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Quinta parte: Edad de Apogeo » 27. De la religión divinal a la religión prometeica

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De la religión divinal a la religión prometeica

Se ha observado a menudo la abundancia de masones entre los jefes revolucionarios franceses y los useños, y entre los políticos ingleses de la época. Por ello algunos han atribuido a la masonería aquellas luchas y revoluciones, conforme a un plan secreto tramado en los templos masónicos o logias. Es evidente que no ha existido semejante plan, por cuanto la revolución useña, supuestamente masónica, se realizó por medio de una guerra contra la también masonizada metrópoli inglesa, y porque la Revolución Francesa, en la que unos masones guillotinaron a otros, difirió profundamente de la useña en formas y fondos importantes. Sin embargo, la presencia masónica en aquellos sucesos y muchos más posteriores debe considerarse, si no la causa de ellos, sí un ingrediente nada nimio. Porque, además, las ideas masónicas encajaban bastante en las que se iban asentando a partir del protestantismo y en el siglo de la Ilustración. Sobre la masonería han corrido mil rumores y leyendas a partir de su reordenación en Inglaterra por el pastor calvinista escocés James Anderson, en 1723: desde las que la presentan como simple club filantrópico hasta las que le achacan todos los males de la humanidad. Por consiguiente, convendrá resumir brevemente el asunto.

Ante todo, la masonería es una orden religiosa con sus templos o

logias en las que se reúnen (

tenidas), practican ritos y cánticos, exponen sus mitos y su moral, discuten de temas diversos, etc. Existen diversos ritos masónicos y dos tendencias básicas, la inglesa de las Grandes Logias, deísta, y la francesa de los Grandes Orientes, más inclinada al ateísmo; pero en todos los casos es una religión iniciática y gnóstica, es decir, afirma proporcionar conocimientos profundos y esotéricos sobre la vida y su sentido, inaccesibles a los mortales comunes, al modo de las religiones mistéricas de la Antigüedad, con algunas de las cuales afirma entroncar. Significativamente, sus miembros se proclaman «hijos de la luz». Su organización es jerárquica, con 33 grados (hay variaciones), que miden la progresiva iluminación del adepto en los misterios y privilegios de la orden e incluyen títulos peculiares como «Sublime y valiente príncipe del Gran Secreto», «Sublime caballero elegido», «Maestro secreto», «Príncipe de Jerusalén», «Secretario íntimo», «Hermano terrible», etc. La iniciación comienza con un juramento prometiendo guardar los secretos masónicos, acompañado de truculentas amenazas en caso contrario. El secreto va aumentando de grado en grado, y es cultivado casi obsesivamente, lo cual no impide ciertas actividades públicas. Se ha afirmado que «su secreto es no tener secreto», juego de palabras a su vez enmascarador.

Como religión iniciática, la masonería colide con el catolicismo, que desde su origen rechazó la idea de unas verdades profundas de fe reservadas a unos pocos e inasequibles al vulgo. De ahí que pronto el Vaticano condenara a la masonería como una grave desviación, percibiendo además el peligro de su secretismo, que permitía manipular y socavar a la Iglesia y a los gobiernos situando ocultamente en puestos clave a «hijos de la luz» que a su vez abriesen poder a sus cofrades. Ello no chocaba tanto, empero, con la idea protestante de los predestinados a la salvación, reminiscente del concepto judío de «pueblo elegido» (Anderson afirmaba, gratuitamente, que en la Antigüedad todos los judíos habían sido masones). De ahí surgía la idea de que los elegidos se reconocieran entre sí, profundizaran en saberes particulares y actuaran de consuno. Por ello la masonería encontró poca dificultad en los países protestantes, y en el de origen, Inglaterra, ha estado siempre muy ligada a la casa real y a las empresas imperiales.

Tradicionalmente, el gnosticismo oponía el espíritu a la materia, viendo en esta el mal, como ocurría con los bogomiles o los cátaros; pero el gnosticismo masónico invierte los términos y tiende al materialismo. El ser humano ha sido definido como animal racional, animal moral, animal político, etc. pero la masonería lo entiende ante todo como «animal técnico», capaz de utilizar la naturaleza en su beneficio y de satisfacer así sus deseos y aspiraciones. Dios mismo es concebido al modo de un supertécnico, el «Gran Arquitecto». Se trata de una concepción esencial del hombre, presente también en el marxismo y diversas ideologías. Por el contrario, en el catolicismo y otras religiones aparece como un peligro esencial de la condición humana: la

hybris de divinizar al ser humano, gracias a su razón y a su capacidad técnica.

Así en el mito griego, Prometeo, titán hijo de la tierra, crea al hombre con barro, o bien le traspasa la técnica (el fuego) y le enseña a menospreciar y burlarse de los dioses. Finalmente, Zeus lo castiga encadenándole a una roca y enviándole un águila que todos los días le devora el hígado. Suele verse en el titán a un benefactor de la humanidad, y en Zeus al tirano celoso de la capacidad humana, que lo castiga injustamente. Paul Diel ofrece, en

El simbolismo en la mitología griega, una interpretación más coherente y menos superficial. La técnica permite al hombre mejorar su situación material, pero es inútil para dar valor a su vida, valor o sentido en gran parte misterioso y vinculado a los dioses. Cuando esta limitación de la técnica es pasada por alto y el bienestar material se convierte en el fin obsesivo del ser humano, la vida se banaliza y genera mil conflictos, agravados por el poder técnico; pues los deseos suelen ser contradictorios en sí mismos, y opuestos entre unas personas y otras.

Además, la capacidad humana de previsión utilitaria solo alcanza a las consecuencias de sus actos a corto o medio plazo; lo cual refleja el mito hermanando a Prometeo,

el previsor, con Epimeteo,

el que piensa tarde: dos caras de la razón humana. La técnica y el bienestar material derivado, concebidos como fin esencial de la vida sin subordinarlos al espíritu, figurado en los dioses, se volverían fuente de males, simbolizada por la Caja de Pandora. La estéril roca a la que es encadenado Prometeo simboliza su propia elección exclusiva por los bienes terrestres, y la consiguiente trivialización de la vida. Al devorar el hígado del titán, el águila, enviada del espíritu clarividente que se alza sobre la tierra, figuraría el remordimiento por la pérdida de una vida más elevada. Dejo aquí la distinción entre materia y espíritu, que ha generado tanto debate, aunque un ejemplo algo tosco ayudaría a ello: desde el punto de vista material, un libro es una cantidad de papel y de tinta, con volumen, forma y masa medibles. Pero es también el continente de un mensaje o intención, expuesto en las complicadas disposiciones de la tinta, aunque estas por sí mismas no signifiquen nada. Cada unidad de libro material es única y el total cuantificable, pero el contenido no es medible. La

Divina comedia es siempre una, aunque se presente en miles de ejemplares con formas materiales diversas.

En el mito judío del Génesis el hombre, hecho de barro, tiende al barro, a la materia contra el espíritu, tendencia representada por la tentación de la serpiente, que se arrastra por el suelo: le promete que desobedeciendo a Dios se hará igual a este. La semejanza con el mito de Prometeo es clara. Lo que aquí importa es señalar el carácter prometeico de la religión masónica, una especie de mística de la técnica, en la que se esfuma la tensión y el conflicto psíquico entre el espíritu (la divinidad) y la materia, así como entre el bien y el mal. El hombre encuentra la plena satisfacción de la vida en la aplicación de la ciencia y la técnica en progreso indefinido. Ya no hay oposición entre Zeus y Prometeo, entre Dios y Lucifer («Portador de luz»). El Gran Arquitecto figura al mismo tiempo a uno y otro.

Todo ello opone frontalmente al cristianismo, especialmente su rama católica, a la masonería. Y no menos las afirmaciones universalistas de esta: según las

Constituciones de Anderson, el masón debe

obligarse solo a la religión en la cual coinciden todos los hombres, dejando sus particulares opiniones a ellos mismos. Es decir, la masonería recogería el fondo común a todas las religiones, quedando así por encima de ellas sin chocar con ninguna. De este modo aparentemente inocuo, el cristianismo se veía reducido a una «opinión» entre tantas, y progresivamente limitado al ámbito de la intimidad, permaneciendo solo, en un plano más general, la «religión de todos los hombres». Naturalmente, el catolicismo se afirmaba como universal con mayor razón que la masonería, pues los afanes universalistas de esta se contradecían flagrantemente con su realidad como sociedad iniciática y secreta.

Un objetivo de la masonería consistía en formar «hombres buenos y verdaderos, de honor y honradez

», en sus logias, centros de encuentro para forjar

«una verdadera amistad entre personas que sin ellos permanecerían a perpetua distancia

». Ciertamente, nadie podría mostrar desacuerdo con la bondad, el honor, la amistad o la honradez encomiados por la orden, pues son aspiraciones comunes a casi todos los seres humanos. Pero cabría disentir de la pretensión implícita de que alcanzar o culminar tales virtudes exija una iniciación en extraños misterios o que la «verdadera amistad» precise de una sociedad secreta. Por el contrario, al proceder de la «religión de todos los hombres», tales virtudes nacerían espontáneamente en la humanidad, y siendo las mismas predicadas por las religiones en general, la masonería resultaría superflua. Debe observarse, además, que la elaboración moral del catolicismo es harto más compleja, sutil y depurada que los tópicos masónicos, definidos por el pensador italiano Benedetto Croce como «abstractismo y simplismo».

* * *

La masonería es mencionada aquí no como causante principal de las revoluciones y otros movimientos, sino como una corriente significativa entre otras que marchaban en dirección similar durante el siglo XVIII. Y porque en sí misma expone sus profundas contradicciones. Generalmente los profundos cambios de entonces se analizan en clave política (la Revolución Francesa) o económica (la Revolución Industrial). Pero creo más fundamental interpretarlos como una ruptura con la tradición cristiana que había caracterizado a Europa desde un milenio y medio antes. Podría definirse la ruptura como la sustitución de la religión divinal cristiana por la prometeica, que hemos ejemplificado en la masonería. La transformación se apoyaba en los asombrosos avances científicos y técnicos de aquel tiempo, pero debe entenderse que no fue completa ni desplazó en grado decisivo al cristianismo, que ha pervivido desde entonces, aun si ciertamente debilitado en su influencia política y de masas.

Tradicionalmente, la fe se depositaba en un Dios personal, creador del universo y constantemente presente en él, y en la idea del cielo (o el infierno) en un más allá donde se completase la justicia. Pero, especulando sobre los logros científico-técnicos, se abrió paso la idea de que era el hombre quien podía hacer su voluntad y modelar la naturaleza para alcanzar el cielo en la tierra. La imagen de la divinidad persistía como un «relojero», o «arquitecto» diseñador del universo, el cual, una vez construido, no exigía ulterior intervención divina: lo hacían en su lugar las leyes de la física, la química u otras que la mente humana iba descubriendo. Esta era la posición deísta, que no requería ninguna fe particular, solo cierta convicción racional. Desde ahí era fácil declarar prescindible a todo efecto práctico a aquel dios relojero o arquitecto. El astrónomo Laplace pudo jactarse de haber elaborado una explicación del universo, basándose en Newton, que hacía innecesaria la

hipótesis de Dios.

Por eso o por un panteísmo como en Spinoza, la naturaleza desplazaba a Dios, lo cual cambiaba radicalmente el enfoque: Dios está sin duda por encima del hombre, pero la naturaleza no, pues el hombre puede conocerla y dominarla, convirtiéndose de ese modo en re-creador del universo. Los atributos divinos pasan así, casi inadvertidamente, de Dios al Hombre dotado del arma todopoderosa de la razón, que pone a su servicio a la ciega naturaleza. En la larga tensión entre razón y religión, la primera triunfaba por completo, culminando en el deísmo o en el ateísmo. Quienes así pensaban solo podían conceder utilidad al cristianismo como medio para mantener sumiso al populacho: la fe popular, creía Voltaire, evitaba que la

canaille diera rienda suelta a sus instintos y convirtiera la sociedad en una vorágine de crímenes. Concepción ya vista en Polibio.

Aquel optimismo no convencía al pensador escocés David Hume, que por medio de la razón socavó los fundamentos de la razón. Descontento con el deísmo, intentó demostrar la imposibilidad de la existencia de Dios: postuló que la religión nace del miedo y la ignorancia ante los hechos naturales. Como la ética aparecía como el principal efecto de la fe en Dios, como un dictado o ley natural de origen divino, propuso una nueva moral basada en la utilidad pública, el placer y la felicidad. El comercio, según era ya habitual, fundaba la riqueza, peana de la mayor felicidad social, y por tanto el grado más alto de moralidad. Sin embargo él mismo segó la raíz de sus tesis, que no partían del conocimiento empírico ni de la razón, sino de la «ciencia del hombre», del modo como nuestra mente maneja la experiencia: la razón no permite entender el mundo, pues uno de sus pilares, la causalidad, solo es un supuesto mental formado a partir de sucesiones de hechos y repeticiones, de las que la mente infiere arbitrariamente normas generales. Por ello, también la inducción, pilar del empirismo y de la ciencia, perdía solidez. Y lo mismo el «yo pensante» de Descartes: la idea del yo se forma con impresiones cambiantes y discontinuas, nada firmes

Según Hume, la razón solo permite relacionar medios y fines, pero no distinguir el bien y el mal de ellos, por lo que tampoco puede fundar la moral. Asimismo, no cabe deducir «lo que debe ser», la ética, de «lo que es», los hechos reales. La ciencia y la ética, carentes de fundamento racional, solo podían nacer de un «instinto inexplicable», puesto por la naturaleza en nosotros. Las capacidades de la razón se difuminaban, oscureciendo el programa ilustrado de hallar mediante ella verdades seguras. Claro que la crítica de Hume es aplicable a sus propias conclusiones y propuestas, como la utilidad pública, el placer o la felicidad, dejándolas en una nebulosa. Conclusiones que, por lo demás, solo podían venir del uso de la razón y la inducción. Pese a someter la razón a tal castigo, suele valorarse la obra de Hume como un hito de la Ilustración.

Kant, considerado la cumbre de la filosofía del siglo XVIII y uno de los máximos pensadores de la historia, trató de establecer un orden general del pensamiento y su relación con la realidad, problema que venía de Descartes o, más lejos, de la polémica escolástica entre nominalismo y realismo. Contra Hume, Kant reivindicó la razón y la experiencia y al mismo tiempo marcó sus límites, para solventar problemas filosóficos arrastrados desde Grecia. La experiencia se nos presenta como un caos de datos (los

fenómenos), que solo se transforman en conocimientos por la acción ordenadora de la razón o entendimiento sobre ellos, encuadrándolos en el tiempo y el espacio (condiciones a priori, es decir, ajenas a la experiencia), y en las categorías o conceptos primordiales de calidad, cantidad, relación, etc. Condiciones a priori y categorías pertenecen al sujeto, no al mundo exterior, pero son universales y necesarias, no arbitrarias.

A esta solución la llamó «idealismo transcendental»: idealismo porque no parte de la materia empírica, sino del sujeto; y transcendental, por su carácter general y necesario que transciende a la subjetividad. Los fenómenos son así «las cosas para nosotros», y por tanto un mundo de apariencias no falsas, pero que presuponen algo detrás de ellas: las «cosas en sí» o

númenos, inaccesibles a nuestra capacidad intelectiva. Al igual que Hume, descarta las pruebas de la existencia de Dios o del alma expuestas ya desde Grecia y por la escolástica, pues Dios y alma no son fenómenos sino númenos fuera del alcance de nuestra razón. Aun así, encuentra posible una «fe racional»: la ley moral en el interior de los hombres —que sí es fenoménica— no podría justificarse sin recurrir como postulados a Dios y la inmortalidad del alma, y así la contradicción interna de la expresión «fe racional» desaparece: es fe porque su objeto no puede conocerse, y es racional porque no parte de la revelación sino de una exigencia de la razón. De modo similar la ética, arbitraria en Hume, encuentra suelo en apariencia sólido: el deber o imperativo categórico por encima de la conveniencia, la utilidad o el placer.

La solución kantiana tampoco parecía muy robusta. Las leyes físicas sugerían un mundo ordenado sin intervención de un Creador más allá de su comienzo, pero con la vida humana el asunto se complicaba. Por mucho que, por analogía con la física, se supusiera una ley moral profunda común a los hombres, las leyes humanas eran cambiantes y a menudo contradictorias, nunca habían logrado impedir mil conflictos y guerras y, por justas que las creyeran unos, siempre parecerían injustas y dañinas a otros. Además, unas mismas leyes producían frutos distintos según el tiempo y lugares donde se aplicaran. Y descendiendo de lo social a lo particular, el destino de las personas estaba sujeto a mil azares e imprevistos, interpretables como una permanente intervención divina… o como prueba de la inexistencia de Dios, al menos de un Dios bondadoso, dadas las frecuentes desgracias de la vida (aunque ya decía Zeus en la

Odisea: «Los mortales culpan a los dioses por todos sus males, y son ellos los que se atraen infortunios con sus locuras»). Como fuere, afrontar males, injusticias y sucesos aciagos exige fe en una justa voluntad divina, o bien conduce a la desesperación. Otra salida típica, el nihilismo, promete al individuo modelarse libremente como mejor le plazca, pero es una libertad en el absurdo. Al llegar a tales alturas especulativas, la razón no acaba de encontrar un camino.

Otra causa por la que los principios éticos no podían fundarse en la razón radicaba en la libertad, sin la cual no puede concebirse la responsabilidad ni, por tanto, la moral. Pero la libertad quedaría abolida si la razón fuera capaz de alcanzar conclusiones únicas de valor general, que impondrían por su propio peso una conducta también única y general, al modo de una ley física. El hombre se volvería esclavo de la razón, y la libertad solo sería posible como una ilusión causada por la ignorancia o como una rebeldía caprichosa e irracional, digna de severa represión. Esta es, en realidad, la consecuencia de doctrinas como la masónica y en general las ilustradas, y fundaría las ideologías nacidas de la Ilustración, que condicionarían la historia europea posterior.

Los ideales éticos ilustrados proclamaban la bondad y virtudes similares a las cristianas, pero las reelaboraban con una diferencia crucial: el cristianismo enfoca la bondad como un esfuerzo consciente contra las inclinaciones malvadas presentes en el hombre, mientras que los ilustrados imaginaban un hombre bueno por naturaleza, aunque pervertido por la sociedad —razonamiento en círculo— o por la propia religión, que lo sumía en la ignorancia. Suprimiendo esa ignorancia y transformando la sociedad de raíz, el hombre recobraría su bondad intrínseca.

El mal, en definitiva, consistía en la ignorancia y era subsanable por las prédicas de la razón, que de paso eliminaban la penosa noción de pecado y de culpa, propia de la moral cristiana. En la

Nueva Atlántida de Bacon un sistema social racional y tecnicista excluía la ignorancia, por tanto el mal; por lo cual tampoco existía el bien. De hecho, el Hombre prometeico carece de moral, o más propiamente convierte la técnica y el dinero en el criterio de la moral. Muchos dirían que el conocimiento, la técnica o el dinero pueden emplearse de forma malvada, pero esa idea podía descartarse como una muestra más de ignorancia derivada de la fe tradicional. Ahora la bondad o maldad de las acciones quedaría definida por su rendimiento técnico y económico, dejando de lado

supersticiones metafísicas e incuantificables.

Desde luego, la ignorancia es un mal, pero reducir a ella la consistencia de este implica atribuirse un conocimiento imposible: ninguna persona o grupo podría ni remotamente dominar la enorme y creciente masa del conocimiento humano, técnico o no; ni prever adónde llegará el conocimiento, o qué teorías tomadas por verdaderas en un momento dado quedarán luego descartadas por falsas o insuficientes. Etc.

Los problemas solo podían resolverse de un modo: divinizando al Hombre o a la Humanidad, en nombre de la cual hablaban y obraban los ilustrados. El Hombre era declarado todopoderoso, aunque fuera en proceso, y rodeado de divinidades auxiliares como la Razón, la Libertad, la Igualdad, el Progreso, el Pueblo, la Nación o la Ciencia. Abstracciones divinizadas, porque exigían una fe… no autorizada por la razón, por la ciencia o por la experiencia histórica; sin contar la dificultad de analizar racionalmente la libertad, la igualdad, etc. Desde entonces, la inmensa mayoría ha tomado tales abstracciones como «verdades de fe»… si bien interpretadas de modos diversos y aun opuestos por diversas corrientes ideológicas.

Todo el discurso se contradecía desde el principio: los fundamentos de las nuevas doctrinas se asentaban en mitos. La masonería, que obraba en nombre de la Humanidad y la filantropía, la razón o la democracia, era una sociedad iniciática y secreta incompatible en su constitución con sus fines, y su apelación a las luces de la razón chocaba con sus barrocos rituales e iniciaciones, sus juramentos o sus relatos explicativos seudohistóricos. Los independentistas useños se declaraban «el pueblo» (

We, the people), siendo en realidad una oligarquía; declaraban «verdades evidentes» hechos tan dudosos como que todos los hombres nacen libres e iguales; tras lo cual reservaban el derecho al voto a solo una parte de los blancos, los propietarios. En general, la nación y el pueblo se convertían en fuente de legitimidad para cualquier partido que se atribuyera sus intereses y representación en un plano inevitablemente metafísico… En suma, las nuevas doctrinas podían muy bien sufrir la crítica racional que ellas utilizaban contra el cristianismo. Crítica aún más demoledora, puesto que la religión reservaba un ámbito a la fe, solo parcialmente accesible a la razón, mientras que la razón rechazaba la posibilidad de tal ámbito.

Por tanto, el ejercicio de la razón podía devastar más completamente a la Razón y demás dioses, que a la divinidad cristiana. Parece que la fe es un producto natural de la condición humana, incierta, futuriza y angustiosa; pero los nuevos dioses resultaban mucho más vulnerables a la acción del análisis racional.

* * *

En el terreno político, la nueva religión inspiró un profundo desprecio por la historia anterior, en particular por la que entonces se llamó «Edad Media», la «Edad Oscura», tan densamente católica. Los revolucionarios, en Usa como en Francia, tenían la convicción de estar inaugurando una época nueva en la historia, no ya de Europa o de Occidente, sino de la humanidad.

Rasgo clave de la nueva época era la modificación profunda y deliberada de la sociedad, que se venía gestando de forma inconsciente a lo largo de siglos. La vieja estructura social de

oratores,

bellatores y

laboratores había surgido en la Edad de las Invasiones, y llaman la atención unas frases de Sièyes atacando a la nobleza como representante del elemento conquistador germánico (los francos) frente a la masa de la población de origen galo-romano, e invitando a los nobles a volverse a los bosques de Franconia. Ciertamente se trataba de una falsa oposición, por cuanto lo mismo las oligarquías aristocráticas que la población originaria se habían mezclado y cambiado con el tiempo; pero expresaba un hecho originario.

La sociedad creada en la Edad de Supervivencia, ruralizada en extremo, había evolucionado y se había complicado con el tiempo, pero persistía en líneas generales, con sus estamentos poco permeables entre sí y privilegios de la nobleza y el clero. Esta resistencia de las viejas estructuras (el Antiguo Régimen) venía siendo corroída por el aumento de la población, y sobre todo de las ciudades. Las estimaciones demográficas registran épocas de crecimiento y de disminución, estas debidas a las pestes. Se calculan 60 millones de europeos (otros los suben a más de 90 millones) a finales del siglo XV, duplicándose en 120 o 180 a finales del de la Ilustración. Francia habría pasado de 17 a 27, Alemania de 12 a 24, Inglaterra habría triplicado los suyos, hasta 11-12 millones. España habría pasado de 6 a 10, Italia de 10 a 18. El caso de Rusia es aparte, porque habría saltado de 6 a 36 millones, debido a su expansión territorial.

El crecimiento urbano fue más decisivo. La mayoría de las ciudades procedía de las de tiempos de Roma o de la Edad de Asentamiento, y casi todas las de más de 20.000 habitantes existían ya a finales del siglo XIII. A principios de la Edad de Expansión, el país más urbanizado era Italia, donde Venecia, Milán o Nápoles superaban los 100.000 habitantes; pero empezaba su decadencia. Desde mediados del XVI, es la fachada atlántica, son los Países Bajos y el norte y noroeste de Europa quienes toman el relevo: Amberes, Rotterdam, Londres, París, Sevilla, Lisboa… Hacia 1800, París era ya una gran urbe de 750.000 habitantes y Londres la superaba en más de cien mil. Bastantes otras, como Ámsterdam, Viena, Berlín o Madrid superaban o se acercaban a los 200.000. En España, Sevilla y Barcelona alcanzaban los 100.000. La urbanización se aceleraría en el siglo siguiente, con la Revolución Industrial. Pero no era Europa el continente con ciudades más pobladas, pues bastantes en Asia, sobre todo en China e India, superaban sus cifras más altas, y Constantinopla/Estambul pasaba del medio millón. Sin embargo el efecto político de la urbanización fue más profundo en Europa.

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