Familia

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El sonido grave del gong en la quietud de la noche redoblaba la tristeza de las calles nevadas; los porteadores de palanquines avanzaban despacio, como si temieran perder aquel compañero que los seguía solemnemente, pero un par de calles más abajo los abandonó en una esquina y se volvió un lamento lejano en sus oídos. Zhangsheng, un criado de unos cuarenta años, llevaba un farol colgando de los hombros para guiar a los dos palanquines. Caminaba con las espaldas encogidas y de vez en cuando rompía aquel imponente silencio con un par de estornudos. Los porteadores marchaban penosamente, el frío los envolvía, la nieve les congelaba los pies, cubiertos tan solo por unas zapatillas de esparto, pero ya estaban acostumbrados: pisaban la nieve de manera disciplinada, y solo a veces se enderezaban o se llevaban una mano a la boca para calentársela con el aliento.

La madre de la prima Qin, la tía Zhang, sonreía ensimismada en el palanquín posterior. Aunque aún no había cumplido cuarenta y tres años, su cuerpo ya daba muestras de acercarse a la vejez. Había jugado doce partidas de mahjong y se sentía exhausta. Iba tan aturdida que ni siquiera se daba cuenta de que el viento agitaba las cortinas del palanquín. Por el contrario, Qin se había desvelado del todo. Estaba a punto de producirse el primer acontecimiento importante de su vida. Lo tenía allí mismo, delante suyo. Se sentía feliz, pero asustada al mismo tiempo. Ella tampoco prestaba atención a lo que la rodeaba. Estaba enfrascada en sus pensamientos cuando el palanquín atravesó la entrada y se detuvo delante del salón principal de la casa. Como de costumbre, acompañó a su madre a sus aposentos para estar presente mientras la criada Lisao la desvestía.

—No entiendo cómo puedo estar tan cansada —dijo suspirando la tía Zhang mientras dejaba la vieja bata de seda de Huzhou encima de la silla.

—Hoy has jugado mucho, madre —dijo Qin sonriendo, sentada delante de ella—. Has hecho un gran esfuerzo de concentración. ¡Y eso que todavía te han quedado doce fichas!

—Siempre me dices lo mismo. ¿Qué pretendes que haga a mi edad? Si no jugara, tu vieja madre se pasaría el día rezando… y no quiero.

—Yo no he dicho que no juegues, solo he dicho que hoy han sido demasiadas partidas —replicó Qin.

Se dio cuenta de que Lisao seguía allí, cabizbaja, de pie delante del armario.

—Eso es todo. Vete a dormir, Lisao.

La criada asintió y dio media vuelta para retirarse cuando la tía Zhang le preguntó:

—¿Hay té preparado?

—Sí, señora, en el wu geng ji[8] —respondió Lisao, mientras salía de la habitación.

La tía Zhang reanudó la conversación:

—¿Qué decías? ¡Ah, sí! Que he jugado más de la cuenta. A mí también me lo parece pero no tengo nada más que hacer en todo el día, una vida así no tiene ningún interés, es demasiado larga y, además, soy un engorro.

Entrecerró lo ojos y cruzó las manos en el regazo. Parecía dormida. La habitación estaba en silencio, solo se oía el tictac del reloj de péndulo. Qin deseaba hablar de cosas importantes con su madre, pero al ver que cerraba los ojos comprendió que no era el momento. Se levantó de la silla para despertarla y acompañarla a la cama. Entonces la tía Zhang abrió los ojos y dijo:

—Tráeme una taza de té.

Qin fue a la mesilla, cogió la tetera del wu geng ji y llenó despacio una taza con té fuerte y aromático. Se la llevó a su madre y la dejó encima de un escabel.

—Madre, el té.

Se quedó de pie a su lado, mirándola nerviosa. Se daba cuenta de que había llegado el momento de hablar, pero tenía miedo.

—Madre. —Qin no sabía por dónde empezar.

—¿Qué pasa? —preguntó la tía Zhang.

—Madre —repitió Qin bajando la mirada y jugando con los bajos del vestido—, los primos me han dicho que el próximo curso admitirán chicas en su escuela. Y a mí me gustaría ir.

—¿Qué dices? ¡Una escuela de chicos que admite chicas! ¿Y que quieres ir? —preguntó la tía Zhang dudando de si lo había entendido bien.

—Sí —respondió Qin en voz baja. Y continuó—: No es tan raro, la Universidad de Pekín ha admitido a tres chicas y en Nankín y en Shanghai también hay aulas mixtas.

—¡Pero cómo ha cambiado el mundo! ¡No había bastante con las escuela femeninas sino que ahora, además, los chicos y las chicas tienen que estudiar juntos! —exclamó la tía Zhang—. En mi juventud nunca hubiera imaginado algo así.

Las palabras de la madre fueron como un jarro de agua fría. Qin se quedó helada, pero no desesperó y, recobrando poco a poco el coraje, continuó:

—Madre, ¿cómo puedes pretender que todo sea igual? ¡Han pasado más de veinte años! El mundo ha cambiado. Si los hombres y las mujeres somos iguales, ¿por qué no puedo ir a la misma escuela que un chico?

La madre la interrumpió riéndose:

—No puedo discutir contigo, has aprendido mucho estos últimos años. Puedes sacar suficientes argumentos de tus libros para rebatirme y decirme que soy una vieja anticuada.

Qin también se rio pero continuó insistiendo:

—Madre, respóndeme. Siempre has confiado en mí. Siempre has estado a mi lado.

La tía Zhang respondió cariñosamente:

—No me da miedo el qué dirán, confío en ti. Pero esto ya es demasiado. Tu abuela será la primera en oponerse. Además, a nuestros parientes tampoco les gustará.

—¿No acabas de decirme que no te preocupa lo que puedan decir? —replicó Qin—. ¿La abuela? Vive en un monasterio budista y apenas viene a casa dos o tres veces al mes. Además, los últimos meses ha dejado de venir alguna vez. ¿Y qué quieres que diga? ¡Ella no se mete en nada! La única que tiene que decidir eres tú, como cuando decidiste que fuera a la escuela. Y si alguien murmura, lo ignoraremos.

La tía Zhang guardó silencio un momento y luego, desmoralizada, dijo:

—Antes era muy valiente, pero me estoy haciendo vieja y no quiero oír reproches de la familia. Me gustaría pasar los últimos años de mi vida en paz, sin problemas. Como madre, intento ser considerada. Tu padre murió demasiado pronto, solo te tengo a ti, tuve que asumir toda la responsabilidad; no quise vendarte los pies, y dejé que fueras a casa del abuelo a estudiar con tus primos, y cuando quisiste ir a la escuela te llevé. Mira la cuarta prima de la quinta tía, le vendaron los pies cuando era muy pequeña sin que pudiera hacer nada para evitarlo. Y la tercera prima de la tía mayor tampoco pudo aprender a leer. En el fondo, estoy de acuerdo contigo.

Quería continuar hablando, pero el cansancio se lo impedía. Miró a Qin apesadumbrada y, viendo que su hija estaba a punto de llorar, le dijo dulcemente:

—Hijita, ve a dormir. Aún es pronto para hablar de todo esto. Cuando llegue el otoño volveremos a hablar y veremos qué solución encontramos.

Qin salió desilusionada, atravesó la salita central de la casa y fue a su habitación. Se sentía decepcionada, aunque no le guardaba rencor a su madre. Al contrario, le estaba agradecida y la respetaba.

La habitación le pareció solitaria. Los sueños de Qin se habían desvanecido. El retrato de su padre colgado en la pared aún la entristecía más. Dejó la falda sobre la cama, fue al escritorio, atizó el candil y se sentó. Los caracteres del título de Nueva Juventud le llamaron la atención. Empezó a hojear la revista leyendo frases al azar: «Mis ideas son lo más importante, estoy sola, soy una persona como tú…», «debo hacerlo yo sola…», «no puedo confiar en lo que dice la mayoría…», «debo pensar en mí, solucionarlo por mí misma». Eran frases de Casa de muñecas, de Ibsen.

Aquellas palabras fueron una revelación. Comprendió que su situación no era tan desesperada y que su triunfo solo dependía de su esfuerzo. Si aquel deseo se hacía realidad, habría sido gracias a ella y no a los demás. Sintió que el desaliento y la tristeza se desvanecían. Alegre, tomó la pluma y se puso a escribir una carta:

Querida Qianru: Los primos me han dicho hoy que el próximo otoño la Escuela de Lenguas Extranjeras abrirá la matrícula para chicas. He decidido apuntarme. ¿Qué opinas? ¿Podríamos ir juntas? Espero que no te importe lo que digan los demás. Es necesario que luchemos para abrir camino a las hermanas que vienen detrás de nosotras y conseguir que tengan una vida mejor. Me gustaría que vinieras a casa, tengo que contarte muchas cosas. Mi madre estará encantada de que vengas.

YUAN HUA

Releyó la carta, puso la fecha y añadió los signos de puntuación según el nuevo estilo. Su madre pensaba que las cartas escritas en bai hua[9] resultaban demasiado largas y, además, de una insoportable vulgaridad, pero a Qin últimamente le gustaba escribir así. Y lo hacía con esmero, utilizando de manera correcta ciertas partículas de la lengua oral. Para conseguirlo, examinaba con detenimiento las cartas que enviaban los lectores a Nueva Juventud.

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