Evelina

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Parte Segunda » Carta XIV

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CARTA XIV

Evelina continúa

15 de junio

Ayer por la mañana Madame Duval volvió a enviarme a casa de los Branghton acompañada por monsieur Du Bois, para preparar la reunión de la tarde, pues el día anterior se había quedado en casa y se encontraba deprimida.

Cuando entré en la tienda vi al infeliz escocés sentado en un rincón, con un libro entre las manos. Levantó sus melancólicos ojos cuando entramos y debió de recordarme, pues se sobresaltó y cambió de color. Yo le di el mensaje de madame Duval al señor Branghton, que me dijo que subiera a buscar a Polly, y que los demás habían salido.

Subí, y sentada en una ventana estaba la señorita Polly con el señor Brown a su lado.

Me sentí incómoda por estar molestando y más aún con su comportamiento posterior, pues tan pronto como se hicieron las preguntas de rigor, el señor Brown se puso tan cariñoso y tan tonto que me disgustó muchísimo. Polly le reprendía todo el tiempo:

—Vamos, señor Brown, ¿no puede estar formal? No debería comportarse así cuando tenemos compañía, ¿qué pensará esta señorita de mí?

Pero mientras decía esto, parecía sumamente complacida y orgullosa por las atenciones que le dirigía.

No creí necesario castigarme presenciando tantas muestras de ternura y, por tanto, les dejé, pretextando que quería ver si había regresado ya la señorita Branghton, y bajé a la tienda.

—¡Ah!, ¿está aquí de nuevo? —dijo el señor Branghton—; se sentará un poco para ver pasar la gente, ¿no? —No contesté; y monsieur Du Bois me trajo inmediatamente una silla.

El infeliz extranjero, que se había levantado al entrar yo, se sentó de nuevo, pero aun cuando su cabeza estaba inclinada sobre el libro, pude observar que de soslayo sus ojos se fijaban en mí con interés.

Monsieur Du Bois, con el poco inglés que chapurreaba, intentaba entretenernos hasta que regresaron la señorita Branghton y su hermano.

—Señores, ¡qué cansada estoy! —dijo al entrar—; no me sostengo en pie. Y sin ceremonia ninguna se precipitó en la silla de la que me había levantado yo para saludarla.

—¿Cansada tú? —dijo su hermano—, ¿y cómo debería estar yo, que he caminado el doble que tú? Y pagó con la misma cortesía a monsieur Du Bois que su hermana había hecho conmigo.

Dos sillas y tres taburetes completaban el mobiliario de la tienda; y el señor Branghton, que conservaba su asiento, dijo a monsieur Du Bois que tomara otro, y al ver que faltaba uno, dijo al extranjero:

—Señor Macartney, déjenos su asiento.

Molesta por su brusquedad, rehusé la oferta, y acercándome a la señorita Branghton, dije:

—Si fuera tan amable de hacerme un hueco en la silla no tendríamos que molestar a este caballero.

—Dios, ¿qué es esto? —dijo el hermano—, juraría que ya ha estado sentado un rato.

—Y, si no —dijo la hermana—, hay sillas arriba; de todos modos, la tienda es nuestra.

Esta grosería me disgustó tanto que cogí el taburete yo misma y se lo llevé al señor Macartney, dándole las gracias lo más amablemente que pude por su cortesía, y diciéndole que ya había estado bastante de pie.

Me miró extrañado, como si no estuviera acostumbrado a tales atenciones; me saludó respetuosamente, y aunque no habló, tampoco se atrevió a sentarse.

Pronto me di cuenta de que era tomada a risa por todos los presentes, excepto por monsieur Du Bois; y por tanto, y en vista de ello, le rogué al señor Branghton que me diera una contestación para madame Duval, pues tenía prisa por regresar a casa.

—Pues bien, entonces, Tom, Biddy, ¿dónde quieren ir esta noche? Su tía y su prima quieren salir y ver algo nuevo.

—Entonces, papá —dijo la señorita Branghton—, iremos a Don Saltero’s. Al señor Smith le gusta ese lugar, así que estará de acuerdo con nosotros.

—No, no —dijo el hijo—, prefiero White-Conduit House[51]; vamos allí.

—¡White-Conduit House! —gritó su hermana—. No, Tom, no quiero.

—Pues entonces, iremos sin ti. No nos importa tu compañía, es más, te prometo que estaremos mejor incluso.

—Te aviso, Tom, si no controlas la lengua, te arrepentirás, te lo aseguro.

Entonces el señor Smith entró en la tienda con intención de pasar de largo, pero cuando me vio, se paró y empezó a preguntarme cortésmente por mi salud, diciendo que, de haberlo sabido, habría bajado antes.

—Pero, por Dios, señora —dijo él—, ¿por qué está de pie?

Y corrió a traerme el asiento que había dejado.

—Señor Smith, llega a tiempo —dijo el señor Branghton— para participar en la discusión de mis hijos sobre el sitio al que irán esta noche.

—¡Oh, qué vergüenza, Tom, discutir con una dama! —dijo el señor Smith—; y en cuanto a mí, iré donde ustedes quieran, con tal de que les guste a las señoras.

Y dirigiéndose a mí:

—Con usted, señora, iría a cualquier parte… menos, por supuesto, a la iglesia. ¡Ja, ja, ja! Usted me excusará, pero, la verdad, nunca podré dominar mi temor a los curas; ¡ja, ja!, ciertamente, señoras, ruego su perdón por ser tan rudo, pero no puedo evitar reírme.

—Yo decía, señor Smith —dijo la señorita Branghton—, que me gustaría ir a Don Saltero’s; ahora dígame, ¿a dónde le gustaría ir a usted?

—Yo, la verdad, señorita Biddy, sabe que siempre dejo la elección a las señoras; nunca decido nada, pero supongo que haría demasiado calor en el café…, no obstante, señoras, decídanlo ustedes mismas; estaré complacido con la elección.

He descubierto que este hombre, con todo ese aspecto de condescendencia, desaprueba cada cosa que no decide por sí mismo. Pero esta familia le pondera tanto por su clase, que ha llegado a creerse un caballero refinado.

—Vaya —dijo el señor Branghton—, lo mejor será ponerlo a votación, y que cada uno exprese su opinión. Biddy, llama a Polly que baje, lo haremos equitativamente.

—Vaya, papá —dijo la señorita Branghton—, ¿por qué no envías a Tom?, siempre me mandas los recados a mí.

Entonces comenzó una disputa, pero la señorita Branghton terminó por ceder.

La señorita Polly apareció seguida del señor Brown, protestando porque les hubieran llamado y diciendo que estaban muy bien arriba.

—Vamos a ver, señoras, sus votos —dijo el señor Smith—; y bien, señora —mirándome a mí—, empezaremos por usted, ¿a dónde le gustaría ir?

Y luego, susurrando, añadió:

—Le aseguro que diré lo mismo que usted, me guste o no.

Dije que no sabía qué escoger, y rogué que me permitieran escuchar primero sus opiniones. Lo admitieron a regañadientes, y la señorita Branghton votó por el café Don Saltero’s; su hermana por una excursión al Mother Red Cap’s[52]; su hermano por la White-Conduit House, el señor Brown por Bagnigge Wells[53], el señor Branghton por Sadler’s Wells, y el señor Smith por Vauxhall.

—Bien, señora —dijo el señor Smith—, ya hemos votado todos, ahora le toca decidir a usted. ¿Qué lugar elige?

—Señor —le contesté—, quedamos en que escogería la última.

—Pues bien, así es —dijo la señorita Branghton—, hemos hablado todos.

—Perdone —le contesté—, la votación no ha sido general.

Y miré hacia el señor Macartney, a quien deseaba ardientemente demostrar que no era de la misma naturaleza brutal que aquella gente que le había tratado tan groseramente.

—Pero ¿quién falta? —dijo el señor Branghton—, ¿quiere que voten también los perros y los gatos?

—No, señor —dije yo con energía—, quisiera que votara ese caballero, si ciertamente no es tan superior como para unirse al grupo.

Todos me miraron como si dudaran de mis palabras, pero, en pocos instantes, su sorpresa dejó paso a un estallido de ruidosas carcajadas.

Muy disgustada, le dije a monsieur Du Bois que si no estaba listo para marcharse, llamaría un coche yo misma.

Me contestó que estaba dispuesto a acompañarme.

El señor Smith avanzó entonces hacia mí y quiso cogerme la mano, al tiempo que me rogaba que me quedara hasta que se hubieran decidido los planes de la tarde.

—No tengo nada que ver con eso —dije yo—, pues mi intención es quedarme en casa; así que, señor Branghton, hará el favor de enviar recado a madame Duval, del sitio acordado, cuando lo crea conveniente.

Y entonces, haciendo un leve saludo general, dejé la tienda.

¡Cuanta más repugnancia siento por esta gente, más incrementa mi piedad por el pobre señor Macartney! A ellos evitaré verlos cuanto pueda, pero, en cada oportunidad que se me presente, estoy decidida a demostrarle buena educación a ese pobre infeliz, cuyas desgracias con esta familia sólo le suponen motivo de desprecio.

No habíamos caminado ni diez pasos, cuando fuimos alcanzados por el señor Smith, que venía a disculparse y a asegurarme que todo era una broma, rogándome que no lo tomara a mal, pues si lo hiciera, provocaría una riña con los Branghton antes que consentir que me ofendieran.

Le rogué que no convirtiera en un problema un asunto de tan poca importancia, y le aseguré que yo misma no se la daba. Estuvo tan solícito que no logré persuadirle de que regresara hasta que llegamos a casa del señor Dawkins.

Madame Duval se disgustó mucho por no llevarle respuesta en ese momento. Finalmente White-Conduit House fue el lugar elegido, y yo, a pesar de mi aversión a tales grupos y lugares, me vi obligada a acompañarles.

Tal como esperaba, la noche resultó muy desagradable. Había muchas personas, todas ellas vivarachas y llamativas, y tan insolentes y vulgares, que apenas pude soportar estar entre ellas; pero el grupo que me acompañaba se encontraba en su salsa.

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