Evelina

Evelina


Parte Tercera » Carta XXI

Página 92 de 97

CARTA XXI

Evelina continúa

Clifton, 13 de octubre

Se va acercando el momento de nuestro encuentro, pero no consigo dormir, pues las grandes alegrías emocionan tanto como los pesares, y por eso continuaré con mi relato.

Como no había tenido oportunidad de ver Bath, se organizó anoche una excursión para enseñarme esta famosa ciudad, y, esta mañana, tras el desayuno, nos pusimos en camino en tres faetones: lady Louisa y la señora Beaumont con lord Merton, el señor Coverley y el señor Lovel con la señora Selwyn, y yo, con lord Orville.

Apenas habíamos recorrido media milla, cuando un caballero, desde una silla de posta que venía al galope detrás de nosotros, gritó a los criados:

—Hola, muchachos, ¿va en alguno de estos carruajes la señorita Anville?

De inmediato reconocí la voz del capitán Mirvan, y lord Orville detuvo el carruaje. Él saltó de la silla y rápidamente se acercó a nosotros:

—Entonces, señorita Anville, ¿cómo se encuentra? He oído decir que ahora es usted la señorita Belmont; por favor, ¿cómo se encuentra la vieja dama francesa?

Madame Duval —dije yo— creo que está muy bien.

—Deseo que se encuentre en su hermosa casa —dijo él guiñando un ojo significativamente— y no se encoja ante su deber. Que haya descansado lo suficiente para reparar los daños y vuelva a estar en forma de nuevo[73]. ¿Y qué es del pobre monsieur Doloroso, sigue con la mandíbula flácida como siempre?

—No están en Bristol ninguno de los dos —dije yo.

—¡No! —dijo él con aparente decepción—, pero seguramente la vieja viuda pretende asistir a la boda. Será una excelente ocasión para lucir su mejor seda de Lyon. Además, tengo intención de bailar una nueva danza con ella, ¿no sabe usted cuándo llegará?

—No tengo motivo alguno esperarla.

—¡No!, por Júpiter, ésta es la peor noticia que podría darme; todo el camino he pensado en la treta con la que podría aprovecharme de ella.

—Ha sido muy galante —dije yo, riéndome.

—¡Oh!, le prometo que mi Molly nunca me hubiera engatusado con halagos para hacer esta excursión si hubiera sabido que ella no estaba; porque déjeme decirle un secreto…, tenía toda la intención de gastarle a la vieja cabra otra chanza.

—¿Entonces fue la señorita Mirvan la que le persuadió para hacer este viaje?

—Sí, y hemos estado viajando toda la noche.

¿Hemos? —dije yo—, ¿acaso viene su hija con usted?

—¿Quién, Molly? Sí, está ahí, en la silla.

—¡Por Dios, señor!, ¿por qué no me lo dijo usted antes? —dije yo.

Inmediatamente, ayudada por lord Orville, salté fuera del faetón y corrí hacia la estimada muchacha. Lord Orville abrió la puerta de la silla y estoy segura de que no necesito decirle la sincera alegría que acompañó nuestro encuentro.

Pedimos que nos dejaran continuar el viaje sin separarnos, y lord Orville fue tan amable de invitar al capitán Mirvan a su faetón.

Fui feliz como nunca con este encuentro tan oportuno con mi querida Maria, que me contó que, apenas tuvo noticia de mi situación, con ayuda de lady Howard y su buena madre, le suplicó a su padre ardientemente que le diera su consentimiento para el viaje; y que él no pudo resistirse a sus plegarias conjuntas. Aunque Maria no cree que hubiera cedido tan prontamente si no hubiera esperado encontrase a madame Duval.

Llegaron a casa de la señora Beaumont algunos minutos después de que nos hubiéramos marchado, y nos han alcanzado sin demasiada dificultad.

No le relato nuestra conversación, pues ya podrá suponer usted los temas que escogimos y nuestra manera de discutirlos.

Nos detuvimos en un gran hotel donde nos vimos obligados a pedir una habitación, pues lady Louisa, que estaba fatigada hasta morir, quiso tomar algo antes de que empezásemos nuestras andanzas.

Tan pronto como estuvimos todos reunidos, el capitán, saludándome bruscamente, dijo:

—Entonces, señorita Belmont, hay que darle la enhorabuena. ¿Ha discrepado ya con su nuevo nombre?

—¿Yo?, oh, no, en verdad, señor.

—¿Quiere entonces explicarme la razón por la que tan precipitadamente está a punto de cambiarlo de nuevo?

—¡Señorita Belmont! —dijo el señor Lovel mirando alrededor con sorpresa—, perdón, pero…, si no es impertinente…, debo decir que siempre había entendido que el nombre de esta joven era Anville.

—¡Por Júpiter! —dijo el capitán—. Se me ocurre que le he visto en alguna parte antes. Ahora que lo pienso, ¿no es usted la persona que vi una noche en el teatro y que al terminar la función no sabía si se trataba de una tragedia o una comedia, o un concierto de violín?

—Creo, señor —dijo el señor Lovel tartamudeando—… Creo que le vi una vez…, que tuve el placer de verle la última primavera.

—Sí, y aunque viviera cien primaveras —contestó él—, nunca lo olvidaré, porque, caramba, le he utilizado desde entonces como una broma excelente. Bueno, joven, de todos modos estoy encantado de verle de nuevo en la tierra de los vivos —estrechándole brutalmente la mano—; y dígame, si se me permite el atrevimiento: ¿cuánto gasta por noche para mantener alejados a los sepultureros?

—Yo, señor —dijo el señor Lovel muy desconcertado—, nunca me vi en peligro tan inminente como para…, realmente, señor, no le entiendo.

—¡Oh, no me comprende!, pues voy a darle explicaciones más claras. Señoras y señores, voy a decirles una cosa, sepan que este caballero, tan cierto como que está ahí sentado, paga cinco chelines la noche sólo para que sus amigos sepan que está vivo.

—Pues aún es poco dinero —dijo la señora Selwyn—, si tenemos en cuenta el valor de la información.

Con lady Louisa ya repuesta, comenzamos la excursión.

La encantadora ciudad de Bath ha cumplido en general mis expectativas. The Crescent, la perspectiva que se disfruta desde allí y la elegante simetría del Circus me encantaron. The Parades[74] confieso que me defraudó. Una sola de ellas es apenas preferible a algunas de las calles de Londres; y la otra, aparte de presentar una hermosa perspectiva, una vista bonita de Prior Park y del Avon, no contaba con elegancia más notable que un mero pavimento ancho como para satisfacer la idea que me había formado de ella.

En el salón termal me asombró ver la exhibición pública de las señoras en el baño. Bien es verdad que llevaban gorritos en la cabeza, pero la sola idea de exhibirse en tal situación, para quienquiera que se complazca en mirar, es indelicada.

—¡Por Júpiter! —dijo el capitán, contemplando las termas—. Éste sería un lugar excelente para hacerle bailar ahí dentro un fandango a la vieja señora Francia. Sería divertidísimo zambullirla en el estanque.

—Ella estaría muy complacida por tal distinción a su favor —dijo lord Orville.

—Es que, déjeme decirle —contestó al capitán—, me fascina poderosamente. Nunca había sentido tanta simpatía por una vieja bruja.

—La verdad —dijo el señor Lovel—, es que debo confesar que no comprendo por qué las señoras escogen esos espantosos trajes tan impropios para bañarse aquí[75]. A menudo he pensado en ello y no consigo entender la razón.

—Pues bien, declaro… —dijo lady Louisa— que habría que discurrir algo nuevo para reemplazarlos; siempre aborrecí los baños por eso, porque no se puede ir bien vestido para la ocasión. ¡Aquí hay alguien que me ayudará con eso!

—¿Quién, yo? ¡Oh, querida señora! —dijo el señor Lovel sonriendo estúpidamente—, ¿cómo puedo pretender ayudar a una persona del gusto de su señoría?; además, no tengo la más mínima idea de moda, ni he inventado nada en toda mi vida. Nunca tuve la menor inclinación para el vestir, ni la menor noción de imaginación o elegancia.

—¡Oh, qué vergüenza, señor Lovel! ¿Cómo puede hablar así? ¿No sabemos todos que da la nota elegante en el beau monde? Pienso que no hay hombre que se vista mejor que usted.

—¡Oh, por Dios, estimada señora, me confunde usted en grado sumo! ¿Que visto bien? Pero si siempre pienso que no se me puede mirar. Me escandalizo a menudo hasta morir por pensar en la facha que tengo. Puede su señoría creerme cuando le diga que esta mañana me pasé media hora completa sin saber qué ponerme.

—¡A fe mía! —dijo el capitán—, desearía haberlo presenciado, y de seguro que habría aligerado sus movimientos un poco… ¡Media hora pensando lo que se iba a poner…! ¿Y a quién diablos piensa que le puede importar eso o no?

—¡Oh, capitán!, no sea tan severo con este caballero porque piensa; sea cual sea la causa, le aseguro que no practica muy a menudo este tipo de ofensa.

—Realmente, señora, es usted maravillosamente amable —dijo el señor Lovel, colérico.

—Y dígame ahora —dijo el capitán—, ¿se ha dado una buena zambullida en este sitio alguna vez?

—¿Una zambullida, señor? —repitió el señor Lovel—; ése es más bien un término extraño, pero si se refiere a un baño, es un honor que he repetido muchas veces.

—Y dígame, si se me permite cierto atrevimiento en este punto, ¿qué hace con todo ese arbusto rizado y liso que tiene en la cima? Vamos, apuesto lo que quiera a que en su gruesa coronilla hay grasa suficiente para mantenerle a flote, aunque estuviera cabeza abajo.

—Yo no sé —dijo la señora Selwyn—, pero podría ser muy sencillo, porque estoy segura de que es la parte más ligera.

—Ahí está el asunto —dijo el capitán—, se necesita hacer de él un soldado antes de decidir si es más ligero de cabeza o pies. Apostaría diez libras contra un chelín a que podría arrojarlo tan diestramente sobre la terma, que caería desplomado sobre el copete y lo haría girar como una peonza.

—¡Hecho! —gritó lord Merton—. Acepto la apuesta.

—¿Quiere, usted? Por Júpiter, lo haremos lo más pronto posible, como diría Jack Robinson[76].

—Je, je —dijo el señor Lovel riéndose acobardado, mientras se acercaba bruscamente hacia la ventana—. Por mi honor que sería divertidísimo, pero no creo que nadie tenga derecho a hacer apuestas sin el consentimiento del interesado.

—Está equivocadísimo Lovel —dijo el señor Coverley—, cualquiera pude apostar sobre usted sin su consentimiento, que no viene al caso. Puedo apostar a si tiene usted la nariz azul celeste, si quiero, por ejemplo.

—Sí —dijo la señora Selwyn—, o a que su inteligencia es superior a su físico…, o un absurdo cualquiera.

—Protesto —dijo el señor Lovel—, no me gustan semejantes privilegios, y debo implorar que nadie se tome esas libertades conmigo.

—Lo haría a pesar de sus protestas —dijo el capitán—: Suponga que a mí se me antoja decir que no tiene un diente siquiera, ¿podría impedírmelo?

—Permítame preguntarle, al menos, señor, ¿cómo lo probará usted?

—¿Que cómo? Pues haciéndoselos saltar todos de un puñetazo.

—¡Haciéndomelos saltar todos de un puñetazo! —repitió el señor Lovel con mirada de horror—. En mi vida vi cosa más espantosa. Y me permito observar que no hay apuesta que pueda justificar una acción tan bárbara.

Aquí intervino lord Orville, y corrimos todos a nuestros carruajes. Regresamos en la misma forma en que vinimos. La señora Beaumont invitó a todo el grupo a comer y tuvo la amabilidad de rogarle a la señorita Mirvan que se hospedase en su casa durante su estancia. El capitán se alojará en el balneario.

La primera media hora tras nuestro regreso fue ocupada escuchando las disculpas del señor Lovel por comer con el traje de montar. La señora Beaumont se dirigió entonces a la señorita Mirvan y a mí, preguntándonos si nos había gustado Bath.

—Yo creo que las señoras —dijo el señor Lovel— no han visto Bath.

—No, pues…, ¿qué han hecho entonces?, supone usted que se han metido los ojos en los bolsillos, ¿eh?

—No, señor, no; pero imagino que no se puede ver Bath en una mañana.

—Ya —dijo el capitán—, ¿es que piensa que sería mejor verlo a medianoche?

—No, señor, no —dijo el señor Lovel, con sonrisa arrogante—, percibo que no me entiende. No creemos que se pueda conocer Bath si se visita fuera de temporada.

—¡Vaya una estupidez! Entonces —dijo él—, no se puede ver Bath si no es en temporada.[77]

El señor Lovel sonrió de nuevo, pero creyó más oportuno no responder.

—Las diversiones de Bath —dijo lord Orville— son tan repetitivas que, después de un corto tiempo, se vuelven aburridas. Pero la máxima objeción que puede hacerse a ese lugar es que es un estímulo para los jugadores.

—Pues espero, su señoría, que no pensaría abolir el juego —dijo lord Merton—, ¡es la esencia misma de la vida! Que el diablo me lleve si tuviera que vivir sin él.

—Pues lo lamento extraordinariamente —dijo lord Orville mirando a lady Louisa.

—Usted no es juez en este asunto —continuó el otro—, pero si en alguna ocasión pudiéramos llevarle a una mesa de juego, ya nunca podría ser feliz lejos de ella.

—Supongo, su señoría —dijo lady Louisa—, que nadie aquí conseguirá nunca apartarle de ella.

—Su señoría —dijo lord Merton, recobrándose— tiene poder suficiente para hacerme renunciar a cualquier cosa.

—Menos a ella —dijo el señor Coverley—. ¡Pardiez, su señoría, no se queje de mi apoyo!

—Los hombres de ingenio como usted, Jack, sí que saben contestar a su señoría justo a tiempo; en cuanto a mí, reconozco que no tengo talento en ese campo.

—¿Realmente, su señoría? —preguntó la sarcástica señora Selwyn; pues es extraordinario, visto que tendría el éxito tan a su alcance.

—Dígame, señora —dijo el señor Lovel a lady Louisa—, ¿está al tanto de las novedades?

—¡Novedades! ¿Qué novedades?

Pues los rumores que circulan por el balneario sobre cierta persona…

—Oh, señor, no. ¿A qué se refiere?

—No, señora, le ruego que me perdone; es un gran secreto y no lo hubiera mencionado si no hubiera pensado que estaba al tanto de ello.

—Señor, pero ahora… ¿cómo puede ser tan malvado?, es un provocador; venga aquí, ¿verdad que usted me lo dirá ahora mismo?

—Su señoría sabe lo feliz que me hace complacerla, pero por mi honor que no puedo decir una palabra si no me promete el secretismo más inviolable.

—Desearía que esperase eso de mí —dijo el capitán—, y le doy mi palabra de enmudecer un rato. ¡Secretismo dice! ¡Por Júpiter, me maravilla que no le avergüence mencionar tal palabra cuando habla de decírselo a una mujer! Aunque en lo referido a este asunto, preferiría chismorreárselo a todo el género femenino de inmediato que decírselo a uno como usted.

¿A uno como yo? —dijo el señor Lovel, dejando caer el cuchillo y el tenedor y adoptando aires de importancia—, no tengo el honor de comprender sus palabras.

—En cuanto a eso —dijo el capitán—, se lo explicaré cuando guste.

—Por mi honor, señor —contestó el señor Lovel—, voy a tomarme la libertad de decirle que debería estar muy ofendido, pero supongo que se trata de una frase en jerga marinera y por eso la dejaré pasar sin darle más importancia.

Entonces lord Orville, para cambiar de tema, le preguntó a la señorita Mirvan si pensaba pasar el invierno en Londres.

—Seguramente no —dijo el capitán—. ¿Para qué? Ya vio todo lo que merecía la pena ver.

—Entonces, Londres —dijo el señor Lovel sonriendo a lady Louisa—, ¿debe considerarse como un espectáculo?

—Y bien, entonces, señor sabelotodo, ¿cómo le gustaría considerarlo? Contésteme a eso.

—Oh, señor, imagino que mi opinión le resultaría escasamente comprensible. No entiendo de jerga marinera lo suficiente como para hacerme comprender. ¿Su señoría no comparte que la tarea sería sumamente difícil?

—¡Oh, Jesús, sí —dijo lady Louisa—, antes preferiría enseñar a mi loro a hablar galés!

—¡Ja, ja, ja! ¡Admirable! Por mi honor, su señoría, que está hoy inspiradísima, pero, ciertamente, lo está siempre.

Desde luego, siendo sincero, debo reconocer que los marinos tienen unos juegos de palabras…, casi como un dialecto propio, tan opuesto a nuestro modo de hablar, que no sorprende que consideren Londres como una mera función, que una vez visto el espectáculo ya se ha visto todo. ¡Ja, ja, ja!

—Je, je —haciendo coro lady Louisa—. La verdad es que es usted muy chistoso.

—El que es cómico es él. Por mi honor que no puedo evitar reírme cuando escucho que Londres se puede ver en unas pocas semanas.

—¿Y por qué no? —dijo el capitán—, ¿es que quiere dedicarle un día a cada calle?

Aquí hubo de nuevo intercambio de sonrisas entre lady Louisa y el señor Lovel.

—… Porque le garantizo que si tuviera que enseñárselo, le arrastraría desde St. James a Wapping[78] la primerísima mañana.

Las carcajadas fueron entonces constantes y unidas al desprecio más absoluto, que fue captado perfectamente por el capitán, el cual, mirando fieramente al señor Lovel, dijo:

—No me importan sus muecas burlonas, es una jerga que no entiendo. Pero si sigue haciéndolas, me falta poco para darle un puñetazo en la oreja.

—Protesto, señor —dijo el señor Lovel, poniéndose muy pálido—, creo que se toma muchas libertades; ese lenguaje lo puede emplear cualquiera.

—Puede hacerlo —dijo el capitán—, pero con un buen trago le garantizo que se pasa pronto.

Y entonces, pidiendo un vaso de cerveza, y con un gesto de cabeza retador y muy significativo, se lo bebió de un trago.

El señor Lovel no contestó, pero parecía muy contrariado. Y al poco tiempo dejamos a los caballeros solos.

Me entregaron luego dos cartas, una de lady Howard y la señora Mirvan, con las más amables felicitaciones, y otra de madame Duval…, pero ni una sola palabra suya, para mi preocupación y no poca sorpresa.

La señora Duval parece muy regocijada con mis últimas noticias; dice que un fuerte enfriamiento le impide venir a Bristol; que los Branghton están bien, y que la señorita Polly pronto se casará con el señor Brown, pero que el señor Smith ha cambiado de hospedaje; lo cual —añade— ha dejado la casa muy triste. No obstante ésa no es la noticia peor, ¡aunque desearía que lo fuera!…, «y es que he sido tratada de la peor manera posible por monsieur DuBois, pues ha tenido la bajeza de regresar a Francia sin mí». Finalmente me asegura, tal como usted me pronosticó, que seré su única heredera, cuando sea lady Orville.

A la hora del té nos volvimos a reunir con los caballeros, excepto el capitán Mirvan, que se fue al hotel en el que se hospeda, e hizo que su hija le acompañara para separar sus bagatelas, como él las llama, de sus propias ropas.

Tan pronto como se fueron, el señor Lovel, que parecía continuar muy malhumorado, dijo:

—No he visto un tipo tan vulgar y mal educado como el capitán en toda mi vida. Por mi honor que creo que ha venido con el único propósito de provocar pelea. No obstante, les aseguro que, por mi parte, no pienso seguirle la corriente.

—La verdad es que me dio un susto monstruoso —dijo lady Louisa—, jamás en mi vida había oído hablar de semejante forma.

—Yo creo —dijo la señora Selwyn— que amenazó con golpear sus orejas, ¿no es cierto?

—Realmente, señora —dijo el señor Lovel, enrojeciendo—, pero uno no debe hacer caso de esa clase de bajezas, o no podría descansar entonces de tanta impertinencia; lo mejor es no darles importancia ninguna.

—Pero… —dijo la señora Selwyn muy seria—, ¿y entonces aguantar el golpe en silencio?

Mientras hablaban, oí detenerse la silla del capitán en la puerta y corrí escaleras abajo a recibir a Maria. Venía sola, y me dijo que su padre, que estaba segura de que tramaba algo contra el señor Lovel, la había invitado a adelantarse.

Hasta su regreso continuamos en la sala de visitas, en donde se nos unió lord Orville, que me rogó que no insistiera en agotar su paciencia excluyéndolo de nuestro grupo. Y, permítame decirle, mi querido señor, que mi agradecido corazón nunca pasó una media hora coronada por una felicidad tan perfecta.

Creo que todos lamentamos el regreso del capitán. Pese a toda la satisfacción que rebosaba, aunque por diferente causa, no parecía mayor que la que nosotros habíamos gozado en su ausencia.

Hizo mimos a Maria bajo la barbilla, se restregaba las manos, y apenas podía contener el regocijo que le invadía. Le acompañamos al salón, en donde con semblante más sereno, sin saludar previamente a la señora Beaumont, se fue directamente hacia el señor Lovel, y bruscamente dijo:

—Dígame, por favor, ¿tiene aquí algún hermano?

—¿Yo, señor? No, gracias a Dios, estoy libre de preocupaciones de ese tipo.

—Pues bien —dijo el capitán—, acabo de ver una persona que se parece tanto a usted, que hubiera jurado que era su hermano gemelo.

—Hubiera sido un gran placer para mí haberle visto también —dijo el señor Lovel—; la verdad es que no tengo la menor noción de cómo soy, y tengo gran curiosidad por averiguarlo.

En ese instante el criado del capitán abrió la puerta, diciendo:

—Hay abajo un pequeño caballero que desea ver al señor Lovel.

—Dígale que suba —dijo la señora Beaumont—, pero ¿cuál es la razón de que William no esté en su puesto?

El hombre cerró la puerta sin contestar.

—No puedo imaginar quién es —dijo el señor Lovel—; no recuerdo a ningún caballero bajito conocido mío que se encuentre en Bristol…, exceptuando…, es cierto, al marqués de Charlton; pero no creo que sea él. Déjeme pensar, ¿qué otro puede ser bajito?

Un ruido confuso entre los criados hizo que todos fijáramos los ojos en la puerta; el capitán, impaciente, se apresuró a abrirla. Y luego, aplaudiendo ruidosamente, gritó:

—¡Por Júpiter, si es el mismo que tomé por su hermano!

Y entonces, ante el asombro general, entró en aquel momento en la sala un mono completamente vestido, y extravagantemente a la moda.

La consternación fue generalizada; el pobre señor Lovel parecía fulminado de indignación y sorpresa; lady Louisa comenzó a gritar sin cesar; la señorita Mirvan y yo saltamos involuntariamente sobre nuestras sillas; la propia señora Beaumont siguió nuestro ejemplo; lord Orville se colocó delante de mí para protegerme; y la señora Selwyn, lord Merton y el señor Coverley estallaron en un fuerte, escandaloso e ingobernable ataque de risa, al que se unió el capitán, que rodó por el suelo incapaz de mantenerse derecho.

La primera voz que se pudo oír en medio de aquel barullo fue la de lady Louisa, que chillando esperpénticamente, gritaba:

—¡Quítenlo, llévense a ese monstruo! ¡Me desmayaré si no se lo llevan!

El señor Lovel, irritado y rabioso, le preguntó coléricamente al capitán qué significaba todo aquello.

—¿Que qué significa? —dijo el capitán, tan pronto pudo hablar—. Pues que he querido mostrarle tal cual es —levantándose y señalando al mono—; señoras y señores, júzguenlo ustedes mismos, ¿vieron en su vida algo que más les guste? Apuesto mi vida a que si no fuera por el rabo, no distinguiría a uno de otro.

—Señor —dijo el señor Lovel dando una fuerte patada—, tiempo tendré de mostrarle mi furia.

—Venga —continuó el capitán sin hacerle caso—, vamos a divertirnos, quítese el abrigo y el chaleco y se lo pondremos al mono, y verá que no se sabrá quién es quién.

—Nunca creí que fuera un mono. Le aseguro, señor, que jamás me trataron de esta manera, y no estoy dispuesto a soportarlo. ¡Maldición si lo hago!

—¡Qué esplendoroso! —dijo el capitán—, el instructor está enardecido. Vamos, cálmese, no se enoje. Venga, no le hará daño, hombre…, hale, un apretón de manos; ¡un beso y tan amigos!

—¿Quién?, ¿yo? —dijo el señor Lovel casi loco de irritación—. ¡Como que me llamo Lovel que no le toco ni por todo el oro del mundo!

—Rétele —dijo el señor Coverley—, y seré su padrino.

—Sí, hecho —dijo el capitán—, y seré apadrinado por mi amigo el señor Clapperclaw. ¡Vamos, a brazo partido!

—¡Dios nos guarde! —dijo el señor Lovel, retrocediendo—, antes me confiaría a un toro loco.

—No me gusta cómo mira el bicho —dijo lord Merton—, hace muecas horrendas.

—¡Oh, qué espanto —dijo lady Louisa—, o le echan fuera o moriré!

—Capitán —dijo lord Orville—, las señoras están alarmadas y debo implorar que saque este mono de aquí.

—¿Pero es que puede hacer más daño un mono que otro? —contestó el capitán—; no obstante, si les complace a las señoras, los sacaremos a ambos.

—¿Cómo es eso, señor? —dijo el señor Lovel enarbolando su bastón.

—¿Y qué quiere decir usted? —dijo el capitán furioso—, haga el favor de bajar su bastón.

El pobre señor Lovel, demasiado cobarde para mantener su causa, y aún demasiado enfurecido para someterse, se revolvió y, olvidando las consecuencias, descargó su rabia dándole un furioso bastonazo al mono.

La criatura se lanzó hacia delante, y al instante saltó sobre él, y aferrándose a su cuello, clavó los dientes en sus orejas.

Sentí pena por el pobre hombre que, aunque era un insigne mequetrefe, no había cometido ofensa que mereciera tal castigo.

Fue imposible distinguir entonces qué gritos eran más ensordecedores, si los de dolor del señor Lovel, o los de la aterrorizada lady Louisa que, creo, pensaba que ahora podría tocarle el turno a ella; pero el implacable capitán rugía de alegría.

No así lord Orville, que siempre humanitario, generoso y bueno, abandonó a su pupila viendo que estaba fuera de peligro y, agarrando al mono por el cuello, le hizo soltar la oreja y después, con un repentino balanceo, le arrojó fuera de la estancia y cerró la puerta.

El pobre señor Lovel, casi desvanecido de terror, se desplomó en el suelo, gritando:

—¡Oh, moriré, moriré!… ¡Oh, me ha mordido de muerte!

—Capitán Mirvan —dijo la señora Beaumont, con no poca indignación—, confieso que no veo la gracia de esta acción, y siento mucho que en mi casa se haya cometido tal crueldad.

—Pero por qué, señora —dijo el capitán cuando su entusiasmo disminuyó lo suficiente como para permitirle hablar—. ¿Cómo iba yo a suponer que se pelearían así? ¡Recórcholis, no lo traje para que se liaran uno con el otro!

—¡Pardiez! —dijo el señor Coverley—, no habría querido estar en su lugar ni por mil libras.

—Pues, ahí está la apuesta —dijo el capitán—, ya ve usted que se prestó a ello por nada. Pero venga —continuó dirigiéndose al señor Lovel—, sea de buen corazón y termine las cosas bien, que el señor colalarga y usted aún pueden ser buenos amigos para siempre.

—Me sorprende, señora Beaumont —dijo el señor Lovel sobresaltándose—, que haya permitido que en su casa se me trate tan cruelmente.

—¿A qué tanta palabrería? —dijo el capitán, insensible—. Sólo es un corte en la oreja. Ni que le hubiera mandado a la picota.

—Muy cierto —agregó la señora Selwyn—, ¿y quién sabe si no adquirirá el crédito de un escritor antiministerial?

—Protesto —dijo el señor Lovel mirándose el vestido con arrepentimiento—, ¡mi traje nuevo de montar lleno de sangre!

—¡Ja, ja, ja! —dijo el capitán—, ahora estudiará una hora lo que se pondrá.

El señor Lovel se fue hacia el espejo y, contemplándose, exclamó:

—¡Oh, cielos, qué herida tan monstruosa! ¡Esta oreja no se arreglará nunca más!

—Pues entonces —dijo el capitán— la esconde usted. Vaya encargando una peluca[79].

—¿Una peluca? —dijo el señor Lovel, asustado—. ¿Ponerme una peluca? ¡No, no si usted no me paga mil libras por hora!

—En mi vida oí una propuesta tan rara —dijo lady Louisa.

Lord Orville, viendo que el altercado no cesaba, invitó al capitán a dar un paseo; éste aceptó y, saludando al señor Lovel con gesto triunfal, acompañó a su señoría escaleras abajo.

En el momento que la puerta se cerró, dijo el señor Lovel:

—Por mi honor que este tipo es el mayor bruto que existe; no debería ser admitido en una sociedad civilizada.

—Lovel —dijo el señor Coverley afectando hablar en un susurro—, ciertamente debería usted pincharle, no debe soportar una afrenta de esta naturaleza.

—Señor —dijo el señor Lovel—, con cualquier persona refinada no lo dudaría un instante, pero con un tipo que no ha hecho sino pelearse toda su vida, por mi honor, señor, que no puedo pensar en eso.

—Lovel —dijo lord Merton en la misma forma—, debe usted pedirle explicaciones.

—Cada hombre es el mejor juez de sus propios asuntos —dijo él, ásperamente—; así que no necesito honorables consejos de nadie.

—¡Pardiez, Lovel! —dijo el señor Coverley—, tendrá dificultades, no puede dejarlo así.

—Señor —dijo él impaciente—, en cualquier ocasión normal estaría en disposición de medir mi valía con cualquiera, pero en lo que respecta a pelear por tal bagatela, me abochorna sólo pensar en ello.

¿Una bagatela? —dijo la señora Selwyn—, ¡Por Dios!, ¿y ha causado tanto alboroto por una bagatela?

—Señora —le contestó el pobre hombre, confuso—, no conocía al principio el peligro de ser mordido; pero no ha sucedido nada peor, vamos, nada importante. Señora Beaumont, tengo el honor de desearle una buena tarde, estoy seguro de que mi carruaje está ya esperando.

Y, así, bruscamente, abandonó la sala.

¡Qué conmoción causa este capitán tan amante de las diabluras! Si continuara mucho tiempo aquí, ni la compañía de mi querida Maria me compensaría de los disturbios que causa.

Cuando regresó y se enteró de que el señor Lovel se había ido tranquilamente, sus demostraciones de triunfo fueron intolerables.

—¡Creo, creo —dijo— que le he acribillado bien! Garantizo que mañana no tardará una hora en decidir lo que se pondrá, porque su casaca combina excelentemente con la mejor seda de Lyon de la vieja madame Furbelow[80]. ¡Por Júpiter, no desearía otro entretenimiento que haber tenido aquí a esa vieja gata para darle su parte!

Después, todos, menos lord Orville, la señorita Mirvan y yo, se pusieron a jugar, y nosotros, oh, cuánto mejor empleamos nuestro tiempo.

Cuando entablamos una encantadora conversación un criado me trajo una carta que, me dijo, por accidente se había extraviado. Juzgue mis sentimientos cuando vi, mi querido señor, su reverenciada escritura. Pronto mis emociones le revelaron a lord Orville de quién era la carta: conocía bien la importancia del contenido y, asegurándome que los jugadores, abstraídos, no me verían, me suplicó que la abriera sin demora.

En efecto la abrí, pero no era capaz de leerla…, el consentimiento favorable…, la ternura de sus expresiones…, la certeza de que no restaba ningún obstáculo para mi unión eterna con el amado dueño de mi corazón me produjo sensaciones demasiado diversas, y sin embargo gozosas, no dejando espacio a una lectura tranquila. Viéndome incapacitada para proseguir, y cegada por las lágrimas de gratitud y deleite que se agolpaban en mis ojos, suspendí la lectura hasta encontrarme en mi habitación. Y no teniendo voz para contestar a las preguntas de lord Orville puse la carta en sus manos y le dejé hablar por la carta… y por mí misma.

Lord Orville fue asimismo afectado por su bondad; besó la carta al devolvérmela y, estrechando mi mano afectuosamente contra su corazón, me dijo, en un susurro:

—¡Ahora eres toda mía! Oh, Evelina, ¿cómo encontrará mi alma espacio para tanta felicidad? Parece que vaya a estallar…

No pude contestar; en verdad, apenas hablé el resto de la velada. La plena felicidad es poco amiga de la charlatanería.

Oh, queridísimo señor, al encontrarnos debo dar desahogo al agradecimiento de mi corazón, cuando, a sus pies, mi felicidad reciba la confirmación de su bendición, y cuando mi noble, mi amado lord Orville le presente a la altamente honrada y tres veces feliz Evelina.

Procuraré escribirle el jueves algunas líneas que le serán enviadas por correo urgente para decirle con cierta seguridad la hora de nuestra llegada.

Y ahora, permítame, por primera y probablemente última vez que podrá reconocerme por este nombre, que firme, mi queridísimo señor, como su agradecida y afectísima,

Evelina Belmont

Lady Louisa, por expreso deseo personal, estará presente en la ceremonia, así como también la señorita Mirvan y la señora Selwyn; el señor Macartney se unirá la misma mañana a mi hermana de leche, y será mi propio padre en persona quien nos acompañará a ambas al altar.

Ir a la siguiente página

Report Page