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Libro Cuarto: Postales desde el Muro » Diecinueve

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Me desperté sobre una cama en una habitación blanca, vestida con un pijama de algodón blanco, y el empalagoso olor a lejía metido en la nariz. Me incorporé con un grito ahogado, apretando los ojos en un gesto mecánico para evitar que las luces del techo me los quemaran, hasta que me di cuenta de que los había tenido abiertos mientras había estado tumbada boca arriba en la cama. Miré directamente a las luces y no me provocaron ningún dolor. La falta de sensibilidad al dolor es uno de los numerosos síntomas de la amplificación del Kellis-Amberlee. ¿Sería ése el motivo que había hecho que nos atacara el equipo del CDC? ¿Me encontraba en algún jodido centro de investigación? Después de todo, abundan los rumores sobre el tema, de modo que alguno podría ser cierto.

Con cuidado me llevé las manos al rostro, y toqué con los dedos una delgada cinta de plástico, que tenía colocada sobre los ojos sin que me presionara ni el puente nasal ni los costados de la cabeza. Supe lo que era en cuanto lo toqué; desde hacía quince años se utilizaban cintas polarizadas que bloqueaban los rayos ultravioleta para los tratamientos hospitalarios del Kellis-Amberlee de la retina. Valen un riñón, una sola tira incrementa en quinientos dólares la factura del hospital, aun si dispones de un seguro, y encima son muy delicadas; sin embargo, filtran la luz mejor y son más discretas que cualquier otro tratamiento de los que existen en la actualidad. Me relajé. No estaba experimentando una amplificación. Simplemente era víctima de un secuestro por parte del CDC.

Ese detalle sobre mi situación me sirvió para tranquilizarme ligeramente.

Empecé a examinar la habitación. Estaba vacía salvo por mí; la cama blanca con las sábanas, el edredón y la almohada también blancos; la mesita de noche blanca, con los bordes acolchados, que la hacía inofensiva, y un enorme «espejo» tintado que ocupaba buena parte de la pared junto a la puerta. Miré con los ojos entrecerrados hacia el cristal y logré ver el pasillo desierto que se extendía al otro lado. No había nadie vigilando la habitación. Eso hablaba a favor de mi situación estable como no zombie. Si hubiera estado infectada, habría habido vigilantes apostados ahí fuera; siempre y cuando tuvieran algún motivo para no haberme metido ya una bala entre ceja y ceja.

De no ser por mi afección en los ojos, ese «espejo» nunca habría dejado de ser un espejo, que me proporcionaría una sensación ilusoria de intimidad al mismo tiempo que permitía a cualquier médico observarme a distancia. Los tiempos de los monitores emitiendo pitidos y los voluminosos aparatos ya pasaron; en la actualidad todo está racionalizado, todo consiste en una red de sensores y monitores inalámbricos cuidadosamente disimulados. Todo está diseñado pensando tanto en la seguridad de los médicos como en la comodidad de los pacientes. Al fin y al cabo, cualquier motivo que empuje a entrar en una habitación donde alguien podría sufrir una amplificación viral en cualquier momento, es un motivo más para abandonar la medicina y dedicarse a algo más seguro. Como el periodismo.

Aunque en ese momento tampoco era que el periodismo no me pareciera arriesgado. Cerré los ojos. Buffy estaba allí mismo, esperándome, mirándome con sus ojos negros por el virus mientras su esencia desaparecía a medida que la infección se apoderaba de su organismo. Tuve la sensación de que Buffy siempre estaría allí. Estaría esperándome el resto de mi vida.

El Kellis-Amberlee es un hecho de la existencia. Vivimos, morimos y luego volvemos a la vida, nos levantamos y deambulamos arrastrando los pies e intentando devorar a nuestros antiguos amigos y seres queridos. En todos actúa de la misma manera. Teniendo en cuenta la profesión de mis padres y lo ocurrido con su hijo, podría decirse que ha tenido un gran impacto en mi familia; sin embargo, la verdad es que todo eso ocurrió antes de que Shaun y yo tuviéramos edad para entenderlo. El virus es como una música de fondo en nuestras vidas. Si no hubiera existido, mi hermano y yo habríamos encontrado otra cosa en la que invertir el tiempo libre, algo que no consistiera en apalear zombies con un palo. Hasta Chuck y Buffy, el virus nunca me había arrebatado a nadie cercano. Había alcanzado a personas que me importaban; había matado a conocidos, como a los guardias de seguridad de Oklahoma o a Rebecca Ryman, a quien realmente sólo había conocido por fotos, pero nunca me había afectado directamente a mí. No hasta Memphis.

Abrí los ojos. Ni toda la melancolía del mundo me traerían de vuelta ni a Buffy ni a Chuck, ni cambiarían un ápice nuestra situación: la sede de Memphis del CDC nos había drogado (por el motivo que fuera) y nos había trasladado a uno de sus complejos. Me habían quitado la ropa, las armas y todos los dispositivos de grabación. No tenía nada en las orejas, así que también me habían quitado mis aparatos para las comunicaciones de corto alcance. Incluso me habían quitado las gafas de sol y las habían sustituido por los bloqueadores de rayos ultravioleta, que aunque fueran más eficaces, me dejaba con la sensación de encontrarme desnuda.

Mi madre me dijo una vez que una mujer con mala leche y capaz de sostener la mirada nunca está completamente desnuda. Con esa idea fija en la cabeza fui hacia la única puerta de la habitación y traté de girar el pomo.

La puerta no estaba cerrada con llave.

Y eso no tenía por qué ser una buena señal.

El pasillo era tan aséptico como la habitación en la que había despertado; paredes blancas, suelo blanco y una austera luz blanca procedente del techo. El pasillo estaba flanqueado por los mismos grandes espejos falsos, separados entre sí tres metros. Me encontraba en las salas de aislamiento, y eso era menos alentador aún que el hecho de que la puerta no estuviera cerrada con llave. Me subí el bloqueador de rayos ultravioleta por la nariz en lo que suponía un gesto tranquilizador, si no estrictamente funcional, y me adentré por el pasillo.

Rick estaba en la tercera habitación de la izquierda, tumbado encima del edredón y vestido con un pijama de algodón idéntico al mío. Al CDC no le van los estereotipos sexuales. Di unos golpecitos en el «cristal» para avisarle de que iba a entrar antes de abrir la puerta y pasar a su habitación.

—¿Sabes si tienen servicio de habitaciones en este lugar? Porque me muero por una lata de Coca-Cola. La reanimación es una cuestión estrictamente optativa.

—¡Georgia! —Rick se incorporó en la cama, el alivio y la alegría se pelearon por el control de sus facciones—. ¡Gracias a Dios! Cuando desperté y me vi solo en este lugar temí que…

—¿Qué temiste? ¿Que eras el último miembro vivo del equipo? Lo siento, tío, pero tu ascenso no será tan sencillo. —Me apoyé contra el marco de la puerta y observé a Rick. A primera vista no se apreciaban heridas. Buena noticia, pues si teníamos que salir pitando de aquel lugar, podría valerse por sí mismo—. De hecho, cuando estoy enfadada me vuelvo inmortal.

—¡Guau!

—¿Guau?

—Entonces nunca morirás. —Levantó la mano derecha e hizo unos gestos confusos señalándose los ojos—. Georgia, no llevas las…

—No pasa nada. —Me di unos golpecitos en la cinta de plástico del bloqueador de rayos ultravioleta—. Lo último de lo último. Técnicamente mejor que las gafas de sol. No siento ninguna molestia pese a la intensidad de la luz en este lugar.

—¡Vaya! Tienes los ojos marrones.

—Sí, bueno…

Rick se encogió de hombros.

—No lo sabía.

—Nunca te acuestas sin saber algo nuevo. —Manteniendo un tono tan despreocupado como me fue posible, pregunté—: ¿Simplemente estabas aquí esperando a que apareciera? ¿Has visto a Shaun?

—No… como te dije antes, cuando desperté estaba solo. No he visto a nadie desde que los del CDC nos la jugaron. ¿Tienes alguna idea de lo que está pasando?

—Creo que nos drogaron. Sin embargo, ahora mismo me preocupa un poco más encontrar a mi hermano.

Me lanzó una mirada escrutadora.

—¿Te interesa más tu hermano que averiguar la verdad?

—Shaun es lo único que me importa más que la verdad.

—Pues en estos momentos tu hermano no está aquí.

—Por eso mismo vamos a salir a buscarlo. —Regresé al pasillo—. Vamos.

Debo decir en favor de Rick que se levantó de la cama sin rechistar.

—No han cerrado las puertas con llave, lo que significa que no estamos infectados.

—Eso, o que ya estamos en medio de un brote y han precintado toda el ala.

—¿Tanto te cuesta ser un poco optimista?

—Siempre lo he sido —contesté, regalándole una leve sonrisa.

—Cada día que pasa entiendo un poco mejor a tu hermano.

—Haré oídos sordos a ese comentario. —El pasillo estaba vacío y se extendía en ambas direcciones sin ninguna característica distintiva. Fruncí el ceño—. ¿Sabes algo sobre la distribución de las salas de aislamiento?

—Sí —respondió con una firmeza pasmosa. Me volví a él arqueando las cejas en una pregunta. Rick se encogió de hombros.

—Lisa y yo pasamos mucho tiempo en este tipo de lugares.

—Sí, claro —dije tras un silencio incómodo—. ¿Por dónde tiramos?

—La distribución de las alas de aislamiento de todos los complejos del CDC sigue un diseño básico. Vayamos hacia la izquierda.

La sugerencia de Rick tenía sentido. Los zombies no aprenden, de modo que es lógico que, en el caso de que el personal del centro deba escapar de una infección, estén seguros de hacia dónde deben correr. También podía interpretarse como un mecanismo de encierro; los sujetos que estuvieran experimentando la amplificación, pero que aún no hubieran perdido la esperanza de encontrar una salida, se meterían directamente en la esclusa de aire, donde el positivo de su análisis de sangre les valdría una bala en la cabeza.

Rick echó a andar. Yo me apresuré para ponerme en cabeza, y él me miró.

—Estoy convencido de que Shaun está bien.

—Mmm…

—Si hubiera experimentado una amplificación, veríamos pruebas del brote. O al menos notaríamos el olor reciente a desinfectante.

—Mmm…

—Me gustaría aprovechar esta oportunidad para decir, sin micrófonos de por medio, que tus ojos son mucho más atractivos cuando no los escondes tras esas lentillas de friki. El azul no te favorece para nada.

Le lancé una mirada por el rabillo del ojo, y Rick sonrió.

—Esta vez no me has contestado con un «mmm».

—Lo siento. Me pongo un poco nerviosa cuando no sé dónde está mi hermano.

—Georgia, si con «un poco nerviosa» te refieres a esto, preferiría no verte nunca sufriendo un ataque de nervios.

Le clavé otra mirada por el rabillo del ojo.

—Tú, en cambio, estás inquietantemente relajado.

—No es cierto —respondió en un tono sereno—. Estoy en estado de shock. Verás, la diferencia radica en que si estuviera relajado, ahora no estaría caminando, esperando a que la aceptación de la muerte de Buffy me golpee como un ladrillo en la cabeza.

—Ah.

Esta vez su sonrisa fue casi imperceptible y tensa, y carente de cualquier atisbo de buen humor.

—Con Ethan aprendí sobre el CDC. Con Lisa aprendí sobre los estados de shock.

No supe qué responder. Seguimos recorriendo los pasillos blancos; nuestros reflejos vestidos de blanco aparecían como espectros en los vidrios tintados de las «ventanas». Por fin vimos algo delante de nosotros: una puerta de barrotes de acero con un interfono y un dispositivo de análisis de sangre instalados junto a ella en la pared.

—¡Qué amables!

—El interfono sirve para comunicarse con la sala de guardia, y el dispositivo de análisis envía automáticamente los resultados a la central.

—Amables y eficientes —me corregí. Me detuve delante de la puerta y apreté el botón del interfono—. ¿Hola?

La voz de Shaun me respondió inmediatamente, con una jovialidad que sólo yo sabía que utilizaba para disimular la tristeza y el miedo.

—¡George! ¿Te has decidido a sumarte al mundo de los vivos?

Un nudo en lo más hondo de mi pecho se aflojó y recuperé la capacidad de respirar.

—Me alegra saber que tú no has decidido abandonarlo —respondí—. ¡La próxima vez déjame una maldita nota o algo!

—Temo que ha sido culpa mía, señorita Mason —dijo una voz más profunda y con un marcado acento sureño—. Intentamos sacar de las habitaciones cualquier objeto que pueda ser utilizado como arma. Incluido el papel. Espero que entienda el motivo.

Fruncí el ceño.

—¿Joe?

—El mismo, y me alegra debidamente comprobar que ambos están bien.

¿Ambos? Rick no había abierto la boca desde que yo había encendido el interfono. Me volví y miré los bordes del techo hasta que descubrí una minúscula mancha de color crema que resaltaba en medio de la blancura de los azulejos.

—Debiste de ser muy popular entre las chicas del instituto —dije, mirando fijamente a la mancha, todavía con el dedo apretado contra el botón del interfono—. Les encantan los mirones.

—¡Oye, no te burles de él, George! Gracias a esa cámara he conseguido ver tu pijama, que, por cierto, es monísimo. Pareces un muñeco de nieve. Si los muñecos de nieve fueran mujeres, eso sí.

—Dentro de un minuto este muñeco de nieve estará pateándote el culo —respondí—. ¿Puede decirme alguien qué demonios está ocurriendo aquí antes de que me cabree de verdad?

—La puerta no se abrirá sin los análisis de sangre, George —explicó Shaun.

—¡Ya lo sé! —Volví a mirar al frente y estampé la mano contra el panel de lectura; apenas me estremecí cuando las agujas me perforaron la piel. Por cada aguja que sentía había otras cinco que me pasaban desapercibidas. Las agujas más gruesas de los artefactos de análisis del CDC tienen una función más cercana a proporcionar una tranquilidad psicológica que a otra cosa. La gente no se cree que se ha sometido a un análisis a menos que note los pinchazos. La mayor parte de la información que los centros requieren la obtienen mediante unas agujas hipodérmicas tan delgadas que prácticamente parecen agujas de acupuntura, y que perforan la piel y salen sin dejar marca.

Encima de la puerta empezó a parpadear una luz que casi inmediatamente cambió del rojo al verde. Las cerraduras se abrieron con un estruendoso clic y retiré la mano del panel.

—Supongo que la alarma saltará si Rick intenta cruzar la puerta conmigo.

—Pasad de uno en uno. Entra en la esclusa y deja que la puerta se cierre. Rick te seguirá.

—Entendido. —Hice un breve gesto con la cabeza a Rick, que él me respondió, abrí la puerta y la crucé.

Si los pasillos me habían parecido monótonos, el espacio de la esclusa era aséptico. Las paredes eran tan blancas que empezaron a dolerme los ojos con la luz que reflejaban a pesar de la cinta bloqueadora de rayos ultravioleta. Bizqueando ligeramente, enfilé vacilante hacia el centro del espacio.

El interfono emitió unos ruiditos de interferencias.

—Deténgase ahí, señorita Mason —ordenó la voz de Joe.

—¿Quieres que cierre los ojos y aguante la respiración?

—Eso mismo —respondió con un atisbo de jocosidad en la voz—. Es un placer trabajar con alguien que conoce los procedimientos.

—No estoy exactamente en un lugar que me produzca demasiado «placer» —repuse—. Tal vez cuando pueda ponerme unos pantalones… —No iba a conseguir antes algo de ropa ni a mi hermano quedándome de pie y refunfuñando. Cerré los ojos y me quité el bloqueador de rayos ultravioleta, tomé aire y lo retuve en los pulmones.

Una fría llovizna empezó a caer sobre mí desde los aspersores del techo, y el hedor a lejía y a agentes desinfectantes impregnó la sala. Tuve que hacer un esfuerzo enorme para contener la respiración mientras contaba veinte hacia atrás. Había llegado a diecisiete cuando los ventiladores se encendieron y la llovizna desapareció absorbida por los desagües del suelo, donde sería recogida en canales a los que se les inyectaría aire supercaliente para eliminar cualquier resto de infección que hubiera conseguido sobrevivir al baño de agentes químicos; luego los residuos serían bombeados hasta un incinerador, donde serían destruidos. El CDC hace un montón de cosas, pero no se anda con chiquilladas en la cuestión de la esterilización.

—Ya puede abrir los ojos, señorita Mason.

Me puse de nuevo la cinta bloqueadora, abrí los ojos y me dirigí hacia la puerta en el fondo de la esclusa de aire. La luz de encima de la puerta era verde, y cuando puse la mano en el pomo, giró sin ofrecer resistencia. Crucé la puerta.

La sala de guardia consistía en una de esas bestias híbridas que se han hecho tan habituales en los centros médicos durante los últimos veinte años: mitad sala de enfermería y de triaje, y mitad puesto de guardia, con botones de alarma por las paredes y un gran armero junto al dispensador de agua. Toda sala de guardia de un centro médico que se precie debe ofrecer un oasis de seguridad a los no infectados, incluso cuando el brote esté propagándose en todas direcciones. Si las esclusas de aire fallan, se puede sobrevivir durante días si se dispone de una buena cantidad de munición. En una sala de guardia de Atlanta se dio precisamente ese caso: cuatro enfermeras, tres médicos y cinco agentes del servicio de seguridad, junto con dieciocho pacientes aguantaron durante casi una semana hasta que los del CDC consiguieron controlar el brote que asolaba las inmediaciones del hospital y sacarlos sanos y salvos. Se rodó una película basada en ese episodio.

Shaun, que iba vestido con su ropa de calle, el muy cabrón, estaba sentado encima de un mostrador y sostenía una taza de café entre las manos. Cerca de él, de pie, había un hombre que no reconocí, con una bata de médico encima de la ropa. Junto a él estaba el senador Ryman, que parecía más nervioso que los otros dos juntos. Enfermeras y técnicos del centro cruzaron la sala hablando entre sí como los extras que pueblan la secuencia de una película: completaban la escena, pero no formaban parte ella, al menos no más que las paredes de la habitación.

El senador fue el primero en reaccionar a mi aparición. Se puso en pie y una expresión de alivio se instaló en su rostro. Se acercó a mí y me abrazó con fuerza antes de que yo tuviera la oportunidad de adivinar lo que se proponía. Solté un leve gruñido según se me escapaba el aire de los pulmones, pero el senador se limitó a apretarme un poco más fuerte, al parecer sin importarle que se me hubieran quedado los brazos pegados a las caderas. Se trataba de un brazo reconfortante para él, no para mí.

—La está dejando sin respiración, jefe —dijo Shaun arrastrando las palabras—. Me huelo a que todavía no se ha desenganchado de su adicción al oxígeno.

La puerta se abrió y volvió a cerrarse a mi espalda.

—¿Por qué está el senador Ryman aplastando a Georgia? —preguntó Rick en un tono de sorpresa.

—Sufre un shock postraumático —respondió Shaun—. Se cree una boa constrictor.

—Reíos si queréis, chicos —dijo el senador, soltándome por fin. Aliviada, reculé antes de que le diera por repetirlo—. Me habéis dado un susto de muerte.

—Nosotros también estábamos aterrados, senador —repuse, sin dejar de retroceder hasta que llegué a la altura de Shaun. Mi hermano me puso una mano en el hombro y me lo apretó. Ese simple gesto me proporcionaba un mundo de tranquilidad. Incliné la cabeza hacia su mano y me quedé mirando al tipo que no conocía.

—Joe, supongo.

—Doctor Joseph Wynne, de la delegación de Memphis del CDC —se presentó, y se acercó tendiéndome la mano. Se la estreché, y él apretó la mía con firmeza pero sin llegar a hacerme daño—. No sé cómo expresarle mi alegría por poder hablar en persona con usted.

—Y yo me alegro de poder hablar —repuse. Una vez realizado el intercambio de cumplidos, fruncí el ceño—. Veamos, ¿puede alguien explicarme por qué pasé de estar cumpliendo con mis deberes como ciudadana junto a una autopista a despertarme de repente en una sala de aislamiento de un complejo del CDC?

—La verdad es que se trata de una historia divertida —respondió Shaun.

Solté la mano de Joe y me volví para mirar a mi hermano.

—Define divertido.

Shaun cogió un fardo que había junto a él en el otro lado del mostrador y me lo pasó. Ahí estaban mi ropa y una bolsa de plástico que contenía mi pistola y mi bisutería. Me apreté el fardo contra el pecho.

—Alguien llamó a los CDC dos minutos antes de que lo hicieras tú y les contó que todos nosotros habíamos muerto en el accidente —dijo aparentemente con una sinceridad absoluta.

Por un momento, lo único que fui capaz de hacer fue seguir mirándolo. Luego volví la cabeza para mirar a Joe y al senador Ryman.

—¿Es eso cierto? —pregunté.

—Bueno, señorita —respondió Joe con una evidente incomodidad—, tenemos que hacer caso de todas las llamadas que recibimos…

—Ya teníais en vuestro poder los resultados de los análisis que nos habíamos hecho. Sabíais que no estábamos muertos.

—Los resultados de esa clase de análisis son fáciles de falsificar —explicó Joe—. Lo hicimos lo mejor que pudimos.

Asentí de mala gana. Ciñéndonos a la ley, los tipos del CDC podrían habernos pegado un tiro nada más llegar al valle, esterilizar la zona y hacer lo que les viniera en gana con nuestros restos. Que nos hubieran capturado vivos para someternos a exámenes más exhaustivos era extraordinario, pues se exponían a unos riesgos innecesarios: nadie se habría extrañado de que nos hubieran matado.

—¿Y qué os llevó a capturarnos vivos? —pregunté.

Joe sonrió.

—Poca gente puede llamar al CDC para alertar de una situación tan desesperada y explicarse con tanta serenidad, Georgia. Estaba deseando conocer a alguien capaz de hacerlo.

—Nuestros padres nos han enseñado muy bien —repuse. Levanté el fardo con mi ropa y mi equipo—. ¿Hay algún lugar donde pueda vestirme?

—¡Kelly! —Joe se dio la vuelta y detuvo a una mujer con bata de médico. Parecía novata e iba con los ojos abiertos como platos; no debía de ser mayor que Buffy, y su larga melena rubia, recogida detrás con un pasador, le daba cierto parecido con nuestra desdichada compañera. Se me hizo un nudo en la garganta.

Joe me señaló.

—Georgia Mason, ésta es la doctora Kelly Connolly. Doctora Connolly, ¿podría acompañar a la señorita Mason a un vestuario?

Shaun bajó del mostrador.

—Vamos, Rick, te llevaré a los vestuarios masculinos.

—Te lo agradezco —respondió Rick, agarrando del mostrador el fardo con su ropa.

—Por supuesto, doctor Wynne —dijo Kelly—. Por aquí, si es tan amable, señorita Mason.

—Claro —dije, y la seguí.

Recorrimos un pasillo no demasiado largo con las paredes pintadas de un cálido color amarillo. Kelly abrió una puerta que daba paso a un pequeño vestuario.

—Aquí se cambian las enfermeras.

—Gracias —dije. Cogí el pomo de la puerta y me la quedé mirando—. Ya encontraré el camino de vuelta.

—De acuerdo. —La doctora continuó mirándome unos instantes, vacilante. Yo le sostuve la mirada. Al cabo, confesó—: ¿Sabe? Leo su página. Todos los días. También la seguía en Los Defensores del Puente antes de que usted y su hermano se establecieran por su cuenta.

Enarqué una ceja.

—¿En serio? ¿Y a qué debo el honor?

La doctora se puso roja.

—Por su apellido —respondió ruborizada—. En la facultad de medicina hice un trabajo sobre la transmisión del agente que provoca la amplificación del Kellis-Amberlee de los seres humanos a los animales. Me topé con su nombre mientras buscaba información sobre su… su hermano, y como me gustó cómo escribía, empecé a seguirla en la red.

—Ah. —Parecía a punto de añadir algo. Esperé sin desviar la mirada de ella. Se puso aún más roja.

—Sólo quería aprovechar esta ocasión para transmitirle mis condolencias.

Fruncí el ceño.

—Por…

—Por la pérdida de Buffy.

Se me heló la sangre. Tuve que hacer un esfuerzo para seguir respirando.

—¿Cómo se ha enterado?

—He leído la noticia sobre su incorporación al Muro —respondió Kelly, parpadeando sin disimular su sorpresa.

—¿Al Muro? Pero ¿cómo se han podido ente…? ¡Oh, Dios mío, las cámaras!

—¿Señorita Mason? ¿Georgia? ¿Se encuentra bien?

—¿Eh? —En algún momento que no recordaba había apartado los ojos de su mirada. Me volví de nuevo a ella y dije, meneando la cabeza—: No… No se me había ocurrido pensar que ya debía de estar en el Muro. Gracias. Acepto sus condolencias. —Di media vuelta, cerré la puerta y me interné en el vestuario de las enfermeras sin darle tiempo a despedirse. Me daba igual que pensara que era una maleducada. Soy periodista. Se supone que los periodistas somos unos maleducados, ¿no? Forma parte de nuestra mística.

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