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El conflicto entre los estudiantes y los soldados estaba prácticamente zanjado. Los estudiantes de otros distritos volvían a su hogar para celebrar Año Nuevo, y muchos ya preparaban los exámenes del siguiente semestre. Como la huelga se había prolongado hasta las vacaciones, los profesores estaban atareados con las evaluaciones del semestre y los preparativos de Año Nuevo. En cuanto a los alborotos, podía decirse que la victoria de los estudiantes había sido superficial.

Juemin iba cada noche a casa de Qin a repasar inglés, mientras que Juehui continuaba encerrado en casa informándose de los acontecimientos por medio de los periódicos, aunque estos ya no decían casi nada. Al final dejó de leerlos. «¡Es como la vida de un prisionero!», maldecía a cada momento. Estaba tan malhumorado que no quería ver a nadie de la familia. Además, experimentaba la sensación de que Mingfeng le rehuía. Tenían muy pocas oportunidades de hablar a solas. Cada noche debía presentar sus respetos al abuelo, y ver su rostro cerúleo y la cara empolvada de la concubina Chen. A veces intuía muecas de burla en algunos miembros de la familia. Perdía la paciencia y, furioso, se decía: «Espera, ya llegará el día en que…», pero no daba con el final de la frase, aunque estaba convencido de que en el futuro las cosas cambiarían y que todo lo que odiaba desaparecería. Releía con deleite ejemplares de Nueva Juventud y Nueva Ola, y también el artículo «Reflexiones sobre la familia tradicional»; le parecía un modo de vengarse del enemigo, pero el gozo era pasajero: cuando dejaba la lectura y salía de la habitación, se encontraba de nuevo inmerso en aquel ambiente que tanto le repugnaba. Fastidiado, volvía a su habitación. Así pasaba las horas. Apenas veía a Juemin, aunque compartían el mismo dormitorio; cuando este estaba en casa, se llevaba los libros al jardín para estudiar… además, parecía tan ocupado con las lecciones de la prima Qin que Juehui no se atrevía a molestarle.

«¡Qué aburrimiento!», se lamentaba, y volvía a leer libros y revistas que aún le hastiaban más. Un día recuperó el diario personal, que había dejado de llevar hacía un tiempo, y volvió a escribir. Así relató su vida en aquellos momentos:

Día X

Por la mañana he ido a presentar mis respetos al abuelo. Estaba en su gabinete hablando con el tío cuarto. Le pedía que escribiera un panegírico para celebrar los sesenta años de su viejo amigo Feng Leshan y le decía que ya había revisado la que había preparado el tío tercero. El tío cuarto ha asentido y ha salido del gabinete. Después, el abuelo, con una sonrisa dibujada en su rostro bilioso y fatigado, me ha dado un libro encuadernado con hilo y me ha dicho: «Puedes llevártelo y leer atentamente algunas composiciones». Cuando ya me iba ha entrado el tío quinto y el abuelo me ha pedido que me quedara. El tío le ha entregado sus últimos poemas y le ha rogado que les echara un vistazo. El abuelo los ha ojeado, ha alabado algunos fragmentos y luego me ha espetado: «Deberías seguir el ejemplo de tu quinto tío: aprende y escribe en casa». Le he dado la razón y me he marchado. Al pasar por delante de la puerta de la habitación contigua he visto a la concubina Chen emperifollándose y he apartado la mirada. Cuando he vuelto a mi cuarto me he sentido libre de nuevo. No sé por qué razón en la habitación del abuelo tengo la sensación de estar ante un tribunal. No pienso seguir el ejemplo del quinto tío. Es un hipócrita y se pasa el día adulando al abuelo.

Leo el título del libro que me ha dado el abuelo, Exhortación de la piedad filial y evitación de la lascivia, de Liu Zhitang, y me da dolor de cabeza. No quiero leerlo. Lo he arrojado sobre el escritorio y me he ido a pasear por el jardín.

En el bosquecillo de ciruelos he visto a la cuñada con Haier, que aún no ha cumplido cuatro años, recogiendo flores. Me gusta su rostro amable y su mirada despierta. Le he dicho: «Cuñada, es muy temprano. Si quieres flores, pídele a Mingfeng que las recoja. No tienes por qué hacerlo tú». Mientras arrancaba unas ramillas me ha contestado sonriendo: «A tu hermano le gustan las flores, ¿no te has fijado que en su habitación siempre hay jarrones con flores de ciruelo? Las arranco yo misma porque quizá no le gusten las que escoja Mingfeng». Luego ha llamado a su hijo para que viniera a saludarme. Es un niño inteligente y obediente, todos le queremos mucho.

Pero yo pienso: «Al hermano mayor siempre le han gustado las flores de ciruelo». La cuñada ha continuado explicándome: «Hace unos días pinté una cortina con flores de ciruelo, seguro que la has visto», y en su rostro ha aparecido una delicada nubecilla sonrosada y se le han formado dos hoyuelos en las mejillas. Habla de él con una gran ternura, ¡quiere tanto al hermano mayor! Pero a mí me invade la tristeza cuando pienso en la razón por la cual a mi hermano le gustan tanto esas flores: para él, la flor del ciruelo tiene otro significado. Si Ruijue lo supiera…

«Hermano tercero, ya sé que no estás muy contento estos días sin poder salir de casa, pero ya verás como el enfado se le pasará pronto al abuelo y dentro de poco podrás volver a salir. Temo que enfermes por todo esto», me ha dicho con ternura. Yo he pensado: «Y yo estoy triste por ti, que no sabes que tu marido aún ama a otra mujer», pero jamás me atrevería a contarle nada de eso.

«Debo volver a casa, quiero hervir unos huevos para tu hermano», me ha dicho. Ha cogido el ramo y la mano de Haier y se ha ido. Se ha vuelto hacia mí y ha gritado: «Ven luego a mi habitación, jugaremos al ajedrez». Le he dicho que sí y me he quedado observando cómo se alejaba. La quiero mucho, es como una hermana mayor, pero no quiero contarle mis cosas a nadie salvo al hermano segundo, con quien tengo más confianza.

El hermano segundo está enamorado de la prima Qin, me lo ha dicho. Aún no se le ha declarado. Últimamente no tiene el corazón en casa. Sufro por él porque tarde o temprano su comportamiento llamará la atención de los que siempre chismorrean, y entonces…

Siempre que hablamos es de la prima Qin, como si fuera la única persona que hubiera en el mundo. Ni siquiera muestra interés por la huelga, es como si solo existiera Qin. Cuando lo veo tan ilusionado temo que pueda sufrir un desengaño.

He estado bastante rato en el bosquecillo de ciruelos y él ha venido, hemos charlado un poco y después se ha marchado. Yo me he quedado allí hasta que Mingfeng me ha llamado para el almuerzo.

Estos días he tenido la impresión de que Mingfeng me evitaba y no entendía el motivo. Hoy la he visto de lejos y cuando la he llamado ha dado media vuelta y se ha marchado. La he seguido y le he preguntado por qué me rehuía; se ha quedado mirándome con su mirada tan cálida y, agachando la cabeza, ha respondido: «Tengo miedo… Tengo miedo de que las señoras se enteren». Me ha impresionado. Le he levantado la cara y le he dicho: «No tengas miedo, no tienes de qué avergonzarte. Es un sentimiento muy noble», y luego he dejado que se fuera. Hasta hoy no he comprendido lo que ocurre.

Después de comer he vuelto a la habitación y he leído cerca de veinte páginas de la versión inglesa de Resurrección que ha comprado el hermano segundo. De repente me he horrorizado y no he podido continuar leyendo. Parecía que la novela me reflejara, aunque yo y Nejliúdov, el protagonista, somos muy diferentes. A menudo me pregunto cómo será el final de una familia como la nuestra.

¡Qué aburrimiento! Nuestra casa parece un desierto, una «jaula estrecha». Quiero morirme, quiero vivir. No tengo nadie con quien hablar. Me siento; el libro que me ha dejado el abuelo continúa encima de la mesa. Vuelvo a hojearlo. Todo lo que dice enseña a ser un esclavo: «Si el emperador quiere que muera el súbdito y este no muere es que no es leal, si el padre quiere que muera el hijo y este no muere es que no tiene piedad filial. De todos los vicios la lascivia ocupa el primer lugar, y de todas las virtudes, la primera es la obediencia».

Cuanto más leo más me indigno, al final no puedo evitarlo y lo destrozo. Una víctima menos, pienso.

En la habitación reina la monotonía, y fuera, la oscuridad. Ardo en deseos de huir, pero las tinieblas me tienen enjaulado. Me he echado en la cama y he empezado a gimotear.

«Hermano tercero, ¿vienes a jugar al ajedrez?», me ha preguntado la cuñada desde la sala contigua. «Sí, voy», he contestado. En realidad no me apetecía demasiado ir, pero lo he hecho para distraerme y no contrariarla. He jugado con tanta concentración que he logrado olvidarme de todo. La cuñada juega mejor que el hermano mayor, pero peor que yo. Le he ganado dos veces. Ella siempre se lo toma con buen humor.

Después ha llegado Hesao, la niñera, con Haier. La cuñada jugaba con el niño mientras hablaba conmigo. Me he fijado en las cortinas de flores de ciruelo y las he elogiado. «Cuñada, las cortinas son muy bonitas. Aunque no entiendo de pintura, esta me gusta mucho más que otras que has hecho». «No pinto muy bien, pero en esta he puesto toda mi atención porque tu hermano mayor me lo había pedido muchas veces», ha dicho, orgullosa. Luego ha añadido: «A mí también me gustan las flores de ciruelo». He aprovechado la ocasión para preguntarle: «¿Y… por qué le gustan tanto?». Ella se ha sonrojado un poco y me ha dicho: «No te lo puedo explicar ahora, lo entenderás más adelante». «¿Qué es lo que entenderé?», he insistido. «Lo entenderás cuando te cases». Lo he dejado estar.

He mirado a mi alrededor y me he dado cuenta de que por todas partes había jarros, grandes y pequeños, llenos de flores de ciruelo. El rosa de las flores me hiere los ojos. Se me ha aparecido otro rostro triste y hermoso y he estado a punto de decirle a la cuñada: «Cuida estas flores, que tienen dividido el corazón del hermano mayor».

«Hacía mucho que no pintaba, estos últimos años lo había abandonado porque he tenido que dedicarme a Haier». Me ha parecido, por su mirada, que su pensamiento retrocedía al pasado, cuando era una hermosa joven. Aún recuerdo cuando llegó a casa; no ha cambiado demasiado, aunque ahora se muestra más natural y ya no es tan tímida.

«Debe de ser muy bonito pintar. Y si es el hermano mayor el que te lo pide, aún más». Para cambiar de tema le he preguntado: «Cuñada, ¿estás pensando en la época anterior a llegar aquí?». Ella, moviendo un poco la cabeza, ha dicho: «¡Ah, aquella vida! Ahora me parece un sueño. Todo era tan diferente… Además de mi hermano, tenía una hermana tres años mayor que yo. Pintábamos y recitábamos poesía. Entonces, nuestro padre era magistrado de Guangyuan y vivíamos en la entrada del distrito. Mi hermana y yo compartíamos habitación en el piso superior de la casa; delante de nuestra ventana había un bosquecillo de moreras. Los gritos de las urracas muy temprano nos despertaban y por la noche, si abríamos la ventana, la luz de la luna iluminaba la habitación. Nuestra madre se iba a dormir temprano, pero a nosotras nos gustaba la luz de la luna y siempre nos quedábamos despiertas hasta tarde. Nos embelesábamos contemplándola, mientras charlábamos o leíamos poesías. A veces, en plena noche, se oía el silbido lejano de algún oficial que se acercaba trayendo un despacho. En aquella época, cuando los mensajeros se acercaban a una posta tenían que encontrar un caballo preparado para cambiarlo por el que llevaban. Entonces silbaban desde lejos para que fueran preparándoselo. Cuando nos despertaba uno de aquellos silbidos ya no podíamos volver a conciliar el sueño.

»Mi madre criaba gusanos de seda y nosotras la ayudábamos. A menudo, de noche, tomábamos un candil y bajábamos a ver si los gusanos tenían suficientes hojas de morera. Fueron unos tiempos de un encanto especial. Poco después llegó la revolución de 1911[17]; mi padre tuvo que dejar su cargo y volvimos a nuestra provincia. Entretanto, nosotros íbamos creciendo. Mi padre nos propuso, a mi hermana y a mí, pintar abanicos. Fue entonces cuando empecé a pintar. Pintábamos un abanico tras otro y los beneficios que obteníamos nos permitían comprar libros de poesía y pigmentos para pintar.

»Después se casó mi hermana. Nos queríamos mucho y no deseábamos separarnos. La noche anterior a la boda la pasamos llorando. No hacía ni un año que se había casado cuando murió de parto. Dicen que su suegra no la trataba bien. A decir verdad, mi hermana tenía un carácter un poco especial, cuando vivía en casa se las tenía a menudo con mi madre. Era un poco consentida y cuando tuvo que tratar con otra familia no logró acostumbrarse. ¡Qué lejano me parece todo aquello!».

A mi cuñada se le han humedecido los ojos y ha callado. Me ha dado miedo que se pusiera a llorar y no sabía qué decir. Le he preguntado: «Cuñada, ¿has tenido noticias de tu madre y tu hermano recientemente? ¿Se encuentran bien?». Me ha dicho: «Gracias, mi hermano me ha escrito hace poco diciéndome que estaban muy bien. Hasta dentro de dos o tres años no podré verlos». Hemos charlado un rato más y después le he dicho que tenía que estudiar y he vuelto a mi habitación.

He estado pensando en todo lo que me ha contado. Luego he repasado algunos fragmentos de La isla del tesoro hasta que me he hartado y he holgazaneado un buen rato. Pensaba en todo lo que me rodea: tengo que rebelarme contra esta vida agónica.

A la hora de cenar, la madrastra y el hermano mayor hablaban con tanta seriedad de las maquinaciones de las tías cuarta y quinta y de la concubina Chen que no he podido evitar echarme a reír. Cuando hemos terminado de comer aún no había oscurecido. He ido a la habitación del hermano mayor y hemos discutido sobre la piedad filial. Es demasiado débil y pusilánime. Tiene ideas anticuadas. Mientras hablábamos ha venido Waner, la criada de la tercera tía, para decirle que la madre de esta quería jugar con él y ha accedido sin rechistar. Le he preguntado: «Pero ¿te apetece ir?», y simplemente ha contestado: «¿Y por qué no?», y se ha ido con Waner. Tengo dos hermanos: el mayor juega todo el tiempo para no disgustar a los demás, y el segundo se pasa el día en casa de la tía enseñando inglés a la prima Qin. Tengo que convertirme en un hombre diferente a ellos…

¡Ah, qué vida! Mi vida cotidiana se reduce a desperdiciar mi juventud.

No puedo continuar sometido de esta forma, tengo que rebelarme contra la autoridad del abuelo, debo marcharme…

Juehui solo describió aquel día en el diario. Al siguiente ya salió de casa.

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