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Aquella noche Juehui durmió como un tronco. A la mañana siguiente, muy temprano, se fue a ver al abuelo, temiendo una reprimenda. La mosquitera que había encima de la cama le tapaba medio cuerpo, yacía de costado con la cabeza reposando sobre un cojín muy alto. Estaba pálido, se le marcaban los huesos del rostro y un hilillo de baba que le brotaba de la boca le brillaba en el mentón. Tenía los pómulos exageradamente marcados y las órbitas de los ojos hundidas. Ya no era el abuelo Gao que tanto pavor causaba, era un hombre digno de compasión.

Al entrar Juehui, el abuelo lo miró fijamente y en los labios se le dibujó una sonrisa triste.

—Has venido. —Nunca le había hablado con tanta ternura. Juehui también le sonrió—. Adelante. —Juehui se acercó al lecho—. Sírveme un poco de té.

Juehui fue a la mesilla y sirvió té de una tetera metálica. El abuelo le hizo un gesto con la cabeza y Juehui le acercó la taza a la boca. Con gran esfuerzo, el abuelo dio un par de sorbos y, agitando la cabeza, dijo:

—Ya tengo bastante. —Juehui devolvió la taza a la mesilla y se acercó de nuevo al lecho—. Muy bien, chico —dijo el abuelo a media voz—. Dicen que tienes un carácter muy extraño. Tienes que estudiar mucho. —Juehui no decía nada—. Ahora lo comprendo —suspiró el abuelo—. ¿Has visto a tu hermano segundo?

A Juehui le sorprendió el cambio de tono del abuelo. Además, tenía los ojos llenos de lágrimas. Ante aquella inesperada muestra de afecto, Juehui respondió:

—Sí.

—Yo… Mi carácter… No me enfado. Quiero verle, dile que venga. Yo no insistiré —dijo el abuelo enjugándose las lágrimas.

Acababa de entrar la concubina Chen, acicalada y perfumada. Al ver la escena amonestó a Juehui:

—Tercer amo joven, ya eres mayorcito para entender las cosas. Tu abuelo tan enfermo y tú aquí haciéndolo sufrir.

—No lo riñas —la interrumpió el abuelo. La mujer, decepcionada, calló. El abuelo prosiguió—: Ve enseguida a buscar a tu hermano… El matrimonio con los Feng no se llevará a cabo de momento. Creo que no viviré mucho más. Quiero verlo… Quiero veros a todos.

Juehui salió de la habitación y fue a ver a Juexin, que estaba con Ruijue.

—El abuelo me ha pedido que vaya a buscar al hermano segundo. Dice que, de momento, no habrá matrimonio con los Feng —explicó Juehui contento.

Juexin, con cara de satisfacción, inquirió:

—¿De verdad? —No podía creérselo.

—Claro que es verdad. El abuelo dice que lo ha comprendido. Siempre dije que ganaríamos y, mira, ¡al final hemos ganado! —Y estalló en risas.

—¡Cuéntame cómo ha ido! —dijo Juexin, agarrando la mano de Ruijue.

Ella intentó soltarse, pero él la agarraba muy fuerte. Los esposos se sentían felices, se había solucionado un problema grave. Era una especie de milagro. Escuchaban con suma atención las explicaciones de Juehui, que cuanto más hablaba más alegre estaba. No había terminado cuando entró Qiansao diciendo:

—El abuelo llama al hermano mayor.

Juexin salió disparado. Juehui se quedó con la cuñada, Hesao llegó con Haichen y se entretuvo jugando con el niño. Por fin se marchó a dar la noticia a Juemin.

La buena nueva alegró a Juemin. Se despidieron de la familia de Huang Cunren y fueron a casa de Qin. Esta se puso muy contenta, sus previsiones se habían cumplido. A los tres jóvenes se les abría un futuro lleno de esperanza; lo tenían al alcance de la mano, solo debían alargarla y sería suyo. Con todo, no había sido fácil: era el resultado de muchas batallas.

Estuvieron hablando de ello con Qin un buen rato y luego se fueron a casa. Juemin pensaba en lo que le diría al abuelo, a la madrastra, a Juexin… Era un regreso triunfal. Entró por la puerta principal, nada había cambiado en la casa; pasó la segunda puerta y el vestíbulo; todo igual que antes. Lo único que había cambiado era su situación. En la habitación del abuelo parecía reinar cierta agitación, idas y venidas de rostros alarmados que hablaban en voz baja.

—¿Qué ha pasado? —preguntó, inquieto, Juehui, que corrió hacia la habitación con un extraño presentimiento—. Quizás el abuelo… —y se le hizo un nudo en la garganta.

El corazón le latía con fuerza, tenía miedo. Al entrar en la habitación, los dos hermanos solo vieron a un grupo de personas arremolinadas alrededor de la cama. Todos hablaban con nerviosismo y preocupación pero nadie les decía nada. Se abrieron paso hasta la cama. El abuelo respiraba trabajosamente y hablaba embarullándose, no se le entendía. Juemin sintió deseos de abrazarle, pero Keming le disuadió con una mirada.

—El abuelo me ha dicho que lo hiciera venir, ha dicho que quería verle —explicó Juehui a Keming.

Keming, agachando la cabeza con tristeza, dijo con voz queda:

—Es demasiado tarde.

—¡Demasiado tarde!

Juehui se negaba a entender el significado de aquellas palabras, pero el jadeo del abuelo no engañaba: eran los estertores de la muerte. Nunca podrían resolver las diferencias que les separaban. Corrió al lado del abuelo y, tomándole una mano, le dijo:

—¡Abuelo! ¡Abuelo! ¡Le he traído al hermano segundo!

Juexin y los demás intentaron detenerle, pero él permaneció arrodillado, agitándole la mano mientras le llamaba. Juemin estaba a su lado. De pronto, el abuelo exhaló profundamente y abrió los ojos. Miró a Juehui como si no lo conociera y le preguntó con voz muy débil:

—¿Qué es ese barullo que estás armando?

Movió imperceptiblemente la mano derecha como si quisiera tocarle la cara. Juehui levantó la cabeza y miró desalentado al moribundo. Este volvió a despegar los labios como si quisiera hablar, pero no podía. Vio a Juemin y lo intentó de nuevo. Juemin exclamó:

—¡Abuelo!

Parecía que no lo oía. Miró de nuevo a Juehui. Movía los labios, se le contraía el rostro como si quisiera sonreír. Extendió la mano, con lágrimas en los ojos, y tocó la cabeza de Juehui mascullando:

—Ha vuelto. Él… él…

Juehui agarró la mano de Juemin y dijo:

—¡Está aquí!

—Abuelo… —balbuceó Juemin.

—Has vuelto. El matrimonio con los Feng no se hará. Debéis estudiar mucho —declaró el abuelo, antes de tomar aire para continuar—: Debéis ser personas importantes para honrar a la familia. Estoy muy cansado. No os vayáis, me marcho. —Sus palabras se entendían cada vez menos, la cabeza se le caía. Finalmente dejó de hablar.

Keming se le acercó.

—¿Padre?

El anciano no contestó. Keming le tocó la mano y dijo lloroso:

—Está fría.

Todos se arrodillaron y rompieron a llorar.

La noticia de la muerte del abuelo se difundió enseguida. Al cabo de pocos minutos toda la casa sabía que el abuelo había muerto. Los criados salieron a la calle a contarlo. Pronto empezó a llegar gente. Los de la casa se distribuyeron las tareas. El muerto yacía en el lecho. Enviaron a buscar a tres o cuatro mujeres para velar el cadáver. Las tablillas de los antepasados, el altar y otros objetos del salón principal fueron trasladados a una salita trasera llamada Sala del Canelo. Poco después llegó el féretro, comprado años atrás, que se guardaba fuera de la casa y que, según dijeron, no era demasiado caro: solo costaba mil liangs de plata.

Llamaron a los sacerdotes taoístas que debían «abrir el camino» y que determinarían el momento de colocar al muerto en el féretro. Prepararon la mortaja y las cosas que iban a acompañarlo. Bañaron al abuelo, lo amortajaron y, a la hora indicada, lo pusieron en la caja con sus objetos más queridos. Cuando acabaron los arreglos, ya era de noche. Entonces llegaron los monjes budistas para ejecutar sus ceremonias. Eran ciento ocho monjes, cada uno con un incensario en la mano, que iban ordenadamente del salón principal al patio, y del patio al salón principal. Detrás iban los tres tíos y, delante de ellos, Juexin, porque ya era el cabeza de la rama principal.

Las diez de la noche del segundo día era el momento que los sacerdotes taoístas habían fijado para cerrar el féretro. Juehui y otras personas de la casa no podían estar presentes porque su horóscopo no era compatible con el día y la hora escogidos. A Juehui, a quien todo aquello le parecía una banalidad, no le importó demasiado: «Yo ya me he despedido del abuelo, vuestras supersticiones me son indiferentes, una vez cerrado el féretro, todo se ha terminado», se decía.

La muerte del abuelo paralizó durante unos días las demás actividades de la casa. El salón principal, habilitado como cámara mortuoria, fue decorado con lienzos blancos. El vestíbulo quedó convertido en la sala de un templo donde los sacerdotes budistas recitaban sus plegarias; en las paredes se colgaron dísticos con elogios del difunto, pendones funerarios, imágenes de budas y cuadros que representaban los diez palacios del Rey del Infierno. Una vez más, los diablos estaban en la casa.

Todos estaban ocupados con el muerto o, mejor dicho, fingían que se ocupaban de sus cosas para darse importancia. El tercer día, el del duelo oficial, empezaron a llegar regalos y personas que venían a presenciar las fastuosas ceremonias funerarias. Las plañideras tenían que intensificar sus llantos cada vez que alguien entraba en la cámara mortuoria a ver el féretro. Escondidas detrás de una cortina, comiendo o charlando, se ponían a gemir cuando los tambores avisaban que llegaba alguien a la sala. Se trataba de llantos vacíos, sin lágrimas, de hecho eran alaridos. Alguna vez hacían el ridículo: interpretaban erróneamente las indicaciones del li sheng[40] y lloraban cuando no había nadie en la sala, y al revés.

El papel del heredero de la rama principal y de los hijos del muerto era un puro formulismo, el li sheng iba repitiendo que «se dan cabezazos contra el suelo y lloran lágrimas de sangre», pero estaban detrás de la cortina sin inmutarse apenas. Cuando alguien iba a darles el pésame, se arrodillaban en la esterilla de paja y hacían algunas reverencias, pero al terminar descansaban o charlaban.

Para Juemin y Juehui, aquellos días fueron más pesados. No pudieron ejercer su «resistencia pasiva» de siempre y tuvieron que mantener las apariencias saludando y conversando amablemente con todo el mundo. Cada vez que el li sheng decía «gracias en nombre de los hijos y los nietos», tenían que postrarse y hacer reverencias, pero cuando veían a los tíos y al hermano mayor con el sombrero de paja y la cinta de duelo atada a la cabeza, vestidos con los ropajes blancos y el chaleco y el cinturón de cáñamo, agachando la cabeza con gesto de dolor, se morían de risa y les parecía que estaban asistiendo a una función teatral.

Al día siguiente ya pudieron salir a la calle. Juehui fue a la redacción de la revista y regresó a casa al anochecer. Juemin aún no había vuelto. La casa estaba muy tranquila, los monjes y las plañideras ya se habían ido. En el altar frente al féretro, la cera de dos cirios goteaba por los candelabros y el incienso del pebetero se había consumido. «¿Por qué está todo así? ¿Dónde están los demás?», se preguntó. Fue al altar, arregló los candelabros y puso más incienso.

—¡No puede ser! Dividir las tierras, dividir las cosas. ¡Las antigüedades no pueden dividirse! Es incoherente dividir la familia —gritaba la voz de Keding en la habitación del abuelo—. Las antigüedades eran lo más querido del abuelo, las había reunido con mucho cariño, no podemos dispersarlas.

—A mí no me gustan estas cosas, pero si no las dividimos ahora alguien lo hará más adelante —decía Kean levantando la voz—. Tenemos que repartir equitativamente lo que era de nuestro padre.

—¡De acuerdo! Repartámoslo, mañana lo haremos. Es evidente que no pensaba quedármelo todo —concluyó Keming.

—Hermano, naturalmente que no pensabas quedártelo todo. Eres abogado y ganas lo suficiente, ¿para qué querrías todas estas cosas? —replicó Keding con frialdad.

En la habitación reinaba un gran nerviosismo, se oían también voces femeninas. Keding salió gritando, airado:

—Legados, testamentos, ¡no sirven para nada! Esta manera de dividir no es justa.

Juexin se quejaba, abatido:

—Estáis dividiendo la familia. —«Y bien rápido que lo harán», pensó Juehui—. La madrastra y yo no contamos para nada. El abuelo me dejó tres mil yuanes en acciones de la empresa y los tíos no quieren saber nada de eso —dijo Juexin.

—¿Y la tía? —preguntó Juemin, que acababa de entrar en la habitación.

—La tía solo ha recibido algunas cosas y quinientos yuanes en acciones. Está nombrada en la lista de obsequios menores. En cambio, la concubina Chen ha heredado una casa, como solo la queremos los de nuestra rama, nadie reclamará por ella —dijo Juexin.

—¿Y por qué no lo haces tú? —le preguntó Juehui.

—Vuelve el tío tercero… —dijo Juexin.

La cortina se movió y Keming entró tosiendo.

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