Fin

Fin


NOVENA PARTE

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Si sólo hubiera sido responsable de mí mismo, no habría pensado en ello. Yo me defendía bajo cualquier circunstancia. Pero tenía tres hijos con Linda y no quería que crecieran en un hogar recóndito, no quería que pensasen que lo de esconderse era una manera adecuada de enfrentarse al mundo. Lo único que podía darles era lo que les estaba dando ahora, y eso no se les daba a través de lo que decía, sino a través de lo que hacía. Yo quería que estuvieran rodeados de seres humanos, quería que se convirtieran en seres independientes y valientes, capaces de desenvolverse, es decir, ser tan libres como fuera posible dentro de los límites poco libres de esta sociedad. Y lo más importante de todo: quería que se sintieran seguros de sí mismos, que llegaran a gustarse a sí mismos, a ser ellos mismos. Al mismo tiempo pensaba que tenían los padres que tenían, y que nosotros no podíamos cambiar de carácter en lo esencial, algo que habría sido estúpido y catastrófico; tener unos padres que fingían ser otra cosa sólo habría traído más miseria, eso estaba claro. Se trataba de nuestras condiciones. Estaban bloqueadas, pero no eran inmutables. La manera en que me había comportado los primeros tres o cuatro años de vida de nuestros hijos, cuando esa frustración que sentía demasiado a menudo los perjudicaba a ellos, tenía que haber dejado huellas en su autoestima, lo único en ellos que como padres no debíamos cargarnos. Eso lo había superado, ya no ocurría casi nunca, ya no discutíamos delante de ellos, y ya no perdía nunca los estribos de rabia, pero rogaba en silencio todos los días que no hubiese dejado huella en ellos, que lo que había hecho no fuera irreparable. Me imaginaba que su autoestima era una playa en la que yo había dejado mis huellas, pero luego llegaba el agua y las borraba, el sol brillaba, el cielo estaba azul, y el agua, tan maravillosamente moldeable por el entorno, lo cubría todo, lo borraba todo, salada, fría y deliciosa.

Pensaba en eso, pero sabía que nunca más debía intervenir directamente, nunca debía dejar que esas preocupaciones, que son las preocupaciones de todos los padres, se manifestaran de algún modo que ellos notaran y con el que se relacionaran. Vanja no tenía ni un año cuando empezó a cerrar los ojos al ver a desconocidos en casa. ¿A qué se debía eso? ¿Era algo genético en ella? ¿Una cohibición tan grande que le obligaba a cerrarse a todo? ¿O lo había adquirido de nosotros, del ambiente de casa, de la manera en que yo me relacionaba con otras personas? Duró un tiempo, se escondía de las personas desconocidas, y cuando podía hacerlo, cerraba los ojos, la última vez una tarde, ella tenía tres años y medio e iba sentada en su carrito cuando nos topamos con unos padres de la guardería. Vanja se deslizó hacia abajo, haciéndose la dormida. No importaba, pero a mí me molestaba un poco. Lo único que yo quería era que se sintiera bien. Lo peor que podía ocurrir era que ella se diera cuenta de mi preocupación. Yo no debía atar a mis hijos a mí, no debía dejarles ver mis preocupaciones, sólo intentar adecuar todo sin pregonarlo. Tenía que intentar dejar de lado mis deslices, mis miradas evasivas, mi alejamiento del mundo, mi vida encerrado en un cuarto.

Dentro de Linda había también mucho de todo eso. Pero ella alternaba entre un período introvertido, derrotado y pasivo, en el que no era capaz de hacer nada más que estar tumbada todo el día en el sofá viendo películas anodinas, y otro extravertido, animado y muy activo, en el que de repente manejaba a los niños como si fuera lo más fácil del mundo. Éramos pues dos personas con problemas para relacionarnos con el entorno. Una madre y un padre. La madre y el padre de nuestros hijos.

Cuando nos casamos, en la primavera de 2007, la boda fue extremadamente íntima. La madrina de Linda, Helena, mi padrino, Geir, y su novia Christina, la madre de Linda, Ingrid, y mi madre, Sissel. Cinco personas que presenciaron el casamiento en el Ayuntamiento, concluido en dos minutos, además de Vanja y Heidi. Cinco fueron los que luego se sentaron con nosotros en torno a una mesa reservada en Västra Hamnen. Ningún discurso, ningún baile, ninguna atención especial. Así lo quise, no conocía nada peor que ser el centro de atención, incluso con mis conocidos.

¿Linda también lo quería así?

Eso dijo, y yo la creí, pero luego he pensado que seguramente le hubiera gustado una boda algo más grande. Para mí lo más importante era que nos casáramos, ella le daba más importancia a la manera en que lo hiciéramos.

Por la noche fuimos a Copenhague sin niños, nos alojamos en el Hotel d’Angleterre, cenamos en un restaurante de pescado cercano, y al día siguiente nos fuimos a las islas Canarias con las niñas, Linda embarazada de John, y allí pasamos dos semanas en un horrible complejo vacacional para escandinavos, donde se veía el telediario de la Radiotelevisión Noruega en los bares y vendían Dagbladet en la recepción. Aterrizamos agotados en el aeropuerto, arrastramos el enorme montón de equipaje, el carrito doble y a las dos niñas hasta los autocares que nos estaban esperando; hambrientos, sedientos y resoplando de irritación nos condujeron por un paisaje infértil, casi desértico, al que todos los búnkeres vacacionales y centros comerciales le habían robado todo atisbo de esperanza, y al cabo de una hora llegamos al lugar donde íbamos a alojarnos. Filas de edificios de hormigón de dos plantas llenos de apartamentos, un césped seco, asfalto y dos grandes hoteles, todo rodeado de altas vallas, al borde de un pedregal, lleno de escandinavos e ingleses, ése fue el lugar de los hechos de nuestro viaje de novios. Yo estaba tan frustrado y Linda tan agotada que se echó a llorar cuando la regañé por no encontrar la llave cuando estábamos delante de la puerta. Vanja se enfadó conmigo y me dijo que no hablara así a su mamá. Heidi parecía no tener miedo. Conseguimos entrar, las dos habitaciones eran oscuras, pero había una terraza, eso ya era algo. Fui a comprar un poco de comida, había una especie de supermercado muy cerca. Cuando volví, tanto Heidi como Vanja se habían puesto el bañador. Para ellas aquello era un cuento de hadas, así que pensé que si me esforzaba ellas se lo pasarían bien.

Para nosotros fue todo menos un cuento de hadas. De hecho, lo contrario a un cuento de hadas. Nada era mágico, nada estaba hechizado, no había ni rastro de aura. Caímos en una rutina: nos levantábamos a las cinco y media, cuando se despertaba Heidi, poníamos una película en el ordenador para matar las primeras horas sin acontecimientos, luego tocaba comprar algo para el desayuno cuando abría el carísimo supermercado, desayunar, bajar a la piscina y bañarnos con las niñas hasta la hora del almuerzo en el restaurante en que cabían varios cientos de comensales, donde los camareros servían hamburguesas, salchichas y espaguetis, luego uno de nosotros llevaba a Heidi a la habitación para que durmiera y el que se quedaba con Vanja se sentaba a tomar café en un bar, mientras la niña dibujaba y se tomaba un helado. Cuando Heidi se despertaba nos tocaba otra vez bañarnos, jugar un poco en uno de los dos pequeños parques infantiles, cenar en uno de los cuatro restaurantes del recinto y participar en el evento vespertino con las niñas. Consistía en un joven y alegre sueco que ponía canciones en un equipo estéreo y animaba a los niños a que cantaran con él, a la vez que les hablaba de un payaso que iba a acudir y les preguntaba si les hacía ilusión. El payaso era el momento estelar, llegaba, bailaba un poco, repartía chupa-chups y volvía a desaparecer. Un par de veces llevamos a las niñas al club del osito, eran demasiado pequeñas para quedarse allí solas, y demasiado tímidas para hacer otra cosa que mirar fijamente al joven disfrazado de oso o dibujar.

Una noche, hacia el final de la primera semana, se celebraría una fiesta, era el cumpleaños del payaso y todos los niños estaban invitados. Vanja, que con Heidi miraba asombrada al payaso todas las noches, sin ver que detrás de la máscara se escondía un joven sueco que como mucho habría hecho un cursillo de teatro en el instituto, esperaba con mucha ilusión la fiesta de cumpleaños. Se puso sus mejores galas y con su madre bajó expectante al local, mientras yo daba un largo paseo con Heidi en el carrito, por un sendero asfaltado junto al mar. El plan era encontrarnos en el evento vespertino. Heidi iba sentada muy tranquila en el carrito mirando al infinito. Tenía los ojos muy grandes, en las fotos su cara no era más que mejillas y ojos, y era de carácter dócil y extravertido. Cuando nació, Vanja no se despegaba de su madre y yo me ocupé de Heidi, la llevaba siempre en brazos por el piso, primero en el de Estocolmo, luego en el de Malmö, y nunca llegó realmente a deshabituarse; siempre quería estar en brazos. A mí me pasaba lo mismo, había pocas cosas que me gustaran más que llevarla en brazos, y aunque pensaba que en realidad la niña debía andar lo más posible para aprender a ser independiente y libre, en cuanto veía sus brazos extendidos la cogía. Así ocurrió también esa tarde. Con el carrito en una mano y Heidi en el otro brazo fui hacia el café de la punta, a sólo unos veinte metros por encima de las olas, a las que tanto ella como yo mirábamos hipnotizados mientras andábamos. Cuando llegamos, le compré un helado, y la concentración con la que se lo comía era siempre un alivio, porque a pesar de lo cercano que me sentía a ella, había siempre un elemento de algo incómodo o tal vez incluso cohibido en mi relación con la niña, lo que también me pasaba cuando estaba a solas con Vanja, aunque de otra manera, porque ella era mayor y más verbal. Tenía siempre la sensación de que debía ofrecerle algo, que no podíamos limitarnos a andar en silencio, que había que llenarlo de pequeños comentarios y preguntas. ¡Y qué alivio cuando ella se reía! Pero también la exigencia en el silencio que llegaba a continuación. Todo eso eran sentimientos, porque la razón me decía que también era bueno estar callado con los niños, que no había que tenerlos siempre entretenidos, sino enseñarles que no pasaba nada porque no ocurriese algo todo el tiempo, y que las expectativas ante algo extraordinario eran más mías que de las niñas.

¿Y a quién se le ocurre mostrarse cohibido ante sus hijos? ¿Y qué efecto tiene eso en ellos?

Estar muy cerca de ellos, como esa noche, cuando la niña de repente colocó su suave mejilla junto a la mía sonriendo, me incomodada sobremanera. Apreté el paso y me puse a correr por el estrecho sendero de asfalto bajo los árboles tropicales, con el viento suave y fresco del Atlántico dándome en la cara y las luces de nuestro centro vacacional brillando en la lejanía en el creciente anochecer.

La fiesta de cumpleaños del payaso, que mantuvo a Vanja ilusionada toda la semana, no resultó ser lo que esperaba. En un principio el personal le dijo a Linda que no podía estar allí, pues el propósito del evento era que los padres dispusieran de unas horas para ellos, de modo que si Linda tenía tiempo para estar con Vanja, ése no era el lugar ideal.

—No querían que lo viesen —se lamentó Linda—. No querían tener a los padres allí, era ponerse demasiado en evidencia.

—¡El payaso no estaba, papá! —se quejó Vanja—. No ha venido a su propia fiesta.

Dieron a los niños un sombrero y los sentaron alrededor de una mesa a hacer cada uno un dibujo para regalar al payaso que cumplía años. Les sirvieron bebida, una salchicha y un trozo de tarta, que comieron en silencio. Cuando preguntaban al personal cuándo llegaría el payaso, les contestaban que enseguida. Luego jugaron un poco sin payaso y sin alegría, ya que no se conocían entre ellos, a pesar de que el personal los animaba con sus gritos. Vanja no quiso jugar, se quedó sentada en las rodillas de Linda sin parar de preguntar cuándo llegaba el payaso y por qué no llegaba ya. Al rato, la fiesta había acabado, y Vanja y Linda se acercaron al escenario, donde todos los demás niños estaban esperando al payaso, que al final apareció. Hizo lo de todos los días, con una excepción, los niños que habían acudido a su cumpleaños le entregaron los dibujos.

Vanja no lo entendía, ¿cómo podía el payaso no acudir a su propia fiesta de cumpleaños?

La respuesta, que era que esos touroperadores de mierda se cagaban en los niños y gastaban lo menos posible en actividades destinadas a ellos, no podíamos dársela a Vanja, así que le dijimos que a Coco, que era el nombre del payaso, le habían gustado los dibujos y que la tarta era buena, ¿no?

 

Así transcurrían los días en ese destino de paquete vacacional. Y aunque a los dos nos disgustaba muchísimo, se produjo allí algo que no descubrimos hasta más adelante, cuando lo comentamos y el ambiente de las noches, sentados en la terraza leyendo y charlando, y las niñas dormidas dentro, en la habitación, de repente se convirtió en algo que añorábamos y que de hecho queríamos volver a vivir. El susurro del mar, el cielo inmenso y oscuro sobre nosotros sembrado de estrellas, los sonidos de la noche tropical. Yo estaba leyendo entonces los diarios de Gombrowicz, eran fantásticos, y de un modo extraño, casi cautivador, la lectura se mezclaba con ese mundo de carritos de niños escandinavos y de agotados padres de niños pequeños y piscinas a temperatura de meado: también eso era la vida. También podía ser así. ¡Acéptala! Pero mientras estábamos allí lo que reinaba era la tristeza, excepto en dos ocasiones: una, cuando me llevé a Vanja a un safari para avistar delfines, y vimos esos animales hermosos y juguetones surcando el agua justo debajo de la borda, y no sólo a mí, también a Vanja le pareció algo mágico. Cuando lo comentamos después, resultó que en su memoria se había fijado con la misma intensidad que ese hombre que en el viaje de vuelta, con la cara completamente blanca, se precipitó hacia la borda y vomitó. Yo recordaba muy bien que la niña apoyó la cabecita sobre mis rodillas y se durmió, el estallido de felicidad que me produjo, y que me vinieron a la cabeza las imágenes de esos delfines de Cnosos que había visto en un museo de Creta, la sencilla pero casi insólita alegría de vivir que había en esa imagen. Resultaba imposible imaginar tal sencillez en el arte del norte de Europa de la misma época, que era mucho más ornamentado, y de la época anterior a esa, la Edad de Piedra, con sus sencillos petroglifos, la sencillez era sólo aparente, se encontraba sólo en la raya, porque los seres humanos y los animales estaban relacionados de otras maneras profundas y para nosotros incomprensibles, el modo de pensar que había detrás era ritual y mágico, mientras que los delfines de Cnosos sólo eran delfines. Ese hecho en realidad desbarataba la teoría que acababa de leer y que me encantaba, porque daba completamente la vuelta a la idea de lo que era el mundo, es decir, a la idea del ingeniero atómico y pseudohistoriador italiano Da Vinci, de que la Odisea de Homero en realidad tiene lugar en las aguas entre Noruega, Suecia y Dinamarca. Como a muchos otros, a Da Vinci le extrañaba lo mal que encajaba la geografía de la Odisea con la geografía real de la región mediterránea, aunque los nombres fueran los mismos. Ítaca era descrita de un modo que no concordaba con la Ítaca tal y como era. Cuando por alguna razón Da Vinci miró hacia el norte, descubrió que la geografía de allí cuadraba perfectamente con las descripciones. Eea era Håja, en el norte de Noruega, Trinacria era Mosken, en la región de Lofoten, Esqueria era Klepp, en la provincia de Rogaland, el Peloponeso era Selandia, en Dinamarca, Naxos era la isla de Bornholm (Dinamarca), la parte norte de Polonia era Creta, Faro era Fårö, e Ítaca era la pequeña isla danesa de Lyø. Si fueras a Lyø verías que la descripción de Homero encajaba a la perfección con las condiciones geográficas de la isla. La idea resultaba atractiva, y tampoco se podía rechazar, ya que resolvía algunos problemas sobre la epopeya de Homero, por ejemplo el hecho de que enciendan fuego en pleno verano, algo que resulta extraño teniendo en cuenta lo calurosos que son los veranos en la zona mediterránea, o el hecho de que a menudo el mar se describa con tonos ajenos al Mediterráneo, tal como nosotros lo conocemos, pero que en aguas del norte, en cambio, son más corrientes. Da Vinci también explicó el origen de toda esa transformación de lo norteño en sureño: el pueblo que describe Homero vivió mucho tiempo en el norte, pero diversos cambios climáticos los obligaron a desplazarse hacia el sur, al Mediterráneo, al que simplemente pusieron el nombre de su tierra natal. De ahí la disparidad entre la Ítaca del poema —que en realidad era la isla de Lyø— y la Ítaca real. Pero lo que echó abajo la idea, pensé entonces, con Vanja respirando tranquilamente sobre mis rodillas, y el viento dándome en la cara, rodeado de esa mezcla singular y excitante de gasolina y sal, un poco mareado después de la excursión en barco, y sin embargo feliz, eran las diferencias entre la cultura de ambos lugares. No sólo la gente define la cultura de un territorio, también hay lugares que definen la cultura de un pueblo. Se puede trazar una línea desde los delfines de Cnosos hasta los caballos del friso del Partenón, desde los sonrientes kuros a la magnífica estatua de bronce de un hombre joven, seguramente Zeus, que se encontró en el fondo del mar en las costas de Grecia en 1928, o desde los primeros templos dóricos hasta la filosofía de Aristóteles. Hablo de la alegría por el mundo en sí, tal como aparece ante el ojo. Eso fue lo que hicieron los griegos, dejaron en libertad al mundo. La radicalidad en el arte griego, que trata del mundo como es, sin ninguna relación con un mundo oculto, con una verdad más profunda, sólo podría medirse, en consecuencia, con la idea de que el ser humano fuera el hijo de Dios. Algo de lo más interesante del desarrollo del arte griego es cómo la exigencia de autenticidad parecía ir en aumento, como si cualquier intento de visibilizar el mundo se relacionara de alguna manera nueva con lo invisible, que entonces fue por fin descubierto y luego rechazado. Las estatuas arcaicas, con sus inescrutables sonrisas, estaban todas cortadas por el mismo patrón, lo idéntico, lo no individual es también lo no humano, y si te las imaginas delante de un templo o una tumba, en el mundo, entre la gente, y no en un museo, su aura sería poderosa y alarmante, porque lo no humano en forma humana es la muerte, lo divino. Su tiempo no es el nuestro. Su lugar no es aquí. Las estatuas clásicas que los griegos construirían unos siglos después son del todo individuales y no tienen nada de ese carácter aterrador y fuera de lo humano, no remiten ni a la muerte ni a lo divino, sino que se encuentran exclusivamente dentro de lo humano. No obstante, hay en ellas una dignidad y una belleza que hasta cierto punto las coloca fuera del tiempo, son superiores, ideales, representan lo general, algo que fue atacado por las siguientes generaciones en la época del helenismo, cuando la atención se dirigía hacia lo divergente, hacia lo feo y lo horroroso en ello, en lo que no había nada excelso, como ese barbudo boxeador de bronce sentado en soledad, con rasguños en brazos y piernas y la nariz destrozada, al parecer descansando después de una lucha, la cabeza ladeada, la mirada dirigida hacia dentro, como hostil y un poco agresiva, como si acabara de ser perturbado por un grito o un comentario sarcástico. Tiene un aspecto algo embobado, pero es como si eso fuera ignorado por la fuerza y brutalidad latentes en el cuerpo, no es lo bobo lo que lo define. En esa estatua, realizada por un tal Apolonio en el último siglo antes de Jesucristo, no hay nada que señale más allá del momento determinado, lo que vemos es todo, no hay nada oculto, ni la muerte, ni lo divino, ni el ser humano como idea o ideal, se trata del mundo como es, ni más ni menos. Pero ¿es arte?

¿Qué es el arte?

El contraste entre lo que sabemos y lo que no sabemos se desarrolla en todo arte, es eso lo que lo impulsa a través de los siglos, y hace que nunca se quede bloqueado, que nunca esté estable, porque en el momento en que sabemos algo nuevo, aparece al mismo tiempo algo nuevo que no sabemos. Los griegos fueron los primeros que en su arte dejaron completamente al margen lo que no sabían, y se centraron en lo que sabían. No existe ningún misterio en el arte griego. Las pirámides son enigmáticas, pero no los templos dóricos o jónicos. Lo tematizaron en el escenario. El Edipo Rey de Sófocles trata de un hombre que no sabe y de lo que le ocurre conforme va acercándose a ello y al final consigue saber. La pregunta de si la tragedia se encontraba en el saber o en el no saber es fundamental, porque ésa era la gran pregunta de la propia cultura griega. Pero en la obra está presente tanto lo que Edipo sabe como lo que no sabe, ahí reside la importancia de su reacción ante lo oculto, no lo oculto en sí. Y su mitología, todo ese panteón constaba de dioses a los que resultaba imposible tomar del todo en serio, eran demasiado humanos para eso. Esa atracción hacia el subsuelo y lo subterráneo que se da en otras mitologías, entre ellas la nórdica, es casi insignificante en la griega, en la que los muertos son sombras, es decir, una oscuridad que conocemos. Lo que vemos es lo que somos. ¿Pero Platón no mira hacia un mundo detrás de éste? Sí, en cierto modo, pero ese mundo no es distinto, es el mismo, sólo que más poderoso, de la misma manera que un objeto es más poderoso y más real que su sombra.

Me resultaba difícil imaginarme que un arte como el griego pudiera haber surgido en los bosques polacos o en las llanuras danesas. No sabía del todo por qué. Muchos habían tratado ya ese tema; yo, por mi parte, había leído las interpretaciones del temperamento y clima nórdicos y mediterráneos del gran poeta sueco Vilhelm Ekelund, y aunque ya no era de buen gusto hablar de esos temas, que el clima influye en la cultura, porque los que lo hacían rara vez dejaban de subrayar la claridad y sencillez nórdicas, en oposición a la picardía y fanfarronería del sur, pensaba para mis adentros que de hecho era así, sólo que al revés: la claridad era propia de la cultura mediterránea, la falta de ella de la nórdica. La idea de lo abierto, claro y sencillo tiene malas condiciones en un bosque, donde todo se oculta, todo está relacionado y todo es siempre señal de otra cosa. El que la cultura nórdica antigua estuviera obsesionada por la ornamentación y lo entreverado, y que el indio de las Américas estuviera obsesionado por los animales, siempre ajeno a la cosa en sí, no es nada raro, y destruye toda esa idea por lo demás fascinante de Da Vinci de que en realidad Ulises estaba haciendo estragos en Skagerrak y el Báltico. En eso estaba yo pensando a bordo del barco lleno de turistas, mientras una voz anunciaba por los altavoces que en las proximidades había una ballena, pero que se había sumergido hacía unos minutos y seguramente ya no volvería a la superficie hasta que estuviéramos de vuelta en el puerto. Se lo conté a Vanja cuando se despertó al bajar del barco. Se llevó una decepción, le habría encantado ver una ballena, pero se contentó con saber que el animal había estado allí al mismo tiempo que ella. La elogié por haberse dormido al notar que se mareaba, eso no lo había hecho nadie más, le dije, lo hiciste muy bien, y durante todo el año siguiente se estuvo acordando de aquello y lo mencionó varias veces, los demás no se habían dormido y vomitaron, pero yo me dormí, ¿a que sí, papá?

Atravesamos el puerto y nos acercamos a la pequeña playa que había en medio de la ciudad. Llevábamos los bañadores en la mochila, pero a Vanja no le apetecía bañarse, quería volver a casa con Linda y Heidi. Después de tomarse un helado en un bar y de que le comprara unas gafas de sol con forma de corazón nos subimos a un autobús que nos llevó a toda velocidad por la carretera que serpenteaba por entre las rocas sobre el mar, con el sol ardiendo en lo alto. Antes de pagar las gafas de sol fui con ellas en la mano hasta un perchero de ropa que había al fondo de la tienda, y al verme, la dependienta me gritó en inglés: «¡Las gafas, tiene que pagar las gafas!» Me irritó, mangar no formaba parte de mi manera de ser, por decirlo suavemente, y además iba con una niña pequeña. ¿Por qué pensaba que yo iba por ahí robando? Ni siquiera se disculpó cuando se lo expliqué.

—¿Por qué no había tiburones? —preguntó Vanja sin mirarme, contemplando el mar, enorme, azul y solitario, vibrante de reflejos del sol.

—Estarían en otro sitio —contesté—. A lo mejor tienen un poco de miedo a los delfines.

El que los delfines eran superiores a los tiburones lo había aprendido del hombre enmascarado, él tenía dos delfines en su isla Edén, y los había capturado montado en esquís acuáticos. Nefritis se llamaba uno, ¿y el otro? ¿Delfi? En todo caso los tiburones los ahuyentaban siempre.

—¿Por qué tienen miedo a los delfines? —preguntó Vanja.

—No lo sé —contesté—. Creo que son más fuertes.

La niña se contentó con eso. La miré un instante, esa pequeña cabeza con los ojos azules, bizqueando ligeramente mientras miraba fijamente el mar. ¿Estaba pensando en tiburones, delfines y ballenas? ¿Y qué pensaría? Tenía tres años y medio, su vocabulario era reducido, y había infinitas cosas y temas que ella no conocía ni entendía. ¿Cómo era encontrarse en esa fase de la vida?

Sonreí y le alboroté el pelo, era preciosa.

Me miró muy seria. Luego ella también sonrió, antes de volver a mirar por la ventanilla.

¿Lo hacía para complacerme?

Miré hacia delante, hacia la vertiente rocosa que discurría como una película por las ventanillas de la derecha. Sus pensamientos tal vez eran livianos y cercanos, pero la llenarían igual que los míos me llenaban a mí. Serían para ella tan importantes como los míos eran para mí. De manera que lo importante no sería lo que los pensamientos aportaran de conocimientos, es decir, su contenido objetivo, sino su interacción con los sentimientos, las sensaciones, la conciencia. Lo que tenía que ver con el sentimiento del yo. ¿Por qué llevar entonces tan lejos los pensamientos y medirse en relación con ellos? ¿Inteligente, no inteligente, brillante, no brillante?

Esa jodida dependienta.

Estiré una pierna hacia el pasillo y me recliné en el asiento. La excursión había sido un éxito. Vanja estaba contenta y la intranquilidad que sentía por la mañana, temiendo que ella tal vez se aburriera y echara de menos a Linda y Heidi, se había esfumado por completo.

La sensación de encontrarme cerca de algo importante empezaba a aparecer.

¿Qué era?

Algo en lo que había estado pensando.

Miré por la ventanilla.

Algo allí fuera.

¿El sol?

¿El mar azul oscuro?

¿El horizonte y su leve curvatura? ¿La sensación de encontrarme en un planeta, dando vueltas por el espacio?

No, no. El barco en el que habíamos navegado. La teoría de Da Vinci sobre Homero.

Era eso.

¿Qué era lo importante de eso?

Vamos a ver…

El autobús frenó de repente, miré hacia el frente, justo delante de nosotros, en la curva, había un voluminoso camión blanco con remolque. Empezamos a dar marcha atrás.

—¿Qué pasa, papá? —preguntó Vanja.

—Tenemos que dar marcha atrás por culpa de un camión —dije—. ¿Quieres un chicle?

Asintió con la cabeza.

—Es un chicle de mayores, ¿sabes?

—¿Sabe a pasta de dientes? —preguntó.

—Exactamente —contesté, y le puse una de las pequeñas pastillas en la mano extendida. Luego me metí tres en la boca, en el instante en que el camión pasaba lentamente por delante de las ventanillas. El sabor a menta se extendió como una pequeña tormenta por la cavidad bucal.

Pues sí. Para la teoría de Da Vinci no importaba que en la región mediterránea el arte se hubiera acercado al mundo, liberándolo de alguna manera de todas sus ataduras. Aunque las vivencias de Ulises se desarrollaban en el norte, no tendría que ver con dónde se escribieron. ¿Y no era precisamente allí donde se libraba la batalla en la Odisea? ¿Entre el mundo mítico, representado por los cíclopes, Circe, que convierte la tripulación en cerdos, el canto de las sirenas, es decir, la realidad rehechizada, y el nuevo, aún no realizado, mundo no mágico del que proviene Ulises, con su sensatez e inteligencia? Horkheimer y Adorno habían entendido ese antagonismo como la dialéctica misma de la Ilustración, ese punto en el que la razón se libera, y la barbarie durante la Segunda Guerra Mundial como el punto en el que retorna. Lo veían muy claro, era brillante, pero yo nunca habría aceptado ese pensamiento implícito sobre el progreso que había en ello, que el mundo ilustrado era mejor que el no ilustrado, que la razón era mejor que la falta de ella, quizá sólo porque mi propia mente era a la vez tan oscura, poco clara y supersticiosa como despejada, inteligible y racional, que lo irracional era igual de importante o preponderante que lo racional. Dentro de mí oscilaba siempre hacia delante y hacia atrás, y todo lo que pensaba, incluso lo más preciso, estaba siempre teñido por los sentimientos y los instintos. Ay, las sirenas también nos cantan a nosotros, la muerte también nos atrae a nosotros, el canto de la destrucción y la descomposición jamás enmudece, porque en ello está también lo nuevo, lo que vendrá, así está organizada la vida.

Podemos desarrollar la cultura, podemos elevarla cada vez más, y podemos excluir el canto de las sirenas. Pero los seres humanos no son idénticos a la cultura en la que viven, por muy fácil que resulte creer eso, ya que nacemos en ella y nos criamos en ella. Una cultura sofisticada hay que sostenerla, es algo que requiere grandes esfuerzos de todos, como si viviesen por encima de sus posibilidades, hasta que los sistemas de la cultura sean lo bastante fuertes para mantenerse sin ayuda, lo cual es algo traicionero, ya que la falta de esfuerzo hace que la construcción se vuelva invisible, y nosotros nos fundamos con la cultura en la que vivimos. Entonces es naturaleza, lo único posible, entonces ya no hay nada fuera, que es el lugar de las sirenas, y entonces la barbarie se convierte en algo incomprensible, en maldad, en una no humanidad. ¿Cómo es posible que un brillante profesor de literatura se convierta en uno de los más crueles criminales de guerra de los Balcanes? ¡Un misterio! ¡Incomprensible!

Knut Hamsun lo sabía. En casi todas sus novelas conviven el mundo hechizado y el mundo deshechizado, y la conclusión que se saca de ello, es decir, que en realidad da lo mismo, es la del vacío y la falta de sentido de la vida. Pero también eso es algo que se puede celebrar, y tal vez sea eso lo que en realidad hacen sus libros.

—Ya se ha acabado, papá —dijo Vanja, sacándose el chicle de la boca. Alargué la mano y la niña lo depositó en ella. Envolví el chicle en un trozo de papel y me lo metí en el bolsillo. Muy por debajo de nosotros se veía una pequeña ciudad, construida hacía poco, llena de hoteles y viviendas vacacionales, blanca y resplandeciente con la intensa luz solar.

—¿Queda mucho? —preguntó Vanja.

—No —contesté—. Una media hora.

—¿Cuánto es eso?

—Lo que dura la primera parte de tu serie Bolipompa.

—¿Qué ha hecho Heidi?

—¿Cómo quieres que lo sepa? ¡He estado contigo todo el día!

—¿Ella ha comido helado?

—Supongo que sí. Y tú también.

—Ya.

Entramos en una ciudad más grande, llena de sucias casas blancas de cemento, letreros de neón apagados y europeos del norte vestidos de vacaciones. Por entre las filas más alejadas de casas asomaban las dunas, y sobre ellas el mar, azul y tranquilo. A lo largo de los últimos kilómetros se veían edificaciones por todas partes: casas, talleres, supermercados, hoteles; un bosque de hoteles. El autobús iba deprisa, pronto estábamos bajando la cuesta hacia la última cala antes de nuestro hotel, por la que habíamos estado paseando una tarde cuando ya no soportábamos seguir en el recinto. Encontramos un restaurante pegado al agua; las olas rompían contra el muro de la terraza, el viento hacía que todo se moviera y golpeara, las sombras eran largas y afiladas, y la relación entre la luz del paisaje y esa bola ardiente en el cielo que bajaba lentamente resultaba difícil de entender. El restaurante, que se encontraba en los bajos de un hotel, era de la década de los cincuenta o principios de los sesenta, y se encontraba ya en mal estado. Tanto a Linda como a mí nos gustó. El ambiente de algo efímero, de lenta perdición nos resultó irresistible, nos sentamos y pedimos la comida, pero las niñas estaban inquietas y desganadas, así que tuvimos que comer a toda prisa y marcharnos enseguida.

Habían pasado ya cuarenta años desde la década de los sesenta. No es que fuera la prehistoria. Pero, de todos modos, incluso al turismo en masa se le concedía cierto halo de tiempos pasados.

El autobús subió la cuesta y se metió en el carril de la derecha para luego bajar hacia el extenso complejo hotelero donde nos alojábamos.

—¡Allí están mamá y Heidi! —gritó Vanja.

Efectivamente, las dos subían andando la cuesta, Linda con su abultada tripa empujando el carrito doble, en uno de cuyos asientos iba reclinada Heidi con las piernas colgando y un vestido de verano de alegres colores. El autobús se detuvo, nos bajamos y Vanja subió corriendo la cuesta hacia ellas. Yo tenía cierto interés por saber qué les contaba, porque muchas veces descubría que ella había vivido cosas muy diferentes a lo que yo había vivido, pero ahora sólo dijo que había visto delfines y que se había dormido en lugar de vomitar.

—¿Y qué tal lo habéis pasado vosotras? —le pregunté, deteniéndome frente a ella.

—Bien —contestó Linda—. Lo hemos pasado bien.

—¿Estás cansada?

—Un poco. No importa. He dormido mientras dormía Heidi.

—Bien. ¿Vamos a comer?

Asintió con la cabeza y bajamos hacia donde se encontraban los restaurantes y las tiendas. Estaban concentrados alrededor de una especie de patio, medio cubierto por un tejado, con una pequeña fuente en el centro. El suelo de dentro de las tiendas era el mismo que el del patio, baldosas de color terracota, y la ausencia de diferencias me hacía sentirme mal, igual que me ocurría cuando veía hierba pisada. Nos sentamos en el restaurante de más arriba, pedimos espaguetis con salsa boloñesa para las niñas, yo pedí una hamburguesa y Linda una pizza. El sol brillaba y se reflejaba en las barandillas de metal que discurrían a lo largo de los restaurantes. La gente en traje de baño, y Crocs en los pies, que en Suecia se llaman Foppatofflor, iba y venía por debajo de nosotros, muchos de ellos con carritos de niños. Una melodía tipo Eurodisco sonaba de fondo en los altavoces que había sobre nuestras cabezas. Vanja se puso a dar golpes en el vaso con el cuchillo y Heidi la imitó. Les pedí que pararan. Los niños se bañan en todo, también en el sonido, no les importa nada: si juntas a muchos niños en una habitación, por ejemplo en un cumpleaños, pueden gritar, chillar y reír de un modo completamente cacofónico, a un volumen que a los adultos les resulta insoportable pero ellos ni siquiera perciben.

Los últimos años me había vuelto cada vez más sensible al ruido, era como si el más insignificante golpe o repiqueteo se me metiera directamente en el alma, que temblaba y vibraba, y de repente un día caí en la cuenta de que a mi padre le pasaba lo mismo, porque no había nada que le molestara tanto como algo que produjera sonido, y nada por lo que regañara tanto como por el ruido. Pasos por el suelo, puertas que se cerraban de un portazo, cubiertos que golpeaban la loza, bocas infantiles comiendo ruidosamente. Mi madre, en cambio, no daba importancia a esas cosas. Quizá ella se encontrara más replegada en sí misma, tal vez estuviera más alejada del mundo, o tal vez simplemente tenía un umbral más alto de tolerancia. Pero mi padre estaba siempre alerta, no había descanso en él, cualquier sonido repentino le hacía estallar.

Ahora era yo el que reaccionaba así.

¡Tan alto no! ¡No, no, no! ¡NO OYES LO QUE TE ESTOY DICIENDO! ¡CÁLLATE!

Vanja se bajó de la silla y se coló por debajo de la barandilla, Heidi la siguió y enseguida estaban las dos boca abajo delante de la fuente chapoteando en el agua con las manos. Saqué el paquete de tabaco y encendí un cigarrillo. Linda me miró con desagrado.

—Estoy embarazada, ¿sabes? —dijo—. ¿No podrías al menos sentarte en otro sitio?

—Tranquila —contesté—. Estoy en ello.

Me levanté y me senté en una de las mesas del fondo. Yo era sensible al sonido, Linda a los olores. Era como estar casado con un galgo. Para ella el humo era ahora una tortura. Pero a pesar de ello me cabreé por lo malhumorada que estaba. ¡No hacía falta que se pusiera así, joder! Apenas había podido fumarme un cigarrillo en todo el día. ¿Cuántos había fumado en realidad? ¿Tres? Sí. Uno por la mañana, otro en el café con Vanja y el de ahora.

Un camarero con una bandeja en la mano se detuvo frente a nuestra mesa y dejó los vasos de agua mineral y el refresco. Linda lo miró sonriente.

Abajo, junto a la fuente, Vanja y Heidi se reían a carcajadas. Vanja metió la mano en el agua y la acercó a su hermana, que tenía ya la parte de arriba del vestido empapada.

—¡Vanja! —grité—. ¡Para ya de una vez!

La niña levantó la vista y me miró. Lo mismo hicieron otros.

Pero al menos paró, y la siguiente vez que las busqué con la mirada estaban colgadas por los brazos de la barandilla redonda de metal del otro lado.

Cuando acabamos de comer fuimos hacia la salida, en el otro extremo del centro, pasando por delante de los restaurantes, las tiendas de ropa y las de souvenirs, Vanja quiso que nos paráramos delante de un oscuro local de juegos con simuladores de avión, de coches, de guerra y máquinas tragaperras, seguimos andando y pasamos por delante de un par de locales vacíos, volvimos a parar, esta vez delante de un largo mostrador donde se vendían entradas para distintas actividades y excursiones. Habíamos hablado de salir un rato del complejo al día siguiente, encontrar tal vez una buena playa en algún lugar. Un hombre con aspecto agradable más o menos de mi edad se nos acercó.

—¿Sabe usted de alguna buena playa por aquí cerca? —le pregunté en inglés.

Sí, sabía. Sacó un folleto y nos enseñó la foto de una preciosa playa, dijo que estaba un poco lejos, pero que salía de allí un autocar hacia esa playa a la mañana siguiente. Le pregunté por el precio. Contestó que era gratis. ¿Gratis?, dije yo, sorprendido. La playa pertenecía a un hotel, era nuevo, y lo único que teníamos que hacer era verlo y prometer hablar bien de él a nuestros amigos cuando volviéramos a casa. También eso era voluntario, claro, pero sería estupendo que lo hiciéramos, dijo, ya que no quedaría bien que todos los que enviaba se limitaran a ir directamente a la playa.

—Echen un vistazo al hotel, por favor, y luego pueden ir a la maravillosa playa.

Miré a Linda.

—¿Tú qué dices? ¿Lo hacemos? Así tenemos plan para mañana.

—Sí, por qué no —contestó.

El vendedor trajo una hoja, la rellenamos con nuestros nombres y dirección, nos dio un ticket, le dijimos adiós, nos acercamos al parque infantil, que se encontraba como un corral detrás del hotel principal, y nos quedamos contemplando a nuestras hijas deslizarse por los toboganes y columpiarse, mientras un constante flujo de gente, con el bañador mojado y la toalla al hombro, llegaba de la piscina. Al cabo de una hora volverían a salir, parejas ya bien vestidas, con la cara roja del sol y ambiente festivo, dirigiéndose a cenar a la zona de restaurantes, algunas con sus hijos cogidos de la mano, otras solas. La idea de que a muchos de ellos seguramente les resultara fantástico estar allí, bueno, casi como en el paraíso, y de que tal vez hubieran ahorrado para esas vacaciones, por un lado me emocionaba, había en ello algo bonito, a la vez que triste, porque ese lugar era cutre, creado únicamente para sacar la pasta a escandinavos hambrientos de sol, una sofisticada forma de estafa. No obstante, lo peor de ese pensamiento era en lo que me convertía a mí. ¿Me creía yo, que tanto despreciaba todo aquello, mejor que ellos? ¿No era en el fondo el idiota? Ellos estaban felices, yo infeliz, y después de todo, habíamos pagado lo mismo.

Por la noche, cuando las niñas se habían dormido, me puse las zapatillas de deporte y subí corriendo la cuesta, pasé por el puente peatonal y me interné en la negra llanura de lava, detrás del barullo del tráfico. Mi idea era llegar a las montañas y subirlas corriendo para ver algo que no fuera carreteras y hoteles durante las vacaciones. Seguí una estrecha carretera asfaltada hacia el interior. El suelo desprendía calor. El sol brillaba sobre las montañas delante de mí. No se veía un alma por ninguna parte. No estaba en muy buena forma y corría despacio. Delante de mí un autocar salió de una curva bajando la cuesta. Al pasar vi que estaba lleno de turistas mayores. ¿De dónde demonios venían? Seguí hacia arriba jadeando, la carretera se internaba en un túnel y otro autocar de turistas venía hacia mí, el ruido del motor retumbaba en las paredes de roca. Al otro lado, había un pequeño valle y un gran aparcamiento de gravilla con varios autocares junto a un recinto vallado, que resultó ser una ciudad del oeste, como las que veía en la televisión cuando era pequeño. Si no hubiera sabido dónde me encontraba, ese desolado paisaje quemado por el sol y los ajados edificios de madera podrían haberme hecho creer que me encontraba en el Oeste americano y no en una isla de la costa africana.

Seguí corriendo hacia el interior. La camiseta se iba empapando lentamente, el sol se metió en el mar y cuando volví al complejo ya era casi de noche. Abrí la puerta del dormitorio, donde dormían Vanja y Heidi. La respiración regular, los cuerpos relajados, totalmente ajenos al entorno, donde podría ocurrir casi cualquier cosa sin que ellas reaccionaran, me había fascinado desde el primer momento en las niñas. Era como si vivieran otra vida, como si estuvieran conectadas con una vida distinta; el oscuro y vegetal reino del sueño. No cabía duda de dónde venían: esa existencia ciega dentro del cuerpo de su madre, donde continuaron habitando mucho tiempo después del parto, sin parar de dormir. Ese estado no era muy diferente al de vigilia, porque el corazón latía, la sangre circulaba, se repartían nutrientes y oxígeno, se creaban y se destruían glóbulos, en el interior gorgoteaban y palpitaban líquidos y órganos, e incluso los nervios, los rayos de la carne, se lanzaban por sus oscuros circuitos mientras las niñas dormían. Lo único distinto era la conciencia, es decir, también ella estaba presente en el sueño, pero vuelta hacia dentro en lugar de hacia fuera. Recordé que Baudelaire escribió una vez sobre eso en sus diarios, la valentía que hacía falta para atravesar el umbral y entrar en lo desconocido cada noche.

Vivían como viven los árboles, e igual que los árboles, no lo sabían. Despeinadas y amodorradas abrirían los ojos a la mañana siguiente, preparadas para un nuevo día, sin pararse ni un segundo a pensar en ese estado en el que habían pasado casi doce horas. El mundo estaba abierto de par en par ante ellas, sólo tenían que lanzarse dentro de él y luego olvidarse de todo, porque la condición necesaria de lo abierto es el olvido. La memoria crea huellas, sistemas, bordes, paredes, fondos y abismos, nos tapia, nos ata y nos carga, convierte nuestras vidas en destinos, y a partir de ahí sólo hay dos salidas, la locura o la muerte.

Pero mis hijas se encontraban todavía en lo abierto y libre. ¡Y allí estaba yo, conteniéndolas! ¡Mostrándome severo, diciendo que no, echándoles la bronca! ¿Por qué me empeñaba en destrozarles lo más bonito que tenían y que de todos modos iban a perder?

Cerré la puerta, me quité los zapatos y estaba a punto de abrir la del cuarto de baño cuando cambié de idea y en lugar de darme una ducha fui a la nevera a por una cerveza y salí a la terraza, donde Linda estaba leyendo. Al verme, dejó el libro. Yo me senté y encendí un cigarrillo, pero los pulmones, que acababan de hacer un buen trabajo, protestaron y empecé a toser.

—¿Por qué no dejas de fumar, Karl Ove? —me preguntó.

La miré de reojo y di un trago de cerveza.

—Quiero que las niñas tengan padre el mayor tiempo posible —prosiguió.

—Yo también —contesté—. Mi abuelo materno me dijo una vez que yo viviría hasta los cien, y creo en eso con todo mi ser.

Por fin los pulmones se habían acostumbrado y pude inhalar el humo hasta el fondo de ellos.

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