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—Cuando te marches, la asociación se quedará aún más vacía. Primero Xu Qianru y ahora tú —se lamentaba Wu Jingshi en la sala de lectura—. Y encima perdemos un gran colaborador.

Juehui, que hojeaba periódicos, miró a sus amigos recordando el trabajo que habían llevado a cabo juntos y las horas compartidas. Pensó en la compañía, el apoyo y los ánimos que le habían dado; todo lo que no había encontrado en su hogar, en definitiva. Durante los últimos meses había ido cada día al local de la asociación; aquel lugar y aquellas personas se habían convertido en una parte indispensable de su vida. Jamás hubiera imaginado que acabaría separándose de ellos, pero pronto iba a dejarlos atrás para irse muy lejos. Se sentía apesadumbrado y avergonzado por abandonarlos. Cuando se hubiera marchado, la sala abriría las puertas como siempre, ellos se encontrarían allí cada día y la revista continuaría saliendo cada semana, pero él ya no participaría en todo aquello. Ya no compartiría las penas y alegrías con los amigos, ya no oiría la voz de Huang Cunren reclamándole las cuotas mensuales ni las historias que contaba Zhang Hairu. Hasta aquel momento no se dio cuenta de cuánto lamentaba aquella pérdida.

—No debería dejaros precisamente ahora que hay tanto trabajo, aunque en los últimos tiempos os he ayudado tan poco que no me echaréis demasiado en falta…

—¡Qué cosas dices! Con el panorama que tienes en casa lo mejor es que te vayas cuanto antes. Si entras en la universidad, aprenderás mucho y progresarás. En Shanghai te reencontrarás con amigos nuestros y harás nuevas amistades, verás cosas nuevas y podrás conseguir un trabajo interesante. Allí el movimiento de la Nueva Cultura está muy activo: Shanghai es una ciudad abierta, no como este maldito lugar, donde las chicas no pueden llevar el pelo corto —dijo Huang Cunren para animarle.

—Sí, cada semana os mandaré un artículo. Sea como sea, cada semana escribiré uno —prometió Juehui, contento.

—Nosotros te escribiremos en cuanto llegues —añadió Huang Cunren.

—Claro que sí, y yo esperaré vuestras cartas con más impaciencia que vosotros las mías. Cuando os deje me sentiré muy solo, no sé si encontraré amigos tan buenos como vosotros.

—A nosotros sí que nos va a costar encontrar a un amigo como tú —le confesó riendo Huang Cunren.

—Puedo marcharme gracias a vuestra ayuda, sobre todo a la de Cunren.

Juehui lo miró emocionado y Huang Cunren, sonriendo afablemente, dijo:

—¡Tonterías! ¡Eso no es nada! Tú habrías hecho lo mismo por mí. —Y le preguntó—: ¿Ya has enviado el equipaje a mi casa? ¿Falta algo?

—Ya está listo. No es que no haya nada más, es que no puedo llevármelo todo. Dejo muchos libros pero mi hermano mayor me los mandará más adelante. He tenido que andar con pies de plomo para que nadie sospechara en casa. He llevado el equipaje de madrugada a tu casa. El barco zarpa pasado mañana, ¿verdad?

—No estoy seguro del todo, tiene que confirmármelo mi pariente. Ojalá se retrasara un par de días la salida, así tendríamos más tiempo para estar juntos. Mañana queremos hacerte un banquete de despedida.

—¿Un banquete de despedida? ¡No puedo creérmelo! —dijo Juehui sorprendido—. Con el rato que hemos compartido hoy ya me doy por satisfecho. ¿Queréis decir que es necesario celebrar un banquete?

—Claro que sí. Ya que vamos a separarnos, divirtámonos una última vez. Yo aún tengo dinero, no tendré que empeñar mi ropa —terció Zhang Huiru, y todos rompieron a reír.

—Esta vez homenajearemos a Juehui y, por lo tanto, lo pagamos entre todos —dijo Cunren.

—Entonces yo pago mi parte —concluyó Juehui.

—¡Ni hablar! —dijo Wu Jingshi.

Les interrumpió la llegada de Cheng Chi, uno de los miembros del grupo, que, jadeando y con el rostro congestionado, se disculpó:

—¡Llego tarde!

—¿Y qué? Si siempre llegas tarde, por eso te llamas como te llamas[43] —le contestó Zhang Huiru.

Sin hacerle caso, el recién llegado se dirigió a Cunren.

—Acabo de encontrarme a tu pariente, el señor Wang, y me ha dicho que te diga que el barco zarpará mañana temprano.

—¿Cómo que mañana? —preguntó Juehui, perplejo—. ¿No habías dicho que sería pasado mañana?

—No te engaño. Lo he entendido perfectamente, ha dicho mañana temprano.

—¿Y la despedida de mañana? —preguntó decepcionado Juehui.

—Ningún problema, la haremos hoy. Como ya es tarde, vayámonos al restaurante y así podrás volver a casa pronto, si aún tienes cosas que hacer —resolvió Zhang Huiru.

—No puede ser, ¡tengo que ir a casa! —contestó, inquieto, pensando en sus dos hermanos.

—No puedes irte, no te dejamos —dijeron todos.

Viendo su gesto angustiado, Cunren preguntó a Juehui:

—¿Por qué debes volver? ¿No quieres cenar con nosotros? Es una despedida, ¡no sabemos cuándo volveremos a estar juntos!

Juehui no sabía qué decir. Zhang Huiru, con la ayuda de Zhang Huanru y Cheng Chi, empezó a desmontar el tablón que les servía de mesa. Huang Cunren ordenaba los papeles. Al ver todo aquel jaleo, Juehui no se atrevió a volver a hablar de irse y, con una sonrisa forzada, dijo:

—Bien, me quedo…

Se encaminó en silencio hacia el restaurante con sus compañeros, pero por el camino fue recobrando los ánimos.

Cuando salieron del restaurante, ya era noche cerrada. La suave brisa del otoño les refrescaba los rostros congestionados. Juehui, poco abrigado, sentía un poco de frío. Estaban bajo el saliente de un tejado, viendo el ir y venir de la gente por la calle. Wu Jingshi fue el primero en marcharse. Alargó la mano a Juehui para estrechársela.

—Debo irme. Mañana no podré ir a despedirte, digámonos adiós aquí. Que tengas un buen viaje.

—Gracias.

Wu Jingshi desapareció entre los transeúntes. Poco a poco fueron yéndose los demás. Zhang Huanru también se despidió porque tenía que volver a la escuela.

—Te acompañamos a casa —propuso Zhang Huiru, con el rostro aún enrojecido y la mirada chispeante.

Juehui asintió y caminaron juntos por las bulliciosas calles. Al cabo de poco, Cheng Chi los dejó, metiéndose por un callejón. Después avanzaron por una avenida silenciosa. La tenue luz de los faroles equilibraba el color de todas las cosas. Las puertas de las casas eran manchas oscuras. Las sombras de las ramas y las hojas de las sóforas se recortaban, inmóviles, contra los muros de las casas, como salidas del pincel del más hábil de los pintores. «¿Cómo puede estar tan tranquila la ciudad?», pensó Juehui. No le apetecía hablar. Levantó la cabeza y miró la luna llena que navegaba por el cielo azul.

—¡Qué luna! Pasado mañana será la Fiesta del Medio Otoño —exclamó Zhang Huiru. Y, dirigiéndose a Juehui, preguntó—: ¿Estás seguro de que no echarás un poco de menos todo esto?

—¿Qué puede echar de menos de aquí? Encontrará cosas mejores —se adelantó a contestar Huang Cunren.

—Las personas que más quiero están aquí, ¿cómo queréis que no os añore? —dijo Juehui pensando en ellos dos y en algunos miembros de la familia.

Finalmente, llegaron a casa de los Gao. Se despidieron y Juehui se dirigió a la habitación de Juexin, donde este y Juemin estaban charlando.

—Hermano mayor, me voy mañana por la mañana.

—¿Mañana? ¿No dijiste pasado mañana? —Juexin, pálido, se levantó de la silla de un respingo.

—Han cambiado el día de salida. Me he enterado hace un rato.

—¡No pensaba que todo sería tan rápido! Entonces, solo queda esta noche —dijo Juexin, azorado.

—Hermano mayor —dijo Juehui con la voz rota por la emoción—, yo quería volver pronto a casa, quería cenar con vosotros, pero los amigos han querido invitarme a una cena de despedida y no he podido volver hasta ahora. —Tenía un nudo en la garganta.

—Voy a decírselo a Qin, quería hablar contigo y mañana será demasiado tarde —dijo Juemin, levantándose.

Juehui lo detuvo.

—Pero ¿no sabes qué hora es? ¿Cómo quieres presentarte en su casa? ¿Y me dejas ahora?

—Si no te ve, se enfadará conmigo. Insistió mucho en que la avisara.

—Pues vayamos a verla mañana de madrugada; tendremos tiempo —le dijo Juehui para tranquilizarlo, aunque no sabía si sería posible.

—¿Tienes el equipaje preparado? —preguntó Juexin.

—Todo está listo, lo he hecho enviar. Son solo tres cosas: un jergón, un cesto y una maleta pequeña.

—¿Te llevas suficiente ropa de abrigo? Piensa que cada vez refrescará más —dijo Juexin con los ojos llorosos.

—Me llevo suficiente, no te preocupes.

—Llévate comida para el viaje. Aún nos quedan unas latas de jamón que me regalaron hace poco, ahora te las traigo.

Y, sin esperar la respuesta, Juexin salió de la habitación y volvió al cabo de un momento con cuatro latas.

—En realidad no necesito tanto, se come poco por el camino —dijo Juehui, conmovido, cuando lo vio entrar.

—Es mejor que sobre que no que falte, y aquí no las necesitamos. Por cierto, aún no hemos hablado de los gastos. Te iré enviando el dinero poco a poco a las oficinas de correos de Chungking, Hankou y Shanghai. Tienes que ir a recogerlo en persona. Lo que te he dado para mañana creo que es suficiente, pero si quieres puedo darte un poco más.

—Tengo más que suficiente. Además, tampoco es bueno llevar mucho dinero encima, aunque últimamente la ruta es muy segura.

—Sí, ahora está muy tranquila.

Después de charlar un rato los tres, Juexin le dijo cariñosamente:

—Hermano tercero, vete a dormir, mañana debes levantarte muy pronto y serán muchos días de barco. Necesitas ir descansado. —Juehui no contestó y el otro continuó—: Cuando estés solo, deberás cuidar de ti mismo. Ten cuidado con la temperatura, en eso eres muy dejado y allí no será como en casa, porque si te pones enfermo nadie cuidará de ti. —Juehui seguía sin decir nada—. Escríbenos durante el viaje. Te enviaré tus libros cuando estés en Shanghai. No te preocupes por el dinero; escoge la escuela que te parezca mejor y yo te enviaré el dinero que haga falta. Tranquilo, cuenta conmigo para lo que necesites. —Juehui se sentía embargado por la tristeza—. Estarás bien. Ahora te librarás de este abismo miserable, y, en cambio, nosotros… —Juexin no pudo seguir, le flaqueaban las piernas. Alcanzó con dificultad una silla y, completamente hundido, se cubrió la cara con las manos.

—¡Hermano mayor! —exclamó Juehui con dolor.

Juexin no contestó. Juehui se le acercó y volvió a llamarlo. El otro, destapándose la cara, dijo:

—Estoy bien, no me pasa nada. Ve a dormir, anda.

Juehui y Juemin salieron de la habitación.

—Quiero ir a ver a la madrastra —dijo Juehui de pronto, al ver encendida la luz de la habitación de esta.

—¿Por qué quieres verla? ¿Vas a contárselo todo? —preguntó, perplejo, Juemin.

—No, no es eso. Quiero verle la cara. Quizá sea la última vez que la vea…

—De acuerdo, pero ten cuidado y no te delates.

Juemin se dirigió a su habitación y Juehui entró en la de la madrastra Zhou. Esta, que estaba sentada charlando con Shuhua, le dijo con una sonrisa cariñosa al verle:

—Hoy tampoco has venido a cenar. Te pasas el día de un lado a otro. ¿Qué haces? Ten cuidado con tu salud.

—Estoy bien, es mejor pasar el día de un lado a otro que quedarse en casa sin hacer nada.

—Tú siempre con tus argumentos —dijo la madrastra, echándose a reír—. No me extraña que murmuren sobre ti. Hoy eran los tíos cuarto y quinto con sus mujeres y la concubina Chen. Mira que eres tozudo. No obedeces a nadie y yo no sé qué hacer… Parece mentira que tú y tu hermano mayor seáis hijos de los mismos padres. Él es demasiado dócil y tú no haces caso de nadie. ¡No tenéis remedio!

Shuhua, a su lado, lo miraba riendo. A Juehui le hubiera gustado poder contarle algo. Habría querido expresarle lo que sentía por ella. Se le acercó y ella, notándolo inquieto, le preguntó:

—Pero ¿qué te pasa? ¿Quieres hablarme de tu proyecto de irte a Shanghai a estudiar?

Juehui recordó la advertencia de Juemin y decidió que era mejor no decir nada. Con una media sonrisa contestó:

—No me pasa nada, me voy a dormir.

Miró la cara redonda de la madrastra y después la de Shuhua. Salió de la habitación y oyó que comentaban su extraña manera de ser. «¡No volveremos a vernos! Soy un pájaro que se escapa de la jaula y ya no volverá», pensó, triste.

Entró en el salón principal y vio las figuras recortadas en papel de un Chico de Oro y una Camarera de Jade[44] sobre el altar. La bombilla eléctrica y el par de cirios apenas iluminaban la estancia. Detrás del lienzo blanco descansaba el féretro del abuelo sobre dos bancos. De la habitación de al lado llegaban las voces de la concubina Chen y la tía Wang. La tía rompió a reír; como siempre, sonaba falsa e hipócrita. Después leyó la inscripción de la tableta funeraria del abuelo: «Aquí descansa el señor Gao Dunzhai, Gran Dignatario Comisionado de la Ofrenda de la dinastía Qing». Frunció el entrecejo y se dijo: «Otra muestra de los estragos del feudalismo». Cuando se disponía a atizar el pábilo de los cirios oyó unos pasos: era Sufu, que entraba en el salón.

—Tercer amo joven, ya me encargaré yo.

—¿Por qué no hay nadie? Las barritas de incienso también están a punto de terminarse.

—Ningún amo ha dado órdenes y todos se han ido a descansar —dijo Sufu, intentando disculparse.

Juehui no hizo ningún comentario y salió de la sala.

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