Eve

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Capítulo 6

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—¡Andrew!

Protestó y se apartó de él de un salto, poco faltó para que saliera corriendo y aquello le dio hasta vergüenza. Levantó los ojos celestes de la mesa y comprobó que a su alrededor nadie había reparado en su estúpida reacción, afortunadamente, porque al fin y al cabo Andy era como su hermano y solo pretendía hacer rabiar a Victoria, que lo miraba con sus ojitos muy abiertos y una sonrisa radiante en la cara. Era maravilloso lo mucho que adoraba la niña a su padrino y se preguntó si ella lo miraría con esa misma cara de devoción cuando él no se daba cuenta.

—Te voy a robar a la tía Anne, Vicky, me la voy a llevar muy lejos —broméo abrazándola otra vez, Anne tragó saliva y se quedó quieta, tensa, con las servilletas en la mano—. ¿Me la prestas?

—¡No! —protestó Victoria desde el suelo.

—¿Cómo que no? ¿No me dejas a tu tía?

—No, claro que no —Anne se dio la vuelta, se agachó y tomó a la niña en brazos—, porque yo no me iría a ninguna parte sin ella, ¿verdad, corazón?

—Sí —contestó agarrándose a su cuello.

—Pues claro, porque es mi princesita favorita. ¿Tienes hambre, cielo?

—No.

—Bueno, aún falta para comer, así que sigue jugando con el tío Andrew, y tú, Andy, juega con ella y deja de molestar.

—¿Te molesto?

—¿Tú qué crees? —sin mirarlo a los ojos le entregó a Victoria y regresó a su tarea de poner la mesa. Suspiró, esperó a que se alejaran y solo entonces volvió a respirar con normalidad. Era espantoso, vergonzoso y estúpido que se sintiera cada vez más vulnerable al lado de Andrew y debería ir pensando seriamente en poner algún remedio a semejante sensación, uno contundente, tal vez un traslado a Glasgow o a Londres, a una ciudad lejana donde no tuviera que encontrárselo todos los malditos días de su vida o acabaría muy mal y eso no lo podía permitir.

—Al final solo seremos ocho adultos, Billy y Debbie no vienen, acaban de llamar, Sean tiene fiebre… —Eve dejó la fuente con ensalada encima de la mesa y la miró a los ojos.

—¿Fiebre? ¿Qué le pasa?

—Dicen que es un empacho o algo así, que ha comido no sé cuántos kilos de chocolate…

—¿Un empacho? ¿En qué siglo viven, en el XV?

—A mí no me mires, es lo que me han dicho.

—Debe ser una gastroenteritis, ya los llamaré más tarde.

—Muy bien. ¿Y Victoria?

—Jugando con Andrew.

—¿Ya ha llegado? No lo he visto. No ha venido con Graciella, ¿no?

—No, ella está en Inverness con sus amigas.

—Gracias a Dios —sonrió y Anne con ella—. Bueno, voy a traer la carne y ya podemos empezar, pero primero iré a buscar a Rab que sigue pegado al teléfono.

—Muy bien, esto ya está listo.

Retiró los cubiertos de Billy y Debbie y se apoyó en la pared para mirar lo bonita que le había quedado la mesa, la misma mesa, en el mismo comedor de sus padres, que venía poniendo y decorarndo desde que tenía ocho años. Menuda mierda, masculló y salió al jardín para tomar aire. Tenía treinta años, era médico desde los veintitrés, había servido cinco años como oficial médico en el ejército durante la guerra, y, sin embargo, seguía viviendo con sus padres, como correspondía, como debía hacer cualquier hija solterona y de buena familia que no quisiera violentar a sus padres, porque nadie podía imaginar que ella quisiera independizarse, alquilar un piso en el centro y vivir sola, eso no entraba en los planes de nadie, menos en los de su madre, que esperaba que sus hijas abandonaran el hogar paterno solo para casarse.

Sacó un pitillo y lo encendió sentada en una de las sillas del jardín. Eve era la única que conocía sus planes de mudarse cuanto antes a un pisito de soltera. Ella la había animado y sabía que Robert también la apoyaría, no así sus otros hermanos, Billy y Kate, que eran muchísimo más conservadores y pondrían el grito en el cielo, aunque en realidad no le importaba lo que ellos opinaran, solo esperaba no ver llorar demasiado a su madre por esa decisión, o no tener que discutir con su padre, salvo eso, lo demás ya le daba igual, y de hecho ya había ido con su cuñada a ver dos pisos cerca de Princess Street que le habían encantado, solo faltaba que le confirmaran su plaza en el hospital y estaría hecho. Se mudaría antes de fin de año, y trataría de empezar una nueva vida, sola, sin un hombre al lado, sin hijos, sin una familia propia, que eran unos conceptos que había desterrado hacía siglos de su existencia.

A los diecinueve años se había comprometido con Andrew McAboy, su novio de toda la vida, para alegría de su entorno, que los veía como la pareja perfecta. Andrew era guapo, deportista, buen estudiante, amigo de sus hermanos y un chico muy formal, un dechado de virtudes que ella había elegido como la opción perfecta para olvidarse de su otro Andrew, Andrew Williamson, el mejor amigo de su hermano Robert, al que conocía de toda la vida, y al que jamás podría pretender como pareja porque no era lo correcto y porque él la miraría siempre como a la hermana pequeña de Rab. Se habían criado juntos, y mientras Andy babeaba detrás de la insoportable Graciella Fitzpatrick, Anne había crecido, florecido y madurado a su lado en un estado de invisibilidad permanente, o eso creía ella, porque él nunca, jamás, la miró como a las otras mujeres, ni siquiera cuando Andrew McAvoy murió en un accidente de coche en Manchester.

La muerte de su prometido la había destrozado, claro está, no era un monstruo y solo tenía veinte años cuando ocurrió, pero también la liberó, de paso, del fastidio de tener que casarse con alguien al que realmente no amaba. Desde entonces, se había negado a hablar del matrimonio, había tenido varias aventuras sentimentales en la universidad, todas sin futuro, y había zanjado el tema de los novios alegando que jamás podría olvidar a Andrew McAvoy, asunto que todo el mundo parecía entender y respetar. Así había superado nueve años, esquivando el asunto y sin poder dejar de pensar en Andy, el verdadero amor de su vida, que en plena guerra se casó, al fin, con Graciella Fitzpatrick, una mujer que no lo amaba, le era infiel y lo trataba como a un zapato, aunque él pareciera incapaz de verlo, lo mismo que era incapaz de verla a ella como a una mujer.

—¡Rab! —la protesta de Eve la hizo salir de sus pensamientos y se giró para ver lo que ocurría. Robert, como siempre, la estaba acosando junto a la mesa del comedor, la tenía abrazada por la espalda y no la dejaba moverse mientras ella intentaba zafarse, tarea inútil teniendo en cuenta la diferencia de envergadura de ambos, que era abismal—. Suéltame, por favor.

—Vámonos de aquí, volvamos a casa, ¿quieres?

—¿Para qué? ¿Para que puedas hablar por teléfono a gusto?

—No, para tumbarte en la cama y quitarte este vestido tan bonito que llevas.

—Ya está bien, no seas pegajoso, déjame, por favor.

—¿Pegajoso yo?

—Robert, por Dios —Anne sonrió al ver cómo Eve se escurría por debajo de los brazos de su hermano y cómo lo miraba amenazándolo con una cuchara— tu familia está ahí mismo, no seas crío.

—Vale —bufó levantando las manos— pero como esto dure más de una hora, me largo.

—Es la última comida antes de la boda e irá rápido, no te preocupes, porque la modista nos espera en casa para la última prueba, ¿de acuerdo? Así que ármate de un poco de paciencia, por favor.

—Si me das un beso —estiró la mano y la agarró por la nuca—. Vamos.

Anne lo vio plantarle un beso con la boca abierta y se giró para no observar más. Ellos siempre eran así, muy apasionados, incluso en público, pero ese día no estaba preparada para ser testigo de tantas muestras de amor, así que bajó los escalones y pisó el jardín decidiendo dar la vuelta a toda la casa para entrar por la cocina.

—¡Annie! —Andrew le cortó el paso intentando placarla y ella frunció el ceño indignada—. Pero ¿qué te pasa?

—No te das cuenta, ¿no? —bramó quitándole a Victoria de la mano.

—¿De qué?

—No tengo diez años, no estoy aquí para jugar contigo y no soy uno de tus colegas, ¡joder! —tomó en brazos a la niña y le dio la espalda—. Vamos, cariño, mamá y papá ya están en el comedor.

—¿Pero qué demonios te pasa? —gritó Andy impotente y confundido, viéndola alejarse de él a grandes zancadas—. Jamás entenderé a las mujeres, Victoria, te lo digo en serio.

La boda de Katherine McGregor con Chris McLeod se convirtió en el primer gran acontecimiento social de Edimburgo después de la guerra. La hermana pequeña de Rab, que tenía veintiséis años, se casaba al fin con su novio desde hacía ocho y ambas familias habían decidido organizar una ceremonia discreta, teniendo en cuenta las circunstancias que los rodeaban, pero multitudinaria y muy colorida en las afueras de Edimburgo, en la maravillosa propiedad del conde Fitzpatrick, el padre de Graciella, que la cedió encantado para el evento.

Los preparativos llevaban seis meses desarrollándose con mimo y supervisados por Graciella Williamson, que hacía cualquier esfuerzo por mantenerse cerca de los McGregor, especialmente de Robert, y por las mujeres de la familia, y Eve había puesto mucho empeño en ayudar y en colaborar en lo que su cuñada le pidiera, aunque en el fondo de su corazón odiara ese tipo de eventos y soportara muy poco las órdenes de Graciella, que las daba como si todos ellos fueran un ejército a su servicio. Afortunadamente, a tres días del enlace todo estaba ya preparado y listo, y ella respiraba más liberada, lejos del ambiente asfixiante y neurótico que rodeaba a la pobre novia.

Todo estaba más o menos controlado y, además, Robert no se iba aún de viaje. Era fantástico tenerlo en Edimburgo completamente a su disposición y ya ni se acordaba de la pelea monumental que habían tenido en Londres por culpa de su dichoso trabajo, porque solo tenía cabeza, ojos y oídos para la gran boda que estaba a un tris de celebrarse.

—¿Estás segura de que tu fotógrafo será suficiente para cubrir a ciento cincuenta invitados? —Katie se le puso delante mientras a Eve le probaban por última vez su elegante vestido. En el suelo Victoria gateaba vigilada por Anne, aunque ella no podía quitarle los ojos de encima desde su posición privilegiada, de pie allí, encima de la banqueta que la señora Flint, la modista, había llevado amablemente para que pudieran verse mejor delante del espejo—. Tal vez podríamos contratar a otro más. Graciella dice…

—Graciella dice lo que dice, deja ya de hacer lo que esa mujer te dicte, Katie, hermana querida… —Anne bufó aburrida e intentó tomar en brazos a su sobrina, que por supuesto no lo permitió.

—Señora McGregor, por favor, ¿qué opina? —la modista la instó a dejar de mirar a su hija y a fijarse en el espejo y Eve lo hizo asintiendo—, no ha subido un gramo de peso aún y no hay que hacer ningún arreglo, incluso el pecho sigue en su talla.

—Me parece perfecto, gracias, señora Flint. Katie, después de la ceremonia Paul irá a apoyar a Joe, serán dos fotógrafos, creo que es suficiente. Además yo también llevaré mi cámara, aunque si queréis a otro más, podéis llevarlo.

—¿Vas a hacer fotos? Eso es fantástico.

—¿Y entonces con quién bailaré yo? —la voz de Robert las interrumpió y la pequeña Victoria estiró los bracitos hacia él sonriendo—. ¿Eh?

—No creo que ese sea un problema —opinó Anne.

—No sé, lo pensaré —Katie se desplomó en una butaca admirando la imagen de su cuñada vestida de color lavanda. Eve y Victoria irían vestidas iguales, un detalle encantador, y la niña, además, colaboraría con los anillos, llevándolos al altar en una bandeja de plata—. Eve, estás guapísima, aunque a ti todo te queda maravillosamente bien. ¿Qué dices, hermanito?

—Preciosa, como siempre —se acercó a su mujer, que estaba casi a su altura gracias a la banquetita y la abrazó por la cintura, el vestido era de seda y deslizó la mano con placer hasta sus caderas—. ¿Cómo te sientes hoy?

—Bien, mucho mejor. Han traído tu chaqué de la sastrería, limpio y planchado.

—Muy bien, gracias. ¿Y Victoria? —la cogió en brazos y le besó la frente—. ¿Ya tienes tu vestido, cariño?

—Sí.

—¿Y es tan bonito como el de mamá? —la niña asintió—. Estaréis preciosas las dos… —miró a su mujer a los ojos y ella le regaló una enorme sonrisa, tan radiante que se quedó enganchado mirándola varios segundos, incapaz de seguir hablando.

—¿Vas a cenar aquí?

—No, me voy a la despedida de Chris y cenaré en el club.

—Claro, es cierto. ¿Qué pasa? —preguntó al ver que la miraba fijamente, mientras sus cuñadas se enfrascaban en otra de sus eternas discusiones. Le guiñó un ojo y se acercó para besarla.

—Tengo quince minutos —susurró pegado a su boca—. Suficientes para arrancarte este vestido sin estropearlo.

—Madre mía —se echó a reír, miró a Victoria que se aferraba a su cuello ajena a la charla y de reojo a sus cuñadas que los observaban con la boca abierta.

—Oye, que no estáis solos —exclamó Anne con las manos en las caderas—. ¿O queréis que nos larguemos?

—Buena idea —murmuró Rab.

—Nada de eso, tenemos que revisar por última vez la distribución de las mesas —Katie refunfuñó con el ceño fruncido y Robert se giró para mirarla.

—Relájate e intenta disfrutar un poco, Katherine, ¿quieres? Estoy bromeando.

—Ojalá pudiera. ¿Dónde es la maldita despedida de soltero?

—No lo sé, la han organizado sus hermanos y ya te he dicho mil veces que hemos quedado en el club, no sé nada más.

—A saber qué haréis, menuda pandilla de golfos, aunque él sabe que solo tiene permiso hasta medianoche.

—Te voy a dar un consejo y gratis… —Eve rio al oír esa expresión tan propia de Robert y se bajó de la banqueta para ir a cambiarse—. Deja respirar a Chris, no es de tu propiedad, ¿eh? No lo olvides.

—Eso lo dirás tú, que tienes una mujer que es una santa.

—Vaya por Dios —quiso aclararle unas cuantas cosas más a su hermana pequeña pero el ruido de un coche aparcando frente a su casa lo interrumpió, se asomó a la ventana y vio a Fred saliendo del mismo—. Es mi ayudante, tengo que ir a ver que ocurre. Cariño, quédate con mamá y las tías, luego te veo.

Dejó a la niña en el suelo y Eve lo vio salir con una congoja extraña subiéndole por el pecho. Miró a las chicas y sonrió a la modista que empezaba a guardar sus artilugios, se disculpó y subió a la carrera a su cuarto para cambiarse. El pulso le palpitaba contra las sienes y de repente se quedó quieta preguntándose qué demonios le ocurría, entró en el cuarto de baño y se lavó la cara, era el embarazo, determinó, el que le alteraba todos los sentidos, no podía ser de otra forma, era absurdo sentir miedo. ¿Miedo de qué? Así que volvió al dormitorio decidida a relajarse un poco y se encontró con su marido entrando en el vestidor, lo siguió en silencio y lo vio sacar una maleta pequeña que ya tenía preparada en el fondo del armario.

—¿Te vas?

—¡Maldita sea, Eve! Me has asustado, ¿de dónde sales?

—Del cuarto de baño. ¿Te vas?

—Sí, pequeña.

—¿Y la despedida de soltero?

—Debo irme… —esquivó la pregunta y ella se echó a llorar.

—Lo siento, no pasa nada, no sé por que lloro, por cualquier cosa, tu hermana dice que son las hormonas pero yo…

—Eve —la agarró por los brazos y le clavó los ojos claros—, no tengo tiempo para esto ¿sí? Debo irme, pequeña, te quiero —la besó en los labios y salió a grandes zancadas hacia el pasillo.

—¿Vendrás a la boda?

—Sí.

—¿En serio? Si no piensas venir, dímelo y no te esperaré.

—Vendré a tiempo, ¿de acuerdo? —volvió sobre sus pasos y la abrazó—. No me perdería esa boda por nada del mundo y tú eres demasiado guapa para ir sin tu marido.

—No bromees.

—No bromeo, llegaré a tiempo, lo prometo. ¿Tú me esperarás?

—Sí.

—¿Lo prometes?

—Sí, pero si no estás seguro de que llegarás a tiempo, es mejor que me lo digas ahora y así buscaré una excusa creíble para tus…

—Pequeña —frunció el ceño y ella se calló—, ya está bien, debo irme y dentro de tres días iré contigo a esa boda, no lo dudes.

—Está bien, cuídate.

—Tú también.

Bajó las escaleras a la carrera y salió por la puerta sin despedirse de nadie, Eve se quedó de pie escuchando el coche que se alejaba y tardó unos minutos en recomponerse y bajar al saloncito para atender a su hija y a sus cuñadas que la acribillaron a preguntas respecto a la salida precipitada de Robert. Preguntas que por supuesto no tenían respuesta, ni explicación lógica y que ellas se tomaron realmente mal, mascullando todo tipo de improperios contra su hermano, que era capaz de todo, incluso de largarse de viaje en un momento tan importante para toda la familia.

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