Evelina

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Parte Tercera » Carta VII

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De Evelina al reverendo señor Villars

Clifton, 28 de septiembre

Dulcemente, muy dulcemente, han pasado dos días más desde mi última carta; pero he estado demasiado ocupada para guardar exactitud en mi diario.

Hoy ha sido el día menos tranquilo, pues debía decidirse la famosa apuesta, y esto ha causado confusión general en toda la casa. Se resolvió que la carrera tuviera lugar a las cinco de la tarde.

Lord Merton desayunó aquí y se quedó hasta el mediodía. Quiso comprometer a las señoras para apostar por él, con el genuino espíritu del juego, por intuición. No pudo convencer más que a

lady Louisa, pues la señora Selwyn dijo que nunca apostaba en contra de sus propios deseos, y la señora Beaumont no tomará partido.

De mí no se preocuparon. Es inaudita la desatención de

lord Merton hacia mí en presencia de

lady Louisa. Pero, poco antes de la comida, estando sola en la sala, volvió

lord Merton, que con su familiaridad habitual, entró diciendo:

—Mire,

lady Louisa. —Pero se detuvo repentinamente y, dirigiéndose a mí, dijo—: Por favor, ¿a dónde se han ido?

—Ciertamente no lo sé, su señoría.

Entonces cerró la puerta y, con semblante alterado y nervioso, dijo:

—¡Qué felicidad, deliciosa criatura, encontrarla finalmente a solas! Por mi alma que empezaba a pensar que había un complot en mi contra, pues nunca me ha dedicado ni un solo momento.

Y con toda confianza me agarró por el brazo.

Me sorprendió tanto su actitud, dado que antes parecía no haber reparado en mí en absoluto, que no pude ni contestar, y me quedé mirándole fijamente con sincero asombro.

—Si no hubiera sido usted el angelito más cruel del mundo me habría procurado alguna ocasión para verla, pues ya ve cómo estoy de vigilado aquí; los ojos de

lady Louisa nunca se apartan de mí. ¡Me procura un anticipo encantador de los placeres del matrimonio! Sin embargo, no será lo bastante duradero.

Profundamente disgustada por su conducta traté de soltar mi brazo; pero creo que no hubiese tenido éxito si la señora Beaumont no hubiese hecho acto de presencia. Entonces me volvió la espalda y dijo:

—¿Cómo está, señora? ¿Cómo está

lady Louisa? Ya ve que no puedo vivir ni un momento fuera de esta casa.

¿Puede creer usted, mi querido señor, semejante descaro?

Antes de comer vino el señor Coverley, y antes de las cinco, el señor Lovel y algunos amigos más. El sitio marcado para la

carrera era un paseo de arena del jardín de la señora Beaumont y su prolongación, unas veinte yardas.

Cuando fuimos convocados para la carrera aparecieron las dos pobres viejas que, aunque saludables para su edad, se veían muy débiles, enfermizas y tan delgadas que, a la vista, no pude remediar un sentimiento de piedad. Sin embargo, éste no fue el sentimiento general del grupo, pues nada más verlas se echaron todos a reír, con la única excepción de

lord Orville, que mantuvo una expresión muy seria todo el tiempo; indudablemente debía estar muy disgustado de la disipada conducta y la extravagancia de un hombre con el que pronto va a estar emparentado.

Durante un rato la escena fue verdaderamente ridícula: la agitación de los participantes y las apuestas que hacían sobre las viejas fueron absurdas y sin medida:

¿Por quién apuesta? ¿De qué lado está? Eran las preguntas que corrían de boca en boca por toda la concurrencia.

Lord Merton y el señor Coverley estaban tan excesivamente alegres y ruidosos que pronto comprendí que se habían excedido brindado para celebrar su éxito. Acompañaban con fuertes gritos a las viejas y las alentaban con generosas promesas a hacer el mayor esfuerzo posible.

Cuando fue dada la señal para la salida, las pobres criaturas, débiles y asustadas, chocaron la una contra la otra, y no estando ninguna en disposición de soportar el choque, cayeron a tierra.

Lord Merton y el señor Coverley corrieron raudos en su auxilio; se les acercaron unas sillas, y cada una de ellas se bebió un vaso de vino. Se quejaban de magulladuras, pues, torpes y desvalidas, no fueron capaces de levantarse por sí mismas y cayeron con su propio peso a la arena. Sin embargo, como parecían igual de achacosas, ambas partes se mostraron demasiado ansiosas para aplazar el asunto.

Entonces las levantaron de nuevo, y cojeando y estrechándose la una contra la otra, y ante el inenarrable divertimento general, siguieron tropezando y tambaleándose durante un rato. Saludadas con los confusos gritos de

«Ahora Merton», «Ahora Coverley» siguieron corriendo de un lado a otro durante toda la prueba; hasta que no mucho tiempo después, una de las pobres mujeres perdió pie y, con gran estrépito, volvió a desplomarse. Involuntariamente me adelanté a ayudarla, pero

lord Merton, como no era la

suya, me detuvo gritando:

—¡Nada de juego sucio! ¡Nada de juego sucio!

El señor Coverley, después, repitiendo las mismas palabras, corrió él mismo en su ayuda, insistiendo en que la otra debía detenerse.

Surgió entonces un encendido debate, pero la pobre criatura estaba demasiado herida para poder moverse, y declaró su incapacidad absoluta para hacer otro intento. El señor Coverley se puso fuera de sí soltando injurias contra ella de un modo muy poco caballeroso, y dando la impresión de que apenas era capaz de refrenarse para no golpearla.

Lord Merton, entonces, con gran alegría, celebró su triunfo; pero el señor Coverley sostenía que la caída era accidental y se le debía conceder un poco más de tiempo a la mujer para poder reponerse. Sin embargo, todos estaban en su contra y fue declarado vencido.

Nos dirigimos entonces al salón a tomar el té y, después, al ser la tarde bastante calurosa, salimos al jardín a pasear.

Lord Merton estaba muy alborotado y

lady Louisa de muy buen humor, pero

lord Orville, enfadado, en vano intentaba ocultar su desazón; como parecía preocupado y paseaba sólo pensé que, como siempre, sería ignorada y podría dedicarme a mis propias meditaciones. Pero no fue el caso, pues

lord Merton, enteramente fuera de sí y mareado por igual de vino y éxito, se mostró muy inoportuno, y a pesar de la presencia de

lady Louisa, que hasta ese momento le había hecho prescindir de las más estrictas normas de cortesía, se unió a mí durante el paseo con una galantería tan exagerada que me desconcertó sumamente.

Me dedicó los cumplidos más altisonantes y con frecuencia tomaba mi mano a la fuerza, aunque yo, repetidamente y con enojo no disimulado, conseguía soltármela.

Lord Orville, pude ver, nos observaba atentamente y la sonrisa de

lady Louisa se troncó en mirada de desdén. La situación se me hizo insoportable y pretextando cansancio aligeré mi paso con intención de regresar a la casa. Pero

lord Merton me siguió precipitadamente, cogió mi mano y, diciendo que

era su día, juró solemnemente que no me dejaría ir.

—Debe dejarme marchar —dije yo sumamente alarmada.

—Es usted la muchacha más encantadora del mundo —dijo él—, y nunca me ha parecido tan bella como en este momento.

—Su señoría —dijo la señora Selwyn avanzando hacia nosotros— debe considerar que cuanto mejor es la apariencia de la señorita Anville, mayor es el contraste con su señoría; por eso, y por su bien, le aconsejo que no la retenga.

—¡Pardiez! Su señoría —gritó el señor Coverley—, no veo qué derecho tiene a quedarse con la

mejor vieja y la

joven más bella en el mismo día.

—¡La

joven más bella! —repitió el señor Lovel—. Por mi honor, Jack, que sus palabras son muy desafortunadas; sin embargo, si

lady Louisa puede perdonarle —siendo como es su señoría, todo bondad—, ya puede agradecerlo porque nadie más podría hacerlo: ha cometido la falta de respeto más escandalosa en lo que respecta a las buenas maneras.

—Y dígame, señor —dijo la señora Selwyn—, ¿bajo qué denominación podrían calificarse sus palabras?

El señor Lovel, caminando hacia otro lado, no se dio por aludido, y al tiempo, el señor Coverley, inclinándose ante

lady Louisa, dijo:

—Bien conoce, su señoría, la fervorosa admiración que siento por usted. Pero, ¡pardiez!, que yo no sé qué me pasa; siempre he tenido la desgracia de soltar sátiras y nunca en mi vida he podido resistirme a la agudeza de un juego de palabras.

—¡Se lo ruego, señor, suelte mi mano! —dije yo—. ¡Por favor, señora Selwyn, dígaselo usted!

—Su señoría —dijo ella— pierde el tiempo sujetando a la señorita Anville, ya nos hemos convencido de sobra de su valor y su fuerza para retenerla un siglo entero.

—Su señoría —dijo la señora Beaumont—, permítame que intervenga; no sé si

lady Louisa podrá perdonarle o no, pero no quiero que esta señorita que se aloja en mi casa se violente lo más mínimo.

—¿Que si

le perdono? —dijo

lady Louisa—, lo que estoy es encantadísima de librarme de él.

—¡Pardiez!, su señoría —dijo el señor Coverley—, mientras trata de retener una sombra, deja perder la esencia. Haría mejor en hacer las paces mientras pueda.

—Por favor, señor Coverley, guarde silencio, le aseguro que no le necesito para nada. Hermano —agarrándose del brazo de

lord Orville—, ¿quieres pasear conmigo?

—Por el cielo —dije yo, asustada al ver que

lord Merton estaba muy ebrio—, si yo también tuviera un hermano, no estaría expuesta a semejante trato.

Al oír esto,

lord Orville dejó inmediatamente a

lady Louisa, diciendo:

—¿Quiere la señorita Anville concederme el honor de tomar ese título?

E inmediatamente después, sin esperar respuesta, me separó de

lord Merton, y conduciéndome hacia

lady Louisa, añadió:

—Dejen que me encargue a la vez de las dos hermanas.

Y luego, haciendo que su hermana se cogiera de uno de sus brazos, me ofreció a mí el otro, y alcanzamos la casa en un momento.

Lord Merton, tan confuso como estaba, no intentó detenernos.

Tan pronto como entramos en la casa solté mi brazo y balbucee mil agradecimientos, pues mi corazón estaba demasiado exultante como para pronunciar palabra.

Lady Louisa, evidentemente herida ante la amabilidad de su hermano hacia mí, y sumamente enojada por el comportamiento de

lord Merton, se mantuvo en silencio mientras soltaba el suyo, y mordiéndose los labios con aspecto irritado se dirigió al vestíbulo.

Lord Orville le preguntó si no deseaba entrar en el salón.

—No —contestó ella con arrogancia—, le dejo junto a su nueva hermana.

Y seguidamente subió las escaleras.

Me quedé absolutamente atónita ante la arrogancia y la rudeza de estas palabras. El mismo

lord Orville parecía desconcertado; le dejé para dirigirme al salón y él me siguió, diciendo:

—¿Puedo solicitar en este momento el perdón de la señorita Anville por la libertad que me tomé al intervenir? ¿O debo disculparme más bien por no haber intervenido antes?

—¡Oh, señor! —dije con emoción apenas reprimida—. Es sólo de usted de quien recibo muestras de respeto; ¡todos los demás me tratan con impertinencia o desprecio!

Lamenté no poder contenerme, pues él debió suponer, y con razón, que me refería a su hermana, cuyo comportamiento, estoy segura, le había disgustado también a él.

—¡Buen Dios! —dijo él—. ¡Tanta dulzura y valía no pueden sino despertar el amor y la admiración que se merece! ¡No puedo, no me atrevo a expresarle ni la mitad de la indignación que siento este momento!

—Lamento mucho, señor —dije más calmada— haber sido la causa de ella…, ¡pero en una situación que exige protección, encontrarse sólo con mortificaciones…, ciertamente no estoy acostumbrada a soportarlas!

—¡Mi

querida señorita Anville —dijo él cálidamente—, permítame ser su amigo; piense en mí como si fuera realmente su hermano; le suplico que acepte mis servicios, pues no hay nada que pueda hacerme más dichoso que demostrarle toda mi consideración y mi respeto!

Antes de que yo pudiera contestar, el resto del grupo entró en el salón, y como no deseaba ver a

lord Merton, al menos hasta que hubiera dormido, decidí marcharme.

Lord Orville, al ver mi intención, me dijo al pasar a su lado:

—¿Se va?

—¿No es lo mejor, señor? —contesté.

—Me temo… —dijo sonriendo—. Me temo, ahora que debo hablarle como un

hermano, que debe confiar en mí, pues me siento obligado a aconsejarla aun en contra de mis propios intereses.

Salí del salón y he estado escribiendo desde entonces. Y tal parece que nunca podré lamentar la brutalidad de

lord Merton, pues ha servido para confirmarme aún más la estimación que me profesa

lord Orville.

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