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Juehui solo durmió dos o tres horas; se despertó cuando aún era de noche y se quedó en la cama, pensando en todo lo que le esperaba aquel día, hasta que empezó a clarear.

Había llegado el momento de espabilarse. Primero tenía que ir a ver a Qin con Juemin. Juexin los acompañó hasta la mitad del camino. Las calles estaban silenciosas, los cocineros iban a comprar cargados con cestos, los campesinos entraban en la ciudad con sus mercancías y los vendedores ambulantes ofrecían comida para desayunar. El cielo estaba especialmente limpio y claro, no se veía ni una nube, los rayos del sol hacían resplandecer los muros de las casas. En las ramas de los árboles, los jilgueros daban la bienvenida al nuevo día piando sin cesar.

Los hermanos se detuvieron delante de la puerta de una casa y Juehui, conteniendo las lágrimas, dijo a Juexin:

—Hermano mayor, me voy. —Y, apretándole las manos con fuerza, le dijo—: Vuelve a casa.

—Lástima que no pueda acompañarte. —Juexin lo miraba también con los ojos húmedos—. Ten cuidado por el camino y escríbenos durante el viaje.

—Me voy —repitió Juehui apretando todavía más las manos del hermano—. No te preocupes, volveremos a vernos, seguro —lo soltó bruscamente y se marchó.

Llevaba en las manos las cuatro latas de conserva. Se volvió dos o tres veces para mirar a Juexin, que seguía en el mismo sitio, agitando la mano.

Cuando llegaron a casa de la tía, los dos jóvenes se dirigieron a la ventana de Qin y Juemin dio unos golpecitos en el cristal. Se oyeron toses y luego unos pasos que iban hacia la ventana. La cortina se descorrió y detrás del cristal apareció Qin, despeinada y con cara de sueño. Al ver la expresión de Juehui, exclamó con sorpresa:

—¿Hoy?

Él asintió con la cabeza.

—Ahora.

Qin palideció. Miró detrás de ella y, en voz baja, preguntó:

—¿Tan pronto?

Juehui se acercó más al cristal para verla mejor y musitó un par de veces:

—Prima Qin.

Como si no acabara de creérselo, ella preguntó otra vez:

—¿Te marchas? —Su dulce mirada no cesaba de recorrer el rostro de Juehui como buscando algo—. Cuando llegues a Shanghai, no te olvides de mí. ¿Te acordarás? —preguntó con una sonrisa triste.

—No podré olvidarte. Pensaré muy a menudo en ti, ya sabes que sí —respondió tiernamente.

—Espera, no te vayas todavía —dijo como si hubiera recordado algo de repente, y desapareció de la ventana. Al cabo de unos segundos volvía con algo en la mano—. Quiero darte una cosa, debería habértela dado antes.

Y, a través de la ventana, le tendió una fotografía reciente de ella. Después de mirarla, Juehui levantó la cabeza, pero la cortina ya estaba echada de nuevo. Quería quedarse allí un poco más, pero su hermano le metía prisa.

—Prima Qin —volvió a decir, pero no hubo respuesta. Y, echando una última ojeada a la ventana, se marchó.

Yendo hacia el muelle, los dos hermanos hablaron de muchas cosas. Cuando llegaron, Huang Cunren y Zhang Huiru ya hacía rato que los esperaban. Zhang Huiru, dando un golpecito amistoso en el brazo a Juehui, le dijo:

—¿Por qué llegáis tan tarde? Un poco más y el barco se va sin ti.

—No podía zarpar, teníamos que esperar al señor Gao —dijo riendo un hombre de mediana edad a su lado. Era el señor Wang, el pariente comerciante de Huang Cunren.

Juehui, que ya lo conocía, le presentó a su hermano.

—Juehui, sube a revisar tu equipaje —dijo Huang Cunren. Y acompañó a los dos hermanos al barco—. He extendido tu jergón en este rincón y aquí tienes vituallas y galletas que te hemos traído Huiru y yo. —Juehui asentía con la cabeza—. El señor Wang se ocupará de cualquier cosa que necesites durante la travesía, no te preocupes por nada. Te acompañará hasta Chungking. Después el viaje será más fácil. Cuando llegues a Chungking, acuérdate de ir a ver a mi primo, él te ayudará —dijo Huang Cunren, orgulloso.

Era un barco oficial vigilado por soldados. En tierra, mucha gente se despedía de los viajeros. Se oyeron unos petardos: la salida era inminente.

—Juehui, ¡no te olvides de escribir cartas y de enviar muchos artículos! —exclamó Zhang Huiru, irrumpiendo en la cabina.

—Y escribidme a mí también —contestó Juehui riendo.

—Salid, el barco está a punto de zarpar —les dijo el señor Wang, que ya se había despedido de los suyos.

Juehui estrechó las manos de Zhang Huiru y Huang Cunren y los acompañó hasta la pasarela.

Había llegado el momento de despedirse de Juemin. Tomándole las manos, le dijo, emocionado:

—Hasta la vista, hermano segundo. Cuando tengas tiempo, ve a ver a Cunren y a Huiru. Si tienes algún problema, ellos te ayudarán. —Y, dirigiéndose a los dos amigos, les dijo—: Espero que tratéis a mi hermano tan bien como a mí, es una buena persona.

—No hace falta que nos lo digas. Ya lo conocemos. Estoy seguro de que querrá formar parte de nuestra asociación —respondió amistosamente Huang Cunren.

—Di que sí, hermano segundo.

—Juemin, serás muy bien recibido —le dijo Zhang Huiru, alargándole la mano.

—De acuerdo, acepto —dijo decidido Juemin, mientras estrechaba las manos de los compañeros de su hermano. A continuación le preguntó a Juehui—: ¿Tienes que decirme algo más? Debo bajar a tierra.

—Nada más —respondió este. Pero de pronto cambió el tono de voz y dijo—: Sí, algo más, ve a ver a Jianyun y charla un rato con él. Dile que no he tenido tiempo de ir a verle. Cuida de él, no está demasiado bien.

—Bien, iré. ¿Nada más?

—Sí, la vieja Huangma. Siento separarme de ella. Cuídala también.

—Ya lo sé. ¿Qué más?

—La prima Qin… —Juehui calló después de pronunciar su nombre, y luego añadió—: Espero que vengáis pronto a Shanghai.

—¡Que tengas un buen viaje! —exclamó Juemin y, acto seguido, bajó a tierra acompañado de Zhang Huiru y Huang Cunren.

Los tres jóvenes se quedaron en el muelle, delante del barco, mirando a Juehui y agitando los brazos. El barco empezó a moverse. Poco a poco se alejaba del puerto. Viró. Las personas que estaban en tierra cada vez se veían más pequeñas. Juehui estaba de pie en la popa de la nave mirándolos ya desde muy lejos y le parecía que aún los veía agitar los brazos. Se le humedecieron los ojos y sacó el pañuelo para secárselos. Cuando recobró la visión, ya habían desaparecido. Su hermano y sus amigos también se quedaron en el muelle hasta que el barco no fue más que una mancha lejana en el río.

El pasado ya no era sino un sueño. Lo único que tenía delante era una gran extensión de agua donde se reflejaban sombras de montañas y árboles. Tres barqueros cantaban mientras remaban. Le invadió una sensación extraña que no sabía si era de alegría o de tristeza. Lo que sí sabía con certeza, no obstante, era que había dejado a su familia y que unas aguas verdes que fluían ininterrumpidamente lo conducían a un mundo desconocido. Ya no tenía tiempo de lamentarse de los dieciocho años anteriores. Juehui miró atrás por última vez y murmuró: «Hasta la vista», y volvió a girar la cabeza para seguir el curso imparable de las aguas del río.

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