Eva

Eva


16. La última carta de la Muerte

Página 35 de 37

—No sé —cruzó los brazos, como si de repente tuviera frío—. No lo sé.

—Deberías agradecérselo.

—En cualquier caso, nadie le pidió que lo hiciera.

La sirena del

Mount Castle volvió a rasgar el aire brumoso: un último toque, breve y seco. El barco empezaba a moverse hacia adelante, proa a la bocana. Pese a la niebla, no llevaba ninguna luz encendida a bordo.

—Ahí está —dijo la joven—. Arriba… Míralo.

Siguió Falcó la dirección que ella indicaba. Un hombre de anchos hombros, vestido con chaqueta azul y cubierto con gorra blanca de marino, acababa de asomarse al alerón del puente. La barba rojiza y gris lo hacía fácilmente identificable.

—Impasible como una piedra —murmuró ella.

Por un momento, el capitán Quirós permaneció inmóvil, vuelto hacia la ciudad y la multitud que observaba su marcha. Después pareció mirar hacia donde se encontraban Eva Neretva y Falcó. Entonces la joven alzó una mano a modo de despedida.

—Loco admirable —dijo.

Miraba Falcó con fascinación el perfil frío de Eva, sus labios apretados, los ojos fijos en el hombre asomado al alerón. Y entonces vio, atónito, cómo una lágrima le corría por el rostro mientras los dedos de la mano alzada se cerraban en un puño: un saludo internacional y proletario que completó llevando ese puño a un lado de la frente, mientras el capitán Quirós regresaba al interior de su barco y el

Mount Castle desaparecía en la niebla.

—Vámonos de aquí —dijo Eva.

Caminaron sin decir nada más, alejándose del puerto y la gente. Más adelante, bajo el arco de la puerta de la Marina, Falcó sacó la pitillera y encendió dos cigarrillos. Se quedaron allí, en la penumbra, fumando mientras se miraban, callados. Ya hemos vivido antes este momento, pensó Falcó. Los dos. Es la nuestra una historia triste, repetida e interminable.

—¿Qué harás ahora? —preguntó al fin.

En realidad lo dijo por romper el silencio. Ella dio una chupada al cigarrillo y dejó salir el humo despacio, por la nariz y la boca.

—Pediré nuevas órdenes.

No dijo más, pues ambos sabían que era innecesario. Asintió Falcó para sus adentros. Por supuesto. Volvería a Moscú, a Valencia, a donde la enviaran sus jefes y su propia fe racional, fría e intolerante. Revestidos de esa fe, los hombres y mujeres como ella no malgastaban sus últimos minutos interrogando al Padre sobre por qué los había abandonado. Huérfanos bajo un cielo sin dioses, apretaban los dientes mirando a la tierra y alzaban el puño como había hecho ella en el muelle, antes de caer bajo la soga del verdugo o ante el piquete de ejecución. Mítines en tabernas abarrotadas de humo y sudor, obreros corriendo bajo fuego de ametralladoras, camaradas torturados, muertos en vida o muertos de verdad, para que las bestias de camisas negras, azules o pardas supieran que la humanidad no estaba vencida, que la lucha no se interrumpiría, pues era la lucha final. Así lo veía Eva Neretva, y nadie la haría cambiar de opinión. Nunca. Seguiría arrastrando esa lucha como una vieja, abollada e inseparable maleta, hasta su cita con la última hora. Con la última carta de la Muerte.

—Deberías darte un baño. Asearte un poco, cuidarte las magulladuras… Estás hecha una lástima.

Creyó verla sonreír. Apenas nada.

—Tampoco tú tienes buen aspecto.

—Casi me matas anoche —comentó él.

—Casi nos matamos.

—Me sobrecogiste, ¿sabes?… Mostrabas tu miedo a la manera de los valientes, tensa y tranquila, esperando cada golpe y dispuesta a responder con otro.

La joven no dijo nada a eso. Continuaron fumando. Se miraban indecisos, como retrasando la separación.

—Mi hotel está cerca —dijo Falcó.

—El mío también.

Siguió otro breve silencio.

—Cada cual por su cuenta, entonces —comentó él.

—Sí.

Dejaron caer los cigarrillos con falsa indiferencia y continuaron adelante, remontando la cuesta. Arriba, llegados a la medina, sobre la muralla, se detuvieron por última vez. Más allá del puerto y el espigón, la niebla velaba el horizonte, cerrándolo en una nube extensa, baja y plomiza.

—No creo que sea verdad que nos amemos —murmuró Eva.

Él reflexionó un momento. O aparentó hacerlo.

—Yo tampoco lo creo.

Miraba el rostro cansado de la joven, los ojos vagamente eslavos, el mechón de cabello rubio que asomaba bajo el pañuelo. Sintió deseos de acariciárselo, pero mantuvo las manos en los bolsillos.

—Escucha —dijo ella de pronto, estremeciéndose.

Se había vuelto hacia el mar y prestaba atención, contenido el aliento. Entonces Falcó oyó los cañonazos. Retumbaba un eco distante, monótono y siniestro como si alguien golpease un tambor cuyo parche estuviera hecho de carne humana. Y mar adentro, en fogonazos que apenas traspasaban la bruma gris, relampagueaban lejanas llamaradas.

Ir a la siguiente página

Report Page