Eve

Eve


Dos

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Dos

Después de peinarnos, cepillarnos los dientes, lavarnos la cara y ponernos camisones blancos idénticos que nos llegaban hasta los tobillos, me acosté, fingiendo estar muy cansada. En los dormitorios no se hablaba más que de la desaparición de Arden. Las chicas asomaban la cabeza en las habitaciones para divulgar el último cotilleo: había aparecido un broche entre los arbustos, y la directora estaba interrogando a una guardiana en la verja. En medio de todo aquel embrollo, deseaba una de las cosas más difíciles de conseguir en el colegio, algo tan raro que ni siquiera se podía nombrar: quería estar sola.

—Noelle cree que Arden se ha escondido en las habitaciones de la doctora —le comentó Ruby a Pip, controlando las cartas que tenía en la mano—. Paso. —Se habían sentado en la estrecha cama gemela de Pip, y jugaban con una baraja que habían sacado de la biblioteca del colegio. Las viejas cartas de Buscando a Nemo estaban gastadas y rotas, algunas, incluso, pegoteadas con néctar de higos resecos.

—Estoy segura de que quiere escaquearse de la ceremonia —añadió Pip, cuya pecosa cara estaba salpicada de motitas de dentífrico seco, lo que ella denominaba su «limpiador de espinillas milagroso». Me miró, esperando que especulase sobre el paradero de nuestra compañera o que comentase algo sobre los grupos de guardianas que registraban el terreno alumbrándose con linternas. Pero no dije ni una palabra.

Yo le daba vueltas a lo que Arden me había contado. Era cierto que en los últimos meses la directora Burns se había mostrado muy preocupada por nuestra dieta, insistiendo en que debíamos comer bien; supervisaba nuestros análisis de sangre y pesajes semanales, y procuraba que todas tomásemos las vitaminas. Incluso envió a Ruby a la doctora Hertz cuando tuvo la regla una semana después que las restantes chicas.

Me cubrí con la ligera manta blanca hasta el cuello. Desde pequeña me habían dicho que existía un plan para mí, un plan para todas nosotras: doce años en el colegio, y el posterior traslado al recinto y el aprendizaje de una profesión durante cuatro años; después iríamos a la Ciudad de Arena, donde nos esperaban la vida y la libertad, y allí trabajaríamos y viviríamos, bajo el gobierno del rey. Siempre había hecho caso a las profesoras; no tenía motivos para no hacerlo. Incluso en aquel momento, la teoría de Arden me parecía absurda. ¿Por qué nos enseñaban a temer a los hombres si íbamos a tener hijos y a formar familias? ¿Por qué nos educaban si estábamos destinadas solo a parir? ¿Qué significaba la importancia que daban a nuestros estudios, o lo mucho que nos animaban para que perseverásemos?

—Oye, Eve, ¿has oído lo que he dicho? —Pip interrumpió mis pensamientos. Ruby y ella me estaban mirando.

—No…, ¿qué?

Ruby cogió las cartas; su abundante cabello negro todavía seguía desigual en la zona donde Arden lo había cortado.

—Queremos un adelanto de tu discurso antes de acostarnos.

Se me hizo un nudo en la garganta al pensar en mi alocución final: tres páginas escritas a mano y dobladas en el cajón de mi mesilla.

—Se supone que tiene que ser una sorpresa —contesté tras unos instantes. Había escrito un texto sobre el poder de la imaginación en la construcción de la Nueva América. Pero en ese momento se me antojaban dudosas las palabras que había elegido y el futuro que había descrito.

Ruby y Pip me observaban con fijeza, pero desvié la vista, incapaz de aguantar su mirada. No podía contarles lo que Arden había dicho: que la libertad de la graduación no era más que una fantasía, algo para mantenernos tranquilas y contentas.

—Vale, como quieras. —Pip apagó la vela de su mesilla. Parpadeé para adaptar los ojos a la oscuridad, y poco a poco distinguí su redonda cara bajo los grisáceos rayos de luna que se colaban por la ventana—. Pero somos tus mejores amigas.

Al cabo de unos minutos se oyeron los tenues ronquidos de Ruby; siempre era la primera en dormirse. Pip contemplaba el techo, con las manos sobre el corazón.

—Me muero de ganas de graduarme —susurró—. Vamos a aprender cosas, cosas de verdad. Y dentro de unos años saldremos al mundo, iremos a la nueva ciudad que está lejos del bosque. Será increíble, Eve. Seremos como… como personas de verdad. —Se volvió hacia mí, y confié en que la tenue luz no le permitiese ver las lágrimas que se me agolpaban en los ojos.

Me pregunté qué vida tendríamos Pip y yo. Ella quería ser arquitecta, como Frank Lloyd Wright, y construir casas nuevas que no se deteriorasen aunque nadie las cuidara, casas con refugios llenos de comestibles enlatados, donde no pudieran introducirse los virus mortales más insignificantes. Yo le decía que, cuando acabásemos nuestras carreras, viviríamos juntas en la Ciudad de Arena; tendríamos un piso como los que se describían en los libros, de camas enormes y ventanas desde las que veríamos los confines de la ciudad, donde vivían los hombres, muy lejos de nosotras; aprenderíamos a esquiar en las pronunciadas laderas a cubierto, de las que nos había hablado la profesora Etta, y pondríamos en práctica nuestra buena educación en restaurantes con mantelerías inmaculadas y cubiertos de plata; en ellos, elegiríamos la comida a la carta y pediríamos que nos cocinasen la carne como más nos gustase.

—Ya lo sé. —Se me acrecentó el nudo en la garganta—. Será genial.

Me sequé los ojos disimuladamente, agradeciendo que la respiración de Pip por fin se serenase. Pero me acosó la culpa y el miedo, cada vez mayor, de que al día siguiente tal vez no estuviese pronunciando un iluso e ingenioso discurso ante mis amigas, sino conduciéndolas al aniquilamiento.

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Esperé a que me venciera el sueño, pero este nunca llegaba. A las tres de la madrugada no pude aguantar más acostada. Me levanté, me acerqué a la ventana y contemplé el recinto. No había nadie, salvo una guardiana, identificable por una leve cojera, que recorría el jardín haciendo su ronda rutinaria.

Nuestra habitación se hallaba en el primer piso. Cuando la guardiana se perdió de vista, abrí la ventana como solía hacer en las noches calurosas, y me subí al alféizar. Todos los años en la escuela hacíamos simulacros: qué hacer en caso de asalto, en un terremoto, ante una jauría de perros, en un incendio. Recordé los sencillos y gastados gráficos que la directora Burns había repartido al finalizar una clase, y me descolgué por la ventana, agarrada al alféizar, preparándome para saltar.

Así lo hice y me golpeé contra el suelo. El dolor me acribilló el tobillo, pero me levanté y corrí todo lo que pude hacia el lago. Al otro extremo de la resplandeciente agua, el edificio de ladrillo era un rectángulo negro que se recortaba contra el oscuro cielo.

Al fin llegué a la orilla, pero me abandonó el valor cuando las suaves olas me lamieron los dedos de los pies. Nunca habíamos aprendido a nadar. Las profesoras contaban historias, de la época anterior a la epidemia, de gente que se había ahogado en el oleaje del océano o en la engañosa calma de sus propias piscinas.

Volví la vista hacia la ventana abierta de mi habitación. Faltaba poco para que la guardiana doblase la esquina y me sorprendiese a la luz de la linterna. Ya me había encontrado antes entre los arbustos después de la desaparición de Arden, con el uniforme manchado de vómitos; le había dicho que estaba muy nerviosa a causa de la graduación, pero no podía darle más motivos de sospecha.

Me metí en el agua. En la estrecha orilla sobresalían unos arbustos espinosos. Me quité los calcetines y me envolví las manos en ellos para agarrarme a las ramas puntiagudas. Avancé despacio hasta que el agua me llegó al cuello, pero apenas había caminado cien metros cuando el terreno blando cedió de pronto bajo mis pies. La boca se me llenó de agua, y me aferré a las ramas, cuyas espinas me pincharon la piel a través de los calcetines. No pude reprimir la tos.

La guardiana se detuvo en el jardín y barrió el césped y la superficie del lago con la linterna. Contuve el aliento, notando los pulmones acuchillados de dolor. Por fin el destello blanco se posó de nuevo en el césped, y la mujer desapareció una vez más para dar otra vuelta al recinto.

Continué mi marcha casi una hora. Me costaba mucho avanzar, deteniéndome cada vez que pasaba la guardiana coja y procurando no hacer ruido. Cuando por fin llegué a la orilla opuesta, me incorporé con dificultad sobre la fangosa hierba. Los calcetines que envolvían mis manos estaban empapados de sangre, y el camisón mojado y frío se me pegaba al cuerpo; me lo quité y me senté bajo el monstruoso edificio mientras lo escurría.

En aquella parte del recinto no había nada, excepto el largo puente de madera que cruzaba el jardín, preparado para la ceremonia del día siguiente. A diferencia del colegio, allí no se veían flores alrededor del edificio de ladrillo. Nos habían dicho que las graduadas estaban demasiado atareadas para salir de allí, que su agenda era todavía más estricta que la del colegio, y que el tiempo que no lo pasaban comiendo, durmiendo o en clase, lo dedicaban a perfeccionar sus estudios. Las alumnas de segundo curso solían quejarse, preocupadas por la falta de sol, pero una actividad tan intensa siempre me había parecido muy gratificante.

La crecida hierba me rodeaba el cuerpo, pero no bastaba para cubrirme, de modo que me puse de nuevo el húmedo camisón por la cabeza y eché a correr hasta un recodo del edificio. Descubrí que sí tenía ventanas, a metro y medio del suelo, salvo en la parte que daba al colegio.

Me embargó la esperanza, una sensación de ligereza que facilitaba mis movimientos. Entonces encontré un grifo oxidado en la pared, debajo del cual había un cubo; lo puse del revés y, utilizándolo como taburete, me subí para echar un vistazo. Ahí dentro estaba mi futuro, y cuando alcanzase el alféizar de la ventana quería que fuera lo que había imaginado, y no aquello de lo que huía Arden. Recé, pues, para ver a una serie de chicas acostadas en una habitación, en cuyas paredes hubieran colgadas pinturas al óleo de perros salvajes corriendo por el campo. Recé para que hubiese mesas de dibujo cubiertas de planos y montones de libros en las mesillas. Recé para que no me hubiera equivocado, para graduarme al día siguiente y para que el futuro soñado se abriese ante mí como un dondiego al sol.

Apoyé las manos en el alféizar para ver mejor y pegué la nariz a la ventana. En la habitación, en una cama estrecha, yacía una chica: una gasa ensangrentada le cubría el abdomen, tenía el pelo enmarañado y los brazos atados con correas de cuero.

Junto a ella había otra chica, cuyo abultadísimo vientre sobresalía casi un metro mientras que venas de color morado surcaban su piel, extraordinariamente fina. La muchacha abrió los ojos de color verde oscuro y me miró un instante; luego los cerró. Era Sophia, la alumna que había pronunciado el discurso de fin de curso hacía tres años y quería ser médica.

Me tapé la boca para reprimir un grito.

Había filas de catres donde reposaban otras jóvenes a las que, en su mayoría, se les notaba un vientre inmenso bajo las blancas sábanas. Varias de ellas tenían la cintura vendada, y a una chica se le detectaban cicatrices —hinchadas y rosáceas— que le serpenteaban en un costado. Al fondo de la sala, otra muchacha chillaba de dolor mientras pugnaba por soltarse las muñecas; abría la boca y gritaba algo que no logré oír desde el exterior.

En ese momento entraron las enfermeras por las puertas que se alineaban a lo largo de la sala, semejante a una fábrica. Tras ellas se presentó también la doctora Hertz, cuyo hirsuto pelo canoso resultaba inconfundible. Era la que nos recetaba las vitaminas que debíamos tomar diariamente y nos hacía los chequeos mensuales; la que nos subía a una mesa y nos pinchaba con fríos instrumentos, sin responder jamás a nuestras preguntas ni mirarnos a la cara.

La chica movió la cabeza de un lado a otro cuando la doctora se le acercó y le puso una mano sobre la frente. Como seguía gritando, varias pacientes dormidas se despertaron e intentaron soltarse de las correas, llorando y formando un patético coro apenas audible. De pronto, realizando un rápido movimiento, la doctora clavó una aguja en el brazo de la joven, que se quedó horriblemente quieta; luego se la mostró a las demás —una amenaza—, y los gritos cesaron.

Me resbalaron las manos del alféizar de la ventana y caí hacia atrás, arrastrando el cubo conmigo. Me acurruqué en el suelo, ardiéndome las entrañas. Ahora todo cobraba sentido: las inyecciones que nos ponía la doctora Hertz y que nos provocaban náuseas, irritabilidad y dolor; las palmaditas de la directora, acariciándome el cabello, mientras me tomaba las vitaminas; la mirada vacía de la profesora Agnes cuando me daba por hablar de mi futuro como muralista.

No habría profesión, ni ciudad, ni piso con cama de matrimonio y una ventana a la calle; no comeríamos en restaurantes con cubertería de plata y manteles impecables. Únicamente nos esperaba esa sala, el olor a podrido de las cuñas usadas, la piel estirada hasta romperse; solo habría criaturas arrancadas de mi vientre, robadas de mis brazos y trasladadas a algún lugar fuera de aquellos muros. Lloraría, sangraría, estaría sola y después me hundiría en un sopor sin sueños provocado por las drogas.

Me levanté haciendo un esfuerzo y me dirigí hacia el lago. La noche era más oscura, el aire más frío y el lago mucho más grande y profundo que antes. Pero no volví la vista. Debía alejarme de aquel edificio, de aquella sala, de aquellas chicas de mirada muerta.

Debía huir.

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