Fin

Fin


OCTAVA PARTE

Página 7 de 97

Pasaron casi tres semanas hasta que Geir volvió a llamar. Dijo que por razones prácticas no podrían ser doce publicaciones, al parecer no sería económicamente posible hacerlo. Sugería a cambio seis. Tres en otoño, tres la primavera siguiente. Vacilé, no quería renunciar a la idea de doce volúmenes a razón de uno mensual, casi le supliqué que lo volviera a estudiar, lo entendía, dijo, pero lo encontraban demasiado problemático, al parecer, podría arruinar a la editorial. También seis resultaba difícil, pero él había conseguido algo increíble, que las seis entregas fueran incluidas en el sistema de adquisición de cierto número de ejemplares por el Estado, de modo que el riesgo económico se minimizara.

—Es increíble —dije—. ¿Cómo lo has conseguido? ¿No es una regla clarísima que sólo puede adquirir una obra por escritor al año?

—Sí. Tuve que argumentar un poco. Pero es un proyecto muy especial y les interesó.

Cuando ya estaba decidido, tuve que dividir la novela de nuevo. En realidad sólo había que juntar las doce partes de dos en dos para que cada libro fuera de doscientas cincuenta páginas. Pero de esa forma el número de páginas sería más o menos el de una novela media noruega, y como se había abandonado la idea de abonados y entregas, quedaría un poco raro cortar la historia y retomarla en la siguiente novela. Seis novelas no independientes, eso no tenía buena pinta. Tendría que dividirlas de otra manera para que cada una de ellas fuera independiente, es decir, hacer seis novelas que también pudieran leerse como una historia larga y continua. De esa forma, la primera novela tendría cuatrocientas páginas, la segunda quinientas cincuenta y la tercera trescientas. Con eso, se habría empleado todo el material y tendría que escribir tres nuevas novelas en diez meses. Podía hacerlo, el último medio año había escrito unas diez páginas al día, lo que haría unas cincuenta páginas a la semana, porque tenía prohibido trabajar los fines de semana. Si quitaba unas diez páginas por desgana y otros impedimentos, podría escribir unas ciento sesenta páginas al mes. Redondeando a ciento cincuenta, podría tardar dos o tres meses en una novela, y sin problema conseguir escribir tres en ese tiempo, y encima contar con un mes más para posibles eventualidades.

Estaba casi ardiendo de impaciencia y expectación sentado delante del ordenador, yendo hacia delante y hacia atrás en el manuscrito. Era obvio que no se podía dividir y hacer novelas independientes así sin más, tendría que escribir principios y finales, puentes y transiciones, cambiar y borrar pasajes, pero no resultaría difícil, porque las partes ya eran diferentes en sí, siempre había intentado escribir centrándome en el tiempo en el que la acción tenía lugar, en especial, colocando las reflexiones tan cerca de la edad del yo como era posible. El niño de diez años reflexionaba sobre chuches, el de veintinueve sobre música pop, el de treinta y cinco sobre la paternidad. ¡Ah, estaría muy bien! ¡Seis novelas! ¡Joder, causaría furor con ellas!

Esa mañana de agosto, cuando me senté después de haber leído el breve correo electrónico de Gunnar, la primera novela ya estaba casi lista para maquetarse; lo último que había hecho después de recibir dos opiniones de los asesores de la editorial fue convertir la historia —en un principio fragmentaria e inconexa, sobre los doce meses que con dieciséis años viví con mi padre— en una historia seguida y consistente, y en mi opinión lo único que faltaba era cambiar los nombres, si alguna de las personas sobre las que había escrito lo deseaba. La segunda novela estaba más o menos acabada, sólo faltaba alguna cosa del final, luego Geir Gulliksen la leería por última vez, y después de estudiar sus propuestas e incorporarlas, si estaba de acuerdo, también estaría lista para maquetarse. De la tercera, en cambio, faltaba todavía mucho. No cuajaba, era demasiado anecdótica, le faltaba por completo épica y grandes líneas, no tenía ninguna coherencia interna más allá de la cronología.

Tal vez esto era lo más difícil de escribir autobiográficamente, llegar a encontrar la relevancia de la materia. En la vida todo era relevante, en un principio todo estaba en igualdad de condiciones, porque todo existía y existía simultáneamente: los grandes tanques petroleros que estaban fuera de servicio y anclados en Galtesund en los setenta, el ciruelo de delante de mi ventana, el trabajo de mi madre en Kokkeplassen, la cara de mi padre cuando pasaba en el coche por algún sitio desde donde yo lo veía, el pequeño lago donde patinábamos en invierno, los olores de las casas de los vecinos, la madre de Dag Lothar el día que nos hizo un batido de leche, el misterioso coche que una noche estaba aparcado junto a Ubekilen, todo el pescado que comíamos, la manera en que ondeaban los pinos del jardín del vecino con los fuertes vientos de otoño, los accesos de ira de mi padre cuando yo tocaba con la rodilla su asiento en el coche, los gofres que hacíamos todos los martes, mi gran enamoramiento de Anne Lisbeth, los balones de fútbol que nuestros padres nos trajeron de un viaje a Alemania, el mío verde y el de Yngve amarillo, los dos con hexágonos rojos, aquella vez que estuvimos en el parque dando patadas al balón hacia arriba lo más alto que podíamos, intentando dar al helicóptero militar que en ese momento volaba bajo por encima de nosotros. Este último recuerdo estaba rodeado de otros recuerdos, porque durante ese viaje a Alemania yo me quedé en casa de mis abuelos paternos e Yngve en la de mis abuelos maternos, una semana de la que conservo muchos recuerdos inusualmente claros y nítidos, sobre todo de los días que pasamos en la cabaña. Así, como un tupido aro de recuerdos, uno fuera del otro, reposaba en mí toda la infancia. Escribir era al mismo tiempo subirlos del interior y bajarlos a la escritura, y mientras el movimiento iba de lo interior a lo semiexterior, es decir, la escritura como era para mí cuando escribía, no había problemas, pero darle forma de novela era otro paso hacia fuera, hasta el desconocido lector. Relevancia tiene que ver con comunicación, el establecer algo común entre lo propio y la narración era una forma de relevancia. La poesía era otra, menos obvia, porque era compartida por menos personas. La calidad estaba relacionada con la exclusividad, y todo lo que trata de literatura elevada y vulgar, popular y elitista, tenía que ver con esto. Cuanto más alcance tuviera la historia, a más gente llegaba, más fácil de entender y menos desafiante era, en el sentido de que disminuían el esfuerzo y la participación del lector. Esto incluía también una simplificación. Una novela que pretendía decir algo sobre la realidad no podía ser demasiado simple, tenía que tener elementos de exclusividad en lo que comunicaba, algo que no era común o compartido por todos, en otras palabras, algo propio, y en ese lugar, entre las expresiones muy propias y por ello completamente incomunicables del loco, incomprensibles para todo el mundo menos para él, que las encontraba mortalmente relevantes, y las formulaciones fijas y lugares comunes de la novela de género, lugares comunes que se habían convertido en tales porque todo el mundo los conocía, se movía la literatura. El máximo ideal de un escritor era escribir un texto que funcionara a todos los niveles a la vez. Los únicos que a mi entender lo habían conseguido eran los autores de los dos primeros libros de Moisés y Shakespeare. La

Ilíada y la

Odisea lo consiguieron en su época, pero lo que en aquel momento era propiedad común, la epopeya, era ahora algo desconocido, de tal modo que su relevancia había disminuido radicalmente. No es que estuviera pensando en todo esto mientras trabajaba en mi novela, pues mi problema era concreto y tangible: ¿cómo convertir todos esos recuerdos, que eran casi inagotables, en una narración unificada? ¿Y cómo hacerlo para seguir fiel a lo que había de particular en esos recuerdos?

Hojeé el texto hacia delante y hacia atrás, pero no conseguía pensar coherentemente, ni siquiera para leer lo que ponía, la concentración brillaba por su ausencia, lo único en lo que pensaba era en Gunnar y su reacción. Al cabo de un cuarto de hora en ese estado me levanté y salí del despacho. En la entrada oí que el ascensor estaba subiendo. Probablemente era Linda; a esas horas del día apenas había actividad en el edificio. Me quedé quieto esperando, oí que la puerta del ascensor se abría y al instante siguiente ella salió al rellano. Llevaba su vestido marinero azul y blanco, sombra de ojos y los labios pintados de rojo. Cargaba una bolsa de compra en cada mano y a la espalda la pequeña mochila negra. La rodeaba un aura de empeño y actividad, y hasta que no dejó las bolsas en el suelo no se inclinó hacia mí para besarme, nada más hacerlo se agachó y se quitó los zapatos rojos, mientras hablaba de lo que había comprado.

—He estado en Granit, tenían esos archivadores de cartón que había pensado que podíamos usar para el correo, y he comprado uno para ti y otro para mí. Así las cartas y las facturas no estarán desperdigadas por todas partes. ¿Quieres verlos?

Asentí con la cabeza, y Linda sacó los dos archivadores, que en realidad eran una especie de cajones.

—¿A que están bien?

—Sí, sí —contesté—. ¿Y qué hay en esa bolsa?

—Un vestido de Myrorna, un chal y una falda. Estaba todo rebajado, no ha costado casi nada.

Me enseñó las tres prendas, poniéndoselas delante del cuerpo una a una.

—¿A que están bien? —volvió a preguntar.

—Sí —contesté.

—No han costado casi nada —repitió.

—Habrían estado bien también aunque hubiesen costado algo —dije—. No es eso.

—¿Entonces qué es?

—Nada.

—¡Sí! Dímelo. Por cierto, ¿has comido algo?

Negué con la cabeza.

—Podemos comer los espaguetis y la salsa de carne de ayer. ¿Te parece bien?

—Sí.

—Dime en qué estás pensando. ¿Alguna crítica?

—No, ninguna.

Se acercó al espejo y volvió a ponerse el vestido delante del cuerpo.

—Es muy bonito —dijo—. Calentamos la comida en el microondas, ¿no?

—Puedo hacerlo yo —me ofrecí.

Fui a la cocina, saqué de la nevera el bote de la salsa de espaguetis y luego los espaguetis, lo repartí todo en dos platos, metí uno en el microondas y me puse a mirar por la ventana los tejados en tonos rojizos tan inauditamente cerca, y el cielo azul claro encima. Sentí una punzada de esa mala conciencia de la infancia por estar dentro de casa en un día tan hermoso. Era una de las cosas que mi padre no toleraba. Cuando hacía buen tiempo, había que estar fuera a toda costa. Yo, tonto de mí, me ponía a dar vueltas por la urbanización sin encontrar a nadie con quien pasar el rato ni nada que hacer, era época de vacaciones, muchos estaban fuera, habían salido en barco o en coche a pasar el día o en aventuras más largas. Yo anhelaba estar dentro de casa con mis libros, y sin embargo era capaz de estar por ahí fuera llorando de compasión por mí mismo.

—¿Qué tal te ha ido a ti? —preguntó Linda, sentándose a la mesa y desdoblando el periódico delante de ella.

—He recibido un correo electrónico de Gunnar —contesté.

—¿Ah, sí? ¿Qué dice?

—Nada. Sólo me pide la dirección de la editorial. Pero ha sido suficiente para que no haya conseguido trabajar.

—No estés nervioso —dijo Linda.

Respiré hondo. Ella me miró.

—¿Qué pasa?

—Creía que no te gustaba ir de compras —respondí—. Creía que era lo que menos te gustaba del mundo.

Me hizo una mueca.

—A veces eres un tacaño —dijo ella.

—¿Tacaño?

—Puedes concederme ese placer, ¿no? Ahora que me siento tan bien pensé que podía comprarme algo para el viaje, y esas cajas para el correo es algo que tenía en mente desde hace meses. ¿No te parece bien que intente poner un poco de orden en casa?

—Sí.

—Vale.

Ella seguía leyendo.

Luego levantó la vista y me miró.

—Tú te compras toda tu ropa en Spirit, lo que significa que pagas mil quinientas coronas por un pantalón. Yo nunca he dicho nada en contra de eso.

—Porque es mi dinero.

—Que podríamos haber gastado en otras cosas. La ropa que yo me compro cuesta una tercera parte de lo que cuesta la que tú te compras, si no una cuarta.

—Vale, vale. No se trata de eso. Olvídalo todo. No quiero discutir por nada del mundo.

—Yo tampoco quiero discutir.

Sonó el pitido del microondas. Saqué el plato y lo coloqué delante de Linda, que en ese instante se levantó a poner la radio.

—Entonces hagamos las paces —dije, y metí el segundo plato a calentar, puse el temporizador en cuatro minutos y cerré la puerta.

—Karl Ove, te amo. Yo también quiero hacer las paces.

—Está bien —dije.

Linda siguió leyendo el periódico. En la radio daban las noticias. Se oía el zumbido del microondas, en cuyo interior el plato verde con un montón de espaguetis giraba lentamente. Saqué cuchillos, tenedores, dos vasos y llené una jarra de agua.

—¿Vas tú a por los niños hoy? —me preguntó Linda.

No respondí hasta que ella levantó la vista y me miró.

—Sí —contesté, cargando la palabra con el máximo posible de desgana—. Si tú no puedes, iré yo.

—Sí que puedo. Pero yo los llevé por la mañana. Así que te toca ocuparte por la tarde.

Bajé la vista sin decir nada. El microondas volvió a sonar. Saqué el plato, lo dejé en la mesa y empecé a comer. Linda me miró, dejó el periódico y también ella empezó a comer. Yo terminé al cabo de unos minutos, la comida estaba medio fría y se dejaba comer. Aunque Linda no había terminado, salí a la terraza, me senté, puse las piernas en la barandilla, me serví una taza de café y encendí un cigarrillo. Nuestra regla básica era compartirlo todo. Sobre esa base lo lógico y correcto era que yo fuera a buscarlos si ella los había llevado. Pero lo que pasaba era que yo trabajaba entremedias y ella no. Esa mañana me había levantado a las cuatro y media para poder trabajar algo antes de que los niños se despertaran, luego la había ayudado a buscar la ropa y a arreglarlos para irse, después me había puesto a trabajar de nuevo, mientras ella había estado en un café y comprando ropa y un par de archivadores. Si el tiempo con los niños constituía un cincuenta por ciento del día, y el trabajo otro cincuenta por ciento, significaba que yo hacía el setenta y cinco por ciento del trabajo total, y Linda el veinticinco. Cuando discutíamos, se lo decía. Ahora no quería discutir, así que no le dije nada.

Contemplé la ciudad desde la terraza. Se veía un logo de Mercedes en la pared de abajo, tal vez proyectado hasta allí por los rayos de sol que se reflejaban en el capó de un coche aparcado, no estaba seguro, pero a veces había allí un Mercedes, lo que me hacía pensar que era algo habitual, alguien que siempre aparcaba en el mismo sitio. Muy a lo lejos una grúa se elevaba por encima de los tejados. Como sólo vislumbraba tejados, todas las disonancias quedaban muy patentes; si una persona paseaba por un tejado yo lo veía aunque ocurriera a varios kilómetros de distancia, la oscuridad del cuerpo, compacta y nítida, en contraste con la luminosidad del cielo.

Apagué el cigarrillo en la maceta puesta del revés que usaba de cenicero, apuré la taza de café y entré. Al pasar por delante de la cocina vi que Linda estaba hablando por teléfono. Me detuve para averiguar con quién hablaba. Es Helena, me dije al cabo de unos segundos. Nuestras miradas se cruzaron y Linda levantó la mano en una especie de saludo, yo apenas esbocé una sonrisa y seguí hasta el dormitorio para echar un vistazo al correo electrónico. Eran ya las dos y cuarto, así que miré el ordenador. Tenía que irme en media hora.

Ningún correo electrónico.

Me tumbé aliviado en la cama y miré al techo. De todos modos era demasiado tarde para ponerme a trabajar. Un débil olor a comida algo nauseabundo llenó la habitación. Cuando nos mudamos a ese piso creía que el olor procedía del vecino de al lado, pero con el tiempo empecé a pensar que tal vez llegara por el sistema de ventilación, y en ese caso procedía del restaurante chino de

fast food de la planta baja. Me levanté, abrí la puerta de la terraza y volví a tumbarme en la cama. Los sonidos de la ciudad entraron a chorros en la habitación. En el pasillo sonaron pasos. Se pararon delante del baño, la puerta se abrió y se cerró. El viejo saxofonista que solía ponerse junto a un poste, a unos metros de la entrada de nuestro edificio, por donde más gente cruzaba la plaza, había empezado a tocar. Tocaba siempre lo mismo, un fragmento de más o menos un minuto de la misma melodía, seguramente pensando que la gente para la que tocaba era siempre nueva. No tenía ni idea de que siete plantas más arriba había un hombre que oía cada nota, no sólo día tras día, sino mes tras mes.

Diii di daaa da dididi daaa.

Diii di daaa da dididi daaa.

Diii di daaa da dididi daaa.

Cerré los ojos. Se oyó correr el agua del inodoro, la puerta se abrió y los pasos se detuvieron delante del espejo de la entrada. ¿Linda se estaba mirando en el espejo o estaba hojeando el montón de cartas acumuladas en la mesita que había junto a la pared?

Sonó la señal de cuando el teléfono se volvía a colocar en el cargador.

¿Se había llevado el teléfono al cuarto de baño? ¿O simplemente lo había dejado encima del banco y no lo había colocado en su sitio hasta ahora?

Linda continuó hasta la habitación.

Abrí los ojos y la vi detenerse en el vano de la puerta.

—Puedo ir yo a por ellos —dijo—. Ahora vas a quedarte solo unos días.

—Voy yo —dije—. No consigo hacer nada. Mientras tanto, tú puedes preparar el equipaje.

—¿Estás seguro?

—¿Quieres que lo vuelva a decir?

—Vale, vale. Tú los recoges y yo los llevo mañana por la mañana antes de marcharme.

—¿A qué hora sale el tren?

—Sobre las nueve y media —contestó, y se sentó delante del ordenador. Iba a visitar a Helena y a su nuevo marido, Fredrik, a una granja en algún lugar en el centro de Suecia. Estaría fuera hasta el fin de semana, en que Geir y Christina vendrían a visitarnos. Yo no conocía a Fredrik, pero por lo que me habían dicho era el polo opuesto a la anterior pareja de Helena, el encantador delincuente Anders. Fredrik era bombero, trabajaba como jefe de salvamento en Estocolmo y había comprado una casa en Dalarna, la había desmontado y transportado a Upsala, donde la había reconstruido tabla a tabla. Varias revistas de decoración habían publicado reportajes sobre ella. Eso era lo que yo sabía. Además de que Heidi, que lo vio en una ocasión, le tenía un poco de miedo. Cuando lo conoció lo estuvo peinando, y Helena dijo que entonces no podía tenerle tanto miedo, pero Heidi contestó que también le tenía miedo cuando lo estaba peinando. Helena se reía siempre de aquello. Heidi la adoraba, solía sentarse lo más cerca posible de ella para que le hiciera caso, y le contaba todo lo que había ocurrido últimamente. También hablaba con ella por teléfono y dibujaba a menudo figuras que decía que eran ella. A Heidi le atraía todo lo que brillaba y resplandecía, le encantaba cambiarse de ropa, cinco atuendos en un día no era raro para ella, y en Helena había encontrado su único modelo a seguir verdaderamente glamuroso.

—Te vendrá bien estar un poco libre, ¿verdad? —le dije.

Ella asintió con la cabeza, sin volverse.

—Pero os echaré de menos en cuanto lleve unas horas en el tren. ¿Seguro que no vais a venir conmigo?

—No, tengo que trabajar. Además, creo que te vendrá bien hacer algo sin los niños.

—Seguro que tienes razón. Y Helena se ocupa siempre mucho de mí.

—Eso está bien —dije, levantándome—. Creo que voy a irme ya.

—¿Los traes directamente a casa, o vais primero al parque?

Me encogí de hombros.

—¿Por qué no me llamas si vais a algún sitio y así me acerco donde estéis?

—Vale. Hasta luego.

—Hasta luego.

 

Fuimos al parque Magistrat, al que los niños llamaban «el parque normal». Otros de los parques que frecuentábamos eran «el parque de las arañas», que se encontraba en Pildammsparken, «el parque de los tiburones», que estaba dentro de Möllevangen, y «la calma», unas manzanas detrás de nuestra casa. Había otro en Pildammsparken y otro abajo, en Slottsparken, que llamábamos «el bosque de los Trolls», además de uno al lado del parque de bomberos, al que no solíamos ir, pero que a los niños les gustaba porque tenía unos aparatos muy especiales. Casi toda su vida al aire libre se desarrollaba en esos parques. El resto del tiempo lo pasaban en la guardería o en casa. No me gustaba, distaba mucho de la infancia que yo hubiese querido darles. Pero no había alternativa, no teníamos dinero para comprar una casa, y no nos daban un préstamo porque estábamos en el registro de morosos. Por otra parte, los niños no daban la impresión de sufrir por ello cuando asomaban sus cabecitas por entre las hojas del árbol que llamaban el árbol de trepar. Yo me sentaba en uno de los tres bancos que había en el otro extremo, hojeando un periódico que compraba a tal fin. A intervalos regulares levantaba la vista y la dejaba deslizarse por entre todos los niños, con el fin de localizar a los tres míos. De Vanja podía fiarme, y ya no pensaba que Heidi fuera capaz de escaparse, pero John seguía siendo imprevisible, de repente podía cruzar el césped en dirección a la calle que discurría a lo largo del parque, y si no lo seguía muy de cerca por estar inmerso en la lectura podía ocurrir que cuando volviera a levantar la vista el niño ya no estuviera entre los demás, y que al aumentar el radio de la misma viera una figurita de medio metro de alto a lo lejos, dirigiéndose a la calle.

Ahora, en cambio, estaba moviendo el columpio de niños pequeños, mientras me llamaba a gritos. Me levanté y me acerqué a él para sentarlo, tiré del columpio hacia atrás y nuestras miradas se cruzaron. ¿Preparado?, le pregunté. Sí, contestó muy serio. Cuando lo lancé hacia delante, se rió. Diez veces, dije, y empecé a contar. En diez me paré, él protestó, y cuando se dio cuenta de que pretendía bajarlo del columpio, se agarró con pánico en la mirada. ¡No, no! Lo dejé en el suelo y se tumbó boca abajo, con la cabeza contra la arena, mientras chillaba y gritaba. Cuando volví a sentarme en el banco, el enfado se había convertido en llanto. Un llanto desgarrador y quejumbroso, como si fuera un huérfano al que acababan de azotar y llevara una semana sin comer. Localicé a Heidi y a Vanja, encendí un cigarrillo y volví a coger el periódico. En el subconsciente debería haber registrado la situación que estaba a punto de producirse, porque ese padre que había ido hacia el columpio con su hijo apretado contra sí lo metió ahora en él. Una persona grande coloca a una persona pequeña, casi como un barco grande baja un barco pequeño, se me ocurrió pensar. John seguía en el suelo, justo debajo del columpio, y no tenía intención de moverse en breve. Me levanté y fui hacia él. Tienes que levantarte, dije. Hay más niños que quieren usar el columpio. No contestó, se limitó a sollozar tanto que le temblaban los hombros. Lo levanté como una tortuga, lo aparté un par de metros y volví a dejarlo en el suelo. Así, dije, ya puedes seguir jugando. Y me volví a sentar. Tenía mala conciencia, debería haberlo consolado un poco para que dejara de llorar, pero, en primer lugar, había tenido una reacción totalmente desproporcionada ante su disgusto, y no quería que pensara que ésa era la manera correcta de manejar una situación de resistencia, y, en segundo lugar, mi estrategia consistía en intervenir lo menos posible cuando estaba con los niños fuera de casa, quería que se las apañaran por su cuenta.

Pero no sólo los niños tenían problemas con las proporciones. Cuando pensaba en cómo me había comportado con Vanja y veía en fotos de aquella época lo pequeña que era entonces, se me caía el alma a los pies. ¿Había gritado enfurecido a esa minúscula criatura? ¿La había sacado del carrito y la había plantado con dureza en el suelo, con la mente nublada de frustración y rabia, y ella, con año y medio, completamente inocente de todo? Ése era mi pensamiento más doloroso. ¿Cómo pude hacer algo así? ¿En qué estaba pensando? ¿Cómo era posible perder hasta tal punto la sensatez? Yo no veía lo pequeña que era, la mirada objetiva estaba completamente ausente, tanto ella como Linda y todos los que me rodeaban eran absorbidos por ese remolino interior en el que lo más irrazonable se volvía razonable y justificable. Tampoco tenía nada con que comparar, sólo había eso.

John había dejado de llorar, pero seguía tendido de bruces en la arena. Tenía que ofrecerle una alternativa. El columpio grande acababa de quedarse libre, dejé el periódico y me acerqué a él.

—¿Quieres que probemos en el grande?

—Síii —contestó.

—Ven aquí —le dije. John se levantó y me siguió, secándose con la mano las lágrimas de las mejillas y dejándose una marca negra en la cara. El columpio era como una gran cesta redonda, cabían en él varios niños, y al menos a los míos les encantaba estar tumbados en él mirando al cielo, mientras se mecían hacia delante y hacia atrás a gran velocidad. Cuando estaba sentando a John, llegaron corriendo Heidi y Vanja.

—¡Nosotras también!

—Pero ahora está John —dije—, así que no puedo columpiaros muy fuerte, ¿vale?

—Vale —dijo Vanja.

—Vale —dijo Heidi.

Las metí dentro y tiré de la cesta hacia atrás todo lo que pude.

—¿Estáis listos?

—Sí.

—¿Seguro?

—Sí, papá. ¡Suéltanos ya! —dijo Vanja.

Lo hice.

John protestó.

—¡No quiero!

Paré el columpio, lo saqué y lo dejé en el suelo. Extendió sus brazos hacia mí. Lo ignoré y tiré de la cesta hacia atrás, él gritó.

Ir a la siguiente página

Report Page