Eva

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16. La última carta de la Muerte

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Paquito Araña había cumplido como los buenos. Permanecía sentado frente a la cama donde estaba tendida Eva Neretva, con una manta sobre los hombros, una cafetera delante y la pistola a mano. Leía un número atrasado de

Marie Claire. Cuando Falcó entró en la habitación, los ojos soñolientos del pistolero se dirigieron hacia la mujer, que seguía con las manos atadas con alambre a la espalda, tumbada de costado, los mechones de pelo rubio y sucio tapándole media cara.

—¿Cómo se ha portado? —preguntó Falcó.

—De maravilla… Debiste de atizarle bien, porque no se ha movido ni abierto la boca.

Indicó Falcó la cafetera.

—¿Le has dado algo?

—¿Darle?… Un navajazo en el cuello le habría dado, si me dejaras.

Se echó a reír Falcó.

—Eres una vieja rencorosa.

—Y tú un guapito irresponsable que casi me busca la ruina. Como al pobre Kassem.

Falcó le tocó el torso. El vendaje bajo la manta. No había rastro de sangre, ni en el pecho ni en la espalda, y esa era buena señal. La bala era de pequeño calibre, no había tocado vasos sanguíneos importantes y la herida coagulaba bien. Un tiro con suerte.

—¿Te duele mucho?

—No demasiado. Tu amiga Moira me ha puesto una inyección de algo.

—Ve a descansar. Te avisaré si te necesito.

Suspiró el otro, desperezándose con precaución. Cogió el arma y se puso en pie.

—Ya era hora, cielo. Vigilar a guarras comunistas no es lo mío —miró a la mujer con una mezcla de rencor y curiosidad—. ¿Qué planes tienes para ella?

—Me la llevo.

Enarcó el pistolero las cejas depiladas.

—¿Adónde?

—Luego te cuento.

Los ojos de batracio miraban inquietos a Falcó, más suspicaces que de costumbre.

—¿De verdad no me necesitas?

—De verdad.

—Oye, chico, te tengo más miedo que a un nublado… Te divierte jugar, pero esta puta es peligrosa. Ten cuidado con ella.

—Estate tranquilo.

—¿No sería mejor matarla?

—Negativo.

—Piénsalo, hombre. Ella muere por la Causa y nosotros nos evitamos problemas.

—Vete, anda —Falcó sonreía, tranquilizador—. Duerme un rato.

Se marchó Araña al fin, poco convencido. Falcó se acercó a la cama. Entre los mechones rubios, los ojos de Eva Neretva lo miraban con furiosa fijeza. Había recobrado el sentido. Le apartó el pelo de la cara y ella quiso retirarla con brusquedad. Olía agrio, a suciedad y a sudor, y se había orinado encima: los pantalones mostraban una mancha de humedad entre las ingles. Las contusiones marcaban sus pómulos, la frente y la mandíbula. Seguía teniendo costras de sangre seca, y el ojo izquierdo, hinchado y cerrado a medias, mostraba un feo cerco violáceo. Guapa y limpia no eran las palabras.

—El destructor nacional acaba de salir del puerto —dijo Falcó—. Dentro de tres horas lo hará el

Mount Castle.

Continuaba mirándolo en silencio, con fijeza asesina. Sin comprender, al principio. Al fin parpadeó y emitió un quejido ronco. Un sonido desesperado y animal.

Falcó fue hasta la cafetera, comprobó que quedaba café y lo vertió en la taza que había usado Araña. Sacó el tubo de cafiaspirinas, cogió dos y regresó junto a la joven.

—Toma —insistió cuando ella volvió a apartar el rostro—. Te irá bien.

Al cabo, tras varios intentos, Eva se dejó hacer. Permitió que Falcó le metiera los comprimidos en la boca —lo hizo con la palma de la mano, cuidando de que no le mordiera los dedos— y aceptó un buen trago de café. Salió él un momento y regresó con una jofaina llena de agua y una toalla, para sentarse en el borde de la cama.

—Deja que te limpie un poco. Estás horrible.

Con delicadeza, le quitó la costra de sangre seca y el resto de suciedad del rostro. Después le aplicó la toalla húmeda sobre las contusiones.

—Pudo ser peor —dijo.

Eva seguía sin despegar los labios. Durante un buen rato permanecieron en silencio. Falcó dejó en el suelo la jofaina.

—¿Un cigarrillo?

Negó ella con la cabeza. Respiraba despacio, tensa, sin apartar los ojos de él.

—¿Qué vas a hacer conmigo?

La voz había surgido rauca, como antes el quejido. Velada por el dolor y la fatiga. Falcó hizo un ademán ambiguo.

—Nada en especial —dijo.

Se la quedó mirando, pensativo. También él estaba cansado.

—Todo está hecho ya —añadió—. Y nada cambiará las cosas.

Alargó una mano para apartarle un poco el pelo apelmazado y sucio. Esta vez, ella no lo rechazó.

—¿Y yo? —preguntó al fin.

Seguía Falcó observándola, aún con los dedos en su cabello.

—No sé.

Estuvo callado un momento y volvió a decirlo. No sé, repitió. La joven se removió hasta quedar boca arriba, las manos atadas atrás. Miraba el techo de la habitación.

—Quirós ha preguntado por ti —dijo él—. Por vosotros.

—¿Habéis hablado?

—Hace un rato.

—¿Le contaste lo que pasó anoche?

—No le conté nada. Pero lo comprendió todo.

Ella miraba el techo.

—Al menos sabe que no he desertado.

—Lo ha sabido siempre, supongo. Tú no eres de los que desertan.

—Siento no haber podido matarte anoche.

—Sí… Sé que lo sientes.

Se puso en pie. Aún llevaba puesta la gabardina y tenía calor. De pronto supo lo que iba a hacer, y saberlo le arrancó una mueca interior: algo parecido a una sonrisa. Volvió a inclinarse sobre Eva, haciéndole dar la vuelta, y la liberó del alambre que aprisionaba sus muñecas. Ella lo miraba con asombro.

—Tal vez quieras acompañarme —dijo Falcó.

—¿Adónde?

—Al puerto.

La joven se incorporó despacio, con dificultad. Se frotaba las manos amoratadas y las muñecas con la huella profunda del alambre impresa en ellas.

—¿Libre? —inquirió, incrédula.

—No sabría decirte.

Se retiró un paso mientras ella intentaba ponerse del todo en pie, aunque el esfuerzo parecía excesivo para sus miembros entumecidos. Tras un instante, se acercó de nuevo para ayudarla. No opuso resistencia.

—¿Puedes caminar?

—Sí.

Los pantalones y la canadiense estaban sucios y rotos por la refriega de la noche anterior. Falcó pasó la pistola al bolsillo derecho de su chaqueta, se quitó la gabardina y se la puso a ella, que seguía mirándolo, desconcertada.

La parte baja de la medina continuaba envuelta en niebla. Caminaron uno junto al otro oyendo el eco doble de sus pasos, sin decir una palabra hasta llegar al túnel de la Marina, bajo la parte de la muralla que daba al puerto. A veces se rozaban al andar por las callejas más estrechas y Eva se retiraba de inmediato, tensa y brusca. Llevaba cerrada hasta el cuello la gabardina, con las mangas remangadas, y un pañuelo de seda anudado bajo la barbilla le cubría el cabello.

El edificio de la Aduana tenía una farola encendida en la puerta, y a su luz la joven se volvió a mirar a Falcó.

—¿Qué pretendes?

Había ralentizado el paso hasta detenerse. Falcó tenía frío. Llevaba subido el cuello de la chaqueta y las manos en los bolsillos.

—Curiosidad —dijo, lacónico.

Ella lo observaba, aguardando. Hizo él un nuevo gesto evasivo.

—Siento curiosidad —añadió.

—¿Respecto a qué?

—A ti.

Otra vez se mostraba desconcertada. Seguramente no había dejado de estarlo desde que él retiró la ligadura de sus manos.

—¿Vas a dejarme embarcar?

Lo dijo casi aturdida, como si acabara de caer en la cuenta de eso. Cual si fuese la última cosa que habría esperado en el mundo. Falcó se limitó a mirarla, sin responder.

—¿Por qué haces esto? —insistió ella.

Entonces él dibujó una de sus sonrisas características, hecha de simpatía, travesura e insolente crueldad. Un gesto perfeccionado hasta la exactitud por la vida y los años. Una de aquellas sonrisas por las que algunos hombres, o muchos, se dejaban matar; y algunas mujeres, o muchas, se dejaban seducir en el acto.

Die letzte Karte —dijo—. ¿Recuerdas?… Porque la última carta la juega la Muerte.

En el puerto, la niebla seguía transformando la luz de las farolas en halos espectrales que agrisaban la noche. Caminaron despacio por el muelle barnizado de humedad en dirección al

Mount Castle, cuya silueta oscura se destacaba en la bruma, punteada por algunas luces encendidas a bordo. Al fin se detuvieron cerca de los caballos de Frisia que cortaban el acceso al mercante. A veinte pasos, junto a la garita de madera de la entrada, colgado el fusil al hombro, los observaban los gendarmes de la policía internacional envueltos en sus capotes.

—Ahí está tu barco —dijo Falcó.

Ella lo miraba en la penumbra. O, con más exactitud, lo estudiaba como si estuviera viéndolo por primera vez.

—¿Dejas que suba a bordo? —preguntó, sorprendida.

—Dejo que hagas lo que quieras. ¿Qué otra cosa puedo hacer contigo?

Pareció meditarlo en serio.

—Podías haberme matado, como sugería tu compinche.

Rio Falcó entre dientes, casi divertido.

—No gano nada con eso.

—¿Y con esto?… Dejas libre a un enemigo. No me tengas por una de esas burguesitas perdidas entre las filas obreras. Soy una agente soviética, y tus criminales jefes fascistas podrían pedirte cuentas.

—Con mis criminales jefes fascistas ya me las arreglo yo. Como bien sabes.

Inclinaba ella la cabeza, huraña. Inescrutable. Tras un instante la alzó de nuevo.

—¿Por qué lo haces?

—Te lo he dicho. No sirve de nada que mueras.

—Quien no muere hoy puede luchar mañana.

—Es un riesgo que corro, aunque sea menor… Si subes a ese barco, dudo que tengas un mañana.

Al escuchar aquello, la joven se sumió en un silencio opaco.

—No eres mala persona, tal y como está el mundo —dijo de pronto.

Rio Falcó, suave, casi para sí mismo. Al cabo, ella movió los hombros como si se sintiera incómoda.

—Tengo mis órdenes —dijo.

—Ya lo sé. Ir a Rusia… Pero en el

Mount Castle no irás a ninguna parte. Tu viaje acabará a pocas millas de aquí.

Volvió a quedarse callada, y esta vez fue él quien habló de nuevo.

—Quédate.

Lo miraba con súbita atención. Parecía esforzarse, de pronto, en advertir algún matiz singular en lo que él había dicho. En lo que decía.

—¿Y qué harás conmigo si me quedo?

Se echó a reír otra vez, festivamente resignado. Sombrío.

—No haré nada. Mi trabajo termina aquí. Fracasé.

—También yo —ahora fue ella quien rio, en tono bajo y amargo—. Tiene su gracia, ¿no crees?… Dos fracasados, a pocos pasos de treinta toneladas de oro que dentro de un rato estarán en el fondo del mar.

—Quien gane esta guerra podrá rescatarlas cuando todo acabe.

—En cualquier caso, los vencedores no seremos ni tú ni yo.

—Tu paraíso proletario —apuntó él, irónico.

—Algún día, no te quepa duda. Sí.

Había respondido muy seria. Miraba el suelo mojado, reluciente de bruma y reflejos de luz lejana.

—Otros pondrán el pie en mi última huella —añadió, serena.

Tras pronunciar esas palabras, dio unos pasos y volvió a detenerse.

—¿Crees que nos amamos?… Tú y yo, quiero decir.

Encogió Falcó los hombros. Seguía con el cuello de la chaqueta subido hasta las orejas y las manos en los bolsillos. Demasiada niebla, pensó mirando alrededor. Demasiada grisura en aquellos halos de claridad sucia, suspendida en los millones de minúsculas gotitas que saturaban el aire. Miró en torno, aspirando una bocanada de bruma.

—Quédate en tierra —dijo con suavidad—. Deja partir el barco y quédate. Incluso hay tripulantes que van a desembarcar, o lo han hecho ya… Quirós solo llevará a bordo la dotación necesaria para navegar y combatir.

Ella permaneció otro momento en silencio.

—Yo puedo combatir —murmuró al fin.

—No habrá apenas combate. El destructor nacional lleva cinco cañones de gran calibre, frente al modesto Vickers del

Mount Castle… Cuando os localice, con niebla o sin ella, hoy o dentro de un par de días, no estaréis a flote ni diez minutos.

—Hay una posibilidad…

—No. Desde luego que no la hay. Y Quirós lo sabe.

Eva parecía no escuchar, vuelta hacia la silueta negra del barco.

—Debo ir a bordo. Hablar con él.

Emitió Falcó un suspiro de desaliento.

—Supongo que sí. Que debes hacerlo.

Dirigió ella su atención, desconfiada, a la mano que él mantenía en el bolsillo de la chaqueta.

—¿Vas a dejarme ir?

—Claro.

Se quedaron mirándose. Después Eva caminó resuelta hacia la garita de los gendarmes; y él, tras una corta indecisión, anduvo detrás. Llegaron juntos ante los centinelas, a quienes la joven mostró un pase de acceso a la zona restringida. Al hacerlo, vio que Falcó la había seguido hasta allí.

—Él viene conmigo —dijo, seca.

Siguieron adelante, uno junto al otro y sin decir palabra, hacia la escala de acceso al barco. La mole oscura del mercante se alzaba pegada al muelle, firmes aún las amarras en los norays. Resonaban las máquinas, salía vapor oscuro por la chimenea y algunos tripulantes se movían por la cubierta. Arriba, en el portalón, dos marineros armados con pistolas los miraban con curiosidad.

Eva se quitó el pañuelo, echó atrás la cabeza para alisarse el cabello y volvió a anudarse la seda bajo el mentón.

—¿Puedo conservar tu gabardina?

—Claro que puedes.

—Voy sucia, hecha un desastre. No quiero que me vean así.

—Por supuesto.

Estaban enfrentados en la luz húmeda de las bombillas encendidas arriba, en el barco. Esa claridad grisácea daba a los ojos de Eva un singular brillo mortecino. Como si mirasen lejos, a través de la oscuridad y la bruma, hacia un futuro inexistente.

—Estaré aquí —dijo él.

Ella ladeó un poco la cabeza para mirar el costado del barco.

—Creo que permaneceré a bordo.

—Quizá no lo hagas.

No respondió a eso. Volvió la espalda para ascender por la pasarela, que resonó bajo sus pasos. La mancha clara de la gabardina se fue alejando por la banda de babor hasta perderse de vista.

La última carta, se dijo Falcó. Después encendió un cigarrillo.

Amanecía, y la luz del alba se había ido abriendo paso con dificultad. Primero fue una claridad vaga por la parte de levante; y más tarde, una gama de contraluces y sombras plomizas perfilando grúas y tinglados que la niebla velaba de contornos fantasmales. Solo se oía el graznido de las gaviotas que planeaban sobre el muelle.

Falcó aguardaba sentado en unas cajas de mercancías. Tenía mucho frío, pero no se decidía a alejarse de allí. La mole oscura del

Mount Castle se distinguía en el muelle a poca distancia, recortada en la claridad creciente, destacándose en el contraluz plomizo sus dos palos, la chimenea y los altos respiraderos. Había movimiento en cubierta: hombres que iban y venían preparando la maniobra de salida.

Al otro lado de los caballos de Frisia y la alambrada, contenidos por los gendarmes, empezaban a congregarse grupos de curiosos: trabajadores portuarios y tangerinos desocupados que querían asistir a la partida del barco. Entre ellos había mujeres. Por la parte de la Aduana llegaban coches de caballos y algún automóvil. Toda la ciudad sabía lo que iba a ocurrir, y los madrugadores deseaban contarlo de primera mano. También había gente caminando por el rompeolas hacia la punta del espigón, desde donde podían tenerse mejores vistas; aunque la niebla —la visibilidad se reducía a unos doscientos metros— no ponía las cosas fáciles.

Falcó se frotó las manos entumecidas. La humedad ambiente le mojaba la chaqueta, el pelo y la cara. Sentía deseos de fumar, pero le dolía la cabeza: un latido molesto en el lado derecho, que iba en aumento. Desde niño estaba familiarizado con los síntomas. Si dejaba que fuera a más, acabaría con el cráneo retumbando y con náuseas. Así que se puso en pie y miró alrededor. Seguramente los gendarmes de la garita tendrían agua para tragarse una cafiaspirina. Caminó hacia ellos.

El piquete de guardia estaba integrado por indígenas y europeos, y lo mandaba un caporal bigotudo y recio. Era español. No tenía agua, pero sí una bota de vino que le pasó a Falcó de buen grado. Masticó este un comprimido, echó hacia atrás la cabeza y con un chorro de vino áspero despejó boca y garganta. Devolvió la bota y sacó la pitillera, y el cabo aceptó complacido. Mientras Falcó le daba fuego, inclinada la cabeza para encender el cigarrillo, el caporal señaló a la gente tras la alambrada.

—No quieren perderse el espectáculo… Es mejor que ir al cinematógrafo.

—Las tragedias ajenas siempre interesan mucho —opinó Falcó.

—Y que lo diga —el otro inhaló una bocanada de humo y miró satisfecho el cigarrillo; después señaló el

Mount Castle—. Pobres tipos, ¿verdad?… Menuda les espera.

—Eso parece.

—Hay que tenerlos bien puestos para lo que van a hacer, ¿eh?… Salir con los otros esperando fuera.

—Lo mismo la niebla les echa una mano —dijo Falcó.

Asintió el caporal.

—Ojalá —dirigió un vistazo rápido a sus hombres y bajó la voz—. Yo soy apolítico, ¿sabe?… Estoy bien aquí, y me alegro de estar. Pero simpatizo más con la República que con los militares rebeldes. Estuve con ellos en Melilla, ¿comprende?… Los tuve de jefes. Y no digo más.

Asentía Falcó, valorando la suerte de aquel tipo afortunado, tan lejos de las alpargatas y la manta terciada al hombro, la barba sin afeitar, los disparos, los gritos de hombres que mataban y morían kilómetros más al norte. De todos aquellos compatriotas que exhaustos, vencidos, sin munición, levantaban los brazos y se dejaban llevar, con el fatalismo de su vieja raza, hasta la zanja donde iban a pegarles un tiro, fumando el pitillo que siempre tenían en la boca los españoles cuando los llevaban al paredón, o cuando se hacían a la mar para morir en una mañana de niebla. Como si el sabor acre del tabaco fuese el regusto amargo de sus vidas.

—Sí —comentó—. Tánger es otra cosa.

—Y que lo diga. Aquí se vive y se deja vivir… Pero a ver lo que dura.

Se despidió Falcó, regresando a las cajas de mercancías próximas al barco. Iba a sentarse cuando observó en la cubierta un movimiento inusual. Un grupo de hombres aparecía cargado con maletas y sacos marinos. Eran una docena. Se congregaron un momento en el portalón y luego bajaron uno tras otro, en fila, por la escala hasta el muelle, donde se agruparon de nuevo, graves, callados y sombríos. Cabizbajos. Algunos parecían avergonzados. Desde la regala del barco, otros marineros los observaban en silencio.

Comprendió Falcó. El capitán Quirós dejaba irse a los hombres que habían pedido desembarcar. No todos a bordo querían ser héroes.

Entre los que miraban desde la borda reconoció al contramaestre al que llamaban Negus. Llevaba este un tabardo oscuro y un gorro de lana. Apoyaba las manos en la regala mirando a los que habían bajado a tierra. Nadie, ni unos ni otros, decía una palabra. De pronto, adelantando el torso y la cabeza, el Negus escupió hacia el agua entre el casco y el muelle, o quizá lo hizo hacia tierra, aunque el salivazo no llegó tan lejos. Y como si fuera una señal, una orden o un insulto, los hombres desembarcados cogieron sus sacos y sus maletas y se alejaron despacio.

Sonó la sirena del barco junto a la alta chimenea: un toque desgarrado y breve que ahuyentó a las gaviotas cercanas. El amanecer se había asentado por completo, convirtiendo la niebla en una atmósfera gris que se espesaba en la distancia, difuminando los objetos en una claridad artificial, cenicienta y triste. A proa y popa del

Mount Castle, asistidos por los amarradores de tierra, los tripulantes se disponían a recoger las estachas. El runrún de las calderas a toda presión hacía vibrar el costado del buque, sobre el que flotaba un chato penacho de humo negro.

Ya había mucha gente congregada tras la alambrada de los gendarmes y en el espigón del puerto. Dio Falcó unos pasos hacia el barco. La pasarela seguía colocada en la banda, uniendo la cubierta con el muelle. Parecían a punto de retirarla, y se acercó hasta el pie mismo de esta, mirando hacia arriba, desalentado. Buscaba a la joven, pero solo vio marineros ocupados en sus faenas, y al Negus, que caminaba por la cubierta del buque hasta la popa con una especie de paquete multicolor bajo un brazo. Y al llegar allí, al pie del mástil desnudo, el contramaestre enganchó en la driza la bandera republicana, roja, gualda y morada, izándola hasta el tope. No soplaba brisa ninguna, y la bandera quedó colgando flácida y sin ondear. Pero eso no impidió que algunos amarradores españoles, franceses y moros, que estaban en tierra a punto de soltar las estachas de los norays, la vitorearan, solidarios.

Entonces Falcó volvió a mirar hacia la pasarela. Estaban retirándola en ese momento; y junto a ella, de pie en el muelle, estaba Eva.

Caminó lentamente, obligándose a hacerlo así, hasta llegar a su lado. Con una intensa sensación de alivio. Ella conservaba puesta la gabardina, subidas las mangas, las manos en los bolsillos. El pañuelo anudado bajo la barbilla seguía recogiéndole el cabello. Parecía muy sola y cansada, casi frágil en aquella luz triste, inmóvil sobre el muelle mojado. Miraba hacia el puente del barco, y no dejó de hacerlo cuando Falcó se detuvo muy cerca.

—No me dejó quedarme —dijo sin apartar la vista del puente.

Falcó no comentó nada. Se quedó quieto y callado. Se rozaban los hombros. Miró de reojo el perfil fatigado de la joven. Las bolsas de insomnio bajo los ojos.

—Casi peleé para que no me obligaran a bajar a tierra.

—No podías quedarte ahí.

Los amarradores habían largado las estachas del

Mount Castle, que cayeron al agua con un chapoteo antes de ser izadas a bordo. Aún había un grueso cabo que retenía el barco, manteniendo la amura contra las defensas del muelle y separando la popa.

—Casi peleé, como te digo… Literalmente.

Sonaron tres nuevos toques de sirena. Sobre el costado que se alejaba lentamente de tierra, algunos rostros de marineros miraban hacia la multitud que, desde el otro lado de la alambrada y el espigón, los veía partir. Se escuchaba algún grito de ánimo aislado, algún viva a la República, pero la mayor parte permanecía en silencio. Había mucho de solemne, decidió Falcó, en la actitud de la gente. En todo aquello.

—Me agarró por un brazo —insistió Eva—. Tengo órdenes, le había dicho antes. Debo ir con usted a Odesa… Él estaba consultando una carta náutica, levantó la vista y se limitó a mirarme inexpresivo, como si estuviese pensando en otra cosa y no me oyera… «Odesa», repitió en voz baja, muy ausente. Estaba claro que en aquel momento le parecía tan lejana como la luna… De pronto me sujetó muy fuerte por un brazo. Parecía tranquilo y firme… «En mi barco mando yo», dijo. «Así que váyase de aquí». Y de ese modo me llevó hasta el portalón, ignorando mis protestas. Casi a empujones.

—Te acaba de salvar la vida —opinó Falcó.

Ella tardó un momento en responder.

—Puede que sí.

—¿Querías que te la salvara?

La había mirado con intención, y la vio dudar un momento.

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