Europa

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Quinta parte: Edad de Apogeo » 27. De la religión divinal a la religión prometeica

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Las ciudades, incentivadas por el comercio, la artesanía, más tarde las manufacturas, corroían por sí mismas a la sociedad estamental, pues facilitaban la mezcla de gentes y familias por el poder del dinero, y desafiaban la autoridad de la vieja oligarquía. Los reyes se aliaron a menudo con ellas frente a los nobles, lo que originó las Cortes de León, imitadas en los demás reinos hispanos o Inglaterra, en esta con más constancia, y contaron entre las fuentes inspiradoras de la Constitución de Usa, influyente a su vez en la Declaración francesa. Aquellas Cortes ya establecían derechos fundamentales como la propiedad privada, la inviolabilidad del domicilio y el correo, garantías judiciales incluso frente al monarca, y obligación de este de contar con ellas para declarar la guerra o recaudar impuestos. Aparte del clero y los nobles, estaban representados en ellas los burgueses, es decir, las oligarquías urbanas, pues la masa de los habitantes y por supuesto los campesinos, carecían de representación real, como seguiría ocurriendo en los parlamentos hasta las revoluciones mencionadas y aun después. La democracia, entendida como representación mediante el sufragio universal, tardará muchos decenios en implantarse, no predominando en Europa hasta el siglo XX.

Ello no quiere decir que antes el pueblo llano estuviera sometido a un continuo despotismo (aunque en algunas zonas la opresión y los «malos usos» eran lo normal); incluso los siervos de la gleba tenían algunos derechos, y se cumplían más o menos por la costumbre o la moral religiosa. Pero lo importante de aquellos acuerdos de las Cortes es que limitaban claramente la posibilidad de la oligarquía y del monarca de actuar con arbitrariedad, defendían al individuo e implicaban cierta participación en el poder por parte de un estamento distinto de la nobleza y el clero (y del campesinado).

La idea implícita en el Antiguo Régimen atribuía al clero y a los nobles entendimiento, conocimientos y responsabilidad superiores a los del pueblo llano, por lo que debían dirigir a este. Pero el progreso de la urbanización había ido formando una capa cada vez más numerosa de personas cultas e inteligentes, a menudo de posición económica desahogada o adinerada, con tareas y cargos socialmente relevantes; y descontentas con los privilegios de las viejas oligarquías tradicionales. Llegado un momento, esas capas reivindicaron derechos e igualdad ante la ley y recurrieron al pueblo llano para acabar con el Antiguo Régimen. Las dos grandes revoluciones del siglo XVIII culminaron, por tanto, un proceso muy complejo y largo.

La Declaración de Derechos de Virginia afirmaba que todos los hombres eran libres e independientes por naturaleza, con derechos inherentes al disfrute de la vida y de la libertad, a la adquisición de propiedad y la búsqueda y obtención de felicidad y seguridad; que todo el poder procede del pueblo, siendo los magistrados sirvientes y responsables ante él, pudiendo la mayoría de la comunidad reformar o derrocar un gobierno si juzgaba que no cumplía su misión; que las elecciones debían ser frecuentes, regulares y auténticas, con libertad de prensa y religión; todos los ciudadanos eran iguales ante la ley, sin privilegios ni derechos políticos hereditarios. Y con derecho a un juicio con todo tipo de garantías etc. Este texto se considera la primera declaración de derechos humanos e inspiración de la francesa.

Claro que si todos los hombres eran libres e iguales, etc., ¿cómo es que en la sociedad siempre había habido desigualdades y diferentes grados de libertad, desde la esclavitud al privilegio? Y si eran independientes, ¿cómo es que dependían tan profundamente de la sociedad para su subsistencia, ideas, idioma y tantas cosas más que le venían dadas y le condicionaban? La Declaración no expresa en modo alguno una realidad histórica y social, sino un deseo que, desde luego, no se cumpliría nunca. La realidad es que la capacidad y habilidad para obtener riqueza crearía nuevas oligarquías, y la idea de los políticos como meros sirvientes «del pueblo» nunca funcionaría, dada la heterogeneidad y mutabilidad de ideas e intereses en él. No obstante, la sustitución de la herencia y el privilegio ancestral por la propiedad y el dinero para la formación de oligarquías otorgaría a la sociedad useña un dinamismo excepcional.

La Declaración parecía implicar una democracia, pero los Padres Fundadores de Usa no la tenían en mente. Al revés, oponían la libertad a la democracia, considerando que esta daría el poder a los elementos más irresponsables y atrasados. Por supuesto, aunque los hombres fueran «libres e iguales», no se pensaba en todos, sino en los propietarios. Incluso Jefferson insistía en que el sufragio no podía extenderse a los iletrados. Cambiar esa actitud exigiría un proceso de décadas, lleno de protestas y amenazas. La Constitución no tenía en cuenta solo el peligro de despotismo, estableciendo equilibrios de poder, sino también el peligro del populacho. John Adams defendió un Parlamento bicameral (Senado y Congreso), por pensar que una sola cámara caería en «todos los vicios, locuras y flaquezas» de los individuos.

En Francia la ruptura con el pasado fue más consecuente. Nobleza y clero fueron vituperados como opresores absolutos, parásitos de la nación, del pueblo, sin rehuir «calumnias enormes, con tal potencia que perviven todavía», en palabras del historiador conservador Pierre Gaxotte. Desde luego, los intelectuales ilustrados vueltos revolucionarios despreciaban al pueblo bajo, la

canaille, pero entendieron la conveniencia de recurrir a él contra el Antiguo Régimen. Su esfuerzo consistía en atacar las ideas y principios políticos que habían sustentado las sociedades europeas hasta entonces y, efectivamente, los mismos se tambaleaban. Paradójicamente, el propio cristianismo les ayudaba con sus prédicas de igualdad, compasión, etc., que ya en el pasado habían inspirado numerosas revueltas. Aquellas prédicas, extendidas a la política, dificultaban la defensa de las oligarquías. Ya Lutero había experimentado esa dificultad y reaccionado contra ella con máxima energía cuando la rebelión campesina; pero ahora los poderosos dudaban de su propia legitimidad: Gran parte de los clérigos, empezando por Sièyes, votaron la abolición del poder eclesiástico, y numerosos aristócratas, empezando por La Fayette, empujaron la revolución.

Consecuencia de las nuevas doctrinas fue una descalificación radical del pasado, tachado de oscurantista, supersticioso, miserable en todos los aspectos, dominado por repugnantes tiranos. Ello explica la furia con que la revolución atacó el legado de la historia, mucho más allá de cambios políticos mayores o menores: la destrucción de la abadía de Cluny, uno de los lugares más emblemáticos de la cultura europea, entre tantos otros estragos, revela perfectamente esa actitud. Al respecto caben dos observaciones: la experiencia del Terror y otras acciones brutales debilitaron su impulso durante el siglo XIX, sin por ello impedir nuevos intentos revolucionarios. Pero la pulsión por arrasar la herencia cultural para construir algo completamente nuevo resurgiría en el siglo XX. Y en ninguno de los dos casos borrarían del mapa a la Iglesia ni, más en general, la herencia cristiana, aunque les infligieran graves derrotas. En cuanto a la Revolución Americana, mantuvo abiertamente la herencia cristiana, y sus derivas, también en parte prometeicas, fueron de otro tipo.

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