Fern

Fern


Capítulo 23

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Fern no podía creer lo rápido que empezó a latirle el corazón, cómo su cuerpo cansado de repente pareció tener suficiente energía para dos personas.

—No tiene más que aparecer para que tú sólo pienses en echarte en sus brazos —dijo en voz alta, molesta consigo misma—. ¿Qué quieres hacer? ¿Ir a Boston para convertirte en su amante mientras él se casa con Samantha Bruce?

Este pensamiento puso fin a sus vacilaciones. Podía tolerar cualquier cosa menos tener que compartir a Madison o ser eclipsada por otra mujer. Tiró al suelo las sábanas que acababa de coger, se dirigió con aire resuelto a la puerta y la abrió de un golpe.

Madison se acercaba al jardín a galope. El caballo resoplaba debido al esfuerzo que había hecho durante aquellos ocho kilómetros. Fern sintió un tirón en el corazón. Aún llevaba la ropa que se había puesto para la fiesta. Estaba guapísimo. A pesar de su perfidia, le producía gran dolor tener que comunicarle que debía regresar al pueblo porque ella no lo quería a su lado.

—No te molestes en bajar del caballo —le gritó según entraba en el jardín—. No me interesa oír nada de lo que tengas que decir.

Madison se tiró del caballo. No perdió el tiempo atándolo al poste. Corrió hacia Fern y la estrechó entre los brazos.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué te has marchado? ¿Por qué no has ido a buscarme?

La preocupación le había dibujado líneas profundas en la frente.

«No te dejes engañar. Te has creído muchas veces sus mentiras. Si no dejas de hacerlo ahora, seguirá tratándote de la misma manera el resto de tu vida».

—No, no estoy bien —afirmó Fern, intentando mantener bajo riguroso control a su traicionero corazón—. Tengo un terrible dolor de cabeza y estoy segura de que mañana tendré ampollas en los pies. También me duelen mucho otras partes del cuerpo, pero ya se me pasará. Nunca más me permitiré sentirme así de mal, nunca más.

—¿Estás enferma? —le preguntó Madison—. No has debido marcharte sola. Tendrías que haber hablado con Rose o con la señora Abbot.

—No pienso seguir permitiendo que nadie cuide de mí —dijo Fern, soltándose de un tirón de sus brazos—. Debería haber sabido desde el principio que eso sólo me ocasionaría problemas.

—Pensaba que apreciabas a Rose.

Fern habría querido tener el valor de pegarle. No estaba bien que la hubiera seguido. Un hombre de buenos sentimientos simplemente habría dejado que todo terminara. No actuaría como si ella fuese lo único que le importara en el mundo. Debería regresar con Samantha y los McCoy. Era allí donde debía estar, entre personas ricas, guapas y sofisticadas. Si le quedaba algo de bondad, se olvidaría de ella y la dejaría volver con sus vacas.

—¿Te ha dicho alguien algo que te molestara? Cuando he visto tu vestido prácticamente hecho jirones, temía que hubiera sucedido algo terrible.

Ya era suficiente. No podía seguir soportando aquello. Le pegó en el pecho. No tan fuerte como hubiese querido, pero lo bastante para hacer que los ojos se le salieran de las órbitas.

—¿Cuánto tiempo vas a seguir fingiendo? —le preguntó Fern.

—¿Fingiendo qué? —interpeló Madison.

Fern cogió rápidamente la almohada y se la tiró. Él la esquivó sin esfuerzo.

—Fingiendo que aún te importo, que aún me amas.

Le tiró la sábana y tampoco logró darle, pero ésta se abrió al caer y se le enroscó alrededor de los brazos. Madison la arrojó al suelo con rabia.

—¿De qué diablos estás hablando?

—Estoy hablando de todas las mentiras que me has dicho en esta última semana, de todas las mentiras que he sido tan tonta de creerte.

Le tiró una bota que apenas le pasó rozando, pero logró pegarle con la segunda. Esto le hizo sentirse tan bien que se puso a buscar algo más que lanzar. Pero la casa estaba prácticamente vacía. No había remplazado ninguna de las cosas que destruyó el tornado porque se había alojado en la casa de la señora Abbot. Frustrada, cogió el montón de ropa que había traído.

—¿Qué te pasa? Hace menos de una hora estábamos hablando de matrimonio. Ahora me tiras todo lo que encuentras.

—No menciones la palabra matrimonio delante de mí, mentiroso embaucador —dijo Fern, tirándole el chaleco de piel de borrego—. ¿Cuál era realmente tu intención? ¿Querías divertirte mientras estabas en Kansas?

Madison se abrió pasó entre el chaparrón de camisas y pantalones que volaban por el aire y la agarró de las muñecas.

—¿Por qué me llamas mentiroso embaucador? No he mirado a ninguna otra mujer desde que te conocí.

La rabia que la invadió le proporcionó la fuerza necesaria para lograr soltarse. Cogió la taza que había usado para el café. Ésta se estrelló contra la pared detrás de Madison.

—¡Vuelves a mentirme! ¿Y Samantha Bruce? —dijo, buscando desesperadamente algo más. Encontró las espuelas. Una de ellas, al pegarle en la cintura, hizo un ruido sordo que resultó sumamente grato a sus oídos—. No puedo creer que hayas pensado que yo sería tan tonta, o estaría tan desesperada, como para permitir que te casaras con ella y me convirtieras en tu amante.

—¿Estás loca? —le preguntó Madison, esquivando la cafetera—. Yo no quiero casarme con Samantha. Quiero casarme contigo.

—Eso fue lo que me dijiste a mí, pero ¿qué le dijiste a ella?

Le tiró un plato que afortunadamente cayó muy lejos de él.

—¿De qué estás hablando? He pasado casi toda la noche viéndote bailar con un vaquero tras otro.

—Estoy hablando de cuando has besado a Samantha en uno de los salones de atrás, canalla asqueroso.

Le tiró otra taza. Esta vez estuvo a punto de atinar.

—Yo no estaba besando a nadie.

—No me mientas, Madison Randolph. Te he visto con mis propios ojos. La estabas besando. Le dijiste que la querías y ella te dijo que haría cualquier cosa por ti.

—Ah, te refieres a eso —dijo Madison, como si ella acabara de decirle que estaba pensando cambiar las cortinas de la cocina—. Eso no fue nada.

—A lo mejor no fue nada para ti, que eres un mujeriego y un inconsciente, pero ten por seguro que para mí ha supuesto un duro golpe. —Alzó la silla por encima de la cabeza para arrojársela.

Pero cometió un error. Madison había tomado su forma de actuar con bastante calma hasta aquel momento. Ahora la cercó con su cuerpo para impedirle lanzar la silla y se la arrancó de las manos. Luego, antes de que pudiera coger otra, la atrapó entre los brazos y la inmovilizó en un rincón.

—Antes de que rompas todo lo que hay en esta casa, vas a explicarme de qué estás hablando.

La aprisionó sujetándole los brazos a ambos lados y apretando su cuerpo contra el de ella. Debido a la prisa por marcharse de casa de la señora Abbot, Fern olvidó ponerse la camiseta de encajes, así que ahora sentía los pechos estrujándose contra el cuerpo de Madison. Era casi como si no llevara ropa alguna. Esta novedad la asustaba, pero también la excitaba. La sensación de los pezones rozando la camisa almidonada le produjo una inesperada excitación. Estuvo a punto de perder la razón, o de desmayarse, o de dejarse llevar, o de dejarse caer en los brazos de Madison, o de…

A punto, pero de hecho no ocurrió nada de eso.

—¿Qué quieres que te explique? Estoy segura de que sabes lo que significa besar a una mujer.

—Depende de la mujer.

Fern luchó por liberarse, pero Madison la sujetaba con fuerza. Intentó pegarle, pero él mantenía los brazos de ella sujetos a ambos lados.

Ya no sentía la ansiedad que le causaba la presencia de Madison. Sólo podía pensar en hacerle tanto daño como él le había hecho a ella.

—No sé qué piensa la señorita Bruce respecto a este tema, y no me importa lo que hagan en Boston, pero aquí en Kansas no esperamos que un hombre jure amor a una mujer y le pida que se case con él para minutos después encontrarlo besando a su ex novia en un salón. Sin duda eso nos convierte prácticamente en unos salvajes, pero así son las cosas aquí.

—Estás realmente enfadada, ¿verdad? Realmente crees que amo a Samantha.

—¡Te vi besándola! —gritó Fern—. Te oí decirle que la querías. ¿Por qué no habría de creerlo?

—Porque te dije que te amaba. Te pedí que fueras mi esposa.

—Y yo te creí. ¡Qué tonta he sido!

—Samantha es mi amiga. Nos conocemos desde que éramos niños.

—¡Pero eso no significa que tengas que besarla! —gritó Fern—. Pike y Reed son amigos míos, pero yo no ando por ahí besándolos. Y mucho menos les digo que los quiero. Creerían que estoy loca.

—¿Quieres saber qué estábamos haciendo en ese salón?

—Ya lo sé.

—No, no es así. Sólo crees saberlo.

—Supongo que me dirás que no la besaste.

—Sí, la besé.

—Supongo que no le dijiste que la querías.

—No lo recuerdo, pero probablemente sí.

—¡No lo recuerdas! —chilló Fern—. Supongo que tampoco recuerdas que me dijiste que me amabas.

—Recuerdo perfectamente cada palabra que te he dicho.

Estaba intentando camelarla de nuevo, hacerle pensar que ella era importante para él. Lo que más furiosa la ponía era que quería creerle. No le creía, pero no había nada que anhelara más en el mundo. Intentó soltarse y, al no poder hacerlo, apartó la mirada. Aunque no pudiera liberarse de sus brazos, no tenía por qué mirarlo a los ojos y ver su mirada de sinceridad. No sabía cómo lograba mentir con tanta convicción. Ella no podía. Suponía que eso se debía a que era abogado.

—Samantha y yo estábamos hablando de ti.

—Y te dejaste llevar tanto por tu amor por mí que tenías que besar a alguien. Así que besaste a la mujer que más cerca estaba de ti, quien por casualidad era la hermosa señorita Bruce.

—Le dije que te había pedido que te casaras conmigo, pero que me preocupaba llevarte a Boston.

—Probablemente pensaste que me pondría mis pantalones y mi chaleco de piel de borrego para ir a las fiestas elegantes a las que te invitaran. Eso te avergonzaría, ¿verdad? Puedo imaginar lo que dirían tus amigos: «No entiendo cómo Madison ha podido enamorarse de esa chica. Debería darse cuenta de que su lugar está más en una taberna que en un salón».

—Dije que pensaba que te sentirías muy sola al no tener amigos.

—No puedes esperar que los salvajes tengan amigos, y menos en Boston. Tal vez debas llevar un búfalo o un perro de las praderas para que me hagan compañía. Pero no se te ocurra escoger una serpiente cascabel. Me recordaría mucho a ti.

—Samantha dijo que le encantaría presentarte a sus amigos y cerciorarse de que no te sintieras abandonada cuando yo tuviera que salir en viaje de negocios.

La rabia de Fern flaqueó.

—¿Por qué habría de hacer eso? Ella también está enamorada de ti.

—No seas ridícula. Samantha es como mi hermana. Aún puedo recordar la primera vez que fui a visitar a Freddy. Ella no tendría más de seis o siete años.

—No importa qué edad tuviera entonces. Ahora está enamorada de ti.

—Pero nunca he hecho nada para hacer que se enamore de mí.

Fern ya sentía que su rabia se desinflaba como un globo pinchado.

—No tienes que hacer nada. Las mujeres se enamoran solas sin ayuda. Yo me enamoré de ti cuando aún pensaba que eras el canalla más miserable y engreído que había sobre la faz de la tierra.

—Entonces aún me amas —dijo Madison mientras la apretaba con tanta fuerza que Fern pensó que no podría respirar.

La esperanza, esa obstinada traidora, se resistía a marcharse. Apareció de nuevo en contra de su voluntad.

—He dicho que me enamoré de ti —corrigió Fern—, no que aún estuviera enamorada.

—Eres demasiado terca para cambiar de opinión una vez que has tomado una decisión.

Maldita sea, estaba permitiendo que la camelara de nuevo.

—Sin duda eres la persona más engreída, detestable…

Madison la besó apasionadamente en la boca.

—Creo que me enamoré de ti el día que te subiste al caballo de un salto y cabalgaste a todo galope por la pradera. Y yo tampoco he cambiado de opinión.

Fern empezaba a ceder, empezaba a creerle.

—Entonces, ¿por qué besaste a Samantha? —le preguntó Fern—. ¿Por qué dijiste que la querías?

La quiero —confirmó Madison—. Quiero a toda su familia. Tuvieron el valor de acoger en su hogar a un chico que no tenía un céntimo en medio de una guerra encarnizada. Pagaron mi educación, me dieron un lugar en su círculo de amigos y me hicieron sentir parte de su familia. Siempre los querré, pero eso no significa que quiera casarme con Samantha. Ella es como mi hermana.

—Eso no es lo que ella siente.

—¿Cómo lo sabes? ¿Acaso te ha dicho algo?

—No, pero puedo verlo. Rose también lo notó la primera noche.

Madison parecía asombrado.

—Yo no me he dado cuenta. ¿Por qué no me habrá dicho nada?

—Nunca te lo diría, y menos si pensara que amas a otra persona.

Fern vio la incertidumbre en sus ojos. Era evidente que no quería hacer daño a Samantha. Era imposible no creer en la sinceridad de su voz, así que Fern se sintió avergonzada de haber dudado de él.

Debería haberse dado cuenta hacía mucho tiempo de que Madison no mentía y de que no le importaba lo que los demás pensaran de él. Si ella no se sintiera tan insegura de sí misma, si no estuviera tan segura de que él no podría amarla por lo que era, lo habría visto.

Madison nunca le había mentido. En cambio, ella se había mentido a sí misma durante años. Todo el tiempo.

Fern sintió que su determinación empezaba a derrumbarse. Luego desapareció, como la arena cuando una ola invade la playa. Lo amaba perdida e irrevocablemente. Debía confiar en él, así como también debía confiar en sí misma.

—Siento mucho haber hecho daño a Samantha —confesó Madison—. Nunca ha sido mi intención, pero yo te amo a ti y quiero casarme contigo.

—¿Estás seguro? —preguntó Fern casi en un susurro.

—Nunca he estado más seguro de nada en toda mi vida. Me tienes tan loco que incluso he ido a ver a William Henry para que me aconsejara.

—¿Qué? —exclamó Fern. Una burbuja de felicidad estaba a punto de estallar dentro de ella.

—Fui a buscar a Rose para preguntarle cómo podía ayudarte a superar la aversión que sentías por mí, pero no la encontré.

Fern enseguida se puso seria.

—Aún no estoy segura, pero creo que puedo aprender a querer que me hagas el amor. Pero hay algo más: no creo que quiera tener hijos.

—¿Por lo que le pasó a tu madre?

Fern asintió con la cabeza.

Madison la abrazó más fuerte.

—Te llevaré a los mejores doctores de Nueva York. Iremos incluso a Europa si te apetece. Pero no tienes que tener un bebé a menos que estés absolutamente segura. Yo tampoco quería hijos hasta que conocí a mi encantador sobrinito, pero tengo cinco hermanos más. Dudo de que llegue a haber escasez de Randolph en el mundo.

—¿Estás seguro de que no echarías de menos tener tus propios hijos?

—No lo sé, pero estoy seguro de que a ti sí te echaría de menos. —La besó en la punta de la nariz—. Me he acostumbrado a cuidar de ti, y he descubierto que me gusta mucho hacerlo.

—Pero aún hay otro problema —señaló Fern.

Madison guardó silencio durante un minuto antes de preguntar de nuevo.

—¿Qué crees que podemos hacer al respecto?

—¿Crees que podrías casarte sin…, sin…?

—Quiero que seas mi esposa, Fern, como quiera que sea.

No obstante, Fern adivinaba que él no sentía lo mismo respecto al celibato que respecto a tener hijos. Intentaría que fuera así, y probablemente lo lograría, pero eso dejaría su matrimonio sin corazón. Ni siquiera estaba segura de que ella misma pudiera soportarlo. Incluso en aquel momento, mientras sentía que su cuerpo temblaba debido al contacto prolongado con el de él, podía percibir una fuerza dentro de ella que la instaba a aferrarse a Madison, a estrecharse contra él, a acercarse tanto como fuera humanamente posible.

Sentía como si estuviera dividida entre dos fuerzas: la cabeza le decía que las relaciones íntimas conllevaban dolor y miedo, y el cuerpo, que algo nuevo y maravilloso la esperaba entre los brazos de Madison.

—Creo que debemos intentar hacer el amor.

Madison la miró incrédulo.

—¿Cuándo?

Fern tragó saliva.

—Ahora.

—¿Estás segura?

—Sí. No me casaré contigo hasta saber que puedo ser la clase de esposa que quieres y necesitas. —Le impidió hablar con un gesto—. Preferiría que te casaras con Samantha y tuvieras un matrimonio normal a que lo hicieras conmigo sabiendo que podrías ser relegado para siempre al otro lado de la cama.

—No te dejaré…

—No es una decisión tuya —afirmó Fern—. Si no puedo hacerte el amor, no me casaré contigo. Y no hay discusión posible.

—Sabes que te amo, pero no podría seguir viviendo si te causara más dolor.

—Te lo estoy pidiendo —afirmó Fern—. Tengo miedo, pero quiero que lo hagas. —Liberó los brazos para poder abrazarlo—. Aún siento algo de pánico cuando me estrechas contra tu cuerpo, pero también siento algo más. Es como si supiera que algo maravillosamente excitante está por llegar y todo mi cuerpo se estremece ante la expectativa. Es como si hubiera algo que quiero, algo que necesito tan desesperadamente que ansío tenerlo. Lo siento con mayor fuerza cada vez que me abrazas, cada vez que me besas. Quiero tocarte, Madison. Y quiero que me toques. Lo necesito.

Madison le apartó el pelo de la frente con toda delicadeza. Después de haber roto el vestido, de haber viajado varios kilómetros en una calesa abierta y de haberle arrojado prácticamente todo lo que había en la casa, no quedaba mucho del elegante peinado que le hizo Rose; tampoco quedaban muchas horquillas para darle forma.

—Deseo tanto hacerte el amor que me duele todo el cuerpo —le confesó Madison—. Pero lo más importante es que quiero que pasemos el resto de nuestras vidas juntos. No quiero hacer nada ahora que pueda hacerte daño o poner en peligro nuestro futuro. Detenme tan pronto como sientas miedo o estés incómoda, o simplemente no quieras seguir. ¿De acuerdo?

Fern asintió con la cabeza.

—Lo digo de corazón.

—Lo sé. Ahora deja de hablar y bésame.

El malestar y el miedo palpable no desaparecieron, pero Fern se obligó a concentrarse en el placer que le producían los besos de Madison. Lo amaba. Quería ser su esposa. Superaría el miedo a dejar que él le hiciera el amor. Tenía que hacerlo. Su futuro dependía de ello.

Pero no todo le repugnaba. Le encantaba sentir sus brazos estrechándola. Le gustaba incluso cuando permanecían quietos en medio de una habitación mientras los labios de Madison rozaban los suyos con dulzura. No recordaba que nadie la hubiera abrazado antes. Cuando era una niña, su padre no la dejaba sentarse en sus rodillas, no la acompañaba a la cama, ni tampoco la consolaba cuando se hacía daño o se asustaba. Toda su vida había tenido que hacerlo todo sola, había tratado de convencerse de que no necesitaba a nadie y que no quería nada más.

Y era mentira.

Lo anhelaba tan desesperadamente que se había mentido a sí misma porque pensaba que nunca lo tendría. Ahora que Madison la estrechaba entre los brazos sabía que podía obtener muchas más de las riquezas que la vida ofrecía de lo que se merecería cualquier mujer.

Si sólo pudiera superar sus miedos.

Fern se concentró en los labios de Madison. Eran muy suaves y, a la vez, firmes y delicados. Él la mordisqueó en la comisura de la boca, le rozó los labios con los suyos y los humedeció con la punta de la lengua. No dejó de ser tierno cuando hizo presión sobre su boca exigiendo un beso más profundo, incluso cuando la obligó a abrir los labios y jugueteó con su lengua.

Sus manos la sostenían con facilidad dentro del fuerte círculo de su abrazo. Fern sintió sus dedos recorriéndole la espalda, masajeándole delicadamente los músculos aún tensos, acercándola cada vez más a él, estrechando poco a poco su cuerpo contra el de ella, hasta que ya no pudo ignorar las llamas que crecían entre ellos.

Fern levantó una valla en su mente contra el ya conocido terror que salía sigilosamente de su oscura caverna para arruinar su placer, para destruir su futuro, y también el de Madison. Abrazándolo con más fuerza, Fern se concentró por completo en sus labios y en el cálido placer que sus besos transmitían a otras partes de su cuerpo.

—Bésame —le pidió Madison.

—Te estoy besando.

—No, soy yo quien te está besando. Es diferente. Quiero que me beses tú.

Madison relajó los labios y Fern se sintió abandonada. Instintivamente, retiró los brazos del cuerpo de Madison, cogió su cara entre las manos y se acercó. Sus labios estaban calientes y húmedos, pero no respondieron. Los rozó con los suyos. Eran suaves y dulces. Insistió con más fuerza, pero sus labios seguían resistiéndose a moverse. Relajando la boca, lo besó, al principio tímidamente, luego con mucha más seguridad.

Él siguió sin moverse.

Entonces rodeó el cuello de Madison con los brazos para ayudarse a besarlo en la boca.

Para ello abrió la suya y cubrió con sus labios los de él con toda la sed que recordaba haber sentido en sus besos. Pudo percibir que todo el cuerpo de Madison se estremecía, pero parecía decidido a dejar que ella hiciera sus propios descubrimientos.

Y ella aceptó el desafío movida por una excitación que comenzaba a desbordarla.

Vacilante, trazó la línea de los labios inferiores de Madison con la lengua. Él volvió a temblar, ella esperaba que de placer. Fern se hizo más atrevida e impaciente, e insertó la lengua entre sus labios para rozar la suave superficie de sus dientes. Luego soltó un largo suspiro de satisfacción y estrechó con más fuerza el cuello de Madison.

Y así, finalmente, logró que él perdiera la compostura y se dejara llevar por la pasión contenida.

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