Fern

Fern


Capítulo 24

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24

Madison estrechó a Fern con tanta fuerza que ella sintió que iba a morir aplastada entre sus brazos. Su boca cubrió la de ella con desesperación. Había reprimido sus instintos durante un tiempo. Su lengua se sumergió en la boca de Fern decidida a devorar cada gota de su dulzor.

Sin embargo, aunque su deseo desenfrenado inflamó una necesidad similar en Fern, ella sintió que los músculos del abdomen se le contraían. Esta sensación se extendió por todo su cuerpo hasta alcanzar los músculos de la espalda, el cuello y la mandíbula.

Madison sintió la tensión en su propio cuerpo.

—¿Quieres que me detenga? —le preguntó con una voz ronca de deseo.

—Sólo abrázame —pidió Fern al mismo tiempo que lo abrazaba con fuerza.

Era extraño que aquella misma cercanía, aquel abrazo que hacía que sus miedos se intensificaran tan deprisa, también le proporcionara el mayor consuelo. Estar entre los brazos de Madison le hacía sentirse segura y amada. Y ningún miedo podía vencer por completo esta maravillosa sensación.

Mientras los cuerpos permanecían entrelazados, las manos de Madison recorrían sin descanso la espalda, los hombros y los costados de Fern, acariciando, calmando, reconfortando. Ella lo estrechaba con fuerza. Poco a poco la tensión de la mandíbula fue disminuyendo y la espalda fue perdiendo su rigidez; poco a poco empezó a sentir un cosquilleo en los pechos en lugar de la contracción del diafragma; lentamente fue tomando conciencia de que los pezones perdían su característica suavidad.

También se dio cuenta de la excitación de Madison.

El hombre que antaño la agredió había llegado a desnudarle el cuerpo hasta la cintura. Sus temores se centraban ahora en las manos de Madison, que recorrían sus costillas y rozaban suavemente los costados de sus senos.

Después le había manoseado los pechos, la había mordido hasta hacerle daño, la había besado con aquellos labios calenturientos hasta hacerla enloquecer, la había tirado al suelo con el peso de su cuerpo, la había aterrorizado hasta casi volverla loca…

«Esto es muy diferente. Madison es diferente».

Le gustaban sus besos y estar entre sus brazos. Él no la estaba sujetando ni obligando a quedarse allí. Ella quería estar donde estaba.

Sin embargo, cuando las manos de Madison finalmente se movieron en medio de ellos y le cubrieron los senos, a ella le pareció difícil pensar en algo distinto de lo sucedido aquella noche.

—Dime si quieres que pare —pidió Madison.

Una parte de ella quería que se detuviera, pero la otra no. Así que no dijo nada.

Las manos de Madison pasaron a su nuca y la acariciaron suavemente hasta hacer desaparecer gran parte de la tensión. Trazó la línea de la columna y moldeó sus hombros con las manos y la acercó aún más a él.

—Quiero que esto te produzca placer —le susurró Madison al oído—. De lo contrario, no lo haremos.

—Llegará a gustarme en poco tiempo —afirmó Fern. Así sería. Así quería que fuera.

Las manos de Madison se deslizaron bajo la camisa. Al sentirlas sobre la piel desnuda dio un grito ahogado, pero fue un grito de placer. Sí antes sus manos le habían producido una sensación tan agradable en la espalda, ahora las sentía absolutamente maravillosas sobre el resto de la piel. Eran cálidas y suaves. No había callos ásperos como en aquella otra ocasión. Sólo una tersura cálida y reconfortante.

Pero antes de que se hubiera acostumbrado por completo a las caricias de Madison sus manos pasaron a los costados y se agarrotó de miedo. No llevaba nada bajo la camisa. No había nada que separara sus pechos de las manos de él.

—Sólo voy a tocarte —le susurró Madison—. No te asustes.

«Ya estoy asustada».

Las manos de Madison avanzaron para cubrir suavemente los senos de Fern, y ella pensó que estaba a punto de estallar. Las sensaciones que rebotaban por todo su cuerpo eran tan fuertes y contradictorias que ya casi ni sabía lo que sentía. Se aferró a él y le clavó sin misericordia los dedos en la delicada carne de la espalda.

—¿Es aquí donde te hizo daño? —le preguntó Madison.

Ella asintió con la cabeza. No podía hablar.

—Yo no te haré daño. Me detendré si quieres, pero, si me dejas continuar, pronto empezarás a saborear el mismo placer que yo siento.

Sin embargo, Fern lo dudaba. Era lo único que podía hacer para no huir de él. Todos los nervios de su cuerpo gritaban en señal de rebelión.

Cuando pensó que ya no podría soportarlo más, se dijo que tenía que aferrarse a Madison o dejar que se marchara para siempre. Aunque sentía que en aquel momento estaba viviendo un verdadero infierno, no podía optar por la segunda posibilidad.

A pesar del miedo y del dolor que le producían los recuerdos, Fern notó una nueva sensación: sintió un fuego líquido que se inflamaba en los senos y luego se extendía al resto del cuerpo. Los músculos seguían tensos, le dolían las entrañas, pero ya no era únicamente presa del miedo. Una persuasiva y creciente calidez estaba impregnando su cuerpo y haciendo que su atención se centrara en aquellos círculos que Madison describía y que iban disminuyendo progresivamente de tamaño. Finalmente logró descubrir la fuente de esa milagrosa sensación: Madison estaba masajeando suavemente los firmes picos de sus senos con la punta de los dedos.

—Él no me hizo nada de esto —logró decir Fern.

—Él no estaba enamorado de ti —le susurró Madison.

Ésa era la diferencia. Independientemente de lo que sucediera, Madison la amaba. Nunca le haría daño ni la asustaría. Ella sólo tendría que aprender a acercarse a él sin temor.

De alguna manera, sin desabotonarla por completo, Madison logró subirle la camisa hasta los hombros. Antes de que ella tuviera tiempo de tener miedo de lo que pudiera hacer, él dejó resbalar los labios sobre la tersura de sus hombros, dejando una estela de besos desde la curva del cuello hasta un punto deliciosamente sensible situado justo debajo de la oreja.

Fern prácticamente se derritió en ese momento. Parecía que su cuerpo estuviera siendo atacado desde casi todos los flancos. La sensación de placer venció al miedo. Ladeó la cabeza mientras Madison seguía el contorno de su clavícula, depositaba besos en la concavidad de su garganta y seguía recorriendo el otro hombro. Entretanto, sus manos continuaron jugueteando con los pezones, hasta que Fern dejó de ser consciente de cualquier otra cosa.

La conmoción fue incluso más fuerte cuando Madison deslizó los labios hasta acariciarle y besarle los pezones. Emitió un grito ahogado de sorpresa que a continuación se convirtió en un gemido de gozo cuando los labios de Madison, además, le produjeron torbellinos de placer que recorrieron vertiginosamente su cuerpo.

—Voy a terminar de desabotonarte la camisa —murmuró Madison.

Fern luchó contra la tensión, porque ya sentía que volvía a apoderarse de ella. Recordó la sensación de aquellas otras ásperas manos recorriendo sus senos. Recordó el dolor que sintió cuando aquellos otros dientes le rasparon la piel.

Pero las manos de Madison siguieron acariciando y masajeando dulcemente sus pechos, envolviéndolos con las palmas, poniéndolos cada vez más erectos, hasta que ella sintió de nuevo la lengua de Madison trazando un círculo de calor húmedo alrededor de sus pezones.

No había dolor. No había brusquedad. Sólo la deliciosa sensación que seguía recorriendo su cuerpo, luchando contra la tensión, venciéndola, llevándosela con la creciente ola del deseo físico, un deseo tan imperioso que Fern se preguntó por qué nunca antes había sospechado su existencia.

Madison se metió uno de los pezones en la boca y el cuerpo de Fern se sacudió repentinamente esperando sentir aquel dolor que tanto recordaba, pero las olas de placer que bañaban su cuerpo se llevaron todo el miedo que quedaba. Con un suspiro se entregó a Madison y a la dulce agonía de sus caricias.

Sin dejar de adorar su cuerpo, Madison la ayudó a sentarse en la cama y luego a recostarse. Fern volvió a vivir un momento de ansiedad cuando se inclinó sobre ella, pero su cuerpo siguió enviándole señales de que todo estaba bien.

—Quiero tocarte.

Fern pronunció estas palabras antes de ser consciente de su deseo, pero en el instante en que salieron de su boca supo que eso era exactamente lo que quería hacer. Nunca había tocado a un hombre y el anhelo de saber qué se sentía se volvió de repente irresistible.

Fern se sintió repentinamente abandonada cuando Madison dejó sus senos para empezar a desnudarse, primero el abrigo, luego la corbata y la camisa. Fern observó detenidamente: el cuerpo de Madison era delgado y esbelto, y con sólo un poco de vello en el centro del pecho. Una línea apenas visible de vello atravesaba la mitad del abdomen y desaparecía bajo los pantalones.

Fern extendió la mano para tocarlo.

Su primera caricia fue tímida, casi como si estuviera tocando una olla para evaluar su calor. El pelo del pecho de Madison era duro y mullido bajo las yemas de sus dedos. Armándose de valor, Fern recorrió su pecho con las manos. Su alegría al deleitarse con la delgadez y la musculatura de Madison fue casi tan grande como su asombro al percatarse de que sus caricias lo dejaban relajado y sonriente. También recorrió sus brazos con las manos. ¿Cómo podían ser tan delgados y a la vez tener la fuerza para alzarla sin hacer esfuerzo alguno? Por supuesto, también se fijó en los hombros, redondeados e incitantes.

De repente las yemas de los dedos se toparon con una cicatriz.

—Cuatreros —le explicó Madison—. Arrinconaron a Hen. Monty y yo los cogimos desprevenidos.

Siguió las curvas y las líneas de su cuello, después el contorno de su bien afeitada barba y rozó con los dedos sus carnosos labios. La frente estaba fría, las cejas eran gruesas y tupidas y una vena palpitaba suavemente en las sienes. Fern apeló a todo su valor antes de atreverse a acariciar los pezones de Madison.

Él tembló, lo que hizo pensar a Fern que le había hecho daño, así que apartó la mano de un tirón. En cambio, Madison le cogió la mano y volvió a colocarla sobre su pecho.

—Me hace cosquillas —murmuró él.

—No es precisamente lo mismo que siento yo.

Sin estar aún completamente segura de que Madison le estuviera diciendo la verdad, Fern recorrió tímidamente el borde de uno de sus pezones con los dedos. Le asombró sentir que poco a poco se endurecía, pero le sorprendió aún más percatarse de que sus propios pezones se ponían firmes a manera de respuesta. Se preguntó si él también sentía los estremecimientos de placer que recorrían sus miembros. Como quiera que fuese, él no estaba asustado en lo más mínimo.

Fern se sintió más valiente cuando se inclinó para darle un beso en una tetilla. Al ver que no se alejaba, besó la otra. Una vez más, al percibir que le gustaba, dibujó su contorno con la punta de la lengua. Las sacudidas de deleite de Madison hicieron que también ella se estremeciera. Podía darle placer.

Cogió la cara entre las manos para darle un beso apasionado en la boca. Fern ni siquiera parpadeó cuando el cuerpo de Madison se apretó contra el suyo, pero sí sintió el contacto de la piel y del pelo al rozar sus sensibles pezones. La tensión de su cuerpo se multiplicó por diez en respuesta.

—¿Te he hecho daño? —le preguntó Madison, apartándose deprisa.

—Más bien al contrario —respondió Fern mientras hacía un gesto para acercarlo de nuevo—. Es que no pensaba que mis pechos fueran tan sensibles.

—Tienes unos pechos hermosos —murmuró Madison y a continuación se dedicó a dejarle una estela de besos a lo largo de la mandíbula, en el cuello y de un extremo a otro de las cumbres de sus senos.

—Me alegra saber que te gustan —dijo Fern, sonriendo de amor por él.

—Me gusta todo de ti —le confirmó Madison.

—Y tú me gustas a mí —dijo Fern, recorriéndole el pecho con las manos—. Nunca hubiera imaginado que tocar a un hombre pudiera ser tan agradable.

Fern tiró de Madison para darle otro beso.

—Y lo mejor aún está por llegar —le prometió Madison.

—No, lo mejor es tenerte aquí estrechándome entre tus brazos. Lo demás es agradable, incluso maravilloso, pero eso es, sin duda, lo mejor de todo.

—¿Ya no tienes miedo?

—No.

—¿No quieres que pare?

Fern negó con la cabeza.

—Gracias a Dios —dijo Madison gimiendo—. No sé si habría podido soportarlo.

—¿Podemos simplemente quedarnos aquí acostados?

Fern era plenamente consciente de la protuberancia que sobresalía de los pantalones de Madison. Presionaba contra su muslo cuando él se dedicaba a acariciarle los senos. Presionaba contra su abdomen cuando la besaba. Se acomodaba entre sus muslos cuando ella se tendía de lado para abrazarlo. La tensión en el cuerpo de Madison, el deseo y el hecho de que eso estuviera ahí le decían que no era posible que se quedaran acostados sin más.

—¿Es eso lo que quieres?

—No.

Una respuesta tan corta supuso un gran alivio para Madison.

—Dime si te asusta algo.

Pero ya no tenía miedo, más bien estaba henchida de asombro. Difícilmente habría podido confesárselo a sí misma, pero mientras la mano de él recorría sus muslos descubrió que ella también quería explorar aquel cuerpo masculino que tenía frente a los ojos. No sólo el bulto que sobresalía en la entrepierna. Quería sentir aquellos fuertes muslos, conocer cada parte de su cuerpo.

Pero no resultaba nada fácil pensar en el cuerpo de Madison mientras él le estaba haciendo cosas tan maravillosas. Todo su ser parecía quedar reducido a ese punto que se encontraba bajo la yema de sus dedos. Madison empezó a chuparle los senos al mismo tiempo que deslizaba la mano entre sus piernas y se quedaba ahí brevemente antes de ascender al abdomen para recorrerlo. Los músculos de Fern se contrajeron cuando sintió que comenzaba a desabotonarle los pantalones, pero sólo en señal de expectativa. Ya no tenía miedo de lo que él pudiera llegar a hacer.

—Nunca he hecho el amor a una mujer que llevara pantalones —murmuró Madison—. Es algo extraño.

—A mí me parece extraño todo lo que hemos hecho hasta este momento —respondió Fern, retorciéndose nerviosamente mientras Madison le quitaba los pesados pantalones.

—Dentro de poco te resultará de lo más natural. Cuando un hombre y una mujer se aman, es lo habitual y lo que desean hacer tan frecuentemente como les es posible.

Fern no sabía si era natural, pero sin duda era lo más delicioso y excitante que le había sucedido en toda la vida. Se empeñó en no ser la única en desvestirse, así que intentó torpemente desabrochar los pantalones de Madison.

—Si no quieres que pierda el control, ve despacio —le susurró.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó ella. El miedo salió momentáneamente de su caverna.

—No te haré daño —se apresuró a asegurarle Madison—. Me refiero a que un hombre no puede controlar su cuerpo tan bien como una mujer.

Fern no lo entendió porque ella no tenía ningún control sobre su cuerpo.

Luego la mano de Madison se desplazó al triángulo entre sus piernas y Fern dudó de que alguna vez pudiera volver a respirar con normalidad. Usando la palma de la mano, lo masajeó cuidadosamente para ayudarla a relajar los rígidos muslos que mantenían las rodillas firmemente unidas y para liberarla de la faja de hierro formada por la tensión que desde el estómago parecía irradiar a todas las demás partes del cuerpo.

—Ábrete para mí —le pidió Madison.

—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Fern.

—Aún nada.

Pero no le pareció que fuera nada cuando los dedos de Madison separaron los labios de su sexo y él masajeó la sensible protuberancia con la yema de los dedos. Fern gimió de placer, tensó el cuerpo y clavó las uñas en el colchón. Sintió como si su cuerpo estuviera a punto de elevarse en el aire.

—No te haré daño.

Pero no era miedo a que le hiciera daño lo que produjo aquel vértigo. Era la sensación más maravillosa y terriblemente hermosa que jamás hubiera experimentado. Le produjo aún más sensaciones: los dedos de los pies se retorcieron, sintió un cosquilleo en el cuero cabelludo y cada músculo de su cuerpo le hizo una llamada de atención, de deseo. Sólo era capaz de pensar en que no quería que Madison parara, quería seguir experimentando las mismas sensaciones. Entonces se preguntó si podría hacer que Madison sintiera lo mismo. De improviso, metió la mano en lo más profundo de los pantalones.

Madison saltó como si lo hubieran pinchado con una aguja.

—Lo siento —dijo ella, sacando rápidamente la mano.

Pero él la colocó de nuevo sobre su abdomen.

—No pasa nada. Es que me has sorprendido.

—¿Estás seguro?

—Ayúdame a desvestirme.

Fern tuvo cuidado de hacer la menor presión posible sobre la erección que ahora ya luchaba por salir de su confinamiento antes de desabotonar los pantalones de Madison y ayudarlo a quitárselos. Luego siguieron los calzoncillos. Fern se quedó mirándolo fijamente. Estaba fascinada. Deseaba tocar a Madison, estrecharlo, acariciarlo tan meticulosamente como él la acariciaba a ella; pero ahora sabía que tenía que ser tan delicada como él lo había sido. Sus caricias le afectaban tan profundamente como a ella las de él.

Fern se puso de lado para acariciar la espalda de Madison. Dejó que sus dedos exploraran los músculos, bajaran a la estrechez de la región lumbar, retozaran sobre las fuertes y redondas nalgas, y recorrieran los muslos. Sonrió para sus adentros cuando sus músculos temblaron a manera de respuesta. Sintiéndose más segura, llevó la mano a la parte delantera, rozando apenas su miembro al pasar.

Un estremecimiento maravillosamente grato le recorrió el cuerpo.

A Fern la sorprendió la abundante maraña de vello que cubría la ingle. Parecía casi una fortaleza erigida ahí para protegerlo de las invasiones.

Y a ella le gustaba pensar que era la invasora. Le agradaba aún más imaginar a Madison como el indefenso objeto de su búsqueda. Envalentonada por esta imagen, Fern extendió la mano y ciñó suavemente su pene.

Un gemido muy distinto de todo lo que ella hubiera escuchado nunca se escapó de la boca de Madison. Era un gemido de satisfacción, de felicidad, pero también de rendición.

¡Madison se estaba entregando a ella!

Toda ella cobró una conciencia tan extremamente aguda de su propio cuerpo que sintió como si la menor caricia o la palabra más tierna pudieran hacerla estallar.

Se dedicó a explorarlo con sumo cuidado y mucha atención. La reacción de Madison no se parecía en nada a la de ella. Mientras su cuerpo se humedecía de deseo, el de Madison crecía, se ponía rígido y palpitaba de ardor en toda su extensión. Cuando la mano de Fern se deslizó un poco más abajo y Madison abrió las piernas en señal de aceptación, Fern se sintió tan vigorosamente viva y tan ligera que pensó que podría salir volando. Al mismo tiempo se sentía poderosa: tenía a Madison rendido ante sus caricias.

Pero Madison decidió que ya era hora de abandonar su papel pasivo, así que se movió hacia delante y colocó la mano sobre el abdomen de Fern.

Intentó seguir explorando a Madison, pero las caricias de él enseguida exigieron toda su atención. Cuando sintió que un dedo se deslizaba dentro de ella, se estremeció por completo.

Todo su ser se concentró en aquella invasión.

Parecía que él estuviera poseyendo todo su cuerpo a la vez. Mientras una mano encendía pasiones que le estallaban en las entrañas, la otra seguía jugueteando con los pechos y los labios le dejaban una estela de fuego desde la frente hasta el ombligo.

Sin poder controlar su cuerpo, capaz únicamente de estremecerse bajo las fuerzas que la sacudían como si fuera una pluma en medio de un torbellino, Fern se apretaba contra Madison suplicando que se produjera lo que adivinaba que no debería tardar en llegar.

—Esto puede dolerte un poco al principio —le advirtió Madison, pero en aquel momento a Fern ya no le preocupaba un poco de dolor.

Todo su cuerpo parecía estar retorciéndose entre convulsiones por aquel dulce tormento. Remotamente, sintió a Madison moviéndose entre sus muslos; cuando por fin la penetró, Fern empezó a perder contacto con la realidad. Parecía estar llena de él, ser devorada por él, haber sido inundada por su cuerpo.

Una punzada de dolor semejante a la de una aguja que se clavaba… Su cuerpo estirándose mientras él la penetraba por completo… Su cuerpo estallando ante la necesidad de hacerlo entrar en lo más profundo de su ser, hasta que él pudiera alcanzar el centro oculto que alimentaba esta necesidad… Cuanto más intentaba sofocar las llamas que le nublaban los sentidos, más crecía el fuego, hasta que no le quedó más remedio que abrirse y entregarse del todo a él.

Fern era plenamente consciente de todo lo que Madison hacía. Cada movimiento y cada suspiro parecían aumentar su grado de excitación. Como si provinieran de algún lugar lejano, oyó sus propios gemidos, sus gritos suplicándole que de alguna manera la liberara de aquella tortura de placer y sus desesperados esfuerzos por obligarlo a llegar al centro de su necesidad antes de que perdiera la razón.

Le clavó las uñas en la espalda. Después unas fuerzas hasta entonces desconocidas se apoderaron por completo de ella y la incitaron a hincarle los dientes en el hombro. Madison soltó un gemido que pareció producir el efecto en ambos de liberarse del todo.

Fern sintió un tremendo tirón que pareció comenzar en los dedos de los pies y estallar a lo largo de todos los músculos y los nervios. Al tiempo que su cuerpo se ponía rígido y se movía para encontrar el de Madison, lo oyó gemir. Se dio cuenta de que el cuerpo de él se estremecía y de que una explosión de calor húmedo estallaba dentro de ella. Y se dejó arrastrar por lo que le pareció una ola de mar. Fern era engullida por una ola y devuelta por la corriente a la orilla sin poder controlarlo. Fue la sensación más placentera que había experimentado hasta ese momento. Y se dejó llevar.

Después se percató de que Madison la había inundado, su miembro la había llenado hasta no poder más. Las sensaciones formaban olas cada vez más altas y poderosas que las anteriores. Se aferró a Madison para hacerlo penetrar cada vez más hondo en el vórtice de su turbulenta necesidad. Su cuerpo se puso tenso. Como el resorte de espiral de una catapulta, se estiraba vez más, hasta sentir que iba a estallar en millones de diminutos fragmentos.

Luego, cuando el paroxismo se hizo irresistiblemente dulce, explotó dentro de ella formando una lluvia de luces brillantes.

Por primera vez en su vida, Fern no se sintió sola. Sintió que era parte de Madison, que estaba tan inextricablemente unida a él que nunca volvería a estar sola. Ella le pertenecía a él, y él a ella. El trato ya se había cerrado y no se anularía.

Se agarró a él con todas sus fuerzas; su cuerpo buscaba emular la fusión de sus almas. Se sintió eufórica, triunfante, no sólo por haber descubierto las maravillas del amor, sino también por su nueva relación con Madison.

Después de aquella noche, todo parecía posible.

Los músculos de Fern empezaron a relajarse, y su cuerpo liberar a Madison. De repente se sintió absurdamente débil. Con un gemido estremecedor se hundió en la cama completamente agotada.

Pasaron algunos minutos sin hablar.

—¿Vas a casarte conmigo? —preguntó Madison, rompiendo por fin el silencio.

—Sí.

—¿Ya no tienes miedo?

—Sólo tengo miedo de que no me ames tanto como yo a ti.

—Eso es algo de lo que nunca tendrás que preocuparte.

De nuevo un silencio.

—¿Tienes que volver al hotel?

—No.

—¿Tienes sueño?

—No.

—Yo tampoco. Quiero estar aquí contigo.

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