Fiat

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Primer domingo de Adviento

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Como si hubiera notado que la estaban observando desde lejos, Bea Casas se volvió y las saludó con la mano. Hizo ademán de recordar algo.

—¿Viene hacia aquí? —susurró Vera como si la hubieran sorprendido copiando en un examen.

En efecto, Bea había dejado atrás la mesa donde permanecían sus amigas y se dirigía hacia donde estaban sentadas las niñas.

—Chicas... ¿qué tal? —dijo arrastrando cada sílaba.

Vera rastreó su cerebro en busca de una frase acertada.

—Me encantan tus botas —se oyó decir.

Ups. Eso no tenía que haber salido así, pero contra todo pronóstico, a Bea le sonó bien el halago.

—Cuando quieras, son tuyas. Son como el tercer par que me compro este otoño: creo que tengo un problema de adicción.

Las tres chicas rieron, aunque más por nervios que por diversión. Sin solución de continuidad, Bea añadió:

—El sábado doy unas copas en casa de Blanca. Estaría bien si os pudierais pasar.

Las niñas se quedaron congeladas durante un instante ridículamente largo antes de que Mencía tomara la palabra para contestar:

—¡Claro! Cuenta con nosotras.

Bea miró a Vera en busca de confirmación.

—Sí... claro... allí estaremos.

Su balbuceo sonó más infantil de lo que pretendía. Maldijo para sus adentros mientras esbozaba una sonrisa que disimulara la tensión.

—Genial. Allí nos vemos, pues.

Y se alejó para regresar a la mesa donde seguían sus amigas.

Como si las esperaran en otra parte, las niñas se levantaron del banco que ocupaban y se desplazaron hasta colocarse detrás del seto que hacía de respaldo y que se elevaba por encima de sus cabezas. Una vez al otro lado del seto, fuera del alcance de la vista de las mayores, dieron rienda suelta a la euforia.

—¿Te das cuenta? ¡Estamos dentro! —dijo Mencía sacudiendo a Vera por los hombros—. ¡Nuestra primera fiesta adulta!

—En el colegio se van a morir —confirmó Vera—. Oh, Dios... ¡Esto sí que va a ser épico!

Aún se estaban abrazando cuando los chicos aparecieron con las bebidas que habían ido a buscar al vips.

—¿Nos hemos perdido la fiesta? —preguntó Jaime con sonrisa socarrona.

—Oh, sí, chaval —contestó Mencía—. Más vale que espabiles porque a esta que está aquí, se la rifan.

Empezó así un tonteo que duró aproximadamente una hora. Se apartaban cada vez que encendían un cigarro con la excusa de no echarles el humo a los no fumadores. Jaime le vacilaba y Mencía le reía todas las gracias. Se susurraban cosas al oído y a veces acercaban tanto los labios que casi saltaban chispas. Mientras, Vera charlaba con Álvaro, uno de los primos de Mencía, y se burlaban del tonteo que se traían aquellos dos. Le parecía un poco ridícula la actitud de Menci cuando estaba con él, pero a la vez estaba emocionada por ella: era obvio que iban a besarse en cualquier momento.

No era el primer beso de Mencía. Hacía ya por lo menos dos veranos que se había besado por primera vez con un tal Carlos del Pino, en su urbanización de La Manga. A ese le habían seguido unos cuantos besos más. Con Javier Hoyos —que fue su novio el curso pasado— incluso había llegado a dejarse acariciar por debajo de la ropa.

Vera nunca se había besado con un chico. Bueno, con Beltrán de la Sota en el campamento de verano, pero aquello había sido un beso fugaz con la boca cerrada y no contaba como beso beso. No pretendía salir con chicos al menos hasta la universidad. Puede que después. Los chicos suponían una inevitable distracción que Vera no estaba dispuesta a consentir antes de acabar el bachillerato.

Y eso hablando solo de salir juntos.

Por supuesto, el sexo estaba completamente fuera de plano hasta el matrimonio. Vera ni siquiera lo contemplaba como una opción aunque era consciente de que muchas chicas lo hacían con su edad: no todo el mundo había tenido acceso a una formación cristiana coherente en casa y en el colegio. Hasta hacía apenas un año, Mencía defendía exactamente los mismos principios, pero entre las series que veía, los ebooks que últimamente le había dado por leer y sus amigas de la playa, había empezado el curso convencida de que el sexo era un paso que había que dar antes de acabar el bachillerato para no ser tenida como una pardilla en la universidad.

—Que sí, tía, que todo el mundo lo hace —le comentó un día Mencía a la vuelta del verano.

—¿Qué dices? —se escandalizó Vera. —¿Lo quieres hacer?

—No con cualquiera —replicó su amiga—, con alguien especial y cuando llegue el momento.

—El momento es tu noche de bodas —replicó Vera haciendo el signo de las comillas con las manos para enfatizar sus palabras.

—Que no, tía. Estas dicen que eso está obsoleto. Que ya nadie lo respeta, ¡ni los propios católicos!

—¿Qué sabrán ellas?

—¡A lo mejor somos nosotras las que no sabemos! Créeme: vivimos en una burbuja.

—¡Venga ya! Sí: una burbuja de más de dos mil años cuyo mensaje ha permanecido inalterable durante veintiún siglos.

Mencía resopló.

—¿Por qué tienes que expresarte siempre con tanta autoridad?

—Porque tengo razón —sentenció Vera.

Vera confiaba en que esto fuera solo una fiebre, como tantas que le daban. Solo Dios sabía la de rosarios que había rezado para que Mencía volviera en sí antes de echarlo todo a perder sin remedio.

 

Había caído ya la noche sobre el Diversia. Vera hablaba con Álvaro, que le enseñaba algo en su smartphone. Era un friki de la informática que hackeaba por puro aburrimiento. Le contaba su última hazaña en la que había descifrado el QR de identidad del padre de un colega, que le acababa de regalar un deportivo convencido de que tenía una cuenta en Suiza y había descubierto que tenía cáncer.

—No sabes cómo lo pasé para contárselo.

De cuando en cuando pasaba alguien conocido y se paraba a saludar. Vinieron unos amigos de los chicos y otras amigas del colegio que fueron haciendo el grupo cada vez más grande. Más o menos como cualquier otra tarde de domingo. La temperatura bajó rápidamente en cuanto se ocultó el sol y ya no resultaba tan agradable permanecer en el exterior.

Mencía se acercó a Vera, la cogió de la mano y la sacó de la conversación llevándola aparte.

—V, no te lo vas a creer: Jaime me ha invitado a cenar a su casa. Sus padres están en Londres.

—¿Qué? Ni se te ocurra ir.

—¿Cómo que no? V, ¿no te das cuenta? ¡Se me va a declarar!

—Pues que lo haga aquí, tía. ¿Cómo vas a ir a su casa sola? —reprobó Vera.

—Sola, no. Con él.

—¡Pues por eso!

—Pero sí quiero salir con él —defendió Mencía.

—Claro que sí y yo te apoyo totalmente. Pero no necesita encerrarte en una casa para pedirte salir —hizo una pausa dramática para conferir seriedad a su argumento— y tú lo sabes.

Hubo un silencio incómodo.

—Voy a llamar a mis padres —declaró Mencía—. Si me dejan, voy.

—¿Y qué les vas a decir? Mañana hay colegio.

—¿Por qué eres tan santa?

—¡No soy santa! ¡Más quisiera! Solo soy tu mejor amiga: me preocupo por ti. Me preocupo de verdad.

 

Pelayo Rada no tardó ni tres minutos en dar permiso a su hija para que llegara más tarde. El padre de Mencía siempre estaba trabajando o de viaje. Vera nunca lo había visto asistir a nada en el colegio. Nunca había sido un padre muy estricto pero desde lo de su madre, no le había negado a su hija ni un solo capricho.

La madre de Mencía murió de cáncer cuando ella tenía nueve años. Fue un shock en el colegio.

Su padre se había vuelto a casar hacía un par de años. Menci adoraba a su nueva madre porque por su decimotercer cumpleaños le regaló una tarjeta de crédito sin límite. Desde entonces, incluso la llamaba mamá.

Pero Vera tampoco la había visto nunca en nada del colegio.

Mencía tenía más comunicación con la chica interna que con sus padres. A veces, incluso había acudido a Mamá para preguntar algo. Como cuando le empezó a doler el periodo y creyó que tenía apendicitis.

En casa se podía hablar con naturalidad de cualquier tema. No solo con Mamá. También Papá escuchaba a las niñas en sus pequeñas tribulaciones y ofrecía su consejo cuando se le preguntaba, aunque, para según qué temas, solían aprovecharse de Mamá que, debido a su trabajo, estaba bastante familiarizada con las cuestiones que rondaban las cabezas adolescentes.

Mamá era escritora. Escribía novelas, administraba varios blogs y colaboraba asiduamente con varias revistas. También era presidenta de una fundación que llevaba el nombre de su pseudónimo literario. Mamá siempre firmaba sus novelas con pseudónimo, aunque todo el mundo sabía ya que W. Fawkes era ella. Escribir había sido su pasión desde niña, pero no fue hasta los treinta y tres cuando publicó su primera novela. Era la única obra de Mamá que Vera no había leído. Solo se editó en papel y, pese a que había cosechado grandes éxitos en su momento, no había vuelto a reeditarse. Se llamaba Fiat.

Su segunda novela —Adsum— fue número uno en ventas tres meses consecutivos, se tradujo a más de cuarenta idiomas, se distribuyó en más de setenta países y, apenas un año después, se estrenó la película. Después de esa, vinieron muchas más. Papá decía que Mamá «se puso de moda».

Desde entonces, la llamaban de un montón de sitios para hacerle entrevistas y la invitaban a dar conferencias sobre la temática que inspiraba sus novelas por todo el mundo. Ella aseguraba que escribir era su verdadera vocación y que era en el acto de crear en el que alcanzaba mayor plenitud, pero que consideraba cada conferencia como un privilegio, porque le daba la oportunidad de abundar en profundidad en los temas de fondo sin las ataduras que suponían la propia historia y las reglas del juego editorial, pudiendo usar su propia voz y no la de ninguno de sus personajes. Una famosa revista la había considerado como una de las diez mujeres de habla hispana más influyentes del mundo.

—Me dejan —declaró Mencía victoriosa.

—¿Con quién le has dicho que estás? —interrogó Vera.

—No ha preguntado.

El móvil de Vera emitió un sonido luminoso reclamando su atención. Era Mamá.

—Estás a tiempo de cambiar de opinión: puedes venir a cenar con nosotras —intentó Vera mostrándole la pantalla del smartphone.

Jaime arrancó la moto e hizo sonar el claxon. Mencía miró a Vera buscando su aprobación con cara de circunstancias.

—Tú misma —claudicó—. Yo me voy a casa: mi madre me recoge dentro de diez minutos.

 

Mamá había escrito a Vera. Se le había antojado comida de uno de sus restaurantes favoritos. La servían también para llevar así que sugería recoger a Vera primero y pasar juntas por la comida de camino a casa.

—¿Qué tal tu charla? —preguntó Vera una vez se hubo montado en el coche, mientras acomodaba la caja de pinchos y el bolso de Mamá sobre su regazo.

Desde que Vera podía recordar, Mamá asistía a charlas de formación los domingos por la tarde. Eran una especie de catequesis para adultos en la que se reunía con otras mujeres de su edad para seguir conociendo a Jesús y hablar de temas importantes para la familia. Como una especie de catequesis para madres.

Para Mamá su formación era muy importante y no se la perdía por nada. Aun cuando pasaban el fin de semana fuera, siempre se ocupaba de volver a tiempo. Vera incluso recordaba aquella vez que Olivia tuvo mononucleosis y estuvo dos días ingresada en el hospital. Mamá no se movió de su lado. Papá se llevó a las niñas a dormir a casa y a la mañana siguiente regresaron muy temprano y pasaron todo el domingo en el hospital. Mamá seguía exactamente en la misma posición que cuando se marcharon la noche anterior: sentada en una silla que había arrimado a la cama, echada hacia delante con la espalda recta y los codos apoyados en las rodillas, con una mano sobre su frente y la otra sobre la manita de Olivia, y los ojos cerrados, como cuando rezaba. Vera recordaba perfectamente cómo le impresionó aquella estampa. La catequesis fue lo único que hizo que Mamá se alejara de la cama de Olivia. Ella seguía dormida. Mamá se levantó de la silla, como si hubiera recibido un impulso repentino, habló en susurros con Papá, se aseó y salió de la habitación. Papá se sentó en la silla, pero no duró mucho. Estuvo más bien dando vueltas a la pequeña habitación, sentándose y levantándose continuamente, como si no encontrara una postura cómoda para su cuerpo inquieto. Mamá regresó apenas una hora después. Volvió a ocupar la silla, aunque ya no parecía tan tensa. Papá se sentó a los pies de la cama de Olivia y rezaron juntos el rosario. A la mañana siguiente, Olivia se despertó. A mediodía le dieron el alta y cuando Vera volvió del colegio Olivia ya estaba en casa vistiendo su pijama preferido y dibujando animales.

—Fenomenal —contestó Mamá poniendo el motor en marcha—. Vosotras, ¿qué tal?

Vera resopló haciendo una mueca de decepción.

—¿Y eso?

Le contó más o menos la tarde: que habían pasado más tiempo charlando que estudiando, que Mencía estaba organizando una mega fiesta de fin de año en su casa, que estaba súper emocionada y que después habían salido a dar una vuelta con el chico que le gustaba a Mencía.

—Mamá: creo que está obsesionada —dijo con tono solemne—. ¡No habla de otra cosa!

—Pues, hija, qué pena.

—Ya. Ni siquiera hemos hablado de mi maleta para París, ¿puedes creerlo? ¡Prefería hablar de chicos que de ropa!

A Mamá se le escapó la risa.

—No te rías: falta menos de un mes.

—Mi vida, en un mes te da tiempo a diseñar los outfits de toda Francia.

Y las dos rieron.

—¿Y quién dices que es el chico que le gusta a Menci, entonces? —dejó caer Mamá.

—Jaime. Un amigo de sus primos.

—¿Y han venido sus primos también?

—Solo Álvaro. Gonzalo tenía torneo de pádel.

—Y el tal Jaime, ¿va aquí, a La Moraleja? —preguntó refiriéndose al colegio de chicos que había junto al colegio de las niñas.

—No. Va al de Pozuelo.

—¡Anda! Pero sin don Benjamín es el capellán... ¿Quieres que le pregunte? Seguro que lo conoce.

—¡Ay, Mamá! ¿Tú también? —exclamó poniendo los ojos en blanco—. Te prometo que como pase un minuto más hablando de Jaime, sueño con él.

Mamá estalló en risas en su versión más escandalosa. Se apaciguó repentinamente, cerrando los ojos y como aguantando el aliento.

—¿Qué te pasa? —se extrañó Vera.

—No sé. La tripa. Llevo toda la tarde con un dolor...

—¿De la comida?

—No creo. Es como si me fuera a poner mala.

Vera procesó la información.

—¿Hasta qué edad se tiene la regla? —quiso saber.

—¿No me estarás llamando vieja? —se escandalizó Mamá.

—¡Qué va! Es solo curiosidad —se excusó ella reprimiendo una risita de culpabilidad.

—Pues espero que acabe pronto porque hacía años que no me dolía así.

 

Papá estaba jugando con las niñas a no sé qué cuando llegaron a casa. Se oían los gritos desde fuera. Vera y Mamá se ofrecieron a preparar la cena para que pudieran acabar la partida.

—¡No te he contado lo mejor! —exclamó de repente Vera mientras disponía los pinchos sobre una fuente.

Mamá la miró expectante.

Y mientras ponían juntas la mesa, Vera le contó cómo la mismísima Bea Casas se había acercado a ellas —¡a ellas!— y las había invitado a unas copas que daba para sus amigas en casa de Blanca López de Ayala, con todo lo que ello suponía para su reputación.

—Puedo ir, ¿verdad? ¡Estoy tan emocionada! —añadió Vera dando palmas compulsivamente.

—Por mí, no hay problema, pero déjame que lo vea con Papá, ¿vale?

—¿Qué tiene que ver Papá? —dijo este acercándose por detrás y sacándole las cosquillas a su hija mayor.

Ella se volvió hacia él, se le colgó al cuello y empezó a colmarlo de besos.

—¿Te he dicho que eres el mejor padre del mundo? —le dijo, zalamera.

—¡Ja! ¿Qué me vais a pedir, canallas? —contestó él, dejándose querer.

—Fiesta de mayores —apuntó Mamá con una divertida cara de circunstancias.

—A ver, ¿a ver?... —dijo Papá con curiosidad sentándose a la mesa—. Bendigo y me cuentas.

Papá pronunció la bendición apenas se sentaron las hermanas y Vera empezó a hablarle emocionada de Bea y Blanca, de cómo había surgido la invitación, de lo que suponía socialmente que las mayores se hubieran dirigido a ellas...

—Son amigas de Jacobo —añadió como alegato final a la defensa de su causa.

—¿Él irá? —preguntó Papá.

—¡No! Es solo de chicas, ¿te imaginas?

Papá cogió aire, como considerando el veredicto y miró a Mamá. Ella se encogió de hombros sonriendo con gesto infantil.

—De acuerdo.

—¿Sí?

—Sí.

—¡Sí! —exclamó finalmente Vera cerrando los puños—. Te dije que eras el mejor. Gracias, Papá.

Y le tiró un beso, sonriéndole, desde su lado de la mesa.

Vera revisó el móvil antes de acostarse, justo después de hacer el examen de conciencia.

 

Mencía: ¡Me lo pidió! Dije que sí. Todo bien. Mañana te cuento.

 

Suspiró, se recostó en la almohada y se durmió pensando que de verdad acabaría soñando con el tal Jaime.

No lo hizo. Tampoco la noche del lunes y eso sí que fue un milagro porque fue el único tema del que se habló en cada hora libre del día, a tal punto que Vera incluso agradeció la campana que señalaba el comienzo de las extraescolares de la tarde. Y eso que era Chino.

El resto de la semana pasó sin más novedad que los insípidos pero constantes mensajes de Jaime y el complejo proceso de selección de estilismo para las copas de Bea, para lo que ninguno de sus dos armarios parecía ofrecer nada suficientemente apropiado.

 

El jueves Mamá había quedado en recoger a Vera un poco antes de que acabaran las clases, así que Vera estaba sola en la puerta del colegio cuando Mamá apareció por la esquina. Venía en el mini-Fiat.

El mini-Fiat era un Fiat 500 de 2012 que había sido de Mamá desde que era soltera. Funcionaba perfectamente porque solo lo usaba para moverse por la ciudad cuando iba sola, lo cual era rarísimo. A veces, Vera y Mamá se iban en el mini-Fiat de tiendas por la calle Fuencarral o por el barrio de Salamanca y bromeaban diciendo que no podían comprar más porque no les cabían las bolsas en el maletero y no porque las tiendas fueran prohibitivas. Sus padres habían prometido a Vera que si sacaba buenas notas en las pruebas de acceso a la universidad, Papá le pagaría la autoescuela y Mamá le regalaría el mini-Fiat. A Vera le encantaba. Pero para eso aún quedaban un par de años y, según Papá, sería un milagro si el coche seguía funcionando después de haber sido conducido por Mamá durante veinte años.

Mamá detuvo el coche en mitad de la calle a la altura del colegio y puso los cuatro intermitentes. Vera corrió a montarse antes de que viniera otro coche.

Un mes antes, Mamá había entrado en la habitación de Vera. Ella estaba sacando de su bolsa de deporte las cosas de ballet. Bailaba desde los ocho años, cuando ganó un concurso de redacción sobre el Teatro Real y como premio la invitaron a una representación de El Cascanueces. Se sentó en la cama y Vera se tiró a su lado.

—Si escucho una vez más esa pieza me volveré loca —teatralizó Vera.

Mamá intentó sin éxito una sonrisa forzada que manifestaba que quería decir algo que no sabía cómo empezar. Finalmente arrancó: iba a pedir cita para una visita rutinaria al ginecólogo y había pensado que era hora de que Vera la acompañara. Algunas mujeres de la familia, por ambas partes, habían tenido que ser operadas de los ovarios y Mamá quería descartar cualquier riesgo para Vera.

—Estoy absolutamente segura de que estás bien, pero así nos quedamos tranquilas. ¿Te parece? —dijo.

Hubo un instante de silencio.

—Qué palo —respondió la niña al fin.

—Lo sé. Es un momento incómodo —afirmó Mamá.

—¡Pero me muero de la vergüenza! —objetó Vera.

—Lo sé, mi vida. Da tanta vergüenza que yo creo que la puedes ofrecer tal cual. Piensa que el Señor nos ha concedido a las mujeres el maravilloso don de la maternidad y es nuestra responsabilidad velar por la salud de nuestro cuerpo y comprobar que todo está en orden para cuando tengamos que ser madres en el futuro. ¿Sabes qué puedes hacer? Acudir a la Virgen.

Vera hizo una mueca de resignación y se tapó la cara con las manos mientras Mamá se dirigía a la puerta.

—De todos modos, he pensado que da tantísima vergüenza que a lo mejor después podemos ir a desvergonzarnos un poco a Bimba&Lola.

Vera se puso de rodillas en la cama de un salto.

—¿En serio? ¡Te adoro! Tú sí que sabes motivar, Mamá, y no la señorita Ermakova.

—Piensa en ello cuando estemos en la consulta.

Le guiñó un ojo y salió de la habitación.

 

El pequeño vehículo sorteó algunos coches por la A-1 y se incorporó a la M-30. El tráfico todavía era razonablemente fluido a esa hora.

—¿Estás nerviosa? —preguntó Mamá.

Vera asintió sin articular palabra.

—Solo necesitas veinte segundos de valentía. Papá iba a ofrecer el rosario de hoy por ti.

—¿Qué? ¿Se lo has dicho a Papá? ¡No me lo puedo creer! Mamá, ¡qué vergüenza!

—Papá y yo no tenemos secretos, mi vida —contestó ella.

Hubo otro rato de silencio mientras el coche avanzaba por O’Donnell.

—¿Duele?

—Molesta un poco.

—¿Qué voy a sentir?

—Frío. Y como un pellizco. Pero te prometo que antes de que hayas podido decir tres veces Bimba&Lola habrá pasado.

 

La consulta se encontraba en uno de estos edificios clásicos de Madrid, con ascensor a la vista, portero y moqueta. El piso, sin embargo, había sido reformado con mucho gusto. La sala de espera era un amplio salón pintado de blanco con grandes ventanales y dos sofás de tres cuerpos tapizados en rosa palo y adornados con cojines estampados con flores liberty, a juego con los asientos de cuatro sillas de corte afrancesado que había a ambos lados de cada sofá. Las paredes estaban decoradas con fotos de bebés en blanco y negro enmarcadas en cuadros blancos con paspartout. Era evidente por qué a Mamá le gustaba esa consulta. Vera recordaba haber estado allí alguna vez, cuando era pequeña y Mamá estaba embarazada de Valentina, pero había otra decoración. O a lo mejor solo había otra tapicería. Papá la entretuvo contándole cosas de cuando ella nació. Después había vuelto, al menos una vez más, porque recordaba también que uno de los bebés de la pared era, de hecho, Valentina.

Se acomodaron en el extremo de uno de los sofás pese a que no había nadie más en la sala.

—Enseguida sale la doctora —les había dicho la enfermera que las recibió después de saludar cariñosamente a Mamá. Ella le presentó a Vera, que mantenía la cabeza gacha y la cara semiescondida en el enorme foulard con el que se abrigaba el cuello.

Habían acordado que Mamá pasaría primero. Así, podrían irse de allí en cuanto Vera saliera de la consulta. Habían acordado también que Vera entraría sola. Solo después de la exploración y si ella se sentía cómoda, podría pasar Mamá para escuchar los comentarios de la doctora.

—Solo si tú me necesitas, mi vida. Yo confío en ti.

Aunque Vera sospechaba que, después de cuatro hijas, tampoco había secretos entre la doctora Lara y Mamá.

—Pues a Mencía le ha recetado el ginecólogo la píldora anticonceptiva, ¿sabes? —comentó Vera mientras esperaban.

—¿Mencía va al ginecólogo?

—Como su madre murió de cáncer, la han llevado por si acaso. Por lo visto tenía no sé qué de las hormonas y le ha recetado la píldora como para compensarlo —explicó Vera—. ¿Y si me la receta a mí, qué?

—Puedes decir que no.

—Pero si me encuentra algo y por lo que sea me la tengo que tomar ¿sería pecado? —insistió.

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