Eve

Eve


Capítulo 12

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Nueva York, viernes 8 de noviembre de 1946

Una boda era una boda y Eve lo comprobó en cuanto su hermana se puso en marcha para casarse. En una semana se organizó una escueta lista de invitados, un cóctel de lo más discreto y una ceremonia civil en casa de sus padres. Sin embargo, y a pesar de los esfuerzos por tomárselo todo con calma, los preparativos pusieron la casa patas arriba y la familia empezó a andar al trote, casi tanto como había ocurrido con la boda de Katie en Edimburgo.

En tres días se eligió un vestido de novia y la ropa de la familia para ese día, y se empezaron a suceder las cenas y los encuentros con la familia del novio, los O’Donnell, que era una próspera y acaudalada familia de Long Island, encantada con la boda, a pesar de la juventud de los novios, y de sus prisas por casarse. Eve, por su parte, aprovechó su primera semana en Manhattan para recorrer la ciudad y salir de compras como una turista normal, disfrutó de su familia, acompañó a su hermana pequeña en todas sus gestiones prenupciales y trató de olvidarse de sus tensiones con Robert, que otra vez había desaparecido de Escocia sin que nadie pudiera decirle dónde andaba, asunto que decidió ignorar porque no quería que le estropeara sus días en los Estados Unidos donde todo el mundo se volcaba con ella y con Victoria para que fueran felices. Fueron días de dicha, se sentía bien a pesar de echarlo mucho de menos, y no pretendía estropearlos o ensombrecerlos por culpa de sus desapariciones estelares de Edimburgo.

Madame, ¿cómo está? —se giró hacia ese hombre que la saludaba con una sonrisa y también sonrió, estaban en la cena previa a la boda que los O’Donnell había organizado en el Waldorf Astoria, y oír un acento británico en medio del barullo la detuvo en el impulso de salir corriendo, porque a esas horas estaba harta ya de los galanes pegajosos que crecían como setas a su alrededor y que la acosaban con halagos y propocisiones absurdas—. Sergei Chelechenko, de la embajada soviética en los Estados Unidos.

—Encantada. ¿Es usted soviético? No lo parece.

—Sí,

madame, pero me crie en Inglaterra, mis padres fueron funcionarios de la embajada rusa en Londres durante doce años.

—De ahí su acento.

—Exacto,

madame… —Chelechenko la miró con simpatía, aquella era una mujer especialmente hermosa, pero además franca y directa, y le encantó.

—Es un placer, este sitio es enorme, ¿no? —miró hacia la sala llena de gente y suspiró—. No sabía que esta cena iba a ser multitudinaria.

—Es porque la boda será íntima y familiar,

madame. Esta noche los amigos aprovechamos para saludar a los novios a los que no veremos mañana.

—Sí, claro y llámeme Eve, por favor.

—Señora Eve McGregor, gracias, es usted muy amable. ¿Se quedarán muchos días más en Nueva York?

—Hasta el 15 de noviembre.

—Tendrá ganas de volver a casa.

—Sí, claro, aunque estoy tan feliz con mi familia que no me acuerdo demasiado de Edimburgo.

—Su padre me ha contado que su marido es un verdadero héroe de guerra.

—Bueno, Robert prefiere decir que solo es un exoficial de la RAF condecorado.

—¿Es aviador?

—Retirado, se licenció al acabar la guerra, en realidad es abogado.

—¿Abogado y en Edimburgo? Tal vez pueda ayudarme, ¿qué clase de casos lleva? Quiero decir, ¿tiene alguna especialidad?

—Se dedica a patrimonios, pero su bufete lleva todo tipo de casos y clientes, son varios abogados que están teniendo mucho éxito con su trabajo. ¿Por qué? ¿Necesita un abogado en Escocia?

—Sí y precisamente de patrimonio y herencias. La familia de mi esposa es de Glasgow y han dejado unas tierras y una herencia bastante sustanciosa sin testar y está resultando muy trabajoso intentar poner orden desde la distancia.

—¿Su esposa es escocesa?

—No, bueno, medio escocesa, su madre era de Glasgow.

—Ah, claro, entiendo, pues si quiere le daré los datos del bufete y puede ponerse en contacto con ellos.

—Me gustaría ponerlo en manos de su marido. ¿Cree que podrá atenderme personalmente? Imagínese, es algo un poco delicado y prefiero a alguien de confianza, su hermana me conoce desde hace años y me gustaría… tal vez pueda verlo en Edimburgo.

—Por supuesto —contestó con una sonrisa—, lo entiendo, hablaré con Robert, seguramente pueda hacerse cargo personalmente de todo. No se preocupe.

—Gracias. ¿Y es muy difícil para un expiloto de guerra readaptarse a una vida de despacho?

—Bueno… —se calló pensando en que Rab hacía de todo menos vida de despacho, pero obviamente se tragó las palabras—, supongo que sí, pero viaja mucho, está ocupado y le gusta su trabajo.

—¿Y no piensa volver a la acción?

—¿Acción? —parpadeó y fijó la vista en ese elegante tipo que empezaba a hacer demasiadas preguntas—. ¿Qué acción? Estamos en tiempo de paz.

—Claro, perdone mi curiosidad, pero es que tengo muchos amigos que están intentando recomponer sus vidas tras la guerra, retomar la normalidad después de servir en el ejército, la aviación o la marina, que siguen buscando un rincón en el mundo donde olvidar y empezar de cero, porque les cuesta horrores readaptarse a una sencilla vida como hombres corrientes, y me interesa muchísimo el tema.

—Hay muchos casos similares, es cierto, por eso en Escocia es habitual que los veteranos se reúnan en

pubs, en asociaciones o sindicatos para charlar y compartir experiencias, eso parece que les ayuda.

—Qué interesante…

—Mamá… —oyó el llanto de Victoria y se volvió muy rápido hacia ella, la niña venía en brazos de su tía Honor y en cuanto la vio se agarró a su cuello muy fuerte.

—¿Qué pasa, mi vida? ¿Tienes sueño?

—Yo creo que está agotada, la pobre, no la dejamos en paz… Hola, Sergei, ya veo que has conocido a mi hermana.

—Sí, he tenido la suerte de charlar con ella. ¿Y esta princesa es su hija?

—Sí, es Victoria, saluda al señor, cariño… —la niña escondió la cara en el hombro de su madre y ella miró al ruso moviendo la cabeza—. Lo siento, está muy cansada.

—No, por Dios, es preciosa y tiene un nombre muy oportuno.

—Sí, esa era nuestra intención —Eve le sonrió y él se cuadró decidido a despedirse.

—Ahora, si me disculpan, las dejo tranquilas, hasta luego —les sonrió y desapareció camino del mar de gente que se reunía allí. Honor miró a Eve y abrió mucho los ojos.

—¿Sabes quién es?

—Me dijo que era funcionario de la embajada soviética.

—Sí, y además dicen que es un espía.

—¿Espía? —un escalofrío le recorrió la espalda pero ni se inmutó—. ¿En serio?

—Eso dicen, y que además hace muy bien su trabajo, es amigo personal de Stalin.

—¿Ah, sí? —se giró para mirarlo una vez más, pero ya no lo vio—. Qué interesante.

—En realidad no sé si solo son rumores, lo que sí sé es que tiene una colección de arte espectacular, con varios Kandinski que ya quisiera yo, y un gusto exquisito para las fiestas.

—¿Y su mujer? ¿Me dijo que era medio escocesa?

—¿Escocesa? No lo sé, él vive solo en Manhattan. No conozco a su esposa. ¿Nos vamos ya? Creo que deberíamos ir a descansar un poco, mañana será un día duro. Voy a buscar a Claire.

Eve se quedó quieta acunando a su hija y observando el baile que se había organizado tras la cena. Todo el mundo iba muy elegante y lucían felices y sonrientes, tan relajados y seguros, tan lejos de la guerra, de la posguerra, de los juicios de Nüremberg, de Europa, de casa. Tragó saliva sintiéndose de repente muy ajena a todo aquello. A lo mejor ella también era como esos veteranos que no lograban reincorporarse a la vida normal tras la guerra, ni olvidar cómo había sido su vida durante aquellos agitados años. Pensó en Robert. En momentos como ese lo echaba tanto de menos que le dolía todo el cuerpo. Suspiró y abrazó a Victoria, que se había dormido inmediatamente, y le besó con ternura ese pelo entre castaño oscuro y cobrizo, ondulado, idéntico al de su padre.

—¡¿Te casaste virgen?! No me lo puedo creer —Claire se tiró en la cama muerta de la risa. Estaban en la habitación de invitados charlando después de la cena. La novia estaba tan nerviosa que había llegado con una botella de vino y con Honor para pasar la noche en blanco, sentadas en el suelo, charlando mientras Victoria dormía en una camita supletoria—. Con un novio como Rab, madre mía, Eve.

—Quiero conocer a ese Rab, si es un tipo tan guapo e irresistible…

—Ni te lo imaginas, Honor —soltó Claire rememorando los ojos color turquesa de su cuñado, se había pasado media adolescencia enamorada de él y lo había idealizado casi como a una estrella de cine.

—¿Qué me dices de él, Eve? Háblame de Robert. ¿De verdad es tan guapo como dice todo el mundo?

—Es muy guapo, sí, pero afortunadamente no es solo eso, también es un hombre estupendo, leal, con un gran sentido del humor, cariñoso —suspiró y se le llenaron los ojos de lágrimas— inteligente y fuerte. ¿Qué voy a decir yo?

—Qué bonito —bromeó Honor guiñándole un ojo a Claire.

—Es un diez y por eso no entiendo cómo llegaste virgen al matrimonio.

—No fue culpa mía, os lo prometo, cuando nos hicimos novios él estaba herido en el hospital, después se tuvo que incorporar inmediatamente a la base, nos veíamos poco y además se volvió formal y decente de repente y no quería adelantar nada.

—¿En serio? Claro que lo veías poco y además en casa, con nosotros de por medio, pero no me había planteado hasta hoy que llegaste virgen al matrimonio.

—Pues así fue, Claire, estábamos poco tiempo a solas, porque tampoco me dejaba ir a la pensión de Moira cuando tenía permiso…

—¿La pensión de Moira? —Honor se llenó la copa y le pidió que continuara.

—Cerca de su base, en Cambridge, había varios hotelitos donde las mujeres se podían alojar para ver a sus novios o maridos un rato. Los últimos años de la guerra se anulaban regularmente los permisos y ellas esperaban allí para reencontrarse y estar juntos aunque solo fuera unas horas…

—No lo sabía, qué romántico.

—Era una forma de apoyarlos, darles moral y estar con otras personas con tus mismas preocupaciones. A mí Rab no me dejó ir a esos sitios hasta que nos casamos, aunque luego, cuando la guerra se recrudeció, me instalé en la pensión de Moira, de forma permanente, más de medio año… —se emocionó recordando aquellos intensos días en que se mezclaban la alegría de verlo, con la pena de separarse, ella para quedarse esperándolo mientras él volvía al trabajo jugándose la vida a los mandos de su Spitfire—. En fin, que yo no tenía ninguna intención de llegar virgen al matrimonio, fueron las circunstancias y Robert, que se puso muy pesado.

—¿Y en esos hoteles hablabas con las demás mujeres?

—Por supuesto, charlábamos, cenábamos o desayunábamos juntas, hice muy buenas amigas durante ese tiempo. Todas experimentábamos el mismo miedo, la misma añoranza por nuestros maridos y eso une mucho. De hecho Rab y yo somos padrinos del hijo de una de aquellas parejas, Lucy y Harry, que se casaron más o menos el mismo año que nosotros. Eran tiempos duros, pero la calidad humana era inmensa, en serio, todos los que pasamos por aquello de algún modo lo echamos de menos, es una barbaridad decir esto, pero es así, uno se adapta a todo, incluso a la guerra, y al final sobrevivimos de la mejor forma posible.

—Yo me acuerdo de esa chica de Candem —intervino Claire—. Katy…

—Sí, Katy Hughes, la esposa de William, estuvimos con ellos hace un mes en Londres, ya tienen tres niños y están muy bien.

—¿Y qué clase de mujeres te encontrabas por allí?

—De todo, Honor, profesoras, enfermeras, secretarias, amas de casa, actrices…

—¿Actrices?

—Sí, al menos conocí a dos en Cambridge.

—Deberías escribir un libro sobre todo eso, me parece fascinante… —confesó Honor observándola con curiosidad, llevaban muchos años separadas y se dio cuenta de todo lo que se habían perdido, lo poco que se conocían y lo mucho que les quedaba aún por compartir.

—Supongo que sí, tal vez lo haga.

—Con un protagonista como Rab podrían hacer hasta una película…

—Claire, estás borracha —Honor la miró de soslayo.

—¡Dios!, sí y voy a confesaros algo —soltó muerta de la risa—. Yo me acosté con Justin al mes de conocerlo.

—¿En serio?

—Claro, no iba a dejarlo escapar.

—No digas eso muy alto si no quieres matar a mamá del disgusto —opinó Honor—. Sin embargo, yo también llegué virgen al matrimonio, dos hijas de tres tampoco está tan mal —soltó una carcajada. En ese momento se oyeron unos golpecitos suaves en la puerta.

—Señora McGregor —era la doncella, que las miró un poco sorprendida de verlas sentadas en el suelo—, su conferencia a Escocia.

—Gracias, Irene, y váyase a la cama, ya es muy tarde. Chicas, ahora vuelvo… —corrió al salón y agarró el auricular. Llevaba horas esperando la dichosa conferencia y se desilusionó muchísimo cuando fue la voz de una mujer la que oyó al otro lado de la línea—. Hola, ¿quién es?

—La señora Murray, señora, ¿cómo está? ¿Y la pequeña?

—Estamos muy bien, gracias, señora Murray. ¿Mi marido no está?

—No, señora, sigue de viaje. El señor Livingstone estuvo anoche por aquí para ver si necesitábamos algo, pero no necesitamos nada.

—Muy bien. ¿Están todos bien?

—Sí, señora, todos muy bien. ¿Quiere dejar algún mensaje para el señor?

—No, déjelo, señora Murray. Muchas gracias, mande recuerdos. Adiós.

Colgó frustrada y enfadada. Le parecía asombroso que siguiera de viaje si Livingstone estaba en Edimburgo. Era para matarlo y se arrepintió de haber sucumbido a un ataque de nostalgia y haber intentado llamarlo por teléfono. No aprendería nunca. Se maldijo mientras regresaba al dormitorio donde sus hermanas seguían riéndose y bebiendo.

—¿Qué? ¿Todo bien por el pueblo? —bromeó Honor.

—Muy graciosa, todo bien.

—¿Y Robert?

—Sigue de viaje.

—Bueno, vamos a brindar por él y por Justin y Jake, a los que dimos nuestra virginidad —Claire levantó su copa de vino—. Y porque mañana no tenga una resaca de campeonato. Venga, hermanas. ¡Chin-chin!

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