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Jueying, Juequn y Jueshi pasaron el noveno día de las fiestas con los porteadores de palanquines, viendo cómo fabricaban petardos mientras explicaban historias de la linterna del dragón.

Muy temprano, los dos porteadores de la quinta rama habían ido al bosquecillo de bambúes a cortar un par de los más gruesos. Después, con la ayuda de los demás los deshojaron y cortaron en trozos que llenaron de pólvora mezclada con pedacitos de monedas de cobre para que se adhiriera mejor a la piel de las personas. Una vez confeccionada la docena de petardos, los dejaron en la entrada, ilusionados y orgullosos, para que todo el mundo pudiera verlos.

Por la noche, tras la veneración a los dioses, Keding salió con los criados para preparar la llegada de la linterna del dragón. Instalaron una tribuna hecha con sillas colocadas encima de mesas en el espacio que quedaba entre la puerta principal y la segunda puerta, y Keding envolvió las gratificaciones para los hombres de la linterna. Se había encargado personalmente de todos los detalles, no podía haberlo hecho mejor, incluso había enviado una nota a uno de los grupos que llevaban la linterna invitándolo a pasar por la casa por si no lo tenía previsto.

Dieron las ocho y no había novedades; las ocho y media, y tampoco. No se oían ni los gongs ni los tambores que precedían el cortejo.

—Tío quinto, ¿y la linterna del dragón? —preguntaban Juequn y Jueshi a cada momento.

—Ahora vendrá —les respondía Keding, que también estaba inquieto.

En el salón, Shuying y Shufen le tiraban de la manga preguntándole lo mismo.

Dieron las nueve y no se advertía ningún movimiento. Estaban aburridos de esperar. Jianyun, preocupado por las lecciones que tenía que dar al día siguiente en casa de los Wang, se despidió y se marchó. Aquello inquietó aún más a Keding.

—La linterna no vendrá —le espetó Shuhua a Shuying, riéndose. Se burlaba de Keding, que salía al patio sin cesar y volvía a entrar sin ninguna noticia.

A las nueve y cuarto empezaron a oírse de lejos los gongs y los tambores. «¡Ya están aquí!», se dijo Keding, y en aquel momento entró Gaozhong. Al verle llegar se desfogó con el joven criado.

—¡Estúpido! ¡Te mando a escuchar y mira cómo te entretienes! ¡Ya me dirás dónde estabas perdiendo el tiempo!

Gaozhong se quedó parado con los brazos extendidos a los lados del cuerpo, sin decir nada, esperando a que el amo terminara de increparle, y después contestó en voz baja:

—He estado mucho rato al final de la calle y, como no veía ninguna linterna, he ido hacia otras calles hasta que he encontrado una, precisamente aquella a quien ha enviado usted la nota esta mañana. Les he preguntado si pensaban venir, pero ya estaban muy cansados. Me han dicho que no vendrían ni pagando más. He vuelto corriendo para decírselo.

Keding se enfureció aún más y siguió gritándole:

—¡No sirves para nada, solo sabes comer! ¡Vuelve y haz venir esa linterna como sea! ¡Si no, te echaré a la calle!

Solo hacía tres o cuatro años que Gaozhong servía en la casa, pero ya conocía a sus amos como para saber que cuando estaban de mal humor lo mejor que podía hacer para conservar su trabajo era aguantar el chaparrón. Así, pues, sin atreverse a replicar, asentía esperando a que terminara de regañarle y poder marcharse.

Eran casi las diez y no se sabía nada de la linterna. Jueying, Juequn, Jueshi y Shufen, desanimados, habían decidido irse a la cama. Xu Qianru también se despidió y se marchó. Keding estaba en el patio sin saber qué hacer.

Acababan de dar las diez cuando entró Gaozhong como un rayo diciendo:

—El dragón… ¡La linterna del dragón ya está aquí!

La cara de Keding se iluminó cuando empezó a oír el alboroto. Gaozhong continuó:

—No querían venir, pero he conseguido convencerlos.

—¡Muy bien! Hazlos entrar.

Gaozhong se sintió orgulloso al oírlo. Keding fue a buscar a sus hermanos y las cuñadas. Jueying, Juequn y Jueshi salieron dando brincos de alegría.

Un cuarto de hora más tarde, ya había un gran griterío en toda la casa. Todos excepto el abuelo estaban en la improvisada tribuna para ver la linterna del dragón, que llegó acompañada de tambores y aplausos. Entró en la casa y se paró en el espacio que había entre la puerta principal y la segunda. Cerraron la puerta principal para evitar que entrara alguien de la calle.

Los gongs y los tambores sonaban sin parar y la linterna empezó a danzar. El esqueleto del dragón estaba formado por nueve articulaciones hechas con aros de bambú trenzados. Cada articulación tenía un farolillo en el centro y todo el armazón estaba recubierto con papel pintado que simulaba las escamas del dragón. Los hombres que lo portaban lo sostenían con unas cañas de bambú. Cada hombre aguantaba una articulación y, delante del todo, había otro que llevaba una gran esfera blanca que imitaba una perla. El dragón representaba una danza con la perla, encogía el cuerpo, estiraba la cola, se retorcía, de repente giraba a toda prisa hacia uno de sus flancos y a continuación hacia el otro a la misma velocidad. Se movía como un auténtico dragón volador, incitado por la música de gongs y tambores.

Detonaron los petardos y el aire se llenó de humo. El dragón bailaba desacompasadamente, enfurecido; los petardos le caían encima y la bestia se agitaba sin cesar a derecha e izquierda, saltando, asustada. Los gongs y los tambores eran el grito del animal herido.

Gaozhong ató una traca a un extremo de una caña, la alargó hacia el dragón desde lo alto de una escalera y la prendió. Los porteadores de palanquines hacían estallar los petardos que habían fabricado, que caían sobre los cuerpos desnudos de los hombres que lo llevaban. El dragón enloqueció, se retorcía, iba al encuentro de las chispas doradas y se estremecía. La gente se entusiasmaba más y más viendo rodar el cuerpo del animal, los gongs y los tambores no cesaban. Los porteadores y los criados se desternillaban de risa, y la familia, en la tribuna, también, aunque con carcajadas más contenidas.

Wende, Ligui y Zhaosheng iban detrás del dragón con cinco o seis petardos, y la bestia no encontraba el modo de esquivarlos. Algunas centellas quedaban adheridas a los cuerpos desnudos de los hombres, quemándoles la piel y provocándoles gritos de dolor. Entonces se detenían un instante y se sacudían el cuerpo para librarse de los fragmentos de cobre que se les habían clavado. Eso hacía reír aún más a los espectadores. Los porteadores se acercaron a aquellos hombres y los obligaron a pedir clemencia, pero los hombres de la linterna, que eran fuertes y robustos, a pesar del dolor que sentían, gritaron:

—¡Haced estallar vuestros petardos!

El espectáculo continuó hasta que no pudieron soportarlo más, y el dragón, que un rato antes había empezado su danza con gran elegancia, se rompió en pedazos. Las escamas habían volado y el cuerpo no era más que una carcasa chamuscada. Los hombres que la aguantaban corrieron hacia la puerta principal, pero no tenían escapatoria porque continuaba cerrada. Gaozhong y Wende, siguiendo las indicaciones de los amos, los persiguieron haciendo estallar más petardos. Los hombres no tenían donde refugiarse. Algunos corrieron hacia la segunda puerta, pero frente a ella había muchos miembros de la casa y Keding, que también estaba allí, los recibió con más petardos, de modo que tuvieron que dispersarse. Al hombre que llevaba la perla lo alcanzó el vaho ardiente de los petardos de Keding y dio un respingo gritando de dolor. Entonces se topó con los que lanzaba Wende y se revolvió otra vez. Temblaba, estaba bañado en sudor. Keding, que ya estaba preparado para tirar más petardos, al ver que volvía, le gritó: «¿Tienes frío? Pues ¡toma fuego!». El hombre se protegió con la perla, que se quemó al instante. Entonces los porteadores y los criados se acercaron a los hombres de la linterna para obligarlos a rendirse, pues se habían quedado ya sin municiones.

Abrieron la puerta principal, los hombres de la linterna se pusieron la ropa, recompusieron el esqueleto del dragón y se marcharon más muertos que vivos. El de la perla, con una pierna herida, se alejó entre lamentos. Keding, que ya les había repartido el dinero, suspiró diciendo:

—Lástima que nos hayan faltado petardos, habríamos podido quemarlos un poco más. ¿Lo habéis pasado bien? Mañana volveré a invitaros.

—Ya es suficiente, no hace falta repetirlo —replicó Juehui desde detrás.

El tío lo miró con sorpresa. Los demás añadieron amablemente:

—No hace falta, de verdad.

Entraron satisfechos en la casa; los criados se quedaron a desmontar la tribuna. Juehui se acercó a Qin y le preguntó:

—¿Te ha parecido interesante?

—No mucho —contestó indiferente.

—Pero ¿qué opinas? —insistió el chico.

—Nada en particular.

—Cuando era pequeño me gustaba mucho, pero la verdad es que ya no —terció Juemin.

—¿De verdad que no os ha afectado? —volvió a preguntar Juehui.

Juemin no entendía qué quería decir su hermano.

—¿Cómo quieres que nos conmueva un espectáculo tan vulgar?

—¿No sentís ni una pizca de compasión?

—Me parece que exageras. ¿Qué tiene que ver todo esto con la compasión? La familia se ha divertido, los de la linterna han cobrado, y todos contentos. ¿Qué más quieres? —contestó Qin.

—Realmente haces honor a tu título de señorita que vale su peso en oro —replicó ásperamente Juehui—. ¿Cómo puede divertirse uno a costa del sufrimiento de otro? ¿Cómo es posible quemar a alguien para pasarlo bien? ¡Me da la impresión de que todavía no has abierto los ojos!

Qin no contestó. Cuando no tenía respuesta prefería callar y reflexionar. Juehui no entendía que semejantes preguntas no encontraran respuesta en el corazón de una mujer joven como ella.

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