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Libro Tercero: Estudio de casos cero » Quince

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Resulta que llamar a un senador de los Estados Unidos de América desde una zona en cuarentena para informarle de que has encontrado una gatita viva y una jeringa que contiene lo que sospechas que es una cantidad pequeña pero aterradora de Kellis-Amberlee en estado activo, es una manera genial de atraer la atención inmediata del ejército y del servicio secreto. Siempre he sabido que las llamadas por radio y por teléfono móvil que se hacen desde zonas en cuarentena estaban controladas, pero nunca lo había visto tan claramente ilustrado. Las palabras «jeringa intacta» apenas acababan de salir de mi boca cuando nos vimos rodeados por un pelotón de hombres con cara de pocos amigos y enormes armas.

—Seguid grabando —indiqué entre dientes a Rick y a Shaun, que me respondieron con un leve gesto afirmativo; por lo demás, se habían quedado tan helados como yo, con la vista clavada en la cantidad ingente de armas desplegadas a nuestro alrededor.

—¡Dejen la jeringa y todas las armas en el suelo, y levanten las manos por encima de la cabeza! —bramó una voz distorsionada por un altavoz.

Shaun y yo nos miramos.

—¡Eh! ¡Somos periodistas! —gritó mi hermano—. Tenemos licencia de clase A-15 y el correspondiente permiso para llevar armas ocultas. Estamos siguiendo la campaña del senador Ryman, así que llevamos mogollón de armas y nos inquieta un poco todo este asunto de la jeringa. ¿De verdad quieren esperar aquí mientras vamos quitándonos todo lo que llevamos encima?

—Por Dios, espero que no —mascullé—. Nos pasaremos aquí todo el día.

El hombre armado más cercano a nosotros, que iba vestido de militar y no con el traje negro del servicio secreto, se llevó un dedo al oído derecho y dijo algo entre dientes. Tras una larga pausa asintió con la cabeza y gritó con una voz mucho más intimidante que la del altavoz:

—¡Suelten la jeringa y todas las armas que lleven a la vista, levanten las manos y no hagan ningún movimiento sospechoso!

—¡Eso simplifica las cosas, gracias! —respondió Shaun, esbozando una sonrisa fugaz. Al principio no entendí qué se proponía mi hermano malgastando energía en hacerse el chulo delante de todos aquellos agentes y militares, que probablemente debían de estar hechos un manojo de nervios y ser de gatillo fácil. Pero entonces seguí su mirada y tuve que reprimir una sonrisa. ¡Hola, cámara fija número cuatro! ¡Hola, índices de audiencia increíbles! Sobre todo con Shaun dándolo todo para que el espectáculo no perdiera interés.

Di un paso adelante y dejé la jeringa en el suelo. No suponía ningún riesgo, puesto que se encontraba en el interior de una burbuja de plástico reforzada, que a su vez estaba en el interior de una segunda burbuja de las mismas características. Una delgada película de lejía separaba ambas burbujas. Cualquier cosa que saliera de esa jeringa estaría muerta antes de llegar al aire. También dejé mi pistola en el suelo con mucho cuidado y la alejé un par de metros; a continuación dejé mi arma de descargas eléctricas, el

spray de pimienta que llevo colgado de la mochila (en el mundo exterior hay muchos otros peligros además de los infectados, y la mayoría de ellos odia que le rocíen los ojos con una sustancia irritante), y la vara extensible que Shaun me había regalado por mi último cumpleaños. Levanté las manos para mostrar que no llevaba nada más y caminé hacia atrás para regresar a la fila.

—Las gafas de sol también, señorita —ordenó el soldado.

—¡Anda ya! ¡Padece Kellis-Amberlee de la retina! ¡Cuando llegamos os entregamos nuestros historiales, deberías saberlo! —La teatralidad inicial de Shaun había desaparecido, y una rabia sincera había ocupado su lugar.

—¡Las gafas! —insistió el soldado.

—No pasa nada, Shaun. Sólo está haciendo su trabajo —dije, apretando los dientes y cerrando los ojos antes de quitarme las gafas y arrojarlas al suelo. Di un paso atrás para reincorporarme a la fila.

—Por favor, abra los ojos, señora —ordenó el soldado.

—¿Están preparados para proporcionarme asistencia médica inmediata? —pregunté, sin molestarme en disimular mi propia ira—. Me llamo Georgia Carolyn Mason, mi número de licencia es alfa, foxtrot, bravo, uno, siete, cinco, ocho, nueve, tres, y como ya les ha dicho mi hermano, disponen de mi historial. Padezco Kellis-Amberlee de la retina en grado avanzado. Si abro los ojos sin protección, corro el riesgo de sufrir un daño irreparable. Les repito que somos periodistas y les aseguro que les demandaremos.

Se produjo otra interrupción mientras el soldado hablaba con quien le estuviera dándole las órdenes. Esta vez el silencio fue un poco más largo; seguramente estaban consultando mi historial para asegurarse de que nadie estaba intentando esconder su inminente conversión tras unas gafas de sol y un montón de palabras.

—Regrese al grupo, señorita —dijo finalmente el soldado.

Retrocedí, y Shaun me detuvo agarrándome del codo cuando llegué a su altura.

Rick y Shaun aún tardaron otros diez minutos en desprenderse de todas sus armas y regresar junto a mí. Mi hermano me cogió del codo por si teníamos que movernos. Bajo el sol sin las gafas, soy como una persona ciega; o peor aún, pues un ciego de verdad no tiene que preocuparse de las migrañas o de protegerse las retinas sólo porque el cielo esté despejado.

—¿Quién les ha dado permiso para entrar en esta propiedad? —inquirió el soldado.

—El senador Peter Ryman —respondió Rick, en un tono calmado que dejaba claro que no era la primera vez que debía vérselas con las autoridades—. Estoy más que seguro de que ustedes han interceptado la llamada que la señorita Mason ha realizado al senador, ¿me equivoco?

El soldado no hizo caso de la pulla de Rick.

—¿El senador Ryman está al corriente de dónde se encuentran?

—El senador Ryman dio su consentimiento sin reservas para la investigación que estamos llevando a cabo —contestó Rick, poniendo énfasis en la palabra «senador»—. Estoy convencido de que estará muy interesado en conocer nuestros descubrimientos.

Se produjo otro momento de interrupción mientras el soldado hablaba con su superior. En esta ocasión, el silencio se vio roto por un crujido eléctrico, y la voz del senador Ryman salió proyectada a través del altavoz.

—¡Denme eso! ¿Qué están haciendo? Son mi grupo de prensa, y ustedes están tratándolos como si fueran unos intrusos que se han colado en mi propiedad… ¿No les parece que hay algo que no cuadra? —Otra voz masculló una disculpa que apenas se adivinó por el altavoz. El senador volvió a bramar—: ¡Es evidente que usted no pensaba…! ¿Estáis bien, chicos? Georgia, ¿te has vuelto loca? ¡Ponte las gafas! ¿Crees que una reportera ciega va a airear mejor mis trapos sucios?

—¡Estos señores tan encantadores me pidieron que me las quitara, señor! —le respondí.

—Estos señores tan encantadores con sus bonitas armas —añadió Shaun.

—Bueno, ha sido un detalle por su parte, pero ahora yo te pido que vuelvas a ponértelas. Georgia, ¿tienes otras de repuesto?

—Sí, señor, pero las llevo en el bolsillo trasero… Temo que se me caigan al sacarlas. —Nunca salgo sin unas gafas de sol de repuesto. Preferiblemente con tres. Claro que lo hago pensando en la contaminación, no en que el ejército me haga quedarme ciega.

—Shaun, saca las gafas a tu hermana. Sin ellas es como si fuera desnuda. Me está dando un yu-yu.

—¡Sí, señor! —Shaun me soltó el codo y buscó en el bolsillo. Unos instantes después noté que me apretaba las gafas nuevas contra la palma de la mano. Suspiré aliviada, las abrí y me las puse. La sensación de la luz abrasándome los párpados desapareció y abrí los ojos.

El panorama no había cambiado mucho. Shaun y Rick seguían a mi lado y todavía estábamos rodeados por el pelotón de hombres armados; la cámara fija número cuatro seguía enviando la señal de todo lo que estaba ocurriendo a la camioneta, utilizando una banda de frecuencia tan baja que la mayoría de los receptores la identificarían como ruido blanco. Esa es la única razón por la que Buffy se mantiene en cabeza de los expertos en tecnología inalámbrica; cuanto más aprende, más difícil se hace que nos intercepten las señales. Yo no sabía si las cámaras que llevábamos encima y que emitían en una banda de frecuencia más alta, estaban siendo bloqueadas (considerando que se trataba del ejército, probablemente fuera así), pero a las de baja frecuencia no les pasaría nada.

—¿Qué tal tus ojos, Georgia? —se interesó el senador. La expresión de Shaun me hacía la misma pregunta, pero con menos palabras.

—Perfectos, señor —grité. Sin embargo, no estaba siendo del todo sincera. Mi migraña estaba alcanzando unas proporciones épicas y seguramente se quedaría conmigo varios días. Aun así, para tratar con el gobierno, decir eso ya estaba bien—. Cuando estos encantadores señores hayan acabado tenemos que hablar, senador… Si dispone de tiempo.

—Por supuesto, Georgia. —La voz del senador delataba una tensión que cubría su habitual cordialidad—. Quiero saberlo todo.

—Nosotros también, señor —respondió Rick—. Para empezar, nos encantaría saber qué hay en esa jeringa. Desgraciadamente no tenemos los medios para realizar un análisis de su contenido.

—El objeto en cuestión se encuentra actualmente bajo custodia del ejército de los Estados Unidos de América —anunció la primera de las voces que había hablado, sustituyendo a la voz del senador Ryman—. Lo que contenga o no contenga ya no es de su incumbencia.

Cuadré los hombros. Shaun y Rick hicieron lo mismo.

—Discúlpenme —dijo Rick—, pero ¿están diciéndonos que una presunta prueba de que se utilizó Kellis-Amberlee en estado activo para provocar un brote en territorio nacional, en una propiedad del candidato a la presidencia de los Estados Unidos de América, no es de la incumbencia del pueblo? ¿Y para ser más específicos, que no es de la incumbencia de los tres representantes de los medios de comunicación del país, con las licencias y las acreditaciones pertinentes, que han encontrado esa prueba después de recibir una invitación para realizar una investigación que las fuerzas armadas no habían considerado oportuna?

Los soldados que nos tenían rodeados se pusieron tensos, y los cañones de sus armas nos apuntaron en unos ángulos que daban a entender que los accidentes se dan, incluso en territorio amigo. Los hombres del servicio secreto fruncieron el ceño, pero mantuvieron la calma; después de todo, la primera investigación no había sido responsabilidad de ellos.

—Hijo —dijo la primera voz—. Me niego a creer que quieras dar a entender lo que estás dando a entender.

—¿Qué está dando a entender? ¿Que usted está diciendo que nunca sabremos qué hemos encontrado a pesar de que contamos con una audiencia interesada, muy interesada, en saberlo? —inquirió Shaun; cruzó los brazos y adoptó una pose, con todo el peso del cuerpo apoyado sobre una pierna, que podía parecer relajada si no se le conocía lo suficiente para saber que en realidad estaba muy cabreado—. A mí eso no me suena precisamente a «libertad de prensa».

—Y tampoco lo hará a nuestros lectores —añadí.

—Señorita, hay unas cosas llamadas «impresos de compromiso de confidencialidad», y si me obligan, puedo hacer que ustedes tres los hayan firmado antes de poner un pie fuera de los límites de esta propiedad.

—Bueno, señor, no sería mala su idea si no estuviéramos retransmitiendo en directo todo lo que está sucediendo —respondí—. Si no me cree, acceda a nuestra página de internet y compruébelo usted mismo. Realizamos una emisión en vivo, y ofrecemos una trascripción; todo está ahí. —Un silencio precedió una voz atenuada que soltaba una sarta de improperios por el altavoz. Alguien estaba accediendo a la red. Dejé que una sonrisa asomara a mis labios—. Si quería que esto se mantuviera en secreto, no debería haber permitido que fuera un grupo de periodistas quien lo encontrara.

—Lo que a mí me gustaría saber es con qué autoridad ha decidido usted confiscar objetos hallados en mi rancho sin ofrecerme, como propietario, un informe detallado —espetó el senador Ryman, en un tono severo y frío que no había usado hasta entonces—. Sobre todo si dichos objetos podrían estar relacionados con la muerte de mi hija y de sus abuelos.

—Toda zona acordonada por representar un peligro biológico…

—Continúa perteneciendo a los propietarios originales, que deben seguir pagando impuestos, y se beneficiarán de sus recursos naturales y de la explotación de la tierra —señaló Rick. Le eché un vistazo por el rabillo del ojo. Con una sonrisa serena en la boca añadió—: Secor contra el estado de Massachusetts, 2024.

—Aparte de eso, la ocultación de pruebas no está muy bien vista en este país —dijo el senador Ryman—. Por lo tanto, supongo que lo que quería decir a esta buena gente era que son libres de abandonar la zona tras someterse a los análisis de sangre de rigor y que se pondrá en contacto conmigo y con ellos en cuanto tenga los resultados del análisis del contenido de esa jeringa, dado que ellos la encontraron y que el hallazgo se produjo en mi propiedad.

—Bueno…

—Espero que entienda que discutir con un senador —le interrumpió Ryman—, sobre todo con uno que opta a la presidencia de la nación, si ésta es la única forma de que entienda lo estúpido de su comportamiento, no es la mejor manera de progresar en su carrera.

Se produjo un silencio más largo que los anteriores antes de que la voz volviera a hablar, esta vez en un tono más cauto:

—Bueno, señor, tal vez se haya hecho usted una idea equivocada de la situación…

—Esperaba que así fuera. Así pues, me parece entender que mi gente es libre de marcharse, ¿no es así?

—¡Por supuesto! —exclamó la voz con una falsa jovialidad—. Mis hombres sólo han venido para escoltarlos hasta el lugar en el que se les realizarán los análisis de sangre. ¡Chicos, llevaos de ahí a esos ciudadanos!

—¡Señor, sí, señor! —bramaron los soldados al unísono. Los agentes del servicio secreto sólo parecían ligeramente disgustados con el desenlace de la situación.

El soldado que me había ordenado que me quitara las gafas de sol se comunicó a través de la radio que llevaba en el hombro.

—Recojan sus armas y síganme —nos dijo luego de mala gana—. Les llevaré hasta la puerta para que les realicen los análisis y luego podrán marcharse. Por favor, no toquen el objeto que han sacado del lugar en el que se originó el brote.

Rick parecía ir a responder a eso del «objeto» diciendo que habíamos sacado más de un objeto del lugar donde se había originado el brote, pero como imaginé que a la gatita no le haría ninguna gracia que la diseccionaran los científicos militares, le di un puntapié en el tobillo. Rick me lanzó una mirada fulminante, pero no le hice caso; más tarde me lo agradecería. Y si no lo hacía él, ya lo haría la gatita.

Recoger las armas nos llevó más tiempo que dejarlas, porque teníamos que comprobar el seguro de cada una de ellas. La zona había recibido un certificado de limpieza de acuerdo con los parámetros de Nguyen-Morrison, por lo tanto estaba tan limpia como puede llegar a estarlo cualquier lugar donde se encuentra una jeringa presuntamente cargada de Kellis-Amberlee en estado activo, pero pegarse un tiro en el pie en las proximidades del escenario de un brote reciente, sigue pareciéndome un plan pésimo desde todos los puntos de vista. Nuestra escolta aguardó a que recogiéramos todas las armas y luego nos acompañó hasta las puertas, donde me alegré de ver a Steve y a otros dos hombres del equipo de seguridad del senador Ryman, esperándonos con las unidades de análisis de sangre.

Se me cortó la respiración al reparar en las cajas. Me incliné ligeramente y le di un codazo a mi hermano, que siguió mi mirada y silbó.

—¿Sacando la artillería pesada, Stevito?

Los labios de Steve formaron una media sonrisa.

—El senador quiere asegurarse de que estáis bien.

—Mi hermano nunca ha estado bien del todo, pero Rick y yo estamos limpios —dije, ofreciéndole la mano derecha—. Adelante.

—Será un placer —repuso Steve y me introdujo la mano en la caja.

Hay unidades de análisis de sangre para todos los gustos; desde las básicas de campaña, con una tasa de error del treinta por ciento, hasta los modelos ultramodernos, que son tan sensibles que han llegado a dar falsos positivos al detectar la infección de Kellis en estado activo que prácticamente todos los habitantes de la Tierra hospedamos en nuestro organismo. El equipo más avanzado es el Apple XH-237 portátil. Tiene un precio desorbitado y, dado que son equipos de campaña, la matriz de agujas sólo puede utilizarse una vez; reemplazarla vale más dinero del que la mayoría de periodistas independientes gana en un año. Unas agujas tan delgadas que apenas se notan, se clavan en los cinco dedos de la mano, en la palma y en la muñeca. El proceso de detección del virus y los mecanismos de comparación son tan avanzados que se cuenta que el ejército compró varias patentes de Apple en cuanto el XH-237 salió al mercado.

Shaun y yo llevamos uno, sólo uno, en la furgoneta desde hace cinco años. Nunca hemos sido tan ricos ni hemos estado tan desesperados para usarlo. Sólo se utiliza el XH-237 cuando es absolutamente necesario obtener un resultado sin margen de error. Es un dispositivo que se utiliza tras una exposición al virus. El ejército no se preguntaba qué contenía la jeringa. De alguna manera, ya lo sabían. Lo que eso implicaba era más que inquietante.

Steve puso en marcha el dispositivo; la tapa se cerró y me presionó la palma de la mano hasta que noté cómo se me estiraban los tendones. El dolor duró apenas un instante. Me puse tensa; a pesar de que estaba esperándolas, no noté las agujas clavándoseme en la mano y la muñeca. Las luces situadas en la parte superior del dispositivo empezaron su ciclo de parpadeos; primero de color rojo y luego de amarillo, hasta que finalmente todas se quedaron en el verde. Todo el proceso había durado unos segundos.

Steve metió el dispositivo en una bolsa de residuos biológicos y sonrió.

—En contra de toda justicia, todavía estás limpia.

—Le debo otra a mi ángel de la guarda —dije. Eché un vistazo a mi lado y vi que el dispositivo que analizaba la sangre de Shaun todavía estaba realizando su ciclo de luces intermitentes, mientras que Rick empezaba en ese momento su prueba.

—Ya, bueno, no deberías abusar de tu ángel —me aconsejó Steve, en un tono más serio. Me volví de nuevo a él, sorprendida. Su expresión se había endurecido—. Puedes marcharte.

—Claro —dije. Fui hacia la puerta, donde dos tipos con cara de palo y uniforme militar me observaron mientras apretaba el dedo índice contra la almohadilla de un dispositivo de análisis mucho más sencillo. Otra aguja se hundió en las profundidades de la yema de mi dedo, la luz del artilugio cambió del rojo al verde y la puerta se abrió. Mientras salía, iba sacudiendo la mano utilizada para los análisis.

A nuestra furgoneta y al coche de Rick se había unido un tercer vehículo: una larga furgoneta negra con los vidrios de espejo, que brillaban con la pátina característica de las armaduras plateadas. Tenía el techo plagado de tal número de antenas y platos de parabólicas que dejaba en ridículo nuestro modesto surtido de transmisores. Me detuve para examinarla mientras Shaun y Rick cruzaban la puerta del rancho y me alcanzaban.

—¿Crees que está ahí el tipo encantador que daba las órdenes por el altavoz?

—No me imagino quién más puede ser —respondí.

—Bueno, pues entonces vamos a saludarlo y a darle las gracias por el recibimiento. La verdad es que han conseguido conmoverme. Una cesta con fruta habría sido más adecuada, pero ¿una emboscada? Sin duda es una manera única de demostrar a alguien lo mucho que te importa. —Shaun fue directo hacia la furgoneta. Rick y yo lo seguimos caminando tranquilamente.

Mi hermano llamó a la puerta de la furgoneta con la palma de la mano. Al no recibir respuesta, cerró el puño y aporreó la puerta con fuerza. Justo cuando sus golpes empezaban a coger ritmo, la puerta se abrió con violencia y apareció el rostro rubicundo de un general, que nos lanzó una mirada colérica.

—Me da a mí que melómano no es —farfullé entre dientes. Rick resopló.

—No sé qué os pensáis que estáis haciendo, mocosos… —empezó a decir el general.

—Estoy casi seguro de que están buscándome —le interrumpió el senador, asomando detrás de él. El general guardó silencio, y trasladó su mirada furibunda al senador, quien simplemente pasó por delante de él sin hacerle el menor caso, bajó de la furgoneta y estrechó la mano de mi hermano—. ¡Shaun, me alegro de ver que estás bien! Me preocupé un poco al oír que os habían interceptado las comunicaciones.

—Tuvimos suerte —repuso Shaun, sonriente—. Gracias por ahorrarnos todos los trámites.

—Ha sido un placer. —El senador Ryman volvió la vista atrás, en dirección al general con el rostro encendido—. General Bridges, gracias por preocuparse por la seguridad de mi sección de prensa. Hablaré con sus superiores sobre esta operación y me aseguraré de que les quede claro el papel que ha jugado usted en ella.

El general se puso lívido. Sin perder la sonrisa, Shaun le saludó agitando en alto los dedos.

—Encantado de conocerle, señor. Que pase un buen día. —Se volvió a Rick y a mí, y nos pasó los brazos por los hombros—. Bueno, mis queridos socios en la labor de hacer auténticas estupideces en aras de la educación de las masas, ¿estáis de acuerdo conmigo en que he conseguido subir tres puntos la audiencia? O no, esperad, ésa es una estimación demasiado prudente, pues me siento como un dios entre mortales, como un pionero en lugares impenetrables. ¡Dejémoslo en cinco puntos! ¡En serio, deberíais venerarme y rezar por mi gloria suprema!

Volví la cabeza lo justo para mirar al senador. Ryman se esforzaba en sonreír, pero tenía los ojos serios. Era el rostro de un hombre sometido una gran tensión.

—Quizá luego —repliqué—. Senador Ryman, ¿cómo se ha enterado?

—Steve estaba escuchando vuestra retransmisión —explicó el senador—. Cuando oyó que habíais encontrado algo me llamó y vinimos hacia aquí inmediatamente.

—Muchas gracias —dijo Rick—. De lo contrario habríamos tenido que lidiar con unos cuantos problemas.

—Como la ceguera permanente —señaló Shaun, mirándome.

—O una estancia con todos los gastos pagados en un complejo de actividad biológica del gobierno —añadí—. Señor, ¿quiere que le sigamos hasta casa y le expliquemos detalladamente nuestro hallazgo?

—Te lo agradezco, Georgia, pero no. Preferiría que regresarais al hotel e hicierais lo que consideréis oportuno. Id a hacer vuestro trabajo. —Había algo quebrado en su expresión. En el funeral me había parecido ver al senador envejecido, pero me había equivocado; en ese momento sí que parecía mucho más viejo—. Os llamaré mañana por la mañana, cuando haya tenido tiempo de explicar a mi esposa que la muerte de nuestra hija no se debió a un accidente y de emborracharme como una cuba.

—Entiendo —dije. Me volví a Rick—. Nos veremos en el hotel. —Rick asintió y se dirigió hacia su coche. No quería que dejara aquí su vehículo. Habíamos cabreado al ejército, y un acto aislado de «vandalismo» no era una idea descabellada—. Llámenos si necesita algo, ¿de acuerdo, senador?

—Contad con ello. —La voz de Ryman sonaba triste; como también triste era su paso mientras caminaba en dirección a su vehículo todo terreno oficial. Steve ya le estaba abriendo la puerta del acompañante. No vi a ningún otro agente de seguridad, aunque sabía que estaban allí. No iban a correr ningún riesgo llevando a un candidato presidencial a un lugar tan próximo a una zona de peligro biológico, sobre todo después de que saliera a la luz la información que acabábamos de descubrir.

Observé al senador mientras subía al coche. Steve cerró la puerta, hizo un gesto de despedida con la cabeza en dirección a nosotros, se sentó en el asiento del conductor y arrancó. El pequeño Volkswagen con placas de blindaje salió unos minutos después, traqueteando por el camino, con destino a la civilización.

Shaun me puso una mano en el hombro.

—George, ¿te parece que vayamos ya, antes de que los memos mandamases nos vengan con una excusa para detenernos? Aparte del gato, claro. Se lo ha llevado Rick, así que si van a detener a alguien, sólo será a él. Ya sabes, le atarán correas con electrodos a las partes íntimas…

—¿Eh? —Me di la vuelta para mirar a mi hermano—. Sí, vamos. Va, estoy lista.

—¿Te encuentras bien? —Me miró fijamente—. Estás pálida.

—Estaba pensando en Rebecca. ¿Conduces tú? Me duele demasiado la cabeza y no me fío.

Shaun sí que empezó a parecer realmente preocupado. Cuando vamos juntos, nunca le dejo conducir. Su idea de la seguridad vial consiste en correr para que los polis no nos pillen.

—¿Estás segura?

Le lancé las llaves. Normalmente no me gusta ir en el mismo coche cuando él está al volante, pero normalmente no tengo un montón de gente muerta, un candidato presidencial angustiado y un insoportable dolor de cabeza con los que lidiar.

—Conduce tú.

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