Fiat

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Primer domingo de Adviento

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Las campanas de la parroquia San Manuel González de San Sebastián de los Reyes repicaban alegremente como si ya sospecharan que se acercaba la Navidad. Había bajado bastante la temperatura pero el cielo lucía absolutamente despejado y brillaba un sol radiante. Las familias se apresuraban por el paseo peatonal que daba acceso al templo y un par de vehículos ocupaban las últimas plazas de aparcamiento. Don José María estaba en la puerta, por el lado de fuera. El sol de invierno hacia brillar los apliques dorados de la casulla morada y la suave brisa que corría le revolvía el cabello, que volvía a necesitar un corte.

—¡Pero bueno! La familia al completo más uno —saludó haciendo un gesto para que se dieran prisa.

Mencía solía ir a misa con ellos porque sus padres estaban siempre muy ocupados y cada vez iban menos. Las niñas saludaron al párroco mientras entraban. Era evidente que ya no iban a encontrar asiento.

—¡Siempre tarde! —suspiró exageradamente el párroco en tono jocoso cuando Mamá pasó a su lado.

—No sabes ya...

Y la risa de Mamá se mezcló con el sonido de la campana que señalaba el comienzo de la misa de doce y media.

La costumbre de quedarse por allí después de misa estaba muy arraigada entre los feligreses de San Manuel González. Los niños jugaban en el patio o en el parque infantil y los mayores charlaban y se saludaban unos a otros.

Había sido así desde el principio, incluso desde antes de que existiera el templo definitivo, cuando la parroquia era solo un solar y celebraban la misa al aire libre. El párroco siempre había procurado la unidad y la vida de familia fomentando convivencias, romerías y grupos de distinta índole. Y lo había conseguido con éxito porque había un núcleo bastante sólido de familias que participaban activamente en la vida parroquial y acudían con asiduidad a todo tipo de convocatorias. Casi estaban ya en la segunda generación porque los que habían sido bebés durante los primeros años de la parroquia eran ahora catequistas, coordinadores de voluntarios o seminaristas. Mamá los había visto crecer a todos porque había estado allí desde el principio. Era muy querida en la parroquia.

—¡Chicas! ¡Se va el taxi!

El aviso de Papá dio por terminado el ratito de tertulia y se dirigieron al monovolumen plateado de siete plazas al que cariñosamente apodaban el taxi.

—Mamá, ¿puedo ir de copiloto? —pidió Olivia.

—Claro, mi vida.

Y Olivia, de doce años, chocó la palma de la mano izquierda con la de su padre, que le abría la puerta. Mamá estaba acomodando a Flavia, de seis años, en la sillita infantil del asiento trasero.

—Valentina, cariño, ¿te subes hoy o lo dejamos para mañana?

Valentina, de nueve años, estaba de pie junto al coche mirando sonriente hacia el jardín con cara de estar maquinando algo. Papá le abrió la puerta para que subiera al coche y pudieran marcharse.

—Gracias por llevarme. No sé qué haría sin vosotros —agradeció Mencía.

—Es lo bueno de tener un coche de siete plazas —contestó Papá sonriéndole por el retrovisor para deleite de la invitada.

Estaban terminando de acomodarse en el coche, a punto de irse ya, cuando una señora a la que Vera no reconoció se paró a saludar a Mamá. A juzgar por el tono de sorpresa y la duración del abrazo, hacía mucho que no se veían.

—¿Esta es tuya también? —dijo la señora señalando a Mencía.

—No, esta es amiga de Vera, mi hija mayor.

Estuvieron un buen rato hablando, señalando a las niñas y a la parroquia alternativamente, hasta que Mamá se decidió a abrir la puerta para acelerar su eterna despedida.

—Fíjate. Y tú que no querías tener niñas... Están monísimas —se oyó decir a la señora mientras Mamá se acomodaba en el asiento y se despedía definitivamente.

—Hay que ver lo que tarda esta familia en arrancar —dijo Olivia con mucho gracejo.

—Sí, hija, es que como tu madre no habla —apostilló irónicamente Papá guiñándole un ojo.

—A este paso va a llegar don José María antes que nosotros.

Mamá había conocido al joven párroco cuando era capellán del hospital, una vez que estuvo muy enferma, y desde entonces había sido su director espiritual. Y gracias a él Mamá y Papá se habían conocido, aunque eso no fue en la parroquia sino en la Jornada Mundial de la Juventud que tuvo lugar en Madrid hacía más de dieciocho años. Don José María era el coordinador de voluntarios de toda la vicaría y le pidió a Papá —que acababa de volver de hacer su último curso de carrera en Nueva York— que le ayudara en el Centro de Coordinación y Atención a Peregrinos con sede en el centro parroquial de La Moraleja. Le propuso que se encargara del almacén donde descargaban y cargaban cada día miles de mochilas, desayunos, Youcats, polos de voluntario y demás material para los peregrinos, instalado en un local vacío que el Ayuntamiento había cedido en un edificio de oficinas situado justo enfrente.

Y Mamá… Simplemente estaba allí.

Aunque no se habían conocido en la parroquia, para ellos era un sitio muy especial por el que sentían un gran cariño. Por eso decidieron casarse allí pese a que por entonces no era más que un barracón de obra al lado del Factory. Allí también fue bautizada Vera, que nació en 2014. Aún pasarían varios años hasta que la construcción del templo se diera por concluida. Incluso Olivia tenía recuerdos de su infancia en el barracón, antes de que las obras del edificio definitivo terminaran. Cuando Valentina nació, la familia se mudó a una casa más grande en La Moraleja. Sin embargo, seguían yendo a misa al Beato, como siempre lo llamaban, aunque hacía ya varios años que lo habían canonizado.

Además, Mamá había sido catequista y había participado activamente en diversas iniciativas benéficas orientadas a la financiación de la construcción del nuevo templo. Papá, por su parte, había estado involucrado en la construcción de la parroquia desde el proyecto y había dedicado no pocas horas a ayudar a don José María en las tareas que le encomendaba.

Entre una cosa, la otra y el paso de los años, se había ido forjando una sólida amistad entre el párroco y la familia que había derivado en que muchos domingos don José María venía a comer a casa.

Este domingo, además, era especial.

—Bendice, Señor, estos alimentos que por tu bondad vamos a recibir. Por Jesucristo nuestro Señor.

—Amén.

—El Rey de la Gloria Eterna nos haga partícipes de la mesa celestial.

—Amén.

—¡A comer!

Papá le había cedido la presidencia de la mesa al sacerdote. Mamá le sirvió a él primero, luego a las niñas que tenía sentadas a su izquierda y a sí misma y después pasó la fuente a Papá, sentado enfrente suyo, para que hiciera lo propio con las que tenía a su derecha. Papá descorchó el vino y ofreció.

—¿Usted quiere? —preguntó antes de servirle.

Papá siempre trataba de usted y de don a don José María. Mamá en cambio le tuteaba, aunque utilizaba el don en un intento de compensar la cercanía del trato familiar con el debido respeto. Las niñas, para bien o para mal, habían imitado la fórmula de Mamá. Cuando un día Vera le preguntó a don José María si prefería que lo empezara a tratar de usted, él agradeció la delicadeza pero le dijo que estaría encantado de que lo siguiera tratando como siempre.

—Don José María, ¿le has contado a Mamá lo que me dijiste el otro día? —interrumpió Valentina.

—Venga, díselo tú.

—Si lo digo yo no tiene gracia —objetó la niña.

—Es verdad. Pues que Valentina es la niña mejor preparada para la primera comunión.

La pequeña hizo una divertida mueca a sus hermanas.

—¡Hombre! ¡No esperaría menos! —dijo Papá—. ¡Esto hay que celebrarlo! Vino para los mayores y Fanta para las niñas.

—¿Podemos Coca-Cola? —pidió Valentina haciéndole ojitos a Papá.

—No, no, no, no te emociones. ¿Tú quieres vino, cielo?

—Sí, ponme un poco.

Papá rellenó las copas de los adultos mientras Mamá servía otra ronda de Fanta a las pequeñas.

—Yo también voy a ser la mejor de catequesis para que Papá me dé Fanta todos los días —dijo Flavia.

—Claro que sí —aprobó don José María. Y añadió—: En menos de tres años haces la comunión. Qué ganas, ¿no?

—Sí. Pero yo voy a hacer la comunión en Roma —respondió Flavia.

—¿En Roma? —exclamaron Mamá y Papá a la vez—. ¿Qué se te ha perdido a ti en Roma? —añadió Mamá.

—Vive el Papa. Y yo quiero que me dé la comunión el Papa. Como a Papá —dijo señalando el marco de plata del salón, que enmarcaba una foto de Papá recibiendo la comunión de manos de Benedicto XVI en la misa celebrada en el aeródromo de Cuatro Vientos durante la jmj de Madrid.

—¡Ea! Mi niña, que no le vale un párroco cualquiera, ella… ¡el Papa! —dijo Papá dando palmaditas cariñosas en la espalda de don José María que, igual que Mamá y las hermanas mayores, se reía.

Mantenían una conversación muy animada mientras terminaban de comer. No es que Mamá fuese una gran cocinera, pero se notaba que había puesto especial esmero en la comida de hoy. Hasta había hecho tarta Huesitos de postre.

Hablaban del nuevo seminarista.

—Mira que no haberme dado ni un monaguillo —dijo don José María dirigiéndose a Mamá con sonrisa socarrona.

—No te quejes, que te he dado cuatro generaciones de catequistas —contestó Mamá mientras servía la tarta.

—Mamá —dijo de repente Flavia— ¿tú no querías tenernos?

—Claro que sí, mi vida, ¿cómo no iba a querer teneros? —contestó Mamá sorprendida por la pregunta.

—La señora de esta mañana ha dicho que no querías tener niñas —aclaró la pequeña.

Mamá sonrió, comprendiendo.

—Pero eso es porque cuando era joven solo quería tener hijos varones.

—¡Y el Señor la castigó con cuatro tormentos como nosotras! —exclamó Olivia con fingida afectación, haciendo que el comedor estallara en risas.

Olivia era objetivamente la más graciosa de las cuatro. Era la hija que más se identificaba con Mamá pese a que no se parecían nada físicamente. De hecho, a juzgar por su apariencia, cualquiera de sus hermanas —con tez blanca, rubor en las mejillas, labios rosas, ojos grandes y pelo claro— se asemejaba mucho más que ella, que había heredado el pelo y los ojos castaños por vía paterna. Sin embargo, Olivia, aunque tenía rasgos y gestos que recordaban a Papá, era divertida, imprudente, impaciente y exagerada como Mamá. Era fantasiosa, creativa e ingeniosa y tenía un sentido del humor algo sarcástico que a veces exasperaba. Era un poco más orgullosa de lo que debería y un poco más quejica de lo recomendable, pero lo compensaba con una generosidad por encima de todo límite. Este parecido era evidente a los ojos de todo el mundo, sobre todo para los que conocían bien a Mamá, y cualquiera que pasara un tiempo con ellas terminaba haciendo ese comentario antes o después. Sin embargo, por contradictorio que pudiera resultar, Vera siempre había pensado que la adoración que su hermana sentía hacia su madre era más bien un reflejo de Papá.

Valentina había heredado de Mamá el físico, los nervios y alguna cosa más. A Papá le debía su sentido práctico, el don para la diplomacia, la visión espacial y el sentido de la orientación que, claramente, no podía haber heredado de Mamá. Su extraordinaria memoria, sin embargo, no era de tan clara atribución puesto que era una cualidad que llamaba la atención en ambos progenitores. Se acordaban de todo, incluso de las tonterías. Aunque en general era racional, metódica y constante como Papá, atravesaba una etapa de atracción por todo lo cursi, todo lo rosa y todo lo que brillaba que recordaba inevitablemente a Mamá, que se sentía particularmente fascinada por todo lo rococó y padecía un poco de horror vacui.

Etapa semejante, pero más refinada, atravesaba Flavia, la benjamina, que, a sus seis años, discurría por la consabida fase de princesas. Aún era pronto para saber cómo se desarrollaría su carácter —y, probablemente, se parecería más a alguna de sus hermanas que a sus propios padres— pero había fotos de Mamá de pequeña en las que el parecido con Flavia resultaba verdaderamente asombroso. Le encantaba la fantasía y demostraba también altas dosis de creatividad, aunque era mucho más reservada, prudente y sosegada que Mamá y las hermanas. Incluso más que Mamá y las hermanas juntas.

—Te da... —interrumpió Mamá acabado el postre.

La animada conversación empezaba a tomar cariz de sobremesa. Don José María entendió perfectamente la invitación a pronunciar la acción de gracias para dar por finalizada la comida y poderse levantar. Era un código habitual entre ellos.

—Te damos gracias por todos tus beneficios, omnipotente Dios. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.

—Amén.

—El Señor nos dé su paz.

—Y la vida eterna. Amén.

—¡Equipo minúscula recoge la mesa! —recordó Mamá.

Olivia, Flavia y Papá integraban el equipo minúscula porque la v de sus nombres ocupaba la posición central en lugar de la inicial como en el caso de Vera, Valentina y Mamá, que componían el equipo mayúscula. Empezaron a dividirse así para los juegos pero ya los mantenían para todo aquello que requería que se dividieran. La responsabilidad sobre las pequeñas tareas de la casa —del grueso de las mismas se encargaba Polly, una de las estudiantes norteamericanas que, como era costumbre, residían con familias españolas compaginando las clases en la universidad con el servicio doméstico y la enseñanza de inglés a los niños— se alternaba entre el equipo minúscula y mayúscula y su distribución lucía en el fondo de pantalla de la nevera con algún divertido emoticono que cada niña añadía a su antojo la semana que le tocaba. Esta semana, Flavia había elegido un oso panda vestido de chef que circulaba por la pantalla dejando sus huellas sobre las letras del plan de tareas semanal hasta que se tocaba la pantalla y desaparecían para dejar leer el texto. Al menos no tenía sonido, como los que solía elegir Olivia.

Hoy, sin embargo, como era un día especial, todas ayudaron a recoger la mesa para terminar más rápido y proceder lo antes posible al momento más esperado del día: el encendido de la corona de Adviento.

La corona de Adviento se había convertido en una de las tradiciones familiares más sólidas en casa. La víspera, las niñas despejaban y limpiaban afanosamente la mesa de centro del salón de estar y colocaban en ella la corona con las cuatro velas. Apagadas, por supuesto. El domingo, había comida especial. Solía venir a comer algún sacerdote amigo de la familia y a veces venían también los primos, los tíos y hasta la abuela.

Papá era el pequeño de ocho hermanos. Estaban muy unidos y —menos el tío Ignacio, que era sacerdote— todos tenían familias numerosas así que, cuando se reunían todos, llegaban a ser una verdadera multitud.

Nadie recordaba muy bien cómo ni cuándo había empezado la tradición, pero lo cierto era que se había ido convirtiendo en una ceremonia cada vez más sofisticada. Después del postre, toda la familia se colocaba de pie alrededor de la corona. Entonces, el sacerdote invitado leía el Evangelio del día y bendecía el fuego con el que —en orden de mayor a menor— cada domingo, una de las niñas encendía una vela sucesivamente, hasta completar los cuatro cirios de la corona, el domingo antes de Navidad. Encendida la vela, rezaban juntos el rosario. Acababan cantando villancicos de Adviento y, muchas veces, la fiesta se alargaba hasta bien entrada la tarde y sacaban mantecados y anís.

Según la tradición, por tanto, hoy era el turno de Vera, que, como cada año, era la encargada de encender la primera vela.

Sobre las cinco y media, después de charlar un rato con los mayores mientras tomaban café y jugar otro rato con sus hermanas pequeñas, Vera se despidió. Había quedado con Mencía para pasar la tarde, como de costumbre.

—¿Y no salís por ahí, de paseo?

Don José María tenía ese don para hacer siempre la pregunta más oportuna.

—Sí, a veces después damos una vuelta por el Diversia.

—¿Con gente del colegio?

—O no. Es un sitio abierto, va mucha gente, ya sabes —respondió encogiéndose de hombros mientras se abrochaba el abrigo.

Don José María le sonrió con aquella mirada, de sobra conocida. Siempre parecía saber lo que estabas pensando.

—¡Mamá, llámame luego! —gritó Vera ya desde la puerta.

Y cerró sin esperar respuesta.

Mencía vivía apenas un par de calles más arriba. Los padres de Mencía nunca estaban en casa. Pasarían el rato charlando, viendo videos o probándose ropa hasta las siete. A esa hora, vendrían los primos de Mencía, seguramente con Jaime, para salir a dar una vuelta en moto. A veces se les unían también otras amigas. Llevaban haciendo ese plan todos los domingos desde que empezó el curso. Papá y Mamá sabían que después daban un paseo hasta el centro de ocio con los primos de Mencía, aunque Vera había omitido estratégicamente lo de las motos.

El tal Jaime había sido el amor platónico de Mencía desde los doce años. Iba al colegio con sus primos, que ya estaban en último curso. Al principio no le hacía caso porque le parecía demasiado pequeña, pero desde que en el cumpleaños de Álvaro Rada, Mencía se besó en público con Javier Elizalde, Jaime empezó a interesarse por ella. Después de verano, empezó a apuntarse al plan de los domingos por la tarde y se esperaba que en cualquier momento antes de las vacaciones de Navidad el amor dejara de ser platónico y le pidiera salir.

—Creo que me lo va a pedir hoy —declaró Mencía nada más atravesar Vera la puerta de su dormitorio.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Me preguntó si mis padres estarían en casa hoy. Raro, ¿no?

—¿Lo invitarás a la fiesta?

—¡Claro, tía!

—¿Y si no te lo pide?

—¡Con más razón! A lo mejor me lo pide esa noche. ¡Año nuevo! ¡Novio nuevo!

Mencía quería empezar el año con novio a toda costa. Jaime y los preparativos de la fiesta fueron el tema de la tarde. Mencía estaba obsesionada. No paraba de ver videoblogs de fiestas y reposiciones de My Super Sweet Sixteen[1] para ser la perfecta anfitriona. En principio, había convocados unos cincuenta invitados, entre chicos y chicas, pero todas las previsiones apuntaban a que se superaría el aforo. La mayoría de las chicas de su clase no habían estado nunca en fiestas con chicos sin supervisión paterna. Las hermanas mayores de Carlota Percal se iban a encargar de traer el alcohol y un primo de Belén Gilabert, que empezaba a hacerse un nombre como DJ, había aceptado pinchar un par de horas a cambio de que invitaran también a sus colegas. Había muchas expectativas puestas en la fiesta de Menci: en el colegio no se hablaba de otra cosa.

—Va a ser épico —dijo Mencía—. Todavía no me puedo creer que no vayas a estar.

Vera no asistiría a la gran fiesta de su mejor amiga. En su lugar, pasaría el fin de año en París con sus compañeras y profesoras de la escuela de ballet. Cada año, aprovechando las vacaciones escolares de Navidad, la escuela enviaba una selección de sus mejores alumnas a un curso intensivo en la Escuela de Ballet de la Ópera de París. El programa del viaje incluía clases con las profesoras de la prestigiosa escuela francesa, conferencias, visitas turísticas en París y Versalles y la codiciada asistencia a la representación de Año Nuevo del Ballet de la Ópera en el Palais Garnier, con todos los gastos pagados. Vera llevaba soñando con ese viaje desde los ocho años.

—No cambiaría París por nada —replicó.

Iba a añadir algo, pero el móvil de Mencía emitió un sonido en ese momento y rápidamente atrajo toda su atención.

—Es Jaime. Están en la puerta, ¡vamos!

No eran las únicas que salían por el entorno de La Moraleja los domingos por la tarde. De hecho, medio colegio hacía otro tanto y era habitual encontrarse a grupos de chicas solas o alternando con grupos de chicos del colegio masculino ubicado un par de calles más arriba que el de las niñas. Había plan de Starbucks, cine o sentarse en las gradas del centro de ocio, según el presupuesto. Muchos de ellos ni siquiera quedaban, sino que, simplemente, se encontraban allí por casualidad. Aunque la mayoría de las veces era una casualidad bastante premeditada.

El grupo de Bea Casas y Blanca López de Ayala era un habitual de los domingos por la tarde en el Diversia. Bea y Blanca habían sido alumnas del colegio y ahora estudiaban Medicina y Derecho respectivamente. Solían ocupar la terraza del Starbucks incluso en invierno porque así podían fumar. Las niñas, por su parte, se instalaban habitualmente en el banco que quedaba justo enfrente. No pocas veces habían sido el centro de sus conversaciones, analizando estilismos, observando actitudes y compartiendo información sobre lo que se rumoreaba de ellas en el colegio. Se decía que habían conocido a muchísimos chicos en la universidad y que, en lo que iba de curso, Bea había tenido ya tres novios.

Aunque se conocían de vista, no solían saludarlas hasta que, hacía dos o tres domingos, cuando las niñas llegaron al Diversia, Jacobo de la Mora estaba sentado con ellas en la terraza del Starbucks fumándose un cigarro. Jacobo tenía diecinueve años y, al parecer, su cara de ángel rubio y su desenfadada simpatía le habían convertido en el tipo más popular de la Facultad de Medicina. Cuando Vera se acercó a saludar, Bea pensó que se dirigía a ella y la saludó, con una sonrisa forzada entre sorprendida y avergonzada por el atrevimiento. Era evidente que intentaba impresionar al chico. Él se levantó inmediatamente y cuando Bea hizo ademán de presentarle a Vera, soltó con desparpajo mientras le daba un beso:

—¿Cómo me la vas a presentar si es mi prima favorita?

Jacobo también era el primo favorito de Vera. Era ahijado de Papá y, aparte de primos, eran bastante buenos amigos y tenían mucha complicidad.

—¿Lo saben en casa? —dijo Vera refiriéndose al cigarro que acababa que apagar precipitadamente.

—¿El qué? —contestó él guiñándole un ojo y chasqueando la lengua.

Vera levantó la ceja y sonrió.

—¿Tú con quién andas? —curioseó Jacobo.

—Con Menci y estas.

Jacobo echó un vistazo rápido al grupo en el que, en ese momento, Mencía era la única chica. La saludó con la mano.

—¿Y esos? —preguntó.

Vera le guiñó un ojo y chasqueó la lengua remedándolo.

—¿Qué esos? —contestó.

Jacobo se rio y le revolvió el pelo.

Vera se alejó hacia sus amigos, todas las miradas puestas en ella, sabiendo que acababa de ascender varios puestos en el ranking de popularidad del colegio.

Desde entonces, Bea y Blanca la saludaban con gran reverencia cada vez que se encontraban por ahí.

Aquella tarde no había ningún chico con ellas aunque eran un grupo bastante nutrido.

—¿Sabes lo último? —dijo Mencía bajando el tono de voz como hacía siempre que estaba a punto de soltar un bombazo.

—¿Qué?

—Bea lo ha dejado con su novio —espetó.

—¿En serio? —se sorprendió Vera. —Si apenas llevaban un mes...

—Por lo visto hay terceras personas. El jueves lo dejó con este y el viernes la pillaron con otro en el Toy, en plan... ya sabes.

—A lo mejor no es cierto.

—Oh, sí. La fuente es fiable. Hazme caso: esa tía va de buena, pero es un putón.

—No hables así de la gente —corrigió Vera.

—¡Ay, tía! —protestó Mencía antes de continuar—. Adivina con quién la pillaron.

Vera hizo un gesto de ignorancia como para indicar a su amiga que continuara. Se estaba preguntando por qué esta pretendía que lo adivinara justo cuando empezó a atar cabos.

—No... —dijo con incredulidad.

—Eso he oído.

Vera resopló.

—¡Anda ya! Él no es así.

Mencía se encogió de hombros y sentenció:

—Es un chico: todos son así.

Vera observó a Bea. Hablaba con sus amigas y se reía escandalosamente. Se notaba que disfrutaba siendo el centro de atención. Era muy guapa, tenía buen tipo, mucho estilo y un pelo perfecto. Era evidente que sus amigas la respetaban como a una líder. Costaba creer que alguien así no se respetara a sí misma.

—Jacobo, no —defendió Vera—. Es muy coherente. Y seguro que ella también.

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