Eve

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Capítulo 5

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A las seis de la tarde entró en casa aún mascullando un enfado monumental. Abrió la puerta y la doncella llegó a trompicones arreglándose la cofia para atenderla. Eve no era muy amiga de tener tanto personal en casa y menos aún de mantener unas normas y una disciplina draconiana con ellos, pero no podía hacer nada por oponerse, llevaba meses intentando relajar las formas, acercarse a sus empelados, pero ellos eran los primeros en defender su estatus y sus costumbres contra viento y marea, y al final había decidido ceder y dejarse llevar, así que sonrió a Patty y le entregó el sombrero y el bolso al tiempo que preguntaba por su hija. La muchacha respondió bajando la cabeza y la siguió hasta la cocina donde la niña empezaba a cenar acompañada por la niñera, la señora Murray y por su elegante tío Andrew, que aunque aún no tenía hijos, se le daban estupendamente bien los niños, sobre todo Victoria, que era una de sus grandes admiradoras. Eve sonrió a todo el mundo y se acercó para abrazar a su hija que escuchaba con atención el cuento que su tío le leía con gran elocuencia.

—Hola, Andy, ¿qué tal?

—Hola, Eve, aquí, ya ves, acompañando a mi ahijada.

—Qué suerte tienes, cariño —le dijo a la niña y le besó la cabecita—. Eres un sol, Andrew, en serio.

—Es un placer y a ella le encanta.

—Así es. ¿Y Robert?

—Está en el despacho reunido con Fred, estaban al teléfono. ¿Qué tal vas? —le miró la tripa de reojo y ella se encogió de hombros.

—Mejor, pero ya se sabe, esto es así.

—¿Y como llevas lo de la boda?

—A seis días del Dia D, todo en orden. ¿Y Graciella?

—En el Club, preparando lo de la velada musical de hoy. ¿Os venís?

—No, gracias, prefiero quedarme en casa.

—Y yo, pero no me queda otra alternativa que ejercer de consorte de

lady Appelwhite.

—Lo siento.

—¡Andy! —Robert se asomó a la cocina para llamar a su amigo y se encontró con su mujer que había sustituido a la niñera en la mesa para dar la cena a su hija—. ¿Eve? ¿No trabajabas hasta las ocho?

—Sí, pero como estoy embarazada me han obligado a volver a casa antes —soltó con acidez y él se echó a reír.

—Me parece estupendo.

—No estoy enferma, solo embarazada.

—No te quejes de tu suerte, cariño… —le guiñó un ojo y se dirigió a Andrew—. Tengo los puros, los ha traído Foster, ¿te los llevas?

—Sí y además debo marcharme si no quiero que mi preciosa mujercita se ponga nerviosa por mi culpa. Adiós, Vicky, cielo, mañana si puedo vengo a verte, ¿quieres? Adiós, Eve.

—Adiós, Andy. Robert… —él se detuvo en el pasillo y se giró para escucharla—. ¿Te vas al club tú también?

—No, tú y yo tenemos una charla pendiente.

Eve parpadeó incapaz de responder y se concentró en la cena de Victoria. La pequeña hablaba muchísimo con su media lengua y era una delicia charlar con ella, todo lo preguntaba, todo la sorprendía y cuando finalmente consiguió llevarla a la cama, le pidió a la niñera que las dejara a solas para arroparla y leerle su cuento. Era su momento favorito del día, cuando podía disfrutarlo, y le gustaba hacerlo en la intimidad, las dos solas y tranquilas, hasta que la niña se dormía arrullada por cualquier historia.

Besó su cabecita suave, se estiró, salió del cuarto y cruzó el pasillo camino de su habitación. En el rellano Ruth la esperaba leyendo, y en cuanto Eve se despidió de ella, la niñera entró a su dormitorio, junto al de Victoria, para vigilar su sueño de cerca, algo que se hacía imprescindible en una casa tan grande donde el llanto de la niña no se oía desde la primera planta o desde la cocina. Era una suerte contar con Ruth, que además era maravillosa con la niña, y se cambió pensando en que cuando llegara el bebé tal vez Ruth le pidiera una ayuda extra o un apoyo durante el día, asunto que tendría que estudiar, o empezar a considerar seriamente la idea de dejar de trabajar una larga temporada.

—Lo siento, ha tardado un poco más en dormirse… —entró en el comedor de la salita y se encontró a Rab leyendo el periódico vespertino con una copa de vino en la mano. La mesa estaba puesta y el primer plato, un consomé de pollo, servido.

—No pasa nada, Fred se acaba de ir —dejó el periódico y le clavó los ojos claros. Eve se había puesto un sencillo vestido en tonos rosa y se había recogido el pelo en un moño, no llevaba maquillaje, como siempre, aunque sí algo de brillo en los labios—. ¿Cómo te sientes?

—Bien, ¿por qué?

—Mi hermana me ha dicho que ayer no estabas bien, que habías pasado un viaje horrible y que hoy tenías que haber ido a la consulta, aunque no te has presentado.

—Hoy me siento bien y no creo que sea necesario que me vea un médico.

—Lo siento.

—¿El qué?

—Que viajaras sola.

—Yo también.

—Te juro por Dios, por lo que más quiero, que sois tú y Victoria, que no pensaba mezclar el trabajo con nuestro viaje a Londres, surgió de forma inesperada y no podía dejar de atenderlo. Sé que no es fácil de comprender, pero también sé que tú eres la única persona en el mundo que puede hacerlo, pequeña, tú sabes exactamente lo que hago y sabes que estas cosas no se programan.

—¿Seguro? —escudriñó sus preciosos ojos color turquesa y no vio ni sombra de duda, así que suspiró bebiendo un trago de agua—. Está bien.

—No soporto que estés enfadada conmigo —dejó su silla y se acercó a su lado, se acuclilló y la abrazó por las caderas mirándola a los ojos—. Lo siento.

—A veces creo que ellos son tu prioridad.

—¿Ellos?

—Tu trabajo, Rab.

—Vosotras sois mi prioridad, ¿cómo puedes dudarlo?

—Victoria pasa más tiempo con Andrew que contigo, cualquier día le dirá papá y no podremos culparla.

—¡Por el amor de Dios! Pero ¡¿qué demonios estás diciendo?! —bufó indignado y se levantó.

—Ni siquiera sé como he podido quedarme embarazada, es evidente que este no es el mejor momento, ha sido una imprudencia, debímos tener cuidado.

—No digas eso, Eve.

—Bueno —se le llenaron los ojos de lágrimas y también se levantó—, mejor me voy a la cama, no tengo hambre.

—Estamos viviendo una momento histórico trascendental, pequeña, para nuestro país, para toda Europa, para nuestros hijos, y si mi país me necesita, no puedo quedarme al margen, por el contrario, es un honor que confíen en mí y no voy a renunciar ahora a mi trabajo, pero puedo prometer que intentaré bajar el ritmo, pasar más tiempo aquí, cuidar de vosotras…

—No quiero que dejes tu trabajo, Robert, yo te quiero y me alegro de que disfrutes con lo que haces, no se trata de eso, se trata de tener, de vez en cuando, alguna normalidad, días libres, no sé, algo de lo que disfrutan todas las familias con niños, nada más.

—Eve… —se le cruzó en el camino y la agarró por la cintura—. Esto pasará, el trabajo se calmará, dame tiempo y volveré a ser todo tuyo —le sonrió y se inclinó sujetándola por la nuca, ella se resistió un poco pero dejó que la besara, cerró los ojos y devolvió el beso sintiendo cómo le fallaban las piernas, como siempre—. ¿Así que me sigues queriendo?

—Por supuesto que sí, si no te quisiera hace meses que me hubiese largado de aquí.

—¡¿Qué?! —se apartó soltando una carcajada—. No lo permitiría.

—Bien, eso tendríamos que verlo… —relajó los hombros y le sonrió, la primera vez en dos días, así que estiró la mano y volvió a abrazarla.

—Vamos arriba.

—Tú cena un poco, yo no tengo hambre.

—A mí se me ha quitado… —bajó la mano y la cogió en brazos, ella protestó riéndose a carcajadas, pero él no hizo ningún caso y subió las escaleras hasta la segunda planta sin inmutarse. Entró en el dormitorio y cerró la puerta de una patada antes de tirarla encima de la enorme cama—. Vamos a ver. Adónde irías tú sin mí, ¿eh?

—¿Adónde vas tú sin mí?

—Eso es secreto de estado.

—Mi paradero también lo sería… ¡Rab! —se dobló de risa dejándose desnudar por sus manos enormes—. No me hagas cosquillas, por favor.

—Quieta —ordenó sacándose la camisa y desabrochándose los pantalones. Eve esperó con una sonrisa, mirando con ojos brillantes su pecho fuerte y varonil, sus hombros anchos, esos ojos de ensueño—. Esto es nuevo.

—Sí —se acomodó en la cama para abrazarlo y él hundió la cara entre sus pechos, mordiendo su sujetador nuevo de seda rosa—. Lo compré en Londres.

—Me encanta… —suspiró y bajó la mano recorriendo su piel de terciopelo hasta sus caderas, enredó los dedos en sus braguitas también de seda y se las arrancó de un tirón—, pero no deberías usar ropa interior, Eve.

—Eso es una locura —él levantó la cabeza y la miró a los ojos frunciendo el ceño.

—Déjame soñar, nos seas tan práctica… me gustaría pensar que vas sin braguitas por ahí, al menos un día o una noche, y que yo puedo llegar hasta aquí —le elevó las caderas y ella cerró los ojos— y entrar en casa sin llamar.

—La señora Murray me ha mirado con cara de odio, por Dios bendito, ¿qué se cree?, ¿mi madre? —entró en el dormitorio con una bandeja llena de comida y la acomodó junto a la cama—. A veces esta mujer pierde la perspectiva.

—Sirvió la cena y no la probamos, es normal que se moleste, sobre todo si apareces en la cocina medio desnudo —Eve le sonrió al tiempo que se sentaba en la cama para dar buena cuenta del pan y los embutidos, y él se ajustó mejor la toalla que llevaba enrrollada a la cintura.

—Estoy en mi casa.

—No le hagas caso, qué rico, ahora me muero de hambre.

—Y yo, venga, come.

—Como mientras las náuseas me lo permitan. ¿Y qué pasó con Tamara?

—La desactivaron, está en Francia.

—¿Y que pasará con su marido?

—No lo sé.

—Pobrecita… —pensó en la rusa que colaboraba con los británicos para poder encontrar a su marido perdido en Alemania, y se le encogió el alma. Tamara y su marido, Micha Pretov, eran diplomáticos en Berlín cuando estalló la guerra y él se vio obligado a colaborar con los nazis cuando descubrieron que ella era judía. Micha había salvado la vida de su mujer pasando información privilegiada a los alemanes, que permitieron que la evacuara a Londres, y acabada la guerra, sus compatriotas lo buscaban para ahorcarlo. Esta intención no era oficial, claro, pero desde el fin de la guerra estaba desaparecido y ella, desesperada en Inglaterra, al amparo del gobierno, solo quería encontrarlo y ponerlo a salvo, una promesa que el Reino Unido le había hecho a cambio de que les proporcionara información sobre las oscuras intenciones de su gobierno tras la rendición alemana en mayo de 1945. Si ella colaboraba, Gran Bretaña se comprometía a encontrar a Micha Petrov y dar asilo a ambos, y Tamara no había podido negarse a colaborar, aunque solo lo hacía a través de Robert McGregor, porque confiaba en él desde que supo que su esposa, Eve Weitz, también era judía. Llevaban meses colaborando, ella estaba muy bien relacionada con la embajada de su país en el Reino Unido, el acuerdo funcionaba maravillosamente y Eve, que se había conmovido muchísimo con su historia, la había ayudado de todas las formas posibles, incluso consiguiéndole un piso en Londres, del que pagaba el alquiler de forma anónima, y procurando que no le faltara de nada. Robert la dejaba ayudar un poco porque eso facilitaba la relación con la siempre hermética señora Petrov, aunque nunca les permitía coincidir o verse de forma normal, algo que ya sería del todo imposible si acababan de mandarla sin retorno a París—. Es terrible, debe estar desesperada.

—Tanto que nos puso en peligro a los dos, bueno a los tres.

—Vive instalada en el terror desde hace años, es tremendo.

—A veces creo que ese tipo está muerto, Eve, en serio, no hemos conseguido dar con él en casi un año y teniendo en cuenta sus circunstancias, si realmente estuviera vivo, creo que ya hubiese buscado ayuda, de nosotros o de los norteamericanos.

—¿Para que lo entreguéis a la Unión Soviética?

—No lo haremos.

—Pero él no lo sabe y si es verdad todo lo que dice Tamara, el pobre no es más que una víctima asustada.

—Una más, una víctima más y de esas sobran.

—Madre mía… —tragó saliva con el estómago cerrado. Ellos eran muy afortunados de estar en casa, a salvo y juntos, mientras miles y miles de personas intentaban reconstruir sus vidas después de tanto drama, y se sintió fatal. Apartó el plato y se desplomó sobre los cojines.

—Come.

—No tengo hambre.

—¿Estás bien? —estiró la mano y la posó sobre su vientre—. ¿Qué crees que será? Tal vez es un niño.

—¿Te gustaría?

—Me da igual, aunque si es un chico se llamará Robert, está decidido.

—¿Ya lo has decidido? —le sonrió—. Cuando esperábamos a Victoria dijimos que si era niño se llamaría como los abuelos.

—¿Sabes cuántos William hay en Escocia?

—Sí, pero es bonito, William David McGregor.

—No, se llamará Robert y si es chica, me gusta Honor, como tu hermana, ¿qué te parece?

—Veo que has estado pensando muchísimo.

—Yo solo pienso en vosotros, Eve —le guiñó un ojo y siguió comiendo hasta que no quedó nada en el plato, luego apartó la bandeja y se acurrucó encima de su mujer abrazándola con fuerza—. Apenas te vi embarazada cuando esperábamos a Victoria.

—Sí.

—Eve…

—¿Qué? —ella le acarició el pelo ondulado y oscuro que empezaba a lucir unas canas muy atractivas en las sienes, y subió la pierna para abrazarse a las suyas.

—Sabes que no puedo hablar de trabajo, pero en fin… tendré que marcharme dentro de unos días y…

—¿Cuándo? ¿Por cuánto tiempo?

—Aún no lo sé.

—La boda de tu hermana es dentro de seis días, Rab, por el amor de Dios no me digas que no estarás aquí.

—Estaré aquí, no te preocupes.

—Vale… —se pasó la mano por la cara con unas ganas enormes de echarse a llorar, pero se contuvo, él se incorporó y la besó en los labios.

—No llores.

—No lloro, es que… debe ser el embarazo, las mujeres nos volvemos muy sensibles, no me hagas caso… —estiró la mano y le acarició la mejilla—. No sé qué me pasa.

—Sea lo que sea, no quiero que llores por mí.

—¿Y si alguna vez necesitara ponerme con contacto contigo cuando estás fuera, dónde debo hacerlo?

—No hace falta —le acarició otra vez el vientre pensando en si sería necesario dadas las circunstancias tomar ciertas precauciones, pero las desechó y la miró a los ojos—. Si me necesitas, si pasa algo o hay alguna emergencia yo lo sabré enseguida, no te preocupes.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo?

—Estoy pendiente de vosotras en todo momento.

—¿Nos vigilan?

—Si estoy fuera, hay gente atenta a vuestra seguridad. Shh —le puso un dedo sobre la boca para evitar sus protestas—. Es imprescindible, no digas nada, no te has dado cuenta, no supone ninguna incomodidad y de este modo yo estoy más tranquilo.

—¿Cuántas cosas más me escondes?

—Ninguna importante.

—¿Te vas muy lejos?

—No lo sé.

—Rab.

—No lo sé, preciosa, ven aquí… —le plantó otro beso y luego sonrió sobre su boca—. ¿Me has perdonado ya?

—Eres como un niño pequeño, mucho peor que tu hija.

—Haré lo que sea para que no sigas enfadada conmigo, lo que sea.

—¿Lo que sea? —él asintió muerto de la risa y ella se limpió las lágrimas—. Vale, necesito un favor.

—Oh, Dios, ¿para qué habré abierto la boca?

—Necesito localizar a un tal McKenna, es un detective, un exoficial que está investigando los fusilamientos de los cincuenta oficiales de la RAF que se escaparon de Stalag Luft III en 1944, era piloto o algo así…

—Ingeniero de la RAF, hizo treinta incursiones sobre Alemania, sirvió en la Base de Lancaster y se llama Frank McKenna.

—¿Lo conoces?

—No personalmente, pero sé lo que está haciendo.

—¿Y podrías ponerme en contacto con él? Quisiera pedirle una entrevista para el periódico.

—Dudo mucho que quiera hablar de su investigación ahora, Eve, menos con la prensa.

—¿Ni siquiera con la prensa escocesa? Murieron varios oficiales escoceses en esa masacre.

—Lo sabemos, pero…

—Por favor —le sujetó la cara con las dos manos y le clavó los ojos oscuros—. Tú solo localizalo para mi y yo hablaré con él.

—No lo conozco.

—Por favor.

—Haré lo que pueda.

—Y siempre puedes hacer muchísimo, así que te lo agradezco de antemano —se incorporó y le plantó un beso. Robert volvió a echarse a reír, pero no dijo nada y la recostó sobre la cama para seguir besándola lenta y pausadamente, sin parar, acariciando con la mano libre su cuerpo desnudo, tan suave, que reaccionaba al instante a su contacto.

—¿Sabes en qué pienso cuando te toco, pequeña?

—¿En qué?

—En que tienes un niño aquí —abrió la mano sobre su abdomen y ella sonrió—, un bebé con sus bracitos, sus manitas, sus ojitos… ¿Crees que es peligroso para él? Ya sabes, que no pueda apartarme de ti.

—No creo que sea peligroso.

—A lo mejor está escandalizado.

—Mmm, eso ya no lo sé —seguía sonriendo con los ojos oscuros brillantes y Robert suspiró.

—Deberíamos considerarlo.

—Muy bien.

—Muy bien —apartó las sábanas y se puso encima de ella sin dejar de mirarla a los ojos. Eve lo recibió dentro de su cuerpo con un movimiento de lo más sensual y él cerró los ojos gimiendo—. Oh, Dios…

—¿Te despedirás al menos esta vez de mí?

—No lo sé, pequeña, no lo sé —se pegó a su cuello jadeando de puro y auténtico placer, ella se aferró a su espalda y él le susurró al oído—. Pero aunque no me despida, debes saber que siempre estoy pensando en ti, esté donde esté.

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