Esmeralda

Esmeralda


Capítulo 3

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«¿No podríamos seguir siendo amigos?»: esa frase era realmente lo último.

—Seguro que muere un hada cada vez que en algún lugar del mundo se formula esta pregunta —dije.

Me había encerrado en el lavabo con el móvil y hacía grandes esfuerzos para no ponerme a gritar, porque —media hora después de mi conversación con Gideon— seguía con ganas de hacerlo.

—Lo que él ha dicho es que quería que fuerais amigos —me corrigió Leslie, que, como siempre, había tomado nota de cada palabra.

—Eso es exactamente lo mismo —dije yo.

—No. Quiero decir que tal vez sí, pero… —Leslie suspiró—. La verdad es que no lo entiendo. ¿Y esta vez estás segura de que has dejado que se explicara del todo? En Diez cosas que odio de ti hay un…

—He dejado que se explicara del todo, para mi desgracia, diría yo. —Miré el reloj—. Oh, mierda —volví a decir. Acababa de descubrir que tenía dos manchas rojas redondas en las mejillas—. Creo que he tenido una reacción alérgica.

—Solo son manchas de rabia —diagnosticó Leslie cuando le describí lo que veía—. ¿Qué me dices de tus ojos? ¿Te parece que brillan peligrosamente?

Observé mi imagen en el espejo.

—Bueno en cierto modo sí. Es un poco como la mirada de Helena Bonham Carter en el papel de Bellatrix Lestrange en Harry Potter. Bastante amenazador.

—Está claro, pues, tiene que ser eso. Escúchame bien, ahora vas a salir ahí fuera y los fulminas a todos con la mirada, ¿vale?

Asentí obedientemente y le prometí que lo haría.

Después de la llamada me sentí un poco mejor, aunque el agua fría no pudo hacer desaparecer la rabia ni las manchas.

Si mister George había encontrado extraño que tardara tanto, no se lo noté.

—¿Todo va bien? —me preguntó amablemente ante el antiguo refectorio, donde me había estado esperando.

—Perfecto —contesté. Eché una mirada por la puerta abierta, pero, en contra de lo que había esperado, Giordano y Charlotte no se veían por ninguna parte. Y eso que llegaba con muchísimo retraso a la clase—. Es que tenía que… hummm… ponerme un poco de colorete.

Mister George sonrió. Aparte de las arruguitas en torno a los ojos y en las comisuras de los labios, nada sugería en su rostro redondo y afable que hacía tiempo que había cumplido los setenta años. Su calva reflejaba la luz, y toda su cabeza hacía pensar en una bola de bowling bien pulida.

Instintivamente sonreí también. La mirada de mister George siempre producía en mí un efecto apaciguador.

—De verdad, ahora se lleva así —dije señalando las manchas rojas de mis mejillas.

Mister George me tendió el brazo.

—Vamos, mi valiente muchacha —dijo—. Ya he avisado de que iríamos abajo a elapsar.

Lo miré perpleja.

—¿Y qué pasa con Giordano y la política colonial del siglo XVIII?

Mister George sonrió suavemente.

—Bueno… digamos que, mientras estabas en el lavabo, he aprovechado para explicar a mister Giordano que hoy no tenías tiempo para la clase.

¡El leal y bondadoso mister George! Él era el único entre los Vigilantes al que parecía importarle algo. Aunque tal vez bailar el minué me hubiera relajado un poco —como a esa gente que descarga su rabia golpeando un saco de boxeo o en el gimnasio—, la verdad es que podía renunciar perfectamente a la sonrisa de superioridad de Charlotte.

—El cronógrafo espera —dijo ofreciéndome el brazo.

Me apoyé gustosamente en él. Por una vez me alegraba de tener que realizar mi salto controlado en el tiempo diario, y no solo porque me permitía escapar del cruel presente llamado Gideon, sino también porque el salto de hoy era el elemento clave en el plan maestro que Leslie y yo habíamos trazado, siempre y cuando funcionara, claro.

De camino a las profundidades del enorme sótano abovedado, mister George y yo atravesamos el cuartel general de los Vigilantes. El recorrido era extraordinariamente enrevesado y se extendía a lo largo de varios edificios. Había tantas cosas que ver, incluso en los intrincados pasadizos, que una casi tenía la sensación de encontrarse en un museo: innumerables pinturas enmarcadas, planos geográficos antiquísimos, tapices tejidos a mano y colecciones completas de espadas colgaban de las paredes; objetos que parecían muy valiosos, como porcelanas, libros encuadernados en cuero y antiguos instrumentos de música, se exponían en vitrinas, y había montones de arcas y cajitas talladas, a las que en otras circunstancias me hubiera encantado echar una ojeada.

—No entiendo nada de maquillaje, pero si necesitas a alguien con quien hablar sobre Gideon, soy bueno escuchando —dijo mister George.

—¿Sobre Gideon? —repetí despacio, como si primero tuviera que pensar de quién hablaba—. Todo va bien entre Gideon y yo. —¡Sííí, perfecto! Mientras caminaba, golpeé la pared con el puño—. Somos amigos, solo amigos. —Por desgracia, la palabra «amigos» no salió con mucha fluidez de entre mis labios, sino que más bien la escupí entre dientes.

—Yo también he tenido dieciséis años, Gwendolyn. —Los ojillos de mister George brillaban de afecto—. Y te prometo que no diré que ya te había prevenido…

—Estoy segura de que usted era un chico encantador con dieciséis años. —No podía imaginarme a mister George utilizando tácticas retorcidas ni engañando a nadie con besos y palabras bonitas.

«… Basta que estés conmigo en la misma habitación para que enseguida tenga la necesidad de tocarte y de besarte». Mientras caminaba, traté de ahuyentar el recuerdo de la mirada intensa de Gideon pisando con más fuerza. La porcelana se puso a vibrar en las vitrinas.

Perfecto. ¿Quién necesitaba bailar el minué para descargar la rabia? Con eso era más que suficiente. Aunque hacer añicos alguno de esos jarrones tan valiosos tal vez habría reforzado el efecto.

Mister George me miró durante un rato con el rabillo del ojo, pero al final se contentó con apretarme el brazo y suspirar.

De vez en cuando pasábamos junto a una armadura, y como ya me había ocurrido antes, cada vez tenía la desagradable sensación de que alguien me observaba desde dentro.

—Ahí hay alguien, ¿verdad? —le susurré a mister George—. Un pobre novicio que no puede ir al váter en todo el día, ¿no? Me doy perfecta cuenta de que ahora mismo nos está observando.

—No —dijo mister George, y rio bajito—. Pero hay cámaras de vigilancia instaladas en las viseras, de ahí que tengas la sensación de que te observan.

Vaya, con que cámaras de vigilancia… Bueno, al menos no tenía que compadecerme de ellas.

Cuando llegamos a la primera escalera que bajaba hacia los sótanos, recordé que mister George se había olvidado de algo.

—¿No me quiere vendar los ojos?

—Creo que hoy podemos ahorrárnoslo —respondió mister George—. No hay nadie aquí que nos lo prohíba, ¿no es cierto?

Lo miré perpleja.

Normalmente tenía que recorrer el camino con los ojos tapados con un pañuelo negro, porque los Vigilantes no querían que pudiera encontrar por mi cuenta el lugar donde se guardaba el cronógrafo. Por algún motivo consideraban probable que se lo robara si tenía la oportunidad, lo que naturalmente era una estupidez, porque aquel trasto no solo me parecía siniestro —¡funcionaba con sangre!—, sino que tampoco tenía la menor idea de cómo se utilizaban sus incontables engranajes, palancas y cajoncitos. Pero, en lo que al tema de los robos se refería, todos los Vigilantes se comportaban como unos paranoicos.

Seguramente eso se explicaba porque en otro tiempo había habido dos cronógrafos. Hacía casi diecisiete años, mi prima Lucy y su novio Paul, los números nueve y diez en el Círculo de los Doce, se habían escapado con uno de ellos, aunque todavía no había descubierto cuál había sido exactamente el motivo que habían tenido para hacerlo, de hecho, había un montón de cosas en las que andaba a ciegas en todo ese asunto.

—Por cierto madame Rossini nos ha hecho saber que ha elegido un nuevo color para tu vestido de baile, no recuerdo cuál, pero estoy convencido de que estarás arrebatadora con él. —Mister George rio entre dientes—. Aunque hace un rato Giordano ha vuelto a pintármelo todo de negro y me ha vuelto a recitar la lista completa de los espantosos faux pas que vas a cometer en el siglo XVIII.

El corazón me dio un brinco, porque me hizo recordar que tenía que ir con Gideon al baile, y en ese momento no podía imaginar siquiera que al día siguiente estaría en condiciones de bailar con él sin destrozar, como mínimo, su pie.

—¿Por qué tanta prisa? —pregunté—. ¿Por qué el baile, visto desde nuestra perspectiva, debe tener lugar forzosamente mañana por la noche? ¿Por qué no podemos esperar sencillamente unas semanas más? Al fin y al cabo, ese baile se celebra ese preciso día del año 1782 sin que importe el momento desde el que nosotros lo visitemos, ¿no es así?

Prescindiendo de Gideon, esa era una cuestión que hacía tiempo también me preocupaba.

—El conde de Saint Germain ha indicado con precisión cuánto tiempo en el presente debe transcurrir entre las visitas que le hagáis —dijo mister George, y me cedió el paso para que bajara por la escalera de caracol.

A medida que descendíamos y nos adentrábamos en el laberinto de los subterráneos, el olor a moho se iba haciendo cada vez más intenso. Allí abajo no había cuadros colgados de las paredes, y aunque habían instalado sensores de movimiento que se encargaban de que las luces se fueran encendiendo a nuestro paso, los pasadizos que se abrían de vez en cuando a la derecha y a la izquierda se perdían al cabo de unos metros en la oscuridad. Supuestamente allí se habían extraviado en varias ocasiones algunas personas y otras habían aparecido más tarde en algún punto en el otro extremo de la ciudad. Supuestamente, eso sí.

—Pero ¿por qué fijó esos intervalos el conde? ¿Y por qué todos los Vigilantes se atienen a esa norma como si fuera un dogma?

Mister George se limitó a lanzar un suspiro por respuesta.

—Quiero decir que si nos concediéramos unas semanas de tiempo, para el conde tampoco cambiaría nada, ¿no? —pregunté—. Él está en el año 1872, y el tiempo no corre más lento desde su perspectiva. En cambio, de esa manera yo podría aprender con calma todo ese lío del minué y tal vez también sabría quién sitió a quién en Gibraltar y por qué. —Lo de Gideon sería mejor que me lo saltara—. Entonces nadie tendría que criticarme todo el rato ni tener miedo a que hiciera un ridículo espantoso en ese baile y a que revelara, además, con mi comportamiento que vengo del futuro. ¿Por qué, pues, el conde está tan interesado en que para mí sea precisamente mañana cuando vaya a ese baile?

—Sí, ¿por qué? —murmuró mister George—. Parece como si tuviera miedo de ti y de lo que podrías averiguar si dispusieras de más tiempo.

Ya no faltaba mucho para llegar al antiguo laboratorio de alquimia. Si no me equivocaba, estaba justo al doblar la esquina. Aminoré el paso.

—¿Miedo de mí? Si casi me estrangula sin tocarme… Dado que también puede leer el pensamiento, tiene que saber que es él quien me da pánico, y no al revés.

—¿Qué casi te estrangula? ¿Sin tocarte? —Mister George se paró en seco y me miró estupefacto—. Por todos los cielos, Gwendolyn, ¿por qué no lo has explicado antes?

—¿Me hubierais creído?

Mister George se pasó el dorso de la mano por la calva, e iba a abrir la boca para decir algo cuando oímos unos pasos que se acercaban y el ruido de una puerta al cerrarse. Desproporcionadamente alarmado, mister George me arrastró al otro lado de la esquina, en la dirección opuesta a donde había llegado el ruido, y se sacó a toda prisa un pañuelo del bolsillo de la chaqueta.

La persona que se acercaba a paso ligero por el pasillo era Falk de Villiers, el tío de Gideon y gran maestre de la logia, que sonrió al vernos.

—Ah, estáis aquí. El pobre Marley ha llamado por el teléfono interno para preguntar dónde os habíais metido, y he pensado que sería mejor ir a ver qué pasaba.

Parpadeé y me froté los ojos, como si mister George acabara de desatarme el pañuelo, pero habría podido prescindir de la comedia porque Falk de Villiers no me prestó ninguna atención y se limitó a abrir la puerta de la sala del cronógrafo o del antiguo laboratorio de alquimia.

Falk era tal vez unos años mayor que mi madre y era un hombre muy apuesto, como todos los De Villiers que había conocido hasta el momento. Mentalmente yo siempre lo comparaba con el jefe de una manada de lobos. Su espeso cabello ya tenía canas y contrastaba con sus ojos ambarinos dándole un aspecto muy atractivo.

—Bien, Marley, ya ve que nadie ha desaparecido —dijo en tono jovial a mister Marley, que se encontraba sentado en una silla y en ese momento se levantó de un salto y empezó a retorcerse las manos nerviosamente.

—Yo solo tenía la… pensé que… para mayor seguridad… —balbució—. Le ruego que me perdone, sir…

—Todos celebramos que se tome tan en serio sus obligaciones —dijo mister George, y Falk preguntó:

—¿Dónde está mister Whitman? Habíamos quedado para tomar el té con el decano Smythe y pensaba que le encontraría aquí.

—Acaba de irse —dijo mister Marley—. De hecho tendría que haberse cruzado con él.

—Oh, en ese caso me voy corriendo, tal vez aún le alcance. ¿Vienes tú también Thomas? —Después de dirigirme una mirada de soslayo, mister George asintió con la cabeza—. Ya nos veremos mañana para el baile, Gwendolyn. —Ya estaba saliendo por la puerta cuando se volvió de nuevo y dijo como de pasada—: Ah, y saluda a tu madre de mi parte. Supongo que está bien, ¿no?

—¿Mi madre? Sí, está bien.

—Me alegra oírlo. —Imagino que puse cara de sorpresa, porque carraspeó y añadió—: No es fácil hoy día para una madre criar sola a los hijos y trabajar al mismo tiempo, por eso me alegro de que todo le vaya bien.

Ahora sí que le miré con cara de asombro.

—¿O tal vez me equivoco y en realidad no está sola? A una mujer tan atractiva como Grace seguro que no le faltan pretendientes; tal vez incluso tenga pareja fija…

Falk me miró con aire esperanzado, pero cuando vio que yo arrugaba la frente, echó un vistazo a su reloj de pulsera y exclamó:

—Oh, vaya, se ha hecho muy tarde. Ahora sí que tengo que irme.

—¿Eso era una pregunta? —inquirí después de que Falk hubiera cerrado la puerta.

—Sí —dijeron al unísono mister George y mister Marley, y este último se puso como un pimiento—. Hum… al menos a mí me ha parecido como si quisiera saber si tiene pareja fija —murmuró.

Mister George se echó a reír.

—Falk tiene razón, se ha hecho muy tarde. Si nuestro Rubí quiere tener tiempo libre esta noche, debemos enviarla ahora mismo al pasado. ¿Qué año elegimos, Gwendolyn?

Como habíamos acordado con Leslie, dije esforzándome en aparentar indiferencia:

—Tanto da. La otra vez, en el año 1956 (¿era 1956, no?) no había ratas en el sótano y estuve bastante cómoda. —Naturalmente, no mencioné que en medio de mi desratizada comodidad había tenido un encuentro secreto con mi abuelo—. Allí podría aprender un poco de vocabulario francés sin temblar de miedo todo el tiempo.

—No hay problema —dijo mister George, y abrió un grueso diario mientras mister Marley corría a un lado el tapiz que ocultaba la caja fuerte con el cronógrafo.

Traté de mirar por encima del hombro de mister George mientras pasaba las páginas, pero sus anchas espaldas no me permitían ver.

—Veamos, fue el 24 de julio de 1956 —dijo mister George—. Y tú estuviste allí toda la tarde y saltaste de vuelta a las 18.30.

—Las 18.30 sería una buena hora —dije yo rezando interiormente por que nuestro plan funcionara. Si podía saltar exactamente al momento en que había abandonado la habitación la otra vez, mi abuelo aún estaría abajo y no tendría que perder el tiempo buscándolo.

—Creo que será mejor que elijamos las 18.31, no vaya a ser que te tropieces contigo misma.

Mister Marley, que había colocado la caja del cronógrafo sobre la mesa y ahora sacaba con mucho cuidado el aparato, del tamaño de un reloj de chimenea, de su funda de terciopelo, murmuró:

—Pero en realidad no puede decirse que eso sea de noche. Mister Whitman indicó que…

—Sí, ya sabemos que mister Whitman se toma las normas muy en serio —dijo mister George mientras se concentraba en las ruedecitas dentadas.

Sobre la superficie de aquel extraño aparato, entre delicados motivos geométricos y dibujos coloreados de planetas, animales y plantas, resplandecían unas piedras preciosas engastadas tan gruesas y brillantes que casi parecían artificiales —como las joyas autoadhesivas con las que a mi hermana pequeña le gustaba jugar—. A cada uno de los viajeros del tiempo en el Círculo de los Doce le correspondía una piedra preciosa. Para mí había un rubí, y el diamante, que era tan enorme que con el dinero obtenido con su venta se habría podido comprar todo un bloque de pisos, era «propiedad» de Gideon.

—Pero imagino que los dos somos lo bastante caballeros para no dejar a una joven dama sola de noche en un sótano oscuro, ¿no es cierto, Leo? —acabó mister George.

Mister Marley asintió no muy convencido.

—Leo es un bonito nombre —dije yo.

—Viene de Leopold —repuso mister Marley, y sus orejas se pusieron rojas como las luces traseras de un coche mientras se sentaba a la mesa, abría el diario y desenroscaba el capuchón de una pluma. La escritura pequeña y pulcra con que se habían anotado las largas hileras de fechas, horas y nombres sin duda era suya—. Mi madre encuentra que es un nombre horroroso, pero es una tradición ponérselo a todos los primogénitos de nuestra familia.

—Leo es un descendiente directo del barón Miroslaw Alexander Leopold Rakoczy —explicó mister George, y mientras hablaba se volvió un momento hacia mí y me miró a los ojos—. Ya sabes, el legendario compañero del conde de Saint Germain conocido en los Anales con el nombre del Leopardo Negro.

Yo estaba perpleja.

—Ah, ¿de verdad?

Mentalmente comparé a mister Marley con el enjuto y pálido Rakoczy, quien me había infundido tanto miedo con sus terribles ojos negros; pero no tenía muy claro si debía decir «Bueno, pues ya puede estar contento de no parecerse a su siniestro antepasado» o si a fin de cuentas no era peor aún ser pelirrojo y pecoso y tener cara de luna.

—Cuando mi abuelo por parte de padre… —arrancó a decir mister Marley, pero mister George le interrumpió rápidamente.

—Seguro que su abuelo estaría muy orgulloso de usted —dijo en tono decidido—. Sobre todo si supiera con cuánto coraje ha sacado adelante sus exámenes.

—Fallé un poco en «Manejo de armas tradicionales», saqué solo un «suficiente» —dijo mister Marley.

—Bah, eso tampoco tiene ninguna utilidad para nadie; es una disciplina totalmente anacrónica. —Mister George tendió la mano hacia mí—. Ya estamos listos, Gwendolyn. En marcha al año 1956. He ajustado el cronógrafo a tres horas y media exactamente. Sujeta bien la cartera y sobre todo no te la dejes en la habitación, ¿de acuerdo? Mister Marley te esperará aquí.

Apreté la cartera contra mi pecho con un brazo y le alargué la mano libre a mister George, que deslizó mi dedo índice en uno de los minúsculos registros del cronógrafo. La aguja penetró en la carne y un magnífico rubí brilló llenando toda la habitación de luz roja. Cerré los ojos mientras me dejaba arrastrar por una violenta sensación de vértigo. Cuando volví a abrirlos un segundo después, mister Marley y mister George habían desaparecido, igual que la mesa.

Estaba más oscuro que antes. Una única bombilla iluminaba la habitación, a cuya luz pude distinguir a mi abuelo Lucas, que se encontraba de pie a solo un metro de mí absolutamente atónito.

—Tú… No te… ¿No ha funcionado bien? —dijo horrorizado. En el año 1956 tenía veintitrés años y no se parecía gran cosa al octogenario que yo había conocido de pequeña—. Has desaparecido hace un momento y acto seguido has vuelto a aparecer otra vez aquí.

—Sí —dije orgullosa, y contuve el impulso de lanzarme a sus brazos.

Como en nuestro otro encuentro, al verle se me había hecho un nudo en la garganta. Mi abuelo había muerto cuando yo tenía diez años, y volver a verle seis años después de su entierro era una experiencia tan maravillosa como horrible. Lo horrible no era que en nuestros encuentros en el pasado no fuera el abuelo que yo había conocido, sino una especie de versión inacabada suya; lo horrible era que yo fuera una persona totalmente desconocida para él. Mi abuelo no sabía cuántas veces me había sentado de pequeña en su regazo, ni que él había sido quien me había consolado con sus historias cuando mi padre había muerto, o que siempre nos dábamos las buenas noches en una lengua secreta inventada que aparte de nosotros no entendía nadie. Él no tenía ni idea de cuánto le quería, y yo no podía decírselo. A nadie le gusta oír algo así de una persona con la que solo ha pasado unas horas. Traté de olvidarme, en la medida de lo posible, del nudo en la garganta, y continué:

—Para ti solo ha pasado un minuto, calculo, razón por la cual te perdono que aún no te hayas afeitado el bigote, pero para mí han sido unos días en los que han ocurrido un montón de cosas.

Lucas se pasó la mano por el bigote y sonrió.

—Sencillamente te has vuelto a… Vaya, eso ha sido muy astuto por tu parte, nieta.

—¿Verdad que sí? Aunque, para serte sincera, ha sido idea de mi amiga Leslie. Para que pudiéramos estar seguras de que te encontraría. Y así no perderíamos tiempo.

—Sí, bueno, el problema es que tampoco he tenido tiempo de pensar en lo que vamos a hacer a partir de ahora. En este instante me disponía a recuperarme un poco de tu visita y reflexionar con calma sobre todo esto… —Me miró con la cabeza ladeada—. Es verdad, se te ve distinta que hace un rato… Hace un momento no llevabas ese pasador en la cabeza y… parece como si hubieras adelgazado.

—Gracias —dije.

—No pretendía ser un cumplido. Por tu aspecto se diría que hay algo que no marcha bien. —Se acercó un paso más y me dirigió una mirada inquisitiva—.

¿Va todo bien? —preguntó afablemente.

«Muy bien», quise decir, pero, para mi horror, me puse a llorar a lágrima viva.

—Perfecto —sollocé.

—Vamos, vamos —dijo Lucas dándome unas palmaditas en la espalda—. ¿Tan malo es?

Durante unos minutos no pude hacer más que verter lágrimas como una fuente. Y eso que creía que otra vez lo tenía todo controlado. La ira, tan enérgica y adulta, me había parecido la reacción apropiada frente a la forma de comportarse de Gideon. Además, era mucho más cinematográfica que ponerse a lloriquear. Pero, por desgracia, la comparación de Xemerius parecía ajustarse bastante bien a mi estado actual.

—¡Amigos! —dije finalmente entre sollozos, porque mi abuelo tenía derecho a una explicación—. Quiere que seamos amigos. Y que confíe en él.

Lucas interrumpió sus palmaditas y arrugó la frente extrañado.

—¿Y qué tiene eso de desesperante?

—¡Que ayer mismo aún me estaba diciendo que me quería!

Lucas puso cara de entender menos aún si cabe.

—Pues así a primera vista no me parece que sea la peor base para una amistad.

Mis lágrimas dejaron de manar como si alguien hubiera desenchufado la fuente.

—¡Abuelo! ¡Parece que no lo quieras entender! —grité—. ¡Primero me besa, luego descubro que todo era solo una táctica y que me estaba manipulando, y después me viene con lo del «seamos amigos»!

—Oh, ya entiendo. ¡Vaya… qué canallada! —Lucas seguía sin parecer muy convencido—. Perdona que haga conjeturas tontas, pero espero que no estemos hablando de ese joven De Villiers, el número once, el Diamante…

—Pues sí —dije—. Del mismo.

Mi abuelo lanzó un gemido.

—¡Vaya por Dios! ¡Lo que faltaba para los postres! Como si el asunto no fuera ya bastante complicado. —Me lanzó un pañuelo de tela, me cogió la cartera de las manos y dijo enérgicamente—: Y ahora basta de lloros. ¿Cuánto tiempo tenemos?

—A las 22.00 horas de tu tiempo volveré a saltar de vuelta. —Curiosamente, el llanto me había sentado bien, mucho mejor que la variante adulta furiosa—. ¿Qué era eso que decías de los postres? De hecho tengo un poco de hambre, ¿sabes?

Lucas se echó a reír.

—Bueno, será mejor que vayamos arriba. La verdad es que esto es bastante claustrofóbico. Además, tengo que llamar a casa para decirles que llegaré tarde. —Abrió la puerta—. Vamos, nietecita. Por el camino puedes explicármelo todo. Y no te olvides de que si alguien pregunta, eres mi prima Hazel que ha venido del campo.

Una hora más tarde estábamos sentados con las cabezas echando humo en el despacho de Lucas, con un montón de hojas con anotaciones extendidas ante nosotros que consistían principalmente en números de años, círculos, flechas e interrogantes, además de unos gruesos infolios de cuero (los Anales de los Vigilantes de varias décadas) y el obligado plato de galletas, de las que los Vigilantes de todas las épocas parecían poseer reservas inacabables.

—Demasiado poco tiempo y demasiada poca información —repetía Lucas una y otra vez mientras caminaba de arriba abajo por la habitación mesándose los cabellos, completamente revueltos a pesar de la gomina—. ¿Qué puedo haber escondido en esa arca?

—Tal vez un libro con toda la información que necesito —dije.

Habíamos pasado sin ningún problema junto al guardia de la escalera, porque el joven centinela seguía durmiendo como en mi última visita —al pasar a su lado, los vapores del alcohol casi podían palparse—. De hecho, en el año 1956 el ambiente entre los Vigilantes era mucho más relajado de lo que había imaginado. Nadie encontró extraño que Lucas hiciera horas extra y a nadie pareció preocuparle que su prima Hazel del campo le acompañara mientras trabajaba. Aunque, de todos modos, a esas horas casi no había nadie en el edificio. El joven mister George también había acabado su jornada, lo que era una lástima, porque me habría gustado volver a verle.

—Un libro. Sí, tal vez —dijo Lucas mientras mordía una galleta con aire pensativo. Había tratado de encender un cigarrillo tres veces, pero en cada ocasión se lo había arrancado de la mano. No quería volver a oler a humo de cigarrillos cuando saltara de vuelta—. Eso de las coordenadas cifradas tiene sentido; me gusta, sí, y va conmigo. Siempre he tenido debilidad por estas cosas. Pero ¿cómo podían saber Lucy y Paul lo de ese código en el… en el libro de caballerías amarillo?

—El Caballero Verde, abuelo —dije pacientemente—. El libro estaba en tu biblioteca y la hoja con el código estaba colocada entre las páginas. Tal vez Lucy y Paul la pusieran allí.

—Pero eso no tiene lógica. Si desaparecen en el pasado, en 1994, ¿por qué años más tarde hago emparedar una arca en mi propia casa? —Se detuvo y se inclinó sobre los libros—. ¡Creo que voy a volverme loco! ¿Conoces la sensación de tener la solución al alcance de la mano y no poder atraparla? Estaría bien que también se pudiera viajar al futuro con el cronógrafo; así podrías entrevistarme directamente…

De pronto se me ocurrió una idea, y era una idea tan buena que estuve a punto de darme a mí misma unas palmaditas en el hombro. Pensé en lo que me había explicado el abuelo la última vez. Según él, Lucy y Paul, como se aburrían al elapsar, habían saltado más atrás en el tiempo y habían vivido experiencias tan excitantes como la representación original de una obra de Shakespeare.

—¡Ya lo tengo! —grité, y me puse a bailar de alegría.

Mi abuelo arrugó la frente.

—¿Qué es exactamente lo que tienes? —me preguntó desconcertado.

—¿Y si me enviaras más lejos en el pasado con vuestro cronógrafo? —solté entusiasmada—. Entonces podría encontrarme con Lucy y Paul y preguntárselo directamente.

Lucas levantó la cabeza.

—¿Y cuándo te encontrarías con ellos? No tenemos ni idea de en qué época se ocultan.

—No, pero sí que sabemos, por ejemplo, cuándo os visitaron aquí. Si yo sencillamente llegara en ese momento, podríamos conversar y juntos…

Mi abuelo me interrumpió.

—En sus visitas aquí en los años 1948 y 1949 desde los años 1992 y 1993 —con cada año que nombraba, el abuelo daba un golpecito sobre nuestras hojas y recorría con el índice la trayectoria de diversas flechas— Lucy y Paul aún no sabían lo bastante, y todo lo que sabían me lo dijeron. No, en caso de que lo hiciéramos, tendrías que encontrarte con ellos después de que hubieran huido con el cronógrafo. —De nuevo golpeó enérgicamente las notas con el dedo—. Eso tendría sentido, lo demás solo contribuiría a añadir más confusión.

—Bueno, entonces… puedo viajar al año 1912, al sitio donde me encontré una vez con ellos, en casa de lady Tilney, en Eaton Place.

—Sería una posibilidad, sí, pero temporalmente no funcionaría… —Lucas dirigió una mirada sombría al reloj de pared—. Tú ni siquiera estabas segura de la fecha, por no hablar de la hora. Y no hay que olvidar que antes tendríamos que registrar tu sangre en el cronógrafo, porque si no, no podrías viajar en él. —Volvió a mesarse los cabellos—. Y, además, tendrías que llegar completamente sola desde aquí hasta Belgravia, y probablemente en 1912 eso no sea tan sencillo… ah, y también necesitaríamos un vestido… No, en tan poco tiempo, por mucho que queramos, es imposible hacerlo. Tenemos que pensar en otra cosa. Tengo la solución en la punta de la lengua… solo necesito un poco más de tiempo para reflexionar… además de un cigarrillo.

Sacudí la cabeza. No, no me rendiría tan deprisa. Sabía que la idea era buena.

—También podríamos llevar el cronógrafo en esta época hasta delante de la casa de lady Tilney, y yo saltaría directamente allí. Esto ahorraría un montón de tiempo, ¿no? Y en lo que al vestido refiere… ¿Por qué me miras así?

Lucas había abierto los ojos de par en par.

—¡Oh, Dios mío! —susurró—. ¡Es eso!

—¿El qué?

—¡El cronógrafo! ¡Nieta, eres un genio!

Lucas dio la vuelta a la mesa y me abrazó.

—¿Un genio? —repetí.

Ahora era mi abuelo el que se puso a dar saltitos de alegría por la habitación.

—¡Sí! Y yo también —continuó—. Los dos somos unos genios, porque ahora sabemos qué hay escondido dentro del arca.

Bueno, la verdad es que yo no lo sabía.

—Ah, ¿sí? —dije.

—¡El cronógrafo! —gritó Lucas.

—¿El cronógrafo? —repetí.

—¡Es perfectamente lógico! Sin que importe la época en que Lucy y Paul se lo llevaron, de alguna manera debió de encontrar de nuevo el camino de vuelta hasta mí, y después yo lo escondí. ¡Para ti! En mi propia casa. No es especialmente original, ¡pero es tan lógico!

—¿Eso crees?

Lo miré indecisa. Aquello me parecía un poco cogido por los pelos, pero definitivamente la lógica nunca había sido mi fuerte.

—Confía en mí, nieta, ¡sencillamente lo sé! —El entusiasmo que se reflejaba en su rostro desapareció bruscamente para dar paso a una expresión reconcentrada—. Claro que esto abre un abanico de posibilidades totalmente nuevas —dijo arrugando la frente—. Ahora solo debemos… solo debemos reflexionar a fondo sobre esto. —De nuevo echó una ojeada al reloj de la pared—. Sencillamente necesitamos más tiempo, maldita sea.

—Puedo intentar que me envíen otra vez al año 1956 cuando tenga que volver a elapsar —dije—. Pero mañana por la tarde no podrá ser, porque tengo que ir al baile y encontrarme con el conde.

Al recordarlo se me encogió el corazón, y no solamente por Gideon.

—¡No, no, no! —gritó Lucas—. ¡De ninguna manera! Tenemos que haber dado un paso adelante antes de que te presentes de nuevo ante el conde. —Se rascó la frente—. Piensa, piensa, piensa.

—¿No ves que ya me sale humo de las orejas? Desde hace ya una hora no hago nada más que pensar —le aseguré, pero era evidente que solo hablaba consigo mismo.

—Lo primero que debemos hacer es registrar tu sangre en el cronógrafo. En el año 2011 no conseguirías hacerlo sin ayuda, es demasiado complicado. Y luego tendré que explicarte cómo se usa el cronógrafo. —Una nueva mirada inquieta al reloj—. Si llamo ahora mismo a nuestro doctor, podría estar aquí en media hora, de modo que si tenemos suerte y lo encontramos en casa… El problema estará en explicarle por qué debe sacarte sangre de una forma totalmente oficial, para investigaciones científicas, pero tú estás aquí de incógnito y así debe seguir siendo, porque si no…

—Espera un momento —le interrumpí—. ¿No podríamos hacer lo de la sangre nosotros mismos?

Lucas me miró desconcertado.

—Bueno, yo tengo una formación muy amplia, pero las jeringuillas no son precisamente mi especialidad. Para ser sincero, ni siquiera puedo ver la sangre. Siempre siento como una debilidad en el estómago y…

—Puedo sacarme sangre yo misma —dije.

—¿En serio? —Me contempló estupefacto—. ¿En tu época enseñan a manejar jeringas en las escuelas?

—No, abuelo, no lo aprendemos en la escuela —repliqué con impaciencia—. Pero aprendemos que la sangre fluye si te cortas con un cuchillo. ¿Tienes uno?

Lucas dudó un momento.

—Bueno… yo… la verdad, no estoy seguro de que sea una buena idea.

—Está bien, yo tengo uno.

Abrí la cartera y saqué el estuche para las gafas en el que Leslie había escondido el cuchillo japonés para verduras, por si me atacaban en uno de mis viajes en el tiempo y necesitaba un arma. Mi abuelo abrió los ojos de par en par cuando abrí el estuche.

—Antes de que lo preguntes, no forma parte del kit de los escolares en el año 2011 —dije.

Lucas tragó saliva y se puso rígido.

—De acuerdo —dijo—. Entonces iremos a la Sala del Dragón, dando antes un pequeño rodeo para recoger una pipeta del laboratorio del doctor. —Echó una ojeada a los infolios que había sobre la mesa y se colocó uno bajo el brazo—. También nos llevaremos esto. Y las galletas. ¡Para mis nervios! No te olvides de la cartera.

—¿Y qué vamos a hacer en la Sala del Dragón?

Volví a tirar el estuche dentro de la cartera y me levanté.

—Allí está el cronógrafo. —Lucas cerró la puerta después de que pasara y se detuvo en el pasillo para escuchar. No se oía ningún ruido—. En caso de que nos encontremos a alguien, diremos que te he traído para visitar la casa, ¿está claro, prima Hazel?

Asentí con la cabeza.

—¿Tenéis el cronógrafo tirado por ahí? ¿Y no os preocupa? En nuestra época lo guardan en una caja fuerte en el sótano, por miedo a los ladrones.

—Naturalmente el arca está cerrada —dijo Lucas, tirando de mí escaleras abajo—, pero la verdad es que no nos dan miedo los ladrones. Y en estos momentos tampoco hay viajeros del tiempo entre nosotros que puedan utilizarlo. El asunto solo se puso emocionante cuando Lucy y Paul vinieron a elapsar aquí, pero ya hace años de eso. Por esa razón en la actualidad no puede decirse precisamente que los Vigilantes tengan centrada su atención en el cronógrafo, por fortuna para nosotros diría yo.

De hecho, el edificio parecía desierto, aunque Lucas me aseguró entre susurros que siempre se quedaba alguien de guardia. Miré con añoranza por la ventana hacia el tibio atardecer de verano. Qué lástima que no pudiera salir y conocer un poco mejor el año 1956. Lucas percibió mi mirada y dijo sonriendo:

—Créeme, a mí también me gustaría mucho más ir contigo a algún sitio y fumarme un cigarrillo tranquilamente, pero tenemos cosas que hacer.

—Lo de fumar sería mejor que fueras pensando en dejarlo, abuelo. Es muy malo para la salud, ¿sabes? Y por favor, aféitate el bigote, no te pega nada.

—Chist —susurró Lucas—. Si alguien oyera que me llamas abuelito, no sé qué explicación daríamos.

Pero no encontramos a nadie por el camino, y cuando unos minutos más tarde entramos en la Sala del Dragón, aún pudimos ver el sol del atardecer brillando sobre el Támesis tras los jardines y los muros. Igual que en mi época, me quedé fascinada contemplando la impresionante belleza de la sala, con sus proporciones majestuosas, sus gruesas ventanas y sus artísticos artesonados pintados, y como siempre eché la cabeza hacia atrás para admirar el enorme dragón tallado que se arrastraba por el techo entre las imponentes arañas y parecía que iba a salir volando en cualquier momento.

Lucas echó el cerrojo. Parecía mucho más nervioso que yo, y vi que sus manos temblaban mientras sacaba el cronógrafo de su arca y lo colocaba sobre la mesa en medio de la sala.

—En la época en que lo hice con Lucy y Paul, fue una aventura fabulosa. Nos divertimos tanto… —dijo.

Pensé en Lucy y Paul y asentí: aunque solo los había visto una vez en casa de lady Tilney, podía imaginar lo que quería decir mi abuelo. Estúpidamente, en ese instante pensé en Gideon. ¿La emoción que parecía haber sentido con nuestras aventuras también era fingida? ¿O solo lo de que me quería?

Rápidamente me concentré de nuevo en el cuchillo para verduras japonés y en lo que iba a hacer con él a continuación. Y el caso es que la maniobra de distracción funcionó hasta cierto punto. Al menos no volví a romper a llorar.

Mi abuelo se secó las palmas de las manos en los pantalones.

—Ahora empiezo a encontrarme un poco viejo para estas aventuras —dijo.

Mi mirada se deslizó hacia el cronógrafo. Para mí era exactamente igual que el cronógrafo con el que había viajado hasta allí: un aparato complicado lleno de trampillas, palancas, cajoncitos, ruedecitas y botones, decorado por todas partes con miniaturas.

—Podrías contradecirme —dijo Lucas un poco ofendido—, diciendo, por ejemplo: «¡Pero si eres jovencísimo para empezar a sentirte viejo!».

—Oh, sí, claro que lo eres. Aunque el bigote te hace parecer mucho más mayor.

—Respetable y serio, dice Arista.

Me limité a enarcar las cejas significativamente, y mi joven abuelo se inclinó refunfuñando sobre el cronógrafo.

—Fíjate bien. Con estas diez ruedecitas de aquí se ajusta el año. Y antes de que me preguntes por qué se necesitan tantas casillas para eso, te diré que se escriben en números romanos; espero que los domines.

—Eso creo.

Cogí un cuaderno de anillas y un bolígrafo de la cartera. Era imposible que pudiera asimilar toda esa información si no tomaba notas al mismo tiempo.

—Y de este modo fijas el mes. —Lucas señaló otra rueda dentada—. Pero, cuidado, por alguna razón solo en este paso únicamente hay que proceder siguiendo el antiguo sistema del calendario celta; el uno designa a noviembre, y octubre lleva, por tanto, el número doce.

Puse los ojos en blanco. ¡Típico de los Vigilantes! Hacía tiempo que sospechaba que complicaban tanto las cosas sencillas para dárselas de importantes. Pero apreté los dientes y al cabo de unos veinte minutos me di cuenta de que tampoco había que ser un genio para aprender todo aquello una vez se había comprendido el sistema.

—No te preocupes, ya lo he captado —interrumpí a mi abuelo cuando ya iba a empezar otra vez desde el principio, y cerré mi libreta—. Ahora tenemos que registrar mi sangre. Y luego… ¿qué hora es, por cierto?

—Es importante que no cometas ni el más mínimo error en el ajuste. —Lucas miraba fijamente el cuchillo japonés, que yo había vuelto a sacar del estuche—. Si no, vete a saber dónde… cuándo aterrizarías. Y lo que es peor aún, no tendrías ningún control sobre cuándo saltas de vuelta. Oh, Dios mío, este cuchillo tiene un aspecto terrible. ¿De verdad quieres hacerlo?

—Naturalmente. —Me subí la manga—. Lo único que no tengo claro es dónde sería mejor cortar. Una herida en la mano llamaría la atención cuando salte de vuelta, y además de un dedo solo saldrían unas gotitas.

—No si te cercenas la punta del dedo —dijo Lucas estremeciéndose—. Eso te hace sangrar como un cerdo; yo mismo lo probé una vez…

—Creo que elegiré el antebrazo. ¿Preparado?

De algún modo era divertido ver que Lucas tenía mucho más miedo que yo. Mi abuelo tragó saliva con esfuerzo y agarró con las dos manos la taza de té floreada que debía recoger la sangre.

—¿Por ahí no pasa una arteria principal? Oh, Dios mío, me tiemblan las rodillas. Al final te desangrarás aquí, en el año 1956, por culpa de la irresponsabilidad de tu propio abuelo.

—Es una arteria gruesa, pero hay que cortarla longitudinalmente para desangrarse. Lo leí no sé dónde. Parece que muchas suicidas se equivocan con eso, y luego los salvan a todos y ya saben para la próxima vez cuál es la forma correcta de hacerlo.

—¡Por el amor de Dios! —gritó Lucas.

Yo misma sentía una especia de flojera en el estómago, pero no tenía más remedio que seguir adelante. Las situaciones especiales requieren medidas especiales, habría dicho Leslie. De modo que ignoré la mirada horrorizada de Lucas y apoyé la hoja sobre la parte interna del antebrazo, unos diez centímetros por encima de la muñeca. Sin presionar mucho, la moví transversalmente sobre la blanca piel. Aunque solo tenía que ser un corte superficial, se hundió más de lo que esperaba; la fina línea roja se ensanchó rápidamente y goteó sangre de la herida. El dolor, una desagradable quemazón, llegó un segundo más tarde. Formando un reguero fino pero continuo, la sangre se deslizó por el brazo y cayó en la taza de té que temblaba en la mano de Lucas.

—Corta la piel como si fuese mantequilla —dije impresionada—. Ya lo dijo Leslie que este cuchillo es realmente mortífero.

—Guárdalo ya —exigió Lucas, que parecía que iba a vomitar de un momento a otro—. Demonios, realmente tienes mucho coraje. Una auténtica Montrose, podría decirse, fiel a nuestro lema familiar…

Reí entre dientes.

—Sí, seguro que lo he heredado de ti.

La sonrisa de Lucas resultó un poco forzada.

—¿Y no te duele?

—Claro que me duele —dije, y eché una ojeada a la taza—. ¿Basta con esta cantidad?

—Sí, debería bastar.

Lucas parecía un poco mareado.

—¿Quieres que abra la ventana?

—Está bien. —Colocó la taza junto al cronógrafo y respiró hondo—. El resto es sencillo. —Cogió la pipeta—. Solo tengo que dejar caer tres gotas de tu sangre en estas dos aberturas; ¿ves?: aquí debajo, el cuervo minúsculo y el signo del yin y el yang, y luego giro la rueda y muevo esta palanca. Bueno, ya está. ¿Oyes eso?

En el interior del cronógrafo varias ruedecitas empezaron a girar; se oyeron una serie de crujidos, tableteos y zumbidos y el aire parecía calentarse. El rubí se iluminó brevemente, y luego las ruedecitas volvieron a pararse y todo quedó como antes.

—Inquietante, ¿eh?

Asentí y traté de ignorar que se me había erizado todo el vello de mi cuerpo.

—Eso significa que en este cronógrafo se encuentra ahora la sangre de todos los viajeros del tiempo excepto la de Gideon, ¿no? ¿Qué pasaría si también se registrara su sangre?

—Aparte de que nadie lo sabe a ciencia cierta, estas informaciones son estrictamente confidenciales —dijo Lucas, que poco a poco iba recuperando el color de la cara—. Todos y cada uno de los Vigilantes han tenido que jurar que no hablarán con nadie ajeno a la logia del secreto en toda su vida.

—Oh.

Lucas suspiró.

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