Eve

Eve


Tres

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Tres

Cuando regresé al colegio, estaba empapada y me sangraban las manos, pues ni siquiera me había molestado en envolverlas con los calcetines para cruzar de nuevo el lago. Me urgía tanto poner distancia entre el edificio y yo que no me preocupaba si las espinas se me clavaban en la piel, insensible al dolor, sin apartar la vista de la ventana de mi habitación.

Al dirigirse la guardiana a la parte de atrás de la residencia, salí del agua; el camisón estaba empapado. Aunque había unas cuantas antorchas encendidas, en el jardín reinaba la oscuridad y oí a las lechuzas que, como eficaces animadoras, me apremiaban desde los árboles. Nunca había quebrantado una norma hasta esa noche: ocupaba mi sitio antes de que empezaran las clases y tenía los libros a punto; estudiaba dos horas adicionales por las noches, e incluso troceaba la comida con mucho cuidado, como nos habían enseñado, presionando el dorso del cuchillo con el índice. Pero en aquel momento solo me importaba una regla. «No traspasar el muro jamás», había advertido la profesora Agnes en el seminario sobre «Peligros a causa de chicos y hombres» al explicarnos la violación, fijando después en nosotras aquellos llorosos y enrojecidos ojos, hasta que repetimos con voces monocordes: «No traspasar el muro jamás».

Pero ninguna pandilla de hombres o manada de lobos hambrientos que hubiera al traspasar el muro sería peor que el destino que me esperaba. En el exterior había una esperanza, por muy peligroso y temible que fuese todo; al menos podría decidir qué comer o adónde ir, y el sol calentaría mi piel.

Tal vez tendría la posibilidad de escabullirme por la verja, como había hecho Arden. Esperaría hasta que fuese de día y llegase la última remesa de comida para la fiesta. Escapar desde una ventana sería más difícil: la de la biblioteca estaba junto al muro, pero se encontraba a quince metros del suelo, y necesitaría una cuerda, un plan, algún modo de descender.

Una vez dentro del colegio eché a correr hacia la estrecha escalera en penumbra, procurando no hacer ruido. Me sería imposible salvar a todas mis compañeras, pero tenía que ir a mi habitación y despertar a Pip; tal vez Ruby también podría acompañarnos. No había mucho tiempo para explicaciones, pero cogeríamos una bolsa y meteríamos en ella ropa, higos y los caramelos de envoltura dorada que tanto le gustaban a Pip. Nos marcharíamos esa misma noche para siempre. No habría vuelta atrás.

Subí a saltos hasta el primer piso y recorrí el pasillo, dejando atrás las habitaciones en las que las chicas dormían tan felices en sus camas. A través de una puerta vi a Violet, acurrucada y sonriente, ajena a lo que le esperaba al día siguiente. Estaba a punto de llegar a mi habitación cuando una luz fantasmal iluminó el pasillo.

—¿Quién anda ahí? —preguntó una voz ronca.

Me volví despacio; la sangre se me había helado en las venas. La profesora Florence estaba al final del pasillo, con una lámpara de queroseno en la mano que proyectaba sombras negras, amenazantes, en la pared del fondo.

—Es… estaba… —vacilé. Los bajos del camisón chorreaban agua, formando un charco alrededor de mis pies.

La profesora se aproximó; su rostro, salpicado de manchas solares, expresaba enfado.

—Has cruzado el lago y has visto a las graduadas —afirmó.

Asentí, recordando a Sophia, tendida en la cama de hospital, a quien se le apreciaban los ojos hundidos y rodeados de amoratadas ojeras, así como las marcas en muñecas y tobillos provocadas por las correas de cuero. La presión crecía en mi interior, como una tetera a punto de hervir. Quería chillar, despertar a todas las que dormían, agarrar a aquella frágil mujer por los hombros y hundirle los dedos en los brazos hasta que entendiese el dolor, el pánico y la confusión que sufría en aquellos momentos. En definitiva, la traición.

Pero después de tantos años de sentarme en silencio, entrelazando las manos sobre el regazo, escuchando y hablando únicamente cuando me preguntaban, me redujeron a la obediencia aprendida. ¿Y si gritaba en aquel momento, en pleno silencio nocturno? No podría decir nada que convenciese a las demás. Jamás creerían que las prometedoras carreras eran mentira. Pensarían que me había vuelto loca: Eve, la chica que se desquició a causa del estrés de la graduación; Eve, la chiflada que decía disparates sobre graduadas embarazadas. ¡Graduadas embarazadas! Se reirían. Me enviarían a aquel edificio un día antes que a las otras y me obligarían a permanecer siempre en silencio.

—Lo siento —lamenté—. Yo… —Y las lágrimas me brotaron.

La profesora Florence me cogió una mano entre las suyas y deslizó un dedo sobre las grietas en las que se me acumulaba la sangre seca.

—No puedo permitir que abandones el recinto así. —Sus ásperos cabellos canosos me rascaron la barbilla mientras examinaba mi piel llena de pinchazos.

—Lo sé. Lo siento. Volveré a la cama y…

—No —repuso en voz baja. Alzó la vista: tenía los ojos vidriosos—. No debes quedarte sola en este estado. —Sacó un pañuelo del bolsillo de su bata y me vendó la mano—. Puedo ayudarte, pero es necesario que te limpies. Rápido. Si la directora se entera, nos encerrará a las dos. Recoge tus cosas y reúnete conmigo abajo.

Me dieron ganas de abrazarla, pero me empujó hacia la puerta de mi habitación. Cuando estaba a punto de entrar en el dormitorio, dispuesta a despertar a Pip y a Ruby, me llamó y me dijo en un susurro:

—Eve, te vas sola; no despiertes a nadie. —Protesté, pero se mantuvo firme—. No hay más remedio —dijo, muy seria, y se quedó en medio del pasillo, con la lámpara en la mano.

Anduve por la habitación en la oscuridad y guardé mis cosas sin hacer ruido en la única mochila que poseía. Pip estaba inmóvil en la cama. «Te vas sola», la orden resonaba en mis oídos. Pero me había pasado la vida haciendo lo que me mandaban, y al final me habían engañado. Despertaría a Pip y pediría a la profesora que nos ayudase a las dos. ¿Y si Pip no me creía? ¿Y si ella despertaba a las demás? ¿Y si la profesora Florence decía que no podía ayudarnos a ambas, porque dos nunca conseguiríamos salir sin que nos viesen? Entonces se habría acabado todo para ella y para mí. Y para siempre.

Pip se dio la vuelta y murmuró algo en sueños. Guardé los pantalones de chándal y la bolsita de seda con mis cosas favoritas: un pajarito de plástico que había encontrado hacía años escarbando la tierra; el envoltorio dorado del primer caramelo que la directora me había dado; una pulserita de plata renegrida que llevaba cuando había llegado al colegio a los cinco años, y por último la única carta que conservaba de mi madre, una hoja amarillenta y rota en los dobleces.

Cerré la cremallera de la mochila; me habría gustado disponer de más tiempo. Pip hundía el pálido rostro en la almohada y, al respirar, sus labios esbozaban un mohín. Una vez en la biblioteca leí en uno de los libros anteriores a la epidemia que el amor era dar testimonio, cuidar de otra persona o decirle algo tan simple como: «Tu vida vale la pena». Si era cierto, nunca había amado a nadie tanto como a Pip, ni nadie me había amado tanto como ella a mí: estuvo a mi lado cuando me torcí la muñeca haciendo el pino en el jardín; me consoló cuando perdí mi broche azul favorito, que había pertenecido a mi madre, y era la única que cantaba conmigo en la ducha canciones que habíamos descubierto en viejos discos de los archivos. Let it be, let it be!, canturreaba con voz siempre desafinada mientras churretes de espuma le resbalaban por el rostro. Whisper words of wisdom, let it beeee.

Encaminándome hacia la puerta, la miré por última vez. Cuando me oyó llorar la primera noche que pasé en el colegio, se acostó en mi cama y me invitó a que enterrara la cara en su cuello; después, señalando el techo, me dijo que nuestras madres nos veían desde el cielo y que nos amaban desde allí.

—Volveré a buscarte —murmuré, casi ahogándome con las palabras—. Lo prometo —insistí.

Si no me marchaba en ese momento, no lo haría nunca, así que crucé el pasillo, bajé la escalera y me dirigí al consultorio médico, donde me esperaba la profesora con una bolsa llena de comida.

Arrancó las espinas de mis manos con unas pinzas de depilar y me las vendó, sin dejar de observar la venda a la que daba vueltas y más vueltas. Tardó un rato en hablar.

—Empecé a trabajar con especialistas en fertilidad —explicó—. El rey creía que la ciencia era la clave para repoblar la tierra rápida y eficazmente, sin los inconvenientes que comportan las familias, el matrimonio y el amor. Y creía también que si vosotras, las chicas, temíais a los hombres, preferiríais criar hijos sin ellos. Y cuando las primeras graduadas entraron en ese edificio, algunas de ellas lo hicieron así. Pero el proceso es a veces muy duro, y surgen complicaciones en los partos múltiples. En los últimos años ha empeorado el sistema, y me preocupa que se deteriore aún más.

Eché una ojeada al cajón donde la doctora Hertz guardaba nuestras inyecciones semanales, las que nos irritaban los pechos y nos provocaban calambres muy dolorosos. Sobre la mesa había frascos de cristal con vitaminas, distribuidas en pastilleros por días. Las tomábamos mañana, tarde y noche, como dulce veneno de colorines.

—Entonces, ¿usted siempre supo… lo de las graduadas? —pregunté.

Ella escudriñó el exterior a través de las persianas. Cuando se cercioró de que la guardiana había pasado, me indicó que la siguiese hasta la puerta de atrás, por la que salimos. Unos perros salvajes aullaron a lo lejos, y se me desbocó el corazón. Recorrimos el muro, hasta que la profesora se dio la vuelta para asegurarse de que estábamos a suficiente distancia para que la guardiana no nos viese. Cuando contestó a mi pregunta, su tono era mucho más bajo que antes:

—Primero tuvo lugar la epidemia, y posteriormente la vacuna lo agravó todo. El mundo estaba consumido por la muerte, Eve: no había orden; la gente se hallaba confundida, aterrada. El rey asumió el poder, y había que elegir: o seguirlo, o vagar por la selva en soledad.

Hablaba sin mirarme, pero vi que las lágrimas le asomaban a los ojos. Recordé los discursos anuales cuando nos congregábamos en el comedor y escuchábamos el sencillo aparato de radio de que disponíamos, colocado en la mesa de la directora. El rey, nuestro gran líder, el único hombre merecedor de respeto, se dirigía a nosotras a través de aquellos viejos altavoces y nos hablaba de los progresos de la Ciudad de Arena, de los rascacielos que se estaban construyendo, del muro que nos protegía de los ejércitos, los virus y las amenazas externas. La Nueva América empezaba allí, aunque no era más que el principio de la reconstrucción, y nos aseguraba que estaríamos a salvo.

—Elegí seguir, Eve —continuó diciendo Florence—. Tenía ya cincuenta años, y mi familia había muerto. No me quedó otra opción; no podía sobrevivir sola. Pero tú tienes la oportunidad que no tuve yo.

Llegamos al manzano que extendía sus ramas junto al muro. Pip y yo nos habíamos sentado debajo de él muchas veces: comíamos manzanas y les dábamos las podridas a las ardillas.

—¿Y adónde voy? —pregunté con voz temblorosa.

—Si continúas recto tres kilómetros, llegarás a una carretera. —Al hablar, movía lentamente los finos labios, de piel agrietada y rasposa—. Será peligroso. Busca las señales que indican el número ochenta y vete hacia el oeste, en dirección a poniente. No te alejes de la carretera, pero tampoco circules por ella.

—¿Y después qué? —Buscó algo en el bolsillo de la bata y sacó una llave que acarició con sus ajadas manos como si fuese una joya.

—Si sigues caminando, llegarás al mar. Al otro lado del puente rojo hay un campamento. Según creo, se llama Califia. Si logras llegar hasta allí, te protegerán.

—¿Y qué ocurre en la Ciudad de Arena? —quise saber, mientras ella tanteaba el muro. Me di cuenta de que la conversación tocaba a su fin y las preguntas se agolpaban en mi mente—. ¿Qué les pasa a los recién nacidos? ¿Quién los cuida? ¿Conseguirán salir alguna vez las graduadas?

—Llevan a los niños a la ciudad, y en cuanto a las graduadas. —Bajó la cabeza, sin apartarse del muro—. Están al servicio del rey. Saldrán si él lo decide y en el momento en que lo disponga, cuando hayan nacido suficientes niños.

Detrás de unas ramas había un agujero tan pequeño que apenas se distinguía, ni siquiera a la luz del día. La profesora Florence introdujo la llave, la giró, y el muro de piedra se desplazó y dejó a la vista una estrecha puerta. Mirando hacia atrás, hacia el recinto, explicó:

—Se supone que es una salida de incendios.

El bosque, cuyos límites iluminaba la perfecta y resplandeciente luna, se extendía ante mí. Allí estaba: el lugar de donde venía y adonde iba; mi pasado y mi futuro. Deseaba hacer más preguntas a la profesora sobre aquel extraño campamento llamado Califia y sobre los peligros de la carretera, pero en ese preciso momento surgió la luz de la linterna de la guardiana al doblar la esquina de los dormitorios.

La profesora Florence me empujó.

—¡Vete ya! —urgió—. ¡Márchate!

La puerta se cerró tras de mí tan rápidamente como se había abierto, dejándome sola en medio de la fría noche sin estrellas.

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