Evelina

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Parte Segunda » Carta XV

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CARTA XV

Evelina continúa

Holborn, 17 de junio

Ayer el señor Smith vino con el propósito de organizar una excursión a Vauxhall, contando con madame Duval, monsieur Du Bois, los Branghton, el señor Brown, él y yo, pues no encuentro medio de librarme de las cosas que organiza este grupo.

Se pelearon veinte veces antes de ponerse de acuerdo; primero, respecto a la hora de salida, el señor Branghton, su hijo y el joven Brown, decían que a las seis; y todas las señoras y el señor Smith, a las ocho; sin embargo, ganaron los últimos.

Entonces, en lo referido a la forma de transporte, algunos opinaron que en barca, otros que en carruaje, y el señor Branghton prefería caminar; finalmente se decidió ir en barca, que me agradó mucho porque el Támesis estaba deliciosamente encantador. El jardín es bonito, pero demasiado formal; me hubiese gustado más si hubiera menos paseos rectos donde

La arboleda saluda a la arboleda y cada avenida tiene su hermana.[54]

Los árboles, la profusión de luces y la multitud en la galería alrededor de la orquesta forman una escena muy alegre y brillante; si hubiera estado con un grupo más agradable, hubiera pensado que era un lugar creado para la alegría y el entretenimiento. Hubo un concierto, en el transcurso del cual se interpretó una sonata para oboe tan fascinante que hubiera creído encontrarme en un lugar encantado, si tuviera de acompañantes personas menos vulgares. El oboe al aire libre, celestial.

El señor Smith se dedicó a mí con una asiduidad tan insistente, y una familiaridad tan impertinente, que me provocó un gran disgusto. En realidad, monsieur Du Bois fue el único hombre del grupo al que le dirigí voluntariamente la palabra; es cortés y respetuoso, y no he conocido nadie más así desde que dejé Howard Grove. Su inglés es pésimo, pero lo prefiero antes que aventurarme a hablarle en francés. Conversamos frecuentemente para desembarazarme de los otros, y para complacer a madame Duval, que se pone muy contenta cuando ve que se le atiende.

Cuando paseábamos cerca de la orquesta, oí sonar una campana, y rápidamente el señor Smith, precipitándose hacia mí, me cogió de la mano, y con un movimiento demasiado rápido para oponer resistencia, corrió conmigo una cuantas yardas dejándome sin aliento para preguntar la causa, a pesar de forcejear cuanto pude para desasirme de él. Por fin insistí en detenerme:

—¿Detenernos, señora? —dijo él—. Debemos seguir corriendo o nos perderemos la cascada[55].

Y de nuevo a correr entre una multitud de personas que corrían a tanta velocidad, que no podía imaginar el motivo de semejante alarma. Pronto nos siguió el resto del grupo, y mi sorpresa e ignorancia fueron motivos de chanza para todos ellos la noche entera; especialmente el joven Branghton que, de tanta risa, apenas podía mantenerse derecho.

La escena de la cascada me pareció sumamente bonita, y el efecto general, sorprendente y vivaz.

Pero no fue ésta la única sorpresa que les divirtió a costa mía, pues me guiaron por el jardín con el objeto de disfrutar de mis reacciones ante el vistazo de muchas otras ilusiones.

Sobre las diez, después de que el señor Smith hubiera escogido un palco en lugar preferente, fuimos todos a cenar. Encontraron defectos en todo lo que pidieron, aunque no quedó bocado de nada; y la carestía de las viandas, con varias hipótesis sobre las ganancias que generaban, fue el tema de conversación durante toda la cena.

Cuando sirvieron el vino y la sidra, el señor Smith dijo:

—Entonces, vamos a divertirnos; ahora o nunca. Y bien, señora, ¿le gusta Vauxhall?

—Contestaré por ella: ¡le gusta! —dijo el joven Branghton—. ¿Cómo no va a gustarle si en su vida ha visto un lugar semejante?

—Pues a mí me gusta porque no es vulgar —dijo la señorita Branghton.

—Éste ha debido ser un buen regalo para usted —dijo el señor Branghton—, porque supongo que nunca ha disfrutado tanto en toda su vida.

Intenté expresar mi satisfacción con un poco de entusiasmo, pero creo que se quedaron asombrados por mi frialdad.

—La señorita debería quedarse en la ciudad hasta fin de año —dijo el joven Branghton—, y entonces, creo que estaría encantada. ¡Porque, Jesús, es la mejor noche!: hay siempre un alboroto… La gente corre por todas partes… y, luego, ¡todo son gritos y chillidos! Las luces se rompen y las mujeres corren en medio de una gran confusión. Lo digo sin rodeos, no me perdería la última noche ni aunque me dieran cinco guineas.

Me puse muy contenta cuando se cansaron de estar sentados y llamaron al mozo para pagar la cuenta. Las señoritas Branghton dijeron que querían pasear mientras los caballeros pagaban la cuenta, y me invitaron a acompañarlas; no obstante, yo decliné la invitación.

—Pueden hacer lo que gusten —dijo madame Duval—, pero en lo que a mí respecta, les aseguro que no iré a ninguna parte sin los caballeros.

—Y lo mismo hará mi prima, supongo —añadió la señorita Branghton, mirando con expresión de reproche al señor Smith.

Esta frase, que tuve miedo que halagara su vanidad, me convenció —desgraciadamente— para pedirle permiso a madame Duval para acompañarlas. Me lo concedió y nos fuimos, habiendo prometido reunirnos en el salón.

Yo hubiera querido ir directamente al salón, pero las hermanas acordaron que primero se divertirían un poco, y se reían disimuladamente y hablaban tan alto, que atraían la atención de todo el mundo.

—¡Jesús, Polly! —dijo la mayor—, supongo que daremos una vuelta por los paseos oscuros[56], ¿no?

—¡Ay, sí! —contestó ella— y nos esconderemos y el señor Brown pensará que nos hemos perdido.

Protesté muy enérgicamente en contra de este plan, argumentando que nos exponíamos a perdernos el resto toda la noche.

—¡Oh, querida! —gritó la señorita Branghton—, qué inquieta se pondría esta señorita sin un enamorado cerca.

No pensé que mereciera la pena contestar esta impertinencia y, obligada, las seguí por un largo paseo que apenas estaba iluminado.

Para cuando llegamos al final, un numeroso grupo de caballeros que parecían muy alborotados y que gritaban mucho, venían apoyándose los unos en los otros, riéndose estrepitosamente, y tirándose de repente tras los árboles; entonces se dieron de bruces contra nosotras y uniendo las manos nos encerraron formando un círculo que primero nos impidió el paso y después nos hizo retroceder, por lo que nos encontramos completamente rodeadas. Las señoritas Branghton se pusieron a gritar y yo me asusté muchísimo; nuestros gritos fueron contestados con fuertes carcajadas y por algunos minutos permanecimos aprisionadas, hasta que uno de ellos, de forma muy grosera, me agarró diciéndome que era una criatura preciosa.

Asustada de muerte, forcejeé con tal vehemencia para desembarazarme, que finalmente lo conseguí, a pesar de sus esfuerzos por retenerme; e, inmediatamente, y con una rapidez que sólo el miedo pudo darme, volé más que corrí a lo largo de la calle, con la esperanza de garantizar mi seguridad dirigiéndome hacia la luz y al grupo que tan tontamente habíamos abandonado; pero antes de que pudiera cumplir mi propósito, me encontré con otro grupo de hombres, uno de los cuales se interpuso en mi camino, diciendo:

—¿Adónde va tan rápido, amor mío?

Con el empuje que llevaba no pude evitar caer en sus brazos.

Un momento después, varias personas me aferraron por las manos, y una de ellas, con gran familiaridad, quiso correr a mi lado cuando intenté escaparme, mientras el resto del grupo se quedaba parado riéndose.

Estaba casi loca de terror, y tan jadeante de la carrera, que no podía hablar, hasta que otro avanzó también, y dijo que era tan hermosa como un ángel y quiso unirse a nosotros… En ese momento pude articular:

—¡Por el amor de Dios, caballeros, déjenme pasar!

Entonces otro se abalanzó de repente hacia mí, gritando:

—¡Cielos! ¿Qué voz es ésa?

—La voz de la actriz más bonita que he visto en este siglo —respondió uno de mis perseguidores.

—No, no —exclamé—, yo no soy actriz, por favor, déjenme pasar…, se lo suplico, déjenme pasar.

—¡Por todo lo sagrado! —dijo la misma voz, en la que reconocí a sir Clement Willoughby—, ¡si es ella!

—¡Sir Clement Willoughby! —dije yo—. ¡Oh, señor, ayúdeme…, ayúdeme…, o moriré de miedo!

—¡Señores! —exclamó él, apartándolos a todos de mí en un instante—, permítanme, yo me encargo de esta dama.

Estrepitosas carcajadas surgieron de todas las bocas, y dos o tres de ellos, dijeron:

—¡Vaya una suerte que tiene Willoughby!

Pero uno de ellos, en tono apasionado, juró que no se desprendería de mí, porque me había cogido primero y defendería su derecho.

—Está usted equivocado —dijo sir Clement—, esta señora es…, se lo explicaré en otro momento, pero les aseguro que están todos equivocados.

Y luego, tomando gustosamente mi mano, me sacó de allí en medio de fuertes aclamaciones, risas y el vulgar regocijo de sus impertinentes compañeros.

Tan pronto como les hubimos dejado, sir Clement, con voz de sorpresa, exclamó:

—¡Mi querida criatura! ¿Qué admirable, qué extraña revolución os ha traído a semejante lugar?

Avergonzada de mi situación y sumamente azorada por haber sido reconocida en aquel lugar, guardé silencio durante un tiempo; y cuando repitió su pregunta, sólo pude tartamudear:

—No sé cómo… me extravié de mi grupo… apenas sé…

Me cogió la mano y presionándola ansiosamente, dijo con voz apasionada:

—¡Oh, y que no te haya encontrado antes!

Sorprendida por una familiaridad tan inesperada, me separé enojada, diciendo:

—¿Es ésta la protección que me dispensa, sir Clement?

Y entonces me di cuenta de que, aprovechando mi turbación, que me había impedido prestar atención con anterioridad, me conducía por otra calle oscura, en lugar de la calle por la que tenía intención de ir.

—¡Buen Dios! —dije yo—. ¿Por dónde me lleva?

—Por donde menos nos observen —contestó.

Atónita al escuchar estas palabras, me detuve en seco negándome a seguir adelante.

—¿Y por qué no, ángel mío? —e intentó tomar mi mano de nuevo.

Mi corazón latía por mi resentimiento; le aparté de mí con todas mis fuerzas, y le pregunté qué motivos le había dado yo para que me tratara con tal insolencia.

—¿Insolencia? —repitió él.

—Sí, sir Clement, insolencia; a usted que me conoce le he pedido protección, y no un trato como éste.

—¡Por Dios! —dijo él, acalorándose—, me desconcierta…, pero dígame…, ¿por qué la veo aquí? ¿Es este lugar para la señorita Anville? ¡Estas calles tan sombrías! ¡Sin amigos! ¡Sin nadie que la acompañe! ¡Por lo más verdadero del mundo, que apenas puedo creer lo que veo!

Sumamente ofendida por sus palabras, me aparté y, no queriendo contestarle, seguí caminando hacia la parte del jardín donde percibía luces y gente.

Él me siguió, pero íbamos los dos callados.

—¿De manera que quiere explicarme su situación? —dijo él, finalmente.

—No, señor —contesté yo, desdeñosamente.

—Y al menos… hacer mi propia interpretación.

No pude soportar esta extraña manera de hablar; se me estremeció el alma, y me eché a llorar.

Sin pensar en quién pudiera verle, corrió hacia mí, y se arrojó a mis pies, diciendo:

—¡Oh, señorita Anville! ¡La más preciosa de las mujeres!… Perdóneme…, mi…, mi… le suplico que me perdone, si la he ofendido…, si la he lastimado… podría morirme de sólo pensarlo…

—No importa, señor, no importa —dije yo—, lo que necesito es encontrar a mis amigos…, y no quiero verle nunca más.

—¡Dios mío! ¡Cielos! ¿Qué le he hecho, querida mía? ¿Qué es lo que he dicho?

—Lo sabe mejor que nadie, señor, sabe muy bien el porqué, pero no me retenga, déjeme marchar…, ¡déjeme! Por favor…

—¡No hasta que me perdone! ¡No puedo separarme de usted así!

—Qué vergüenza, qué vergüenza, señor —exclamé indignada—, ¿piensa que debe forzarme de este modo? Aprovecha la ausencia de mis amigos para ofenderme.

—No, señora —dijo él, levantándose—, antes perdería mi vida que obrar de un modo tan mezquino; pero me ha arrojado a un estado de estupor indescriptible, y no condesciende a darme ninguna explicación…

—La forma en que me hace esa petición conlleva mi desprecio a contestarle.

—¡Desprecio! Reconozco que no esperaba de la señorita Anville tal desaprobación.

—Señor, tal vez si la ha tenido, será que la merece.

—Vida mía, debe saber que seguramente no existe hombre que la adore tan apasionadamente, tan fervientemente, tan tiernamente como yo. ¿Por qué ahora se deleita en confundirme, en tenerme en suspenso, en torturarme con la duda?

—¡Yo, señor, deleitarme en confundirle! Está muy equivocado. Sus dudas, sospechas, asombro… son todo invenciones suyas; y, créame, señor, pueden ofenderme, pero nunca deleitarme. Si usted las ha creado, usted mismo debe satisfacerlas.

—¡Dios mío! ¡Que tanta arrogancia y tanta dulzura puedan convivir en la misma persona!

No contesté, pero apretando el paso, me fui silenciosa y malhumorada, hasta que el más impetuoso de los hombres me arrebató la mano con violencia, suplicándome que le perdonara con tales ruegos y tal vehemencia que, meramente por librarme de sus impertinencias, me vi obligada a hablarle y concederle el perdón que me rogaba; no obstante, se lo concedí de muy mala gana, aunque, realmente, no supe cómo resistirme a la humildad de sus súplicas; sin embargo, nunca recordaré los motivos de irritación que me ha dado, sin renovar mi indignación.

Pronto llegamos al centro del gentío, y estando mi seguridad garantizada, he comenzado a sentirme muy inquieta por las señoritas Branghton; yo sabía que había que temer por su seguridad, pues el peligro había sido fruto imprudente de su propia insensatez. Con esta consideración todo mi orgullo se desvaneció, y decidí buscar al grupo a toda prisa; aunque no sin un suspiro lamenté el intento infructuoso que había hecho después de la ópera, encubriendo a este hombre los infelices parentescos que ahora me veía obligada a revelar.

Me apresuré, por tanto, hacia el salón, con idea de enviar al joven Branghton en ayuda de sus hermanas. Al poco tiempo vi a madame Duval y los demás admirando una de las pinturas.

Debo reconocer honestamente, mi querido señor, que me sobrecogió una involuntaria repugnancia al tener que presentarle semejante compañía a sir Clement, que estaba acostumbrado a verme en grupos tan diferentes. Iba disminuyendo el paso según me acercaba a ellos, pero enseguida me percibieron:

Ah, mademoiselle! —dijo monsieur DuBois—. Que je suis charmé de vous voir!

—Por favor, señorita —dijo el señor Brown—, ¿dónde está la señorita Polly?

—Pero, señorita, ¿por qué se han alejado tanto? —dijo el señor Branghton—. Pensamos que se habían perdido. Pero ¿dónde están sus primas?

Vacilé, pues sir Clement me miraba estupefacto.

Pardi —dijo madame Duval—, jamás te permitiré alejarte de nuevo con tanta precipitación. ¡Estábamos muy preocupados! Y mientras tanto, imagino, vosotras sin pensar en ello.

—Bueno —dijo el joven Branghton—, con tal que la señorita haya vuelto…, el resto no me preocupa, Bid y Poll saben cuidarse solas. Pero lo bueno es que el señor Smith ha ido a buscarla.

Estas frases se dijeron en un momento y cuando, finalmente, esperaban recibir una respuesta, les conté que, al volver por una de las largas avenidas, nos habían asustado y nos separamos.

—¡Largas avenidas! —repitió el señor Branghton—. Y, dígame, ¿qué hacían en las largas avenidas? Porque, ¡seguramente tenían en mente que las insultaran!

Estas palabras no fueron más impertinentes para mí que sorprendentes para sir Clement, que miraba a todo el grupo con evidente asombro. Sin embargo, le dije al joven Branghton que no perdiera tiempo pues sus hermanas podían requerir protección inmediata.

—¿Y cómo la obtendrán? —exclamó aquel hermano brutal—. Si piensan que es necesario comportarse de este modo, que se protejan ellas mismas. Yo también pienso hacerlo.

—Pues bien —dijo el simple del señor Brown—, mientras piensa si va o no, yo voy a buscar a la señorita Polly.

Entonces intervino el padre, insistiendo en que su hijo y él deberían acompañarle; y se fueron juntos.

Y fue entonces cuando por primera vez madame Duval reparó en sir Clement, y mirándole de reojo con profundo desagrado, dijo enojada:

—¡Ma foi, usted, entre todas las personas del mundo…! Me maravilla, niña mía…, que te permitas frecuentar una compañía como ésta.

—Lamento mucho, señora —dijo sir Clement en tono de sorpresa—, si he tenido la desgracia de ofenderla; pero no creo que se deba lamentar ahora porque haya acompañado a la señorita Anville, cuando ha escuchado usted que he tenido la suerte de serle útil.

Cuando madame Duval, con su acostumbrado Ma foi, se disponía a replicarle, la atención de sir Clement se concentró por entero en la persona del señor Smith, que apareció repentinamente por detrás de mí, y poniéndome las manos sobre los hombros, dijo:

—¡Oh, mi pequeña fugitiva, por fin la encuentro! Por usted he recorrido los jardines decidido a encontrarla si estaba sobre la tierra. Pero ¿cómo ha podido ser tan cruel de abandonarnos?

Me volví bruscamente, y le miré con tal muestra de desprecio que tenía la esperanza de que le acallara; pero no fue capaz de comprenderme, y, tratando de tomar mi mano, añadió:

—¿Quién habría pensado de una señora tan modesta como usted que se habría dirigido a semejante baile? Venga aquí, no sea tan tímida, piense en las molestias que me he tomado al buscarla.

—Las molestias, señor, se las ha tomado por su elección personal…, no por la mía.

Y le rodeé para colocarme al otro lado de madame Duval. Tal vez estuve demasiado orgullosa, pero no podía soportar que sir Clement, que tenía los ojos puestos en él con expresión de curiosa sorpresa, presenciara su inoportuna familiaridad.

Al alejarme, se dirigió a mí, y en voz baja, me dijo:

—¿No está, entonces, con los Mirvan?

—No, señor.

—Y si me lo permite…, ¿hace mucho que los ha dejado?

—No, señor.

—¡Qué desafortunado soy!… Justo ayer he mandado aviso para advertir al capitán que llegaría a Grove el mediodía de mañana. No obstante, me escaparé tan rápido como me sea posible. ¿Va a continuar mucho tiempo en la ciudad?

—Creo que no, señor.

—Y entonces, cuando deje la ciudad, ¿me permite preguntarle a dónde irá?

—En verdad, no lo sé.

—¡No lo sabe! ¿Pero no regresa más con los Mirvan?

—No puedo decírselo.

Luego me dirigí a madame Duval, con tan pretendido interés, que se vio obligado a guardar silencio.

Dado que no pudo por menos que notar el gran cambio de mi situación, al que no sabe dar explicación, hay en todas aquellas preguntas y en toda su incontenible curiosidad algo impropio de un hombre tan correcto como sir Clement Willoughby. Parece dispuesto a pensar que el hecho de haber cambiado de compañía lo autoriza para cambiar sus modales. Es cierto que siempre me ha tratado con familiaridad, pero nunca antes con esa irrespetuosa brusquedad.

Esta observación, que me ha permitido ver su volubilidad, que cambia según cambia la marea, le ha hecho perder más ante mis ojos que cualquier otra particularidad de su conducta.

Aún me habría reído cuando miré al señor Smith, el cual, tan pronto como se dio cuenta de que sir Clement me hablaba, se retiró del grupo, y de pronto pareció haber perdido toda su aparente felicidad, mirando ora al baronet, ora a sí mismo, analizando con mirada triste su traje, impresionado por su actitud, sus gestos, su despreocupada alegría; lo contempló con envidiosa admiración, y, consciente de su propia inferioridad, pareció encogerse hasta desaparecer.

Poco después llegó corriendo el señor Brown preguntando en voz alta:

—Y bien, ¿aún no ha aparecido la señorita Polly?

—Venga —respondió el señor Branghton—, pensé que había ido usted a buscarla.

—Sí, pero no he podido encontrarla… y eso que he recorrido al menos medio jardín.

—¿Medio? ¿Y por qué no lo ha recorrido entero?

—Sí, así lo haré, pero he pensado que primero podía acercarme a ver si ya había llegado aquí.

—¿Dónde está Tom?

—Pues no lo sé, porque no se ha quedado conmigo, y todo eso. Nos encontramos con algunos jóvenes señores conocidos suyos, y me ha invitado a buscarlas yo solo, porque ha dicho:

—Me divertiré más de otra forma.

Y una vez que nos contó esto, el estúpido joven se ha ido de nuevo, y el señor Branghton, sumamente indignado, dijo que iría él mismo a buscarlas.

—¿Ahora? ¿Se va también? —dijo madame Duval—. A este paso tendremos que esperarnos unos a otros toda la noche.

Observando que sir Clement parecía dispuesto a reemprender sus preguntas, me volví hacia una de las pinturas[57], y fingiendo sumo interés, le hice a monsieur Du Bois algunas preguntas sobre las figuras.

Oh, Mon dieu! —exclamó madame Duval—, no le pregunte a él; será mejor que le pregunte al señor Smith, que ha estado aquí más veces. Vamos, señor Smith, imagino que podrá decirnos todo sobre las pinturas.

—Pues sí, señora, sí —dijo el señor Smith que, animándose ante esta solicitud, se aproximó a nosotros asumiendo un aire de importancia (que, sin embargo, le favorecía bien poco), preguntándonos qué deseábamos saber primero, porque:

—He visto todas las pinturas —dijo—, y conozco cada detalle referida a las mismas perfectamente bien, porque soy un apasionado de la pintura, señora, y en verdad debo decir que pienso que son unos bellos cuadros… sí, realmente…, son algo muy bonito.

—También yo —respondió madame Duval—, pero, díganos ahora, señor, ¿qué representa aquello? —señalando la figura de Neptuno.

—¡Eso! Pues eso, señora, eso es… Bendito sea Dios, no sé cómo puedo ser tan estúpido, pero he olvidado su nombre… y lo sé tan bien como el mío; de todos modos, es un general, señora, todos son generales.

Vi a sir Clement morderse los labios, y yo, por otra parte, hice lo mismo.

—Pues bien —dijo madame Duval—, es el traje más extraño para un general que he visto en mi vida.

—Parece una figura tan importante —dijo sir Clement al señor Smith—, que imagino será el generalísimo de los ejércitos.

—Sí, señor, sí —contestó el señor Smith inclinándose de modo respetuoso, y muy contento de ser interpelado de aquel modo—, tiene toda la razón…, pero no puedo, por mi vida que no consigo traer a mi mente su nombre. Quizá, señor, pueda recordarlo usted.

—No, la verdad —dijo sir Clement—, mi conocimiento sobre los generales no es tan amplio.

El tono irónico de la voz con el cual sir Clement pronunció estas palabras desconcertó por completo al señor Smith, que retirándose de nuevo humildemente pareció sensiblemente mortificado ante el fracaso de su intento por recobrar su propia importancia.

Al poco volvió el señor Branghton con su hija menor, a quien acababa de rescatar de un grupo de jóvenes insolentes; pero no había podido encontrar a la mayor. La señorita Polly estaba muy asustada, y dijo que no volvería por las avenidas oscuras de nuevo: su padre la dejó con nosotros y se fue en busca de su hermana.

Mientras nos relataba sus aventuras, que nadie escuchaba con más atención que sir Clement, vimos entrar en el salón al señor Brown:

—¡Oh, la, la! —dijo la señorita Polly—, dejen que me esconda, no le digan que he vuelto.

Y se colocó tras madame Duval, de modo que no se la viera.

—¡De manera que aún no ha aparecido la señorita Polly! —dijo el pretendiente simplón—. Pues no sé dónde puede estar; he mirado y mirado, y vuelto a mirar por todas partes, y no la puedo encontrar; ya no puedo hacer más.

—¡Y bien!, señor Brown —dijo el señor Smith—, ¿no irá de nuevo a buscar a la señora?

—Sí, señor —dijo él, sentándose—, pero primero debo descansar un rato, no imagina lo cansado que estoy.

—¡Oh, qué vergüenza, señor Brown, qué vergüenza! —dijo el señor Smith guiñándonos un ojo—, ¡cansado de buscar a una señora! ¡Vaya, vaya, qué vergüenza!

—Voy ahora, señor, pronto; ¿acaso no estaría usted también cansado si hubiese caminado hasta ahora?; además, creo que se ha ido del jardín, de otra forma la habría visto.

—¡Eh, eh, eh! —dijo Polly riendo y delatándose al salir de su escondite.

Y así terminó esta pequeña broma.

Por fin apareció el señor Branghton con la señorita Biddy, que con expresión entre airada y confundida, dirigiéndose a mí, dijo:

—Así es que, señorita, se escapó. Bien, verá como haré lo mismo por usted en otra ocasión. Pero sabía que no escaparía de los caballeros como escapó de mí.

Me sorprendió tanto su ataque que no pude contestarle de mi mismo asombro, y entonces comenzó a contarnos el modo en que había sido maltratada y cómo dos jóvenes la habían hecho pasearse de arriba abajo por las calles sombrías, arrastrándola por la fuerza a gran velocidad, lastimándola, y muchos otros detalles, que no relató para no cansarnos. En conclusión, mirando al señor Smith, le dijo:

—Pero yo pensé, estaba segura, que el grupo entero vendría a buscarme; así que poco me esperaba encontrarles a todos ustedes aquí conversando cómodamente. ¡Sé que debo darle las gracias a mi prima por todo esto!

—Si se refiere a mí, señora —dije muy sorprendida—, ignoro en qué forma puedo haber sido cómplice de sus desgracias.

—Pues escapándose así… Si se hubiese quedado con nosotras, le garantizo que el señor Smith y monsieur Du Bois hubiesen venido a buscarnos, pero imagino que no podrían dejar a su señoría…

La insensatez y sin razón de estas palabras no merecían respuesta. Pero ¡qué escena en presencia de sir Clement! Su sorpresa fue evidente, y confieso que mi confusión era igualmente grande.

Entonces tuvimos que esperar al joven Branghton, que no apareció durante un tiempo, y durante esa espera, tuve dificultades para evitar las preguntas de sir Clement, que estaba mortificado de curiosidad y se moría de ganas de hablarme.

Cuando por fin aquel joven aspirante regresó, se entabló una horrible discusión entre él y su padre a propósito de su negligencia, en la que intervenían ocasionalmente las hermanas, y él se defendía de ellas con grosera hilaridad.

Entonces todos parecían deseosos de retirarse cuando, como siempre, una discusión volvió a surgir sobre el modo en que debíamos volver, ya fuera en carruaje o en barca. Después de mucho discutir, se decidió que formáramos dos grupos: uno por el río y otro por tierra, porque madame Duval dijo que de ningún modo saldría en barca por la noche.

Entonces sir Clement dijo que si no teníamos un carruaje esperando, estaría encantado de acompañarnos a ella y a mí a casa sanas y salvas, dado que el suyo estaba listo.

Con la furia saliéndole por los ojos, y la cólera enardeciendo su cara, dijo:

Pardi, no… Ocúpese de sí mismo, por favor; en cuanto a mí, le garantizo que no confío en personas de su clase.

Él fingió no comprender el significado de lo que había dicho, e incluso, para evitar una discusión, aceptó su negativa. El grupo que iba en el carruaje se componía de madame Duval, monsieur Du Bois, la señorita Branghton y yo.

Me regocijé interiormente, pues pensé que de esta forma, al menos, sir Clement no sabría la dirección de nuestro alojamiento, ni tampoco lo vería. Pronto encontramos un coche de alquiler en el que me ayudó a subir, y después se despidió.

Madame Duval se subió al carruaje después de haberle dado al cochero nuestra dirección, y en el momento que nos íbamos, sir Clement exclamó:

—¡Caramba! Pero si ése es el mismo coche que me estaba esperando.

—¿Este coche, su señoría? —dijo el hombre—, no, señor, no lo es.

Sir Clement, sin embargo, juró que así era, e inmediatamente, el hombre, pidiéndole excusas, declaró que se había olvidado de que estaba ya comprometido.

No tengo ninguna duda de que este plan se le ocurrió en ese momento, y que le hizo algún signo al cochero que le indujo a apoyarlo, porque no existe la más mínima probabilidad de que ese incidente hubiera ocurrido de este modo, pues lo más verosímil es que lo estuviera esperando su propio carruaje personal.

Entonces el hombre abrió la puerta y sir Clement avanzó hacia él, diciendo:

—Señoras, no creo que haya otro carruaje disponible, de otro modo no les incomodaría; pero, dado que para ustedes sería desagradable esperar ahora, les ruego que no salgan porque les acompañaré primero a casa, si son tan amables de hacerme un poco de sitio.

Y diciendo esto, de un salto se sentó entre monsieur Du Bois y yo, mientras nuestra sorpresa nos impedía expresar palabra alguna. Luego le ordenó al cochero ponerse en marcha, según las indicaciones que había recibido.

En los primeros instantes nadie pronunció palabra; y luego, madame Duval, incapaz de contenerse, exclamó:

—¡Ma foi… si esto no es de las cosas más desvergonzadas que he visto en mi vida!

Sir Clement, a pesar de este reproche, se ocupaba sólo de mí, pero yo no le contestaba a nada de lo que me decía, si me era posible evitarlo. La señorita Branghton intentó varias veces atraer su atención, pero en vano, pues él no se tomó la molestia de dirigirle ni una sola mirada.

Madame Duval, durante el resto del paseo, habló todo el tiempo en francés con monsieur DuBois, y en ese idioma clamó, con gran vehemencia, contra la desvergüenza y el descaro.

Me alegré cuando pensé que nuestro viaje tocaba a su fin, pues la situación era muy violenta para mí, con sir Clement constantemente empeñado en tomar mi mano. Miré por la ventana del carruaje para ver si ya estábamos cerca de casa; sir Clement, inclinándose sobre mí, hizo lo mismo, y después, en un tono lleno de sorpresa, dijo en voz alta:

—¿Por dónde diablos nos lleva este hombre? ¡Pero si estamos en Broad St. Giles’s!

—¡Oh, es correctísimo! —exclamó madame Duval—, no se moleste con ese argumento porque no acepto indicaciones de usted, se lo aseguro.

Cuando por fin nos detuvimos en la calcetería de High Holborn, sir Clement no dijo nada, pero sus ojos, lo vi, estaban muy ocupados observando el lugar y las condiciones de la casa. Insistió en pagar el carruaje —porque decía que era suyo— y después se marchó. Monsieur DuBois y la señorita Branghton se fueron a casa a pie, y madame Duval y yo nos retiramos a nuestras habitaciones.

¡Qué aventuras tan desagradables las de esta noche! Nadie estuvo satisfecho excepto sir Clement, que estuvo muy animado, pero madame Duval estaba furiosa por encontrarse con él; el señor Branghton, irritadísimo con sus hijos; la aventura de las señoritas Branghton había excedido sus planes y acabado en disgusto; su hermano, irritado porque no había habido pelea; el señor Brown cansado, y el señor Smith, mortificado; en cuanto a mí, nada hubiera podido ser más desagradable que ser vista por sir Clement en compañía de un grupo tan vulgar y familiar para mí.

Sé, mi querido señor, que sentirá que le haya encontrado; de todos modos, no hay temor de que venga a visitarnos, porque madame Duval está demasiado enojada con él para recibirlo.

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