Fin

Fin


OCTAVA PARTE

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—Vale, cabezota —dije, cogiéndolo con un brazo y tirando de la cesta con el otro, columpiando a las niñas. Su cuerpo estaba deliciosamente cálido. Apoyó la cabeza en mi hombro. La cesta vino hacia mí y la empujé. Las niñas estaban tumbadas boca abajo con la cabeza asomando por el borde y mirando hacia la calle. Sus vestidos y su pelo ondeaban en el aire. Por todas partes había niños gateando, andando, corriendo y trepando, los padres se erguían por encima de ellos, algunos con gafas de sol y teléfonos móviles, otros absortos en los quehaceres de su prole. Fuera de la zona de juegos se extendía un amplio césped, unos grandes árboles tranquilos y soleados regalaban círculos de sombra a todos los que estaban sentados esa tarde en el parque. La mayoría eran jóvenes, casi todos blancos. Muchos estaban tumbados solos en la hierba al lado de una bicicleta; la manera en que se habían enrollado las perneras de los pantalones y quitado la camisa o camiseta me decía que era algo improvisado, un capricho que habían tenido camino del trabajo a casa. Otros estaban sentados en grupos, la mayor parte eran estudiantes de bachillerato o de los primeros años de universidad. También había alguna que otra pareja muy abrazada y completamente absortos el uno en el otro. En Pildammsparken, al otro lado del viejo campo de fútbol, había más emigrantes, grandes familias enteras que se llevaban la comida y que estaban allí hasta entrada la noche, a veces se oían sonidos sordos de tambores en medio del sol, como si llegaran desde lo más profundo de un sueño. La manera en que crecían las sombras al avanzar la tarde, y la manera de ponerse el sol, no en el mar o en el bosque, sino en la ciudad, tenía algo de onírico, pensaba siempre cuando estábamos allí. Me daba la sensación de que el mundo se disolvía cuando se llenaba de sol, la relación interna entre las cosas desaparecía, era como si todo se encontrara al mismo nivel. Correspondía a la cultura definir esas relaciones, jerarquizar las conexiones y reunir lo disperso en sistemas con sentido. Por esa razón teníamos novelas, series de televisión, poetas y teatro, pero también periódicos, noticias en la televisión y revistas semanales. Era evidente que una cultura que había surgido en un paisaje quemado por el sol, bajo un cielo abrasador, a lo largo de la fértil orilla de un río, agrupara el mundo de diferente manera y creara diferentes sistemas con sentido. Yo no sabía en absoluto en qué consistía la diferencia, porque era tan grande que su lengua para mí sonaba como carraspeos y escupitajos, y sus letras se parecían más a una fila de matas en el desierto que a escritura, pero sospechaba que al principio todo tenía que ser impenetrable, y que se iría abriendo poco a poco a través de la lengua, pero que jamás sería algo obvio, como era para nosotros, y seguramente tampoco posible, y por eso nada deseable de abrazar. Porque el papel más importante de la cultura era el que desempeñaba en la relación entre los seres humanos, su tejido de contracciones, acentuaciones y rechazos era tan exacto y complejo que la mayoría de la gente de la cultura sólo estaba familiarizada con los matices que concernían a su propio estrato, y no conocía más que superficialmente los demás. Pero todo tenía su significado determinado, eso era cultura. La tela de un pantalón significaba algo, la anchura de la pernera de un pantalón significaba algo, el dibujo de una cortina delante de una ventana significaba algo, la mirada bajada de repente significaba algo. La manera determinada en que se pronunciaba una palabra significaba algo. Lo que se sabía de esto y aquello también significaba algo. La cultura recargaba el mundo mediante la creación de diferencias dentro de él, y esas diferencias, en las que se encontraba todo el valor, se distinguían de una cultura a otra. El que las unidades se hicieran cada vez más grandes, y las culturas cada vez más parecidas entre ellas era una idea desalentadora, al menos para alguien como yo, a quien le apasionaban las diferencias y le atraía lo impenetrable: lo fantástico de Japón, que había estado aislado durante muchos siglos, desarrollando una cultura para nosotros muy singular y casi del todo cerrada, aunque visible. El que esa cultura se diluyera en la occidental y desapareciera, limitándose a ser sólo una variante de ella, era una pérdida igual de grande que cuando se extingue una especie animal. Pero el mundo occidental era tan fuerte y expansivo por naturaleza que pronto habría sometido al mundo entero, no con violencia, como durante el colonialismo, sino con promesas. Bajo esa perspectiva a largo plazo, yo estaba en contra de la inmigración, en contra del multiculturalismo, en contra de casi toda clase de ideas de igualdad. Bajo una perspectiva a más corto plazo, es decir, la que concernía a la realidad concreta y cotidiana de donde yo vivía, Malmö, resultaba difícil no considerar a los inmigrantes como un recurso enorme, porque yo veía lo llena de vida y energía que estaba esta ciudad en comparación con Estocolmo, por ejemplo, donde todos los inmigrantes vivían en las ciudades dormitorio, y en cuyo centro apenas se veían más que caras blancas. Malmö estaba ciertamente destartalada, había mucha pobreza, pero al mismo tiempo vibraba con todos los contrastes que debían y tenían que unirse y que para todos los que se criaban allí tendría que ser un regalo, con tantas experiencias y distintos antecedentes juntos, donde muchas de las cosas que se hacían se hacían por primera vez, con la frescura peculiar y la fuerza de lo nuevo.

—La verdad es que los envidio —dijo Linda una noche no hace mucho mientras íbamos camino de casa con los niños a rastras, después de haber comido en uno de los rincones del enorme parque.

—¿Por qué? —le pregunté.

—El que salga toda la familia junta. Padres, abuelos, hijos, nietos, tíos y primos.

Señaló con la cabeza un numeroso grupo de gente reunido en torno a una barbacoa, eran tal vez unas veinte personas. Los viejos estaban sentados en hamacas, los más jóvenes corrían por todas partes jugando. Había varios grupos como ése dispersos por la hierba. Por todas partes olía a humo y carne asada.

—Así era antes aquí también —dije—. Hace unas tres generaciones. Al menos en el campo. Mi abuela tuvo una infancia así. Bueno, no exactamente con barbacoas en los parques. Pero convivían en grandes familias.

—Parece muy acogedor —dijo Linda—. Y nosotros con nuestra pequeña familia nuclear. ¡Sólo somos nosotros! ¡Imagínate que fuéramos muchos, lo distinto que sería!

—Sí. Pero tampoco estamos tan jodidamente mal, ¿no?

—No, no quiero decir eso. Lo que pasa es…

—Eres una romántica. Ves esa aureola que los rodea y tú quieres lo mismo.

Linda sacudió la cabeza.

—No es que lo

quiera. Lo que pasa es que… están como rodeados de vida.

—Tu madre ha estado viviendo en nuestra casa. Y mi madre también ha venido bastante. Pero tú sueles alegrarte mucho cuando se marchan, ¿no es así?

—Sí, exactamente. Todo se centra en torno a

nosotros, en torno a mí, a ti y los niños. ¡Imagínate que tuviéramos algo que nos eclipsara!

El sol detrás de nosotros había estado esa tarde rojizo y colgado como una bola justo encima de los tejados de las casas, recordé, y miré a John para ver si, en contra de su costumbre, se había dormido en mi hombro, pero me topé con sus ojos abiertos, y di unos pasos hacia atrás.

—No puedo más —les dije a las niñas.

—¡Pero papá! —protestó Vanja—. ¡Si acabamos de empezar!

—Un poco más, porfa —dijo Heidi.

—No —dije, y dejé a John en el suelo para volver al banco; en ese instante vi llegar a Linda por la plaza redonda que estaba cubierta de arena y rodeada de un muro en medio del parque.

—Ahí viene mamá —dije. Las niñas se bajaron a gatas del columpio para ir a recibirla, John echó a correr hacia ella, y ella sonrió feliz y se agachó para recibirlos. Bastante distinto a cuando yo volvía a casa con ellos y Linda estaba en la cama y ni siquiera los oía cuando emitían sus expectantes ¿hola?, ¿mamá? hacia el interior de la casa.

Me acerqué al banco y doblé el periódico, con la intención de ponerlo debajo del carrito, cuando de repente me invadió una sensación de intranquilidad.

¿A qué se debía?

Miré a Linda, que llegaba rodeada de los niños. No era eso.

La novela.

Claro. Eso era.

—Hola —saludó Linda.

—Hola —contesté—. ¿Tienes alguna moneda suelta?

—No, no creo. ¿Para qué la quieres?

—Podríamos comprar unos helados en el quiosco. Pero no tengo más que veinte coronas, y supongo que no aceptan tarjeta.

—Sí, sí, ya aceptan.

—¿Queréis un helado? —les pregunté a los niños.

Cuando unos segundos más tarde íbamos bajo los árboles hacia el paso de peatones, argumenté contra la intranquilidad, diciéndome a mí mismo que no había escrito nada grave sobre las personas que ahora estaban leyendo el texto, recordándome que había temido la reacción de Yngve, y sin embargo había sido buena.

—¿Qué tal les ha ido en la guardería hoy? —preguntó Linda.

—Creo que bien —contesté—. No se lo he preguntado. Al menos estaban muy contentos cuando llegué.

Nos paramos delante del semáforo. Linda y Heidi se pelearon por apretar el botón en primer lugar, Vanja se abrió camino empujando y lo apretó la primera triunfante. Heidi se echó a llorar.

—La próxima vez te toca a ti —le dije.

—Vanja me ha empujado —se quejó.

—Eso no está bien, Vanja —dijo Linda—. Venga, vamos a comprar un helado.

Heidi se quedó quieta mirando al suelo cuando empezamos a cruzar la calle. Volví, la cogí en brazos y la llevé así hasta el quiosco.

—¿Por qué llevas a Heidi y a mí no? —me preguntó Vanja.

—Porque estaba llorando —le contesté—. Pero si quieres te llevo un rato a ti al volver.

Metí la cabeza por la ventanilla y, como no vi a nadie dentro, toqué un pequeño y reluciente timbre que había en el mostrador.

La reacción de Jan Vidar era tal vez la que más temía. Para mí él seguía teniendo quince años, y no había descrito nuestro mundo de entonces como muy fantástico. Tal vez para él sí lo fuera. Tal vez él hubiera adornado el pasado.

Una mujer con aspecto de rumana salió de un pequeño cuarto trasero y se colocó delante de mí.

—Vamos —dije, mirando a los niños—. Señalad el que queréis. —Miré a la mujer—. Por el momento, dos cafés. Uno de ellos con leche.

—Yo quiero… un Calippo —dijo Vanja.

—¿El de cola o el verde? —le pregunté.

—El verde —contestó la niña.

—Y un Calippo con sabor a fruta —le dije a la mujer de pelo oscuro.

—Yo también quiero ése —dijo Heidi.

—Dos, entonces. ¿Y tú, John? ¿Señalas el que quieres?

Señaló un Sandwich. Otra cuestión era si sabía lo que era.

—Y un Sandwich.

La mujer lo marcó todo, yo llevaba la tarjeta en la mano, luego sacó un pequeño datáfono y pulsó algunas teclas. Metí la tarjeta, ella fue hacia la cámara. Por el sendero, detrás de unas cuantas sillas y mesas, llegaba un joven muy gordo con un perrito. Vi que Vanja lo seguía con la mirada. Estaba tan gordo que pensé que seguramente recibiría una pensión de invalidez. Pantalón corto barato color caqui, gorra gris de aspecto militar y camiseta negra. Todo él temblaba al andar, era como si sus articulaciones rodaran. Tecleé el número secreto. La mujer se enderezó.

—¿Qué raza de perro era ése, Vanja? —le pregunté, pulsando OK.

—Creo que un terrier —contestó ella.

Heidi estaba sentada sobre las rodillas de Linda a la sombra, bajo el parasol. John se había subido a una silla e intentaba meter una paja aplastada por la rendija de la mesa.

—Lo siento, pero ya no quedan Calippos de frutas —dijo la mujer—. ¿No quiere uno de cola?

—Vale.

El pequeño datáfono empezó de repente a repiquetear, y una tira de papel salió lentamente como desde una gran profundidad. La mujer me dio los tres helados y tiró del papel, yo me acerqué a los niños para darles un helado a cada uno, y cuando volví al mostrador, ella me alcanzó dos vasos de papel con el café y el recibo. Le pasé uno de los vasos a Linda, que estaba desenvolviendo los helados, luego me senté y di un sorbo del otro.

Gunnar se enfadó cuando salió

Fuera del mundo. Pero era la primera vez que me publicaban algo, aquello suponía un gran cambio, seguramente sería un shock reconocerse a uno mismo en uno de los personajes, pero habían pasado diez años desde entonces, y el que mi última novela hubiera sido nominada para el Premio de Literatura del Consejo Nórdico habría cambiado muchas cosas; yo ya no era sólo alguien que perdía el tiempo soñando con escribir, sino un escritor reconocido a nivel nacional, y también internacional aunque a duras penas, pero lo poco que había salido sobre mis libros en periódicos extranjeros habría sido sin duda mencionado en

Fædrelandsvennen. Por ejemplo, la reseña de

Frankfurter Allgemeine, que decía de la novela que era una obra maestra, y tal vez también la de

The Guardian, aunque ésa era más ambivalente. Seguramente no le gustaría que escribiera sobre mi padre y la abuela, pero lo que escribí sobre él al menos no era nada malo, salía bien parado, y era tratado con respeto.

—Creo que estoy nerviosa por el viaje —dijo Linda—. Me noto un poco intranquila.

Pasó un señor mayor montado en una bicicleta, algo chocaba contra los radios y el pedal rechinaba en el guardabarros.

—¿Por el viaje en tren?

—Sí. Siempre me pongo nerviosa antes de salir de viaje, desde que era pequeña.

—¿Qué has dicho, mamá? —preguntó Vanja.

—Sólo digo que estoy emocionada porque me voy de viaje.

—¿Por qué? —preguntó la niña.

—Eso mismo me pregunto yo —dije—. Un poco de cosquilleo está bien, ¿no?

—Fíjate, fui sola a Hidra cuando tenía siete años —dijo Linda—. Es increíble.

—Pues sí que lo es.

—¿El qué? —preguntó Vanja.

—Fui yo sola a una isla de Grecia cuando sólo tenía dos años más de los que tú tienes ahora. Bueno, no iba completamente sola, viajaba con una familia, pero no tenía ni a mi mamá ni a mi papá conmigo.

—Eso era en la década de los setenta —dije—. Entonces se trataba a los niños de otra manera.

—Era insólito incluso en los setenta —dijo Linda.

—¿Te he contado cuando yo viajé solo por primera vez? —le pregunté.

Linda negó con la cabeza.

—También fue en la década de los setenta. Pero yo no era tan valiente como tú. Fue cuando estaba en primero de primaria. Llegué tarde al autobús del colegio. Mientras estaba allí llorando, se acercó el bedel. Teníamos un bedel fantástico, a veces íbamos a verlo a su taller. El hombre me dijo que cogiera el siguiente autobús. Iba en dirección contraria, pero como vivíamos en una isla, al final pasaría por delante de mi casa. Me subí al autobús. No conocía a nadie. Cuando giramos a la izquierda en lugar de a la derecha sentí que me moría de miedo. De repente me olvidé de lo que el bedel me había dicho, o no me lo creía o qué sé yo. En cualquier caso estaba tan aterrado que tiré de la cuerda. El autobús se paró, y me encontré en medio de una carretera, en un lugar donde no había estado nunca, al menos a diez kilómetros de mi casa.

—¿Y qué hiciste entonces? —preguntó Linda.

—Se bajó también otro chico. Le dije que me había perdido y me dijo que podía irme con él a su casa. Y eso hice. Una casa oscura justo al lado de la carretera. Su padre llamó al mío, que vino a buscarme.

Miré a Vanja.

—Ése era tu abuelo paterno —le dije.

—Y el tuyo, y el tuyo —les dijo Linda a Heidi y John.

—Ya lo sé —dijo Vanja—. Está muerto.

Asentí con la cabeza.

—Murió antes de que yo naciera —añadió.

—También ha muerto el otro abuelo —señaló Heidi.

—Murió en Nochevieja —dijo Vanja.

—Es verdad —dije, mirando a Linda. Ella sonrió.

—Pero a él sí lo conociste, Vanja —apuntó Linda.

Vanja asintió con la cabeza, muy seria.

—Lo vi dos veces —dijo la niña—. En Estocolmo.

—Yo nací en Estocolmo —dijo Heidi.

—Así es —dijo Linda, apretándola contra sí.

 

A la mañana siguiente me levanté a las cuatro y media, apagué el ruidoso despertador, cogí el bulto de ropa, me vestí en el pasillo para no despertar a Linda, fui a por los dos periódicos, que estaban en el suelo delante de la puerta del piso, puse la cafetera eléctrica, leí las secciones de cultura y deporte y me comí una manzana mientras esperaba a que terminara de hacerse el café. Cuando estuvo listo, me tomé una taza y me fumé un cigarrillo en la terraza. El cielo estaba ligeramente brumoso, lo grisáceo de la oscuridad del amanecer flotaba todavía entre los edificios que tenía debajo, había algo despiadado en él; estábamos a mediados de agosto, pronto llegaría el otoño.

Encendí otro cigarrillo para prolongar en lo posible ese rato previo a empezar el trabajo, pero lo apagué a medias y fui al despacho, encendí el ordenador, me senté, encendí la lámpara fijada a la estantería con una pinza, ojeé la pila de CD del suelo, opté por

Giant Steps, de The Boo Radley, y de un segundo a otro fui lanzado a los ambientes de entonces, Bergen, principios de los noventa, apenas había puesto esos discos desde entonces, y precisamente por eso no quería saber nada de aquellas sensaciones. Durante un rato me quedé sopesando si cambiar de música o no, a la vez que abrí la segunda novela y la hojeé. No, no podía ser. Opté por poner

1972, de Josh Rouse, era suave y agradable, en el límite de

muzak, y bueno para empezar el día.

Una hora después oí una puerta que se abría. Apagué la música y escuché. Alguien daba pequeños pasos por el pasillo. Debían de ser John o Heidi. No es que importara mucho, si uno se había levantado, el otro pronto lo seguiría.

Abrí la puerta y fui a la cocina. John estaba con la almohada en una mano mirándome. Eran las seis menos veinte.

—Aún es de noche —le dije—. Vuelve a la cama.

—No tengo sueño —objetó, con un tono irascible de voz, como si le hubiese acusado de alguna cosa.

—¿Quieres desayunar entonces? —le pregunté.

Asintió con la cabeza. Saqué muesli del armario y crema agria con sabor a arándanos de la nevera, lo eché todo en un plato y lo puse en la mesa. Luego le alcancé una cuchara que, por suerte, cogió.

Sonaron más pasitos por el pasillo. Me volví, Heidi estaba en el vano de la puerta.

—Buenos días, Heidi —dije.

No contestó, me miró con los ojos medio cerrados y el pelo despeinado.

—Yo también quiero —dijo.

—Pues claro.

—Hola, Johnne —dijo la niña.

—Hola —dijo John.

Le puse a ella un plato y una cuchara.

—¿Os las apañáis vosotros solos? —les dije.

Heidi dijo que sí y empezó a comer. Yo volví al despacho, dejé la puerta entornada para poder oírlos, e intenté sumergirme en el ambiente de hacía un momento. Resultó más difícil sin música, pero unos minutos después ya estaba escribiendo sobre un viaje que Geir Angell y yo hicimos a Søgne a los pocos días del entierro de su madre, durante el que recité y hablé en un colegio, delante de un grupo de gente. No tenía ni idea de por qué había escrito sobre eso, excepto por la sensación que me había causado precisamente ese espacio en la oscuridad invernal bajo las estrellas chisporroteando.

—Papá —dijo Heidi justo detrás de mí. Me sobrecogí tanto que pensé que se me iba a parar el corazón.

—¿Qué pasa? —dije, volviéndome.

—Johnne quiere bajarse de la silla.

Me levanté y fui a la cocina, lo cogí y lo dejé en el suelo. El pañal pesaba tanto que le colgaba entre las piernas. Se lo quité y lo tiré al cubo de la basura de debajo del fregadero, le dije que se estuviera muy quieto, me obedeció, fui al baño a por otro pañal y se lo puse, todo bajo la supervisión de Heidi.

—Queremos bañarnos —dijo Heidi.

—Ni hablar —les contesté.

—¿Qué? —dijo Heidi.

—Que no os dejo bañaros ahora.

—¿Qué? —volvió a decir ella. Había cogido la costumbre de contestar qué a todo, a veces hacía que pareciera un poco lenta de reflejos. No me gustaba nada.

—Que no —dije—. Que no os dejo bañaros.

La niña me hizo un gesto de enfado, acto seguido se volvió hacia su hermano, que estaba a cuatro patas en el suelo, ocupado en alguna actividad junto a la pared.

—Ven, John —dijo ella—. Vamos a jugar al salón.

Eran las seis y cinco minutos. Los autobuses ya se oían en la calle. Los sonidos oscuros y pesados parecían jadeos. Fui a la habitación a despertar a Linda. Vanja dormía a su lado. Solía salir del cuarto de los niños durante la noche, a veces la encontrábamos dormida en nuestra cama cuando íbamos a acostarnos. Justo acabábamos de enseñarle a dormir en su cama cuando nació Heidi, pero a Linda le daba tanta pena que le permitió dormir con nosotros, y desde entonces nos exigía que nos tumbáramos a su lado hasta que se durmiera. Y no bastaba con eso, porque si se despertaba sola en su cama venía a nuestro cuarto.

—Son las seis y diez —dije—. Heidi y John ya están levantados. ¿Crees que podrías levantarte ya para que yo pueda trabajar un poco?

—Mm —dijo.

Coloqué el ordenador en la mesa del dormitorio, abrí el correo y miré si, en contra de lo esperado, había llegado algo durante la noche. Por suerte, en la bandeja de entrada sólo estaban las noticias del

Agderposten, como todas las mañanas desde aquella vez que intenté entrar en su archivo para ver si había algún artículo sobre mi padre, y aunque se produjo un error técnico y no conseguí verlo, ellos se quedaron con mi dirección, y no fui capaz de eliminar mi nombre de su lista. Por otro lado, era agradable recibir las noticias de la ciudad cada mañana. Salí de allí, entré en Google y me busqué a mí mismo, nada nuevo, navegué un poco y, sin que Linda se hubiese movido siquiera, volví al despacho, cerré la puerta, puse música e intenté volver a concentrarme en mi actividad de antes. Pero la pequeña pausa fue suficiente para que la resistencia creciera en mí. Cuando empezaba por las mañanas nada había tenido tiempo de fijarse, el movimiento entre el sueño y el texto era deslizante. Ya entrado el día necesitaba cada vez más fuerza para vencer la resistencia, y por la tarde la única posibilidad que me quedaba era dormirme, con el fin de derrotarla y empezar de nuevo.

Tardé casi una hora en volver a ponerme en marcha. Poco después, Linda llamó a la puerta para preguntarme si sabía si había calcetines limpios en algún sitio, o si acaso pensaba que los niños podían ir con sandalias sin calcetines. Me volví y le lancé mi mirada más helada. Ella volvió a cerrar la puerta de un portazo. Yo estaba furioso. En el pasillo sonaron las voces de Vanja y Heidi gritándose. Comprendí que Linda tenía problemas para hacerles colaborar y sentí la suficiente mala conciencia para salir a ver si podía ayudar en algo, pero no lo bastante para mirarla a los ojos. Me puse detrás de Vanja, le agarré el pie y se lo metí en la sandalia.

—¡Ay! —se quejó en sueco.

Metí las tiras por la abertura, y las apreté hacia atrás para ajustarlas con el cierre de velcro o como se llamara eso con lo que había que atarlas.

—¿Llevan crema para el sol? —pregunté.

—No creo que hoy les haga falta —dijo Linda.

—¿Os habéis cepillado los dientes?

—John sí. Vanja y Heidi no. Aún no nos ha dado tiempo.

Abrí de golpe la puerta del baño, puse los dos cepillos de dientes bajo el chorro del agua, les eché un poco de pasta, volví a salir, le di uno a Linda y me coloqué frente a Heidi con el otro.

—Abre la boca —dije.

La niña apretó los labios.

A veces lo hacía porque era divertido, pero esta vez no; la mirada que me lanzó era cerrada y rebelde.

—¿Te parece que me he enfadado demasiado? —le pregunté.

Ella asintió con la cabeza.

—Ya no estoy enfadado —añadí—. ¿Puedes abrir la boca?

No quiso.

—No querrás que lo haga a la fuerza, ¿no?

—¿Qué?

—A la fuerza. Que te cepille los dientes aunque no quieras.

—¿Qué?

—Yo ya estoy —dijo Vanja, dedicando una descarada sonrisa a su hermana. John estaba intentando abrir la puerta de la entrada, se había puesto de puntillas y llegaba a duras penas a la manija, aunque no lo suficiente como para poder bajarla.

—Que lo haga mamá —dijo Heidi.

—De acuerdo —dije, y le alcancé a Linda el cepillo. Con ella Heidi sí abrió la boca, dejando al descubierto los dientes.

—Hasta luego entonces —dije.

Nadie contestó.

—Al menos podrías decir adiós —dije, mirando a Linda.

—Adiós —dijo—. Pero vuelvo a casa antes de marcharme.

—Vale —contesté, y volví al despacho. Me quedé sentado inmóvil en la silla hasta que les oí meterse en el ascensor, que luego se deslizó de planta en planta. Abrí el documento que había minimizado en la pantalla.

Linda volvió media hora después. Salí y le propuse que nos tomáramos un café en la terraza; estuvimos allí sentados unos diez minutos, cada uno fumando un cigarrillo casi sin hablar.

—Espero que os vaya bien —dijo cuando estaba en el pasillo, con la maleta delante.

—Seguro que sí.

—Os llamo esta noche antes de que se acuesten, ¿vale?

—Muy bien. Intenta relajarte un poco. Y dales muchos recuerdos a Helena y a…

—Fredrik. Lo haré.

Nos besamos, Linda cerró la puerta tras ella y yo volví a mirar el correo electrónico, había uno de play.com, por lo demás, nada, a continuación me senté y seguí escribiendo. Hablé durante media hora con Geir por teléfono, para el almuerzo abrí una lata de albóndigas de pescado y me las comí frías, hice otro café, y cuando volví de la terraza, había entrado un correo electrónico de Gunnar.

El asunto era «Violación verbal».

No podía ni pensar en abrirlo.

Conseguí ponerme de pie, cogí el teléfono, volví a la terraza y llamé otra vez a Geir Angell.

—Así que eres tú —dijo.

—Ya he recibido el correo.

—¿De tu tío?

—Sí.

—¿No le caes bien?

—No lo sé, no lo he leído. No me atrevo, joder.

—No puede ser tan malo. Haz de tripas corazón. No puedes esconder la cabeza debajo del ala.

—El asunto es «Violación verbal».

—¡Vaya!

—Tendré que leerlo, claro —dije—. Más vale que lo haga ya. Escucha, te lo envío para que tú también lo leas y luego te llamo. ¿Te parece bien?

—Claro que sí.

Colgamos y encendí un cigarrillo mientras contemplaba los tejados. El corazón me latía tan rápido como antes, era como si diera tumbos en el pecho.

Violación verbal.

Di un sorbo de café. Pensé en la posibilidad de darme una vuelta por la ciudad para olvidarme del correo por un rato, tal vez sentarme en un parque, o entrar en alguna tienda. Pero sabía que no podría dejar de pensar en lo que pondría en él, y que nada me proporcionaría un minuto de descanso.

Me levanté y fui al dormitorio, cliqué el correo incluso antes de haberme sentado, y lo leí lo más deprisa que pude, como si lo terrible estuviera en el encuentro entre los ojos y el texto, y no en el contenido.

Me esperaba muchas cosas, pero no eso.

Era como si me estuviera gritando. Escribía que era mi madre la que estaba detrás de esa novela. Ella odiaba a la familia Knausgård, decía, siempre la había odiado. Y me había inculcado ese odio, lavándome el cerebro hasta que yo había perdido el contacto con la realidad y escrito esa chapuza degradante, inmoral y egocéntrica, con el fin de vengarme de la familia y llenarme la cartera. Eso era mucho peor que lo que yo afirmaba que me había hecho mi padre cuando era un niño. La fuente de todos mis libros era mi madre, todos ellos se caracterizaban por sus ocultos motivos de venganza. Estaban llenos de errores, descripciones calumniosas y un concepto del ser humano que él pensaba que no existía en la familia. Lo que yo necesitaba era terapia.

Escribía que responsabilizaba personalmente al director de la editorial, y que pondría una denuncia y reclamaría una indemnización si el manuscrito se publicaba. La carta no estaba firmada.

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