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12

Se acercaba Año Nuevo, la primera gran fiesta anual. Excepto los que tenían deudas, todos lo recibían calurosamente. La ciudad era un hormiguero, las calles se llenaban de gente atareada, de farolillos de papel, de tenderetes de juguetes y petardos; había ajetreo por doquier. Aunque la casa de los Gao estaba en una calle muy tranquila, también se contagiaba de la agitación reinante y todos sus habitantes se afanaban con los preparativos. Criados y señores esperaban con ilusión las gratificaciones y las alegrías de Año Nuevo. Por la noche, los cocineros preparaban los refrigerios y los pastelillos tradicionales; de día, las señoras de la casa, tanto las mayores como las jóvenes, se reunían en la habitación del abuelo y, sentadas cerca de la ventana, doblaban los falsos lingotes de papel plateado que ofrecerían a los antepasados o confeccionaban flores de papel, rojas y verdes, para colgar en las ventanas o las lámparas.

El abuelo Gao no paraba en casa; si no estaba en el teatro, estaba en casa de algún amigo. Dos o tres años antes él y unos amigos habían formado un grupo de nueve personas que se reunían en casa de uno u otro para escuchar música y gozar de la pintura y las antigüedades que coleccionaban.

En la casa, Juexin y el tío tercero, Keming, eran los encargados de dirigir a los criados en los preparativos. En el salón central se instalaban luces de colores y se colgaban de las paredes telas bordadas con raso rojo. Los retratos de los antepasados Gao, que durante el año dormían en los baúles, se colgaban por orden cronológico para que pudieran recibir las ofrendas de sus descendientes.

Era la víspera del último día del año, cuando tenía lugar la cena de Año Nuevo en casa de los Gao. Aquella tarde, Juemin y Juehui habían ido a la oficina de Juexin. Al pasar por la librería habían comprado unas cuantas revistas y la traducción de la novela La vigilia[18], recién publicada.

En cuanto entraron en el edificio oyeron el ruido de las bolas del ábaco.

—¿Has salido de casa? —Se sorprendió Juexin al ver a Juehui.

—Ya hace unos días que salgo. ¿No lo sabías? —contestó, sonriente.

—¿Y el abuelo qué dice? —preguntó, preocupado, sin dejar de hacer cuentas con el ábaco.

—¡No me importa en absoluto! ¡Ya no me da miedo! —respondió Juehui, tajante.

Juexin se le quedó mirando sin decir nada, arqueó las cejas y siguió contando.

—No te preocupes, ¿te crees que el abuelo se acuerda de todo? Me parece que se olvida enseguida de las cosas —terció Juemin, sentándose en una silla delante de la ventana.

Juehui tomó el ejemplar de La vigilia y se sentó en otra silla cerca de la pared. Empezó a hojear el libro y leyó en voz alta un párrafo al azar:

—«El amor es una gran palabra, un gran sentimiento… pero ¿de qué amor hablas? ¿De qué amor? No importa, hay muchos, pero en mi opinión no hay diferencias. Si amas, ama con toda el alma».

Juexin y Juemin levantaron la cabeza y se lo quedaron mirando, pero él continuó leyendo sin inmutarse.

—«El deseo de amor, el deseo de felicidad, ¡no existe nada más! Somos jóvenes, no somos unos extravagantes ni unos idiotas, debemos luchar para conseguir la felicidad».

Sintió una sacudida repentina en todo el cuerpo, estaba tan emocionado que le temblaban las manos. No podía continuar leyendo. Dejó el libro, tomó la taza y bebió varios sorbos de té seguidos. En aquel momento llegó Chen Jianyun.

—Juehui, ¿qué leías tan exaltado? —preguntó con su habitual atonía.

—Leía un libro —contestó Juehui. Volvió a abrirlo y prosiguió la lectura de aquel pasaje—: «El universo despierta en nosotros la necesidad de amor, pero no empleamos todas nuestras fuerzas en mantenerlo vivo».

La oficina quedó en silencio durante unos instantes, el ruido del ábaco también se detuvo.

—«En el mundo hay vida y hay muerte; también en el amor».

—¿Qué significa eso? —preguntó Jianyun.

Nadie respondió. Un extraño malestar se había adueñado de la pequeña estancia. Los cuatro jóvenes, cada uno en su situación, compartían el mismo sentimiento.

—¡Vaya sociedad y vaya vida! —exclamó Juehui—. Con la vida que llevamos no hacemos más que desaprovechar la juventud.

En los últimos tiempos este pensamiento lo atormentaba día tras día. Cuando era pequeño se decía que de mayor no sería como los adultos que le rodeaban. En la época que su padre había sido magistrado de distrito, había viajado por diferentes lugares. A menudo soñaba que se encontraba en países lejanos y se veía envuelto en aventuras extraordinarias. Por aquel entonces la vida era emocionante. Al volver a su provincia y a la casa familiar todo se volvió aburrido. Eso sí, aprendió cosas nuevas de la vida. En casa había docenas de criados, entre sirvientes y porteadores de palanquines, que procedían de lugares diferentes; unidos por una misma suerte, servían al mismo amo a cambio de un mísero salario y formaban una gran familia que debía evitar los conflictos a toda costa: enojar al amo era jugarse el pan. El destino de aquellas personas despertaba la simpatía de Juehui, quien pasaba muchas horas con ellos. Se había ganado su confianza y su afecto. A menudo permanecía largos ratos en las cuadras, echado en los catres de los porteadores, escuchando a aquellos hombres enflaquecidos que fumaban explicándose la vida. Otras veces, cerca del fuego con los sirvientes de la casa, escuchaba historias de héroes legendarios. Entonces imaginaba que de mayor sería un caballero que robaría el dinero a los ricos para dárselo a los pobres, un caballero sin hogar ni familia, un hombre y una espada viajando solos.

Después fue a la escuela y su visión del mundo cambió: los libros y los maestros le despertaron el amor por la patria y las ideas reformistas; se entusiasmó con los escritos de Liang Rengong: El alma china y El huésped de la habitación Yinbing, e incluso llegó a estar de acuerdo con el autor, que en su artículo «Sencillos consejos para ciudadanos» invitaba a dejar el pincel por la espada.

El movimiento del 4 de mayo le abrió definitivamente los ojos. Una vez superados los puntos de vista de Liang Rengong, abrazó nuevas doctrinas sociales más radicales, que llevaron a su hermano a tildarle de «humanista» porque se negaba a ir en palanquín. Por primera vez reflexionó sobre la existencia humana gracias a lecturas como «El auténtico sentido de la vida» y «Génesis del problema de la vida». Estas reflexiones, imprecisas al principio, fueron definiéndose durante la reclusión forzosa en casa. Empezó a comprender cómo era la vida y cómo debía ser una persona. Detestaba pensar que estaba malgastando la vida y la juventud, pero cuanto más odio sentía más difícil le resultaba saltar la empalizada invisible que lo rodeaba.

«¡Maldita vida!», pensó, iracundo. Sus ojos se toparon con la mirada confundida de Juexin, giró la cabeza y se encontró con el gesto resignado de Jianyun. Juemin leía. En la estancia reinaba un silencio sepulcral. Consumido por la zozobra, exclamó:

—¿Por qué no decís nada? ¡Malditos!

Los otros tres lo miraron atónitos.

—¿Por qué lo dices? —le preguntó pacíficamente Juemin mientras cerraba el libro que leía—. Somos como tú, en esta vida hacemos lo que podemos.

—¡Pues por eso! —gritó otra vez—. ¡Aguantáis y no os rebeláis! ¿Cuánto tiempo más pensáis continuar así? Criticáis la familia tradicional, pero en el fondo estáis a favor de ella. Tenéis ideas modernas, pero vuestra conducta es anticuada. ¡No sois valientes! ¡Sois unos hipócritas!

Entonces se dio cuenta de que él también era contradictorio.

—Hermano tercero, cálmate. ¿Qué ganas exaltándote así? Todo llegará —le respondió de nuevo Juemin con suavidad—. ¿Qué puede hacer un hombre solo? El sistema familiar es uno de los pilares de nuestra sociedad. —Lo había leído en el libro que acababa de cerrar, y añadió—: Nosotros también tenemos nuestras penas.

Juexin miraba a Juehui con reprobación. El hermano pequeño abrió otra vez el libro y continuó leyendo en voz alta:

—«¡Rechacémoslos! Mi padre ya me lo dijo: “No somos una familia poderosa, no somos nobles ni amados por la naturaleza, pero no somos mártires. Solo somos obreros. Pongámonos los mandiles de cuero, hagamos nuestro trabajo en los oscuros talleres y dejemos que el sol ilumine a los demás. ¡En esta oscura existencia residen nuestro orgullo y nuestra felicidad!”».

«Este es mi retrato. Pero ¿dónde está mi orgullo? ¿Y mi felicidad?», pensó Jianyun.

—¿Felicidad? ¿Dónde está la felicidad? ¿Existe realmente? —preguntó Juexin.

Juehui lo miró y siguió pasando las páginas del libro hasta que llegó a una que había marcado y, de nuevo en voz alta, retomó la lectura, como si quisiera dar respuesta a su hermano.

—«Somos jóvenes, no somos unos extravagantes ni unos idiotas, debemos luchar para conseguir la felicidad».

—Hermano tercero, por favor, no leas más —le imploró Juexin.

—¿Por qué? —le preguntó Juehui.

—Estoy triste. No soy joven, ni lo he sido nunca. No soy feliz y jamás podré serlo.

Estas palabras, que dichas por otra persona quizás hubieran estado llenas de rabia, en boca de Juexin solo rezumaban aflicción.

—¿Y porque tú no seas feliz los demás no podemos saber cómo serlo? —preguntó Juehui con antipatía. Le indignaba que su hermano se resignara ante la vida.

—No me conoces, tu destino y el mío son muy diferentes —dijo Juexin con un suspiro, mientras hacía funcionar el ábaco—. Tienes razón, me da miedo oír que alguien pueda conseguir la felicidad porque yo nunca podré. Mi vida está acabada. No me rebelo porque no quiero, he decidido convertirme en una víctima. Yo tenía muchas ilusiones, como vosotros, pero me las destrozaron. Mis deseos no se han hecho realidad. Me arrebataron la felicidad muy pronto. No culpo a los demás: asumí voluntariamente las responsabilidades de nuestro padre. No sabéis nada de mis penas… Aún recuerdo las palabras de nuestro padre cuando agonizaba. Acababa de morir la quinta hermana, a los seis años, y la madrastra había ido a enterrarla. Completamente abatido, me agarró la mano y me dijo, llorando: «Xiner, tu madre, antes de morir, me confió seis hijos, y ahora sois uno menos; ¿no te parece que la he defraudado? Mi enfermedad no mejorará, te confío a la madrastra y a tus hermanos, cuida de ellos. Te conozco bien y sé que no me fallarás». No pude evitar romper a llorar en su presencia. El abuelo, que en aquel momento pasaba por delante de la ventana, creyó que nuestro padre había muerto y entró jadeando. Al ver la escena me regañó diciéndome que no hiciera sufrir a nuestro padre. Más tarde me llamó a su habitación y me preguntó por lo ocurrido; los dos lloramos amargamente. Aquella noche, nuestro padre me dictó sus últimas voluntades. La madrastra aguantaba la palmatoria, y nuestra hermana mayor, el tintero. Yo escribía y lloraba. Murió al día siguiente. La carga de las obligaciones familiares pasó de las espaldas de muestro padre a las mías. Cada vez que pienso en sus palabras no puedo contener el llanto. Soy una víctima, no tengo otra opción. No me perdono la muerte de nuestra hermana mayor… —balbuceaba, y las lágrimas le resbalaban por la cara y se le metían en la boca. Apoyado en la mesa, se sostenía la cabeza con las manos. Al final se derrumbó.

Juehui hacía esfuerzos para no llorar, Jianyun se secaba los ojos con el pañuelo y Juemin escondió el rostro detrás de la revista que leía un rato antes.

El hermano mayor levantó la cabeza de la mesa, se enjugó las lágrimas y siguió hablando.

—Aún hay muchas cosas que no sabéis. Un año, nuestro padre fue enviado al distrito de Dazu como dianshi[19]. Yo solo tenía cinco años, vosotros aún no habíais nacido. Nuestros padres nos llevaron a mí y a nuestra hermana mayor con ellos. Entonces aquella zona no era muy segura. Cada noche, nuestro padre tenía que salir a hacer la ronda por la ciudad y volvía muy tarde; nosotros no nos dormíamos hasta que regresaba. Yo era un niño muy responsable y me quedaba charlando con nuestra madre mientras partíamos piñones y pipas de calabaza. Nuestra madre quería que yo estudiara mucho y que así se recompensaran sus sufrimientos, y me explicaba llorando lo dura que había sido su llegada a nuestra familia. Yo intentaba hacerla sonreír como podía. Le decía que estudiaría mucho, que en el futuro sería inspector de las Ocho Prefecturas y que estaría orgullosa de mí. Al cabo de unos meses el gobernador destituyó a nuestro padre y nombró a otra persona para el cargo, así que tuvimos que irnos. Nuestra madre me hablaba del disgusto de nuestro padre. En aquel momento ella estaba embarazada de nueve meses del hermano segundo y nuestro padre estaba muy preocupado por el viaje, pero no teníamos más remedio que marcharnos. Al poco de volver aquí naciste tú, Juemin.

»Al año siguiente nuestro padre, para poder acceder al cuerpo de magistrados de distrito[20], tuvo que ir a Pekín a pasar el yin jian[21]. Nuestra madre se quedó en casa, esperando todo el tiempo; fue entonces cuando naciste tú, Juehui. Nuestro padre tuvo que quedarse en Pekín porque fue rechazado en el yan kan[22]. Cuando llegó la noticia el abuelo se puso de muy mal humor y algunos miembros de la familia bromearon sobre lo ocurrido. Nuestra madre lo pasó muy mal en aquella época, solo contaba conmigo y con nuestra hermana. Cada vez que llegaba una carta de nuestro padre se pasaba un par de días llorando. Por fin llegó una que decía: «Ya he pasado el yin jian, volveré en otoño». Nuestra madre respiró aliviada, ya estaba tranquila. De hecho, desde que entró en nuestra casa cuando se casó hasta el día que murió, nunca fue feliz. Me quería tanto, esperaba tanto de mí… No sé cómo devolverle todo el amor que me dio. Lo habría dado todo por ella, habría renunciado a mi futuro. Tan solo os pido, por la memoria de nuestros padres, que seáis hombres de bien.

Juexin se sacó el pañuelo del bolsillo y se lo pasó por la cara.

—Hermano mayor, no sufras, te comprendemos —alcanzó a mascullar Juemin tapándose con la revista.

Juehui, recobrando la calma, se dijo: «¡Dejemos que el pasado permanezca enterrado! ¿De qué sirve hurgar en ello?», pero no podía dejar de pensar en todo lo que había sufrido su madre.

—Hermano tercero, el pasaje que has leído es bien cierto. No soy un mártir, ni la naturaleza me ama. Solo soy un obrero que con el mandil de cuero trabaja en su oscuro taller. —Mientras hablaba, Juexin sonreía a Juemin con tristeza—. Pero soy un trabajador que no es feliz, yo… —Entonces, inesperadamente, oyó una voz que gritaba fuera. Se le transfiguró el gesto—: ¡El abuelo! ¿Qué hacemos?

Juehui se alarmó, pero enseguida recuperó el aplomo.

—¿Y qué? No nos va a comer…

El abuelo Gao entreabrió la cortina de la puerta y entró seguido por el criado Sufu, que se quedó de pie en la entrada. Los cuatro jóvenes se levantaron para saludarle. Juemin le ofreció su silla.

—¡Ah, estáis todos aquí! —En la cara macilenta del abuelo se dibujó una sonrisa, estaba contento y les dijo afectuosamente—: Ya podéis ir volviendo, hoy es la cena de Año Nuevo. Todo el mundo tiene que estar pronto en casa. —Se había sentado en una silla de delante de la ventana pero se levantó al instante diciendo—: Xiner, tengo que comprar unas cosas, ven conmigo. —Apartó la cortina y salió seguido de Juexin y Sufu.

Cuando se hubieron ido, Juemin le dijo riendo a Juehui:

—Se ha olvidado de ti.

—Si fuera tan obediente como el hermano mayor, me hubiera quedado en casa para siempre —respondió Juehui—. De hecho, he caído en la trampa, el abuelo se olvida pronto de las cosas. Estoy absolutamente seguro de que en unos días no recordará que yo estaba encerrado en casa. Vámonos, no esperemos al hermano mayor, volverá a casa en palanquín. Marchémonos, no sea que nos topemos de nuevo con el abuelo.

—¡De acuerdo, vamos! —exclamó Juemin. Mirando a Jianyun, le preguntó—: ¿Vienes?

—Sí, voy con vosotros.

Salieron los tres. Por el camino, Juehui estaba exultante. El pasado estaba enterrado: «Soy joven, no soy un extravagante ni un idiota, debo luchar para conseguir la felicidad».

Y se alegraba de no ser el hermano mayor.

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