las manos de vergüenza. Cuando lo leí, pensé que yo lo había hecho mucho mejor y con más profundidad en mi primer libro, en el que el protagonista se avergüenza constantemente y no desconoce ese gesto de la mano y el impulso que lo causa. En mi hibris incluso sospeché que Dag Solstad me había copiado. Entonces aún no había entendido el valor de lo icónico, me era demasiado ajeno, en mi vida y en mi escritura nada se unía en imágenes, todo flotaba, rebosando por los bordes. Ahora lo entiendo. Lo icónico es el punto sumo de la literatura, su objetivo real, hacia el que siempre apunta: la imagen única que recoge todo en sí misma, pero que al mismo tiempo vive en sí misma. La persona solitaria que se tapa la cara con las manos: la vergüenza. La persona que escenifica su propia parálisis: la carencia de autenticidad. Y la imagen más cargada de significado y terrible de todas las imágenes icónicas de Solstad: el padre que presencia que su hijo le coge dinero para llevar en coche a sus amigos. Será por eso por lo que Solstad, en sus novelas más recientes, se ha interesado tanto por Thomas Mann y Henrik Ibsen, que son los dos últimos de los grandes escritores icónicos. El sanatorio de La montaña mágica, de Mann, es el escenario perfecto para una novela, es a la vez una imagen y un lugar, de la misma manera que Peer Gynt y Brand, de Ibsen, son a la vez imágenes y personajes. Toda literatura quiere llegar hasta allí, a esa imagen única que dice todo en sí misma, y que al mismo tiempo es todo. El corazón de las tinieblas. Moby Dick. Juego de Tronos.

Cogí la taza y di un sorbo de café caliente. Cuando la volví a dejar me disgusté al ver que unas pequeñas gotas marrones corrían por el exterior de la misma. Miré hacia fuera, di otro sorbo, quería hablar con «Dag Solstad», pero no sabía de qué. Alguien había dicho una vez que sólo quería hablar con los grandes; desde entonces pensaba en ello cada vez que me encontraba delante de uno de los «grandes». ¿Era verdad? ¿Sólo quería hablar con ellos? Tal vez no «sólo», pero tenía que admitir que sí que quería, ellos desprendían una especie de poder de atracción; tenía la sensación de que estar en una situación en la que se les podía decir algo era un privilegio. Por otra parte, también era adular. De eso no cabía duda. Adular y humillarse.

Busqué su mirada y me encontré con ella.

—¿Qué opinión te merece Peter Handke? —le pregunté.

Sonó algo cortante. Pero a «Dag Solstad» no debió de parecérselo. Negó con la cabeza y dijo que en realidad no tenía ninguna. Había leído algunos libros suyos, pero hacía mucho tiempo y no podía decir que Handke le interesara mucho.

—Estoy leyendo un libro suyo fantástico, ¿sabes? —le dije—. El año que pasé en la bahía de nadie. ¿Lo has leído? Creo que es de finales de los ochenta, o tal vez principios de los noventa.

—No. No lo he leído. ¿Es bueno, dices?

—Sí que lo es.

No se habló más del asunto. Había mucha gente, todo el mundo hablaba y se paseaba de un lado para otro, pronto sería hora de salir al escenario. Solstad seguía sentado, no tenía que salir hasta media hora después que yo, y cuando el técnico me colocó el micrófono, me puse detrás de la cortina, junto a la luminosa mesa de mezclas, esperando a que el público dejara de aplaudir y Cathrine me presentara. Entonces atravesé el escenario, ella me hizo la pregunta, el público se rió, yo contesté algo insustancial, ella retrocedió unos pasos, y yo empecé a leer.

 

Cuando acabé, me fui detrás del escenario, me quité el micrófono y salí a toda prisa al vestíbulo, que seguía atestado de gente, crucé la plaza y subí a la pasarela, también llena de gente, en algunas partes tanta que tuve que pararme y esperar. Al otro lado, junto a la estación de ferrocarril, cogí un taxi y di al taxista la dirección del estudio del fotógrafo Thorenfeldt, en la parte oeste de la ciudad. Recorrimos las calles otoñales, luminosas de sol, y cuando hube pagado y bajado, vi a un hombre que me hacía señas desde una puerta a unos cincuenta metros. Corrí hacia allí, me llevaron a un estudio donde se encontraban los escritores Hanne Ørstavik e Ingvar Ambjørnsen, ella con un vestido vintage, tal vez de la década de los veinte o treinta, y él con esmoquin blanco y sombrero blanco de copa. El propio Thorenfeldt vino a darme la mano, era un hombre rechoncho que al parecer se reía todo el tiempo, al menos ahora. Me dieron un montoncito de ropa toda blanca, entré en una cabina y me la puse. Los pantalones del esmoquin me quedaban enormes, como un saco, pero se arreglaba con los tirantes, dijo el asistente del fotógrafo cuando salí, podíamos empezar. Nos colocamos, Thorenfeldt puso música tipo Frank Sinatra a todo volumen, se reía y gritaba mientras los tres posábamos muy juntos, con y sin sombreros, y por último a Hanne le dieron confeti que lanzó al aire como en una especie de final. Todo había acabado a los diez minutos. Según tenía entendido, las fotos eran para una cadena de librerías. Al principio tuve mis reparos, lo que era mi manera de decir que no, no era algo para mí, porque tenía que pensar en mi credibilidad literaria, la cual podría verse minada con aquello. Yo no era ese tipo de escritor, pensé, pero al final me dejé convencer, era importante para el libro, y no era una de las palabras que más me costaba pronunciar, era demasiado débil para esa palabra, la idea de decepcionar a alguien siempre pesaba más que la idea de mi credibilidad, así que allí estaba yo, en el estudio de un fotógrafo que solía hacer fotos a los famosos, disfrazados de algún tipo de artista literario de cabaret. Y fue divertido. Fue divertido disfrazarse, fue divertido ser fotografiado, fue divertido encontrarse posando en medio de las cascadas de música y risas. Además ayudó el que lo hiciera en compañía de Ingvar Ambjørnsen y Hanne Ørstavik, porque ambos merecían mi respeto, y si ellos se prestaban, no podía ser tan malo. Era una venta. Sí, de acuerdo, pero ¿qué estaba vendiendo en realidad? Mi alma. Y ésa de todos modos ya la había perdido.

 

Después de la sesión de fotos, me tomé un café con Hanne en una terraza cercana. Nos conocíamos desde mediados de los noventa, yo había hecho una entrevista a Rune Christiansen para la revista Vagant, y él me invitó a la fiesta de verano de la editorial Oktober. Espen estaba allí, era autor de Oktober, Kjartan, el hermano de mi madre, estaba allí, era autor de Oktober, y en la mesa me colocaron junto a Hanne, que también era autora de Oktober. Estuvimos hablando durante la cena, pero como yo me sentía tan inferior, ya que era el único no escritor allí presente, me fui a la mesa de Espen nada más acabar de cenar, y me pegué a él el resto de la velada. La siguiente vez que vi a Hanne yo ya había debutado, y ella me recordó aquella noche, lo poco educado que había sido cambiarme de mesa, como si no mereciera la pena hablar con ella. Desde entonces nos habíamos visto en distintos eventos de la editorial en los últimos años, después de cambiarme de Tiden a Oktober. Ella era una novelista de armas tomar, intransigente en sus libros e incorrupta. Cualidades poco frecuentes. Como persona era sensible y había en ella un atisbo de desamparo, y tal vez fuera esa mezcla tan imposible, lo intransigente y lo incorrupto frente a esa impresión que daba de franca y abierta ante el mundo, lo que hacía sus novelas tan íntegras y a la vez tentativas. Nunca habíamos mantenido largas conversaciones, salvo en una ocasión, unas semanas antes, durante la cena que ofreció Oktober después de la conferencia de prensa, cuando toda cohibición social de repente se había esfumado y hablamos de cómo eran de verdad las cosas.

Yo conté cómo era mi vida de verdad, ella contó cómo era su vida de verdad. Esa franqueza perteneció a aquel momento, ahora nos limitamos a hablar un poco de nuestros libros, y al cabo de un cuarto de hora me levanté, mi avión salía al poco rato. Cogí un taxi hasta la estación de ferrocarril y desde allí el tren hasta el aeropuerto, donde embarqué en el avión para Copenhague en el último momento. Por fin pude hundirme en el asiento, solo conmigo mismo.

Las prisas del aeropuerto me recordaron otra ocasión en la que tuve que correr para llegar al avión. Llevaba en brazos a Vanja, que entonces no tendría más de un año. Me habían invitado a la confirmación del hijo de mi tío, en las afueras de Oslo, y como Linda estaba embarazada de Heidi y no quería viajar en avión me llevé a Vanja. Quería enseñársela a la familia. Todo salió muy bien, excepto la vuelta en avión, cuando la niña estuvo sin parar de gritar durante media hora e incluso la chaqueta de mi traje acabó empapada de sudor. Ahora que las prisas me habían despertado ese recuerdo, pensé que quizá ésa fuera la última vez que había visto a mi familia. Es cierto que vi una vez a Gunnar y a sus hijos en el jardín de mi madre de Jølster, pero el encuentro no duró más que unos minutos. La confirmación se prolongó durante todo el día, y todas las personas a las que conocía de siempre se comportaron cada una de su manera, con las que yo estaba totalmente familiarizado. La dinámica entre los dos hermanos, los juegos de palabras, los tópicos. Sus hijos estaban a punto de hacerse adultos. Yo tenía la sensación de estar representando a mi padre, y que la presencia de Vanja lo convertía todo en algo bueno.

Sentir a Vanja, sentir quién era ella me llenaba por completo mientras estaba sentado en el avión, a la espera de que despegara. Era como si mi amor por ella se uniera en un solo punto, abrumador e inmanejable, me dolía tanto que se me saltaron las lágrimas, luego me tranquilicé y las emociones volvieron a hundirse en las profundidades en el momento en que el avión empezó a moverse. El sol estaba bajo, las sombras eran alargadas y yo me recliné en el asiento, cerré los ojos e intenté dormir un poco. Era obviamente imposible, porque en los últimos dos días habían ocurrido muchas cosas. Pero ya sólo me faltaba el viaje en este avión, bajarme de él, un taxi hasta el centro y estaría rodeado de otro mundo.

 

Ya en el aire, con el pasaje forestal del este debajo de nosotros cada vez más lejano, la pasajera del asiento de al lado, una mujer de veintimuchos, tal vez treinta y algo, rubia y de brazos fuertes, sacó el magacín de Dagbladet y se puso a leerlo. Cuando me percaté de ello, volví la cabeza hacia el otro lado y me puse a mirar por la ventanilla. Al cabo de unos segundos, como una maniobra de camuflaje, pulsé el botón de la válvula de aire de la rejilla que había sobre el asiento, conseguí echar un vistazo a la hoja que la mujer tenía inmóvil delante de ella y descubrí con desesperación que estaba leyendo el artículo sobre mí. Vi por un instante una foto mía antes de volver a girar mi ardiente mejilla hacia el otro lado. Seguro que la mujer no se había dado cuenta de que el hombre sobre el que estaba leyendo una entrevista estaba sentado a su lado, porque me habría mirado y me habría dicho algo. Si lo descubría durante el viaje, comprendería por qué me había vuelto con tanto ímpetu hacia el otro lado, y la situación sería violenta para ambos; ella me habría descubierto, y yo habría sido descubierto. Pero tampoco podía darle dos golpecitos en el hombro y decirle ¡estás leyendo sobre mí! Eso habría parecido estúpido. Si simplemente hubiese hojeado la entrevista, no habría sido tan grave, pero estaba leyéndolo todo, palabra por palabra, conmigo sentado a sólo unos centímetros de ella, alejando mi cabeza todo lo que podía. Cuando ella acabara de leer la entrevista, tendría que seguir escondiéndome, porque la situación no dejaría de darse sólo porque hubiera acabado la lectura.

Tras haber echado minúsculas miradas de reojo hacia las malditas páginas de la revista, constaté que la mujer había tardado al menos diez minutos en leer la entrevista. Era extraño que no se percatara de la situación, porque mi cuerpo debía de estar irradiando toda clase de tensión. Pero qué va…, mientras yo me pasé la larga hora que se tarda en ir de Oslo a Copenhague mirando por la ventanilla, ella iba a mi lado tranquilamente a lo suyo, leyendo un poco, comiendo un poco, leyendo un poco, leyendo otro poco. ¡Qué alivio sentí cuando el avión aterrizó y la mujer se levantó y se encaminó hacia la salida, y yo por fin pude enderezar la nuca, respirar y relajarme!

Linda me estaba esperando en la sala de llegadas cuando salí. Se había arreglado y estaba contenta. Nos besamos, hicimos el check-in, y la hora que faltaba para la salida de nuestro avión la pasamos en la cafetería donde yo había estado la mañana anterior bebiendo cerveza. Me parecía decadente, no solía beber cuando viajaba, porque siempre tenía que hacer algo, y Linda y yo ya no bebíamos casi nunca juntos, porque teníamos siempre a los niños alrededor.

Me sentía libre. Los siguientes dos días y dos noches podríamos hacer exactamente lo que quisiéramos. Nada de niños, nada de escribir, nada de lecturas en público, nada de entrevistas. Sólo nosotros dos. Intenté ignorar la sombra que se posaba sobre ello, el libro que había escrito sobre los dos y que Linda aún no había leído. Había un tiempo para todo. Cuando volviéramos a casa, le entregaría el manuscrito. Ahora ella no sabía nada, y en esa nada se desarrollaría el fin de semana.

 

El sol se había puesto cuando embarcamos. La cabina iluminada creaba un ambiente muy distinto al que reinaba en el avión de Oslo, porque el idioma de todos los letreros y marcas de publicidad era otro, las caras del personal de otro tipo, pero también porque esa oscuridad mientras ascendíamos nos encerraría enseguida, definiendo así el espacio de un modo clarísimo: estábamos allí sentados, muy alto por encima del suelo, rumbo al interior de Europa, rumbo a una de sus viejas capitales, y ciudades desconocidas y sin nombre se posaban como pequeñas medusas de luz en un mar de oscuridad por debajo de nosotros, y lo que decía ese determinado espacio era «viaje», igual que el vagón de un tren decía viaje, el camarote de un barco decía viaje y, por qué no, la cabina de un zepelín decía viaje. Viaje no en el sentido de desplazamiento, sino viaje como mitología. El viaje en la década de los veinte y los treinta, el viaje en la década de los cincuenta y los setenta. Y Europa no como geografía, sino como mitología. Lo fantástico de saber que esas ciudades ya estaban allí en la Edad Media, estaban allí en el Renacimiento, en el Barroco, por no decir durante las guerras mundiales del siglo pasado, y seguían estando allí, extendidas por ese continente debajo de nosotros, ciudades muy distintas entre ellas, que tenían un carisma y un significado muy diferentes, impregnadas por el tiempo, cada una a su manera. Londres y París, Berlín y Múnich, Madrid y Roma, Lisboa y Oporto, Venecia y Estocolmo, Salzburgo y Viena, Bucarest y Manchester, Budapest y Sarajevo, Milán y Praga, por mencionar sólo un puñado de ellas. Praga era Golem, el ser creado por el ser humano, y era Kafka. Era la Edad Media faustiana y el siglo XIX de la monarquía dual, era la década comunista de los cincuenta y el capitalista siglo XXI en la variante poco sofisticada y vulgar de Europa del este.

¿Cuál era la diferencia entre la realidad y nuestra idea de ella? Si la realidad existía, se encontraba fuera de nuestro alcance, porque también la realidad sin ideas era una idea.

¿Qué significaban esos estados de ánimo e ideas que despertaban aquellos nombres? No significaban nada. Pero lo mismo pasaba con nuestras vidas si les quitábamos nuestra idea de ellas.

 

El hotel estaba junto al río, muy cerca del viejo puente, y la habitación que nos dieron tenía vistas al agua. No era una habitación lujosa, no tenía minibar ni televisión, pero era bonita, como lo son esos viejos hoteles a lo largo de los fiordos del oeste de Noruega que han conservado los interiores del anterior cambio de siglo, que era lo que habían hecho en ese hotel, o tal vez los habían recreado. Dejamos el equipaje y salimos a tomar algo. Como ya eran casi las diez, nos sentamos en el primer restaurante que vimos al otro lado del puente, las mesas estaban colocadas a lo largo del río e iluminadas por pequeñas lámparas parecidas a faroles. El que estuviéramos allí de verdad, junto a esa agua negra sobre la que se elevaba el viejo puente de la ciudad, con el castillo en lo alto, nos resultaba increíble, al menos a mí, era como si todo lo que se movía a nuestro alrededor se encontrara en otro lugar, incluso cuando acabábamos de cruzar el puente con los pies bien plantados en él.

Pedimos una botella de vino tinto y brindamos. La cara de Linda, suavemente iluminada, ardía en la oscuridad frente a mí, sus ojos brillaban, puso una mano sobre la mía y el calor se extendió por mi interior. Trajeron los platos, detrás de nosotros oímos hablar en noruego, y mi sensación de ser completamente libre se desvaneció, de pronto había alguien que podía vernos. Linda se dio cuenta y me preguntó qué pasaba. Contesté que había noruegos por allí, y que ya empezaba a medir todo lo que decía con su medida y a oír todo lo que oía con sus oídos. Linda dijo que eso sonaba fatal y que debía ignorar esos pensamientos. Le dije que lo intentaría. Luego le conté el episodio del avión. Se rió de mí. Pagamos y dimos una vuelta por el centro antes de volver al hotel. A la mañana siguiente nos despertamos temprano y no conseguimos seguir durmiendo aunque lo intentamos, nuestro ritmo diario estaba totalmente roto tras cinco años con niños pequeños. Optamos por desayunar y salir a la ciudad, que reposaba vacía de gente en su tranquilidad dominguera. Hacía cada vez más calor, tomamos un café en una terraza, y de camino al hotel unas horas más tarde compramos entradas para un ballet aquella misma noche, era El lago de los cisnes, de Chaikovski; pensamos que allí, en el viejo este de Europa, sería fantástico. Al acabar la tarde nos pusimos nuestras mejores galas, yo camisa blanca, corbata y traje, Linda un vestido oscuro, y echamos a andar en dirección al teatro. Me imaginaba escaleras de mármol, palcos forrados de terciopelo rojo y gente con frac y vestido largo. Había visto el camino en el ordenador de la recepción, pero no lo había impreso, y cuando llegamos a la zona, estuvimos un rato dando vueltas sin encontrar la calle. Cuando sólo faltaban diez minutos para que empezara el espectáculo, echamos a correr. Linda preguntó a una mujer de un quiosco por la dirección, la mujer no la entendió, Linda le enseñó la entrada, la mujer señaló hacia abajo, corrimos en esa dirección, nada, llegamos a una plaza, ni rastro del teatro, la atravesamos y nos metimos a toda prisa en una estrecha calle en la que no había más que bloques de pisos, dimos la vuelta, atravesamos de nuevo la plaza, donde Linda preguntó a otra persona, esta vez un hombre gordo con un perro que hablaba inglés y dijo que el teatro estaba en la calle paralela, fuimos hacia allí, encontramos la calle, seguimos corriendo y nos detuvimos, por fin habíamos llegado. Pero en lugar del gran teatro con pinta de palacio que yo me imaginaba, más o menos como la ópera de la novela de Proust, nos encontrábamos delante de algo parecido a un cine, de esos destartalados y lúgubres. No sería allí, ¿no? Pues sí, ése era el lugar, el nombre impreso en las elegantes entradas que nos habían vendido coincidía con el nombre que ponía en la puerta. Entramos, y el deplorable aspecto del edificio, como de teatro de variedades, se vio reforzado. La sala era pequeña y desvencijada, el escenario minúsculo, no había foso para la orquesta ni tampoco orquesta. El público era escaso, la mayor parte con pinta de turistas despistados, pero no tan despistados como nosotros, que nos habíamos vestido de fiesta, algo que no fue ignorado a juzgar por las curiosas miradas cuando recorrimos la fila de sillas plegables, buscando nuestros sitios. Vaya, vaya, le dije a Linda, ¿dónde nos hemos metido? Puede que bailen bien a pesar de todo, dijo ella, y me cogió la mano mientras esperábamos. A nuestro alrededor se atenuó la luz, pero no mucho, y delante de nosotros el escenario se iluminó, a la vez que alguien ponía el CD con la música con la que se bailaría. La música salía por dos altavoces colocados en unos soportes uno a cada lado del escenario, y al cabo de dos minutos sin que nada ocurriese, salieron saltando dos jóvenes bailarines de dieciséis o diecisiete años, probablemente alumnos de una academia de ballet. Sus cuerpos no transmitían nada, era como si todos los movimientos se les quedaran dentro, por mucho que se contorsionaran, saltaran y brincaran de un lado para otro del escenario, con pesados golpes en el suelo a cada paso que daban. A mí el ballet no me gustaba, estaba allí por Linda, retorciéndome de vergüenza ajena ante esa falta de gracia y elegancia que estaba teniendo lugar delante de nosotros. Pensé en Linda, que se había pasado un montón de tiempo arreglándose frente al espejo. Era nuestra única noche en Praga, y habíamos acabado allí. La miré. Ella me miró. Entonces sonrió. Creo que es lo peor que he visto en mi vida, susurró. Lo que no es poco, porque he visto mucho ballet malo. ¿Nos vamos?, sugerí. Esperemos hasta el intermedio, contestó. Y eso hicimos. Encontramos un bar donde pasamos el resto de la velada charlando y emborrachándonos. A la mañana siguiente dormimos hasta tarde, almorzamos en un sitio al pie del castillo y luego subimos las cuestas hasta allí, donde visitamos una exposición de arte y luego nos sentamos en una terraza al final del recinto, con vistas a un bosque que se encontraba algo más abajo. Hacía calor como si fuera verano, nos tomamos una cerveza fría y Linda de repente sacó un bolígrafo, escribió la canción que me había cantado en mi cuarenta cumpleaños medio año antes y me la dio. Se lo había pedido hacía unos meses, pero luego se me había olvidado. Hicimos una fiesta en nuestra casa para veintitantas personas. Yo había advertido que no quería discursos. Espen, Tore y Geir G. lo ignoraron, de modo que cuando Linda se levantó, me esperaba otro.

—Vanja dijo en una ocasión que no hay adultos en esta familia —empezó a decir—. Pero creo que vas camino de ello, y espero seguirte. No voy a pronunciar un discurso, sino simplemente a prorrumpir en un canto. Y como nunca he aprendido a tocar un instrumento, se me ocurrió tocar el ukelele.

Dio unos pasos hacia atrás para que no pudiera verla y cuando volvió a aparecer tenía un ukelele en la mano. Yo sabía que Linda no tocaba el ukelele y me temí lo peor. Pero resultó que uno de los padres de la guardería le había enseñado una canción y cada vez que yo salía de casa ese último mes la había ensayado.

Allí estaba ella, tocando y cantándome una canción. Esa letra fue la que me dio en el café del castillo, y leí con las lágrimas cayéndome por las mejillas.

Sólo una vez vi a aquel hombre

Mis ojos se asombraron

Caminaba como el viento andaba él

Recto e impávido, seguro de triunfar

Me miró y sonrió

Miró mi rosa y sonrió

Luego pasó por delante de mí

Pero pasó por delante de mí

 

Luego volví a ver a ese hombre

Mis ojos se maravillaron

Como el sol resplandecía él

Me cambiaría mi entera vida

Me tocó y sonrió

Tomó mi mano y sonrió

Y no me pasó por delante

No, no me pasó por delante

 

Todos los días se han convertido en años

Y mis ojos están como asombrados

Así es, así es ese hombre

Su mano puede terminar la vida

Me miró y sonrió

Yo vi su coraje y sonreí

Karl Ove, mi amor,

Cómo te amo

Ni siquiera se me había ocurrido pensar en celebrar mi cuarenta cumpleaños, lo había descartado por completo. Pero al principio del otoño de aquel año, es decir, en septiembre de 2008, estando de visita en casa de Yngve, en Voss, él y Linda se pusieron de repente a hablar de ello. Estábamos sentados en la terraza después de acostar a los niños, con una copa de vino tinto en la mano. El cielo sobre nuestras cabezas estaba completamente negro y vertiginosamente lleno de estrellas. El aire era frío y claro.

—Hemos estado hablando de tu cuarenta cumpleaños —dijo Linda, mirándome a la débil luz de la puerta de la terraza.

—¿Ah, sí?

—Sí. Hemos llegado a la conclusión de que habría que hacer una gran fiesta y celebrarlo por todo lo alto.

—Invitar a todos tus conocidos —intervino Yngve—. Y podrían tocar Lemen y Kafkatrakterne, por ejemplo.

—Pero eso es lo último que quiero en el mundo —objeté—. No me podría imaginar nada peor.

—Ya lo sabemos —dijo Linda—. Pero llevas bastante tiempo escondiéndote. ¿No crees?

—¿Y a quién podría invitar?

—A muchos —intervino Yngve—. Conoces a más gente de la que crees. Sólo tienes que ponerte a pensar.

—Puede ser —dije, mirando a Linda—. Pero si pudiera elegir, lo celebraría con vosotros, como un cumpleaños normal y corriente. También eso es bonito. Entráis con velas y regalos, cantándome el cumpleaños feliz. Sería más que suficiente para mí.

—Eso está claro —dijo Linda.

—Pero no es por ti —dijo Yngve—. Es para brindar a todos los que te conocen la oportunidad de homenajearte. Y de hacer una fiesta. Si envías las invitaciones pronto, para que la gente pueda hacer sus planes, reservar hotel, avión y esas cosas, estoy seguro de que acudirán todos. Yo al menos tengo muchas ganas.

—No lo dudo —dije, sonriendo—. Pero tú no celebraste el tuyo.

—Y me arrepiento de ello.

—Bueno, ¿qué dices? —preguntó Linda.

—Que no —contesté.

 

Y sin embargo en la propuesta había algo que me atraía. Era verdad lo que había dicho Linda, que ya me había escondido bastante.

¿Por qué me había escondido?

Era una manera de sobrevivir. En mi terrible veintena, había intentado participar en la vida que me rodeaba, la vida normal y corriente, la que vivía todo el mundo. Pero no lo conseguí, y tan intenso era el sentimiento de fracaso, ese fragor de ignominia, que poco a poco, también a escondidas de mí mismo, fui desplazando el foco, empujándolo cada vez más hacia la literatura, de tal modo que no pareciera un retroceso, como si estuviera buscando cobijo, sino al revés, algo fuerte y victorioso, y muy pronto eso se había convertido en mi vida. No necesitaba a nadie más, me bastaba con mi vida metido en el despacho y con la familia, era más que suficiente. No me encerraba en mí mismo porque tuviera problemas para socializar, qué va, se trataba de que yo era escritor, o quería serlo. Eso resolvía todos mis problemas y me sentía a gusto con ello.

Pero si de verdad me escondía, ¿de qué tenía miedo entonces?

Temía el juicio de los demás, y para evitarlo, los evitaba a ellos. La idea de que pudiera gustarle a alguien era una idea peligrosa, tal vez la más peligrosa para mí. Jamás lo pensaba, no me atrevía. Ni siquiera pensaba que podía gustarle a mi madre. O a Yngve o a Linda. Simplemente suponía que en el fondo no les gustaba, pero que esas ataduras sociales y familiares en las que estábamos atrapados hacían que de todos modos tuvieran que verme y escuchar lo que tenía que decir.

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