Eric

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Terry Pratchett

Eric

Mundodisco - 09

Saga de Rincewind - 04

ePub r1.4

Titivillus 18.10.2017

Título original: Eric

Terry Pratchett, 1990

Traducción: Javier Calvo Perales

Editor digital: Titivillus

Primer editor: betatron & Fénix (r1.0 a 1.2)

Corrección de erratas: Noonesunbeam, Rov, Himeko & Rob_Cole

ePub base r1.2

Las abejas de la Muerte son grandes y negras, zumban en tono grave y sombrío, guardan la miel en panales de cera tan blanca como la de los cirios de iglesia. Su miel es negra como la noche, espesa como el pecado y dulce como la melaza.

Es bien sabido que la suma de ocho colores da el blanco. Pero también están los ocho colores de la negrura, para aquellos a quienes les es dado verlos, y las colmenas de la Muerte se encuentran entre la hierba negra del huerto negro que hay bajo las ramas vetustas y llenas de flores negras de unos árboles que con el tiempo producirán unas manzanas que digamos que… probablemente no serán rojas.

Ahora aquella hierba estaba recién cortada. La guadaña que había hecho el trabajo estaba apoyada en el tronco retorcido de un peral. La Muerte se dedicaba a examinar sus abejas, levantando cuidadosamente los panales con sus dedos esqueléticos.

A su alrededor zumbaban unas cuantas abejas. Como todos los apicultores, la Muerte llevaba velo. No es que tuviera ningún sitio donde le pudieran picar, pero a veces se le metía alguna dentro del cráneo, se ponía a zumbar y le daba dolor de cabeza.

Mientras sostenía en alto un panal bajo la luz gris de su pequeño mundo situado entre las realidades se produjo un ligero temblor. Un murmullo se elevó de la colmena y una hoja cayó flotando. Una breve ráfaga de aire recorrió el huerto y aquello sí que resultó asombroso, porque en la tierra de la Muerte el aire siempre era cálido y estaba inmóvil.

A la Muerte le pareció oír, de forma muy fugaz, el ruido de unos pies a la carrera y una voz que decía, no, una voz que pensaba: «¡Ohmierdaohmierdaohmierda, voy a morir, voy a morir, voy a MORIR!».

La Muerte era casi la criatura más anciana del universo y tenía hábitos y modos de pensar que los hombres mortales no podían entender ni de lejos, pero debido a que también era un buen apicultor volvió a colocar con cuidado el panal en sus trencas y le puso la tapa a la colmena antes de reaccionar.

Regresó a su casa de campo cruzando el jardín oscuro, se quitó el velo, se sacó con cuidado unas cuantas abejas que se le habían perdido en las profundidades del cráneo y se retiró a su estudio.

Mientras se sentaba a su mesa de trabajo, otra ráfaga de viento hizo tintinear los relojes de arena de las estanterías y provocó que el enorme reloj de péndulo del salón hiciera una brevísima pausa en su interminable tarea de dividir el tiempo en fragmentos manejables.

La Muerte suspiró y miró con atención.

No había ningún sitio adonde la Muerte no alcanzara a ir, por muy lejano y peligroso que fuera. De hecho, cuanto más peligroso fuera, más probable era que ya estuviera allí.

Ahora miró a través de las brumas del tiempo y del espacio.

OH, dijo. ES ÉL.

Era una tarde calurosa de finales de verano en Ankh-Morpork, normalmente la ciudad más próspera, bulliciosa y sobre todo más poblada del Disco. Ahora las saetas del sol habían conseguido lo que nunca antes consiguieron incontables invasores, diversas guerras civiles ni la ley del toque de queda. Habían pacificado el lugar.

Había perros tirados y jadeando a la sombra abrasadora. El río Ankh, que nunca se habría podido decir que resplandeciera, rezumaba entre sus orillas como si el calor le hubiera absorbido todo el espíritu. Las calles estaban vacías y calientes como los ladrillos de un horno.

Ningún enemigo había conquistado nunca Ankh-Morpork. Bueno, técnicamente sí, bastante a menudo. La ciudad daba la bienvenida a los invasores bárbaros despilfarradores, pero por alguna razón los perplejos conquistadores siempre acababan descubriendo, pasados unos días, que ya no eran propietarios de sus caballos, y al cabo de un par de meses que ya no eran más que otro grupo minoritario con sus graffiti y sus tiendas de comida propias.

Pero el calor había asediado la ciudad y había rebasado sus muros. Yacía extendido como una mortaja sobre las calles reverberantes. Bajo el soplete del sol los asesinos estaban demasiado cansados para matar. Los ladrones se volvían honestos. En el refugio cubierto de hiedras de la Universidad Invisible, la principal escuela de magia, los internos dormitaban tapándose la cara con sus sombreros puntiagudos. Hasta los moscardones azules estaban demasiado agotados para chocar con los cristales de las ventanas. La ciudad hacía la siesta, esperando la puesta de sol y el respiro breve, caluroso y aterciopelado de la noche.

Solamente el Bibliotecario se mantenía fresco. Además estaba colgado y balanceándose.

Esto se debía a que había instalado unas cuantas sogas y anillas en uno de los subsótanos de la biblioteca de la Universidad Invisible, aquel en que se guardaban los libros, ejem, eróticos[1]. En cubas de hielo picado. Y él estaba suspendido lánguidamente en medio del vapor helado que se elevaba de ellas.

Todos los libros de magia tienen vida propia. Para algunos de los que tienen más energía no basta con encadenarlos a las estanterías. Hay que asegurarlos con clavos o guardarlos entre láminas de acero. O en el caso de los volúmenes sobre magia sexual tántrica para expertos exigentes, guardarlos dentro de agua muy fría para evitar que se inflamen espontáneamente y calcinen sus cubiertas absolutamente vulgares.

El Bibliotecario se mecía suavemente de adelante hacia atrás sobre las cubas burbujeantes y dormitaba apaciblemente.

Fue entonces cuando surgieron los pasos de la nada, cruzaron a toda velocidad la sala haciendo un ruido que raspaba directamente sobre el alma y desaparecieron a través de la pared. Se oyó un grito débil y lejano que parecía decir: «¡Ohdiosesohdiosesohdioses, ya ESTÁ, voy a MORIR!».

El Bibliotecario se despertó, se soltó accidentalmente y cayó en picado sobre las escasas pulgadas de agua tibia que eran todo lo que separaba El goce del sexo tántrico con ilustraciones para estudiantes avanzados, firmado por Una Dama, de la combustión espontánea.

Y lo habría tenido mal de ser humano. Por suerte, en su estado presente el Bibliotecario era un orangután. Con tanta magia en estado puro campando a sus anchas por la biblioteca, sería sorprendente que no hubiera accidentes de vez en cuando, y uno especialmente espectacular lo había convertido en simio. No mucha gente tenía la oportunidad de abandonar la especie humana sin perder la vida, y desde entonces él había rechazado enérgicamente todos los esfuerzos para hacerlo regresar a su antigua forma. Como era el único bibliotecario del universo que podía coger libros con los pies, la universidad no había insistido sobre el tema.

Aquello también comportaba que su idea de una compañía femenina deseable ahora se pareciera más bien a un saco de mantequilla embutido en un rollo de neumáticos viejos, así que tuvo suerte de salir únicamente con quemaduras leves, dolor de cabeza y unas ideas algo ambivalentes sobre los pepinos, que se disiparon a la hora de la merienda.

En la biblioteca, por encima de él, grimorios chirriaron y agitaron las páginas con asombro mientras el corredor invisible atravesaba las estanterías y desaparecía, o, mejor dicho, desaparecía todavía más…

Ankh-Morpork se despertó gradualmente de su modorra. Algo invisible que gritaba a pleno pulmón estaba cruzando hasta el último rincón de la ciudad y dejando tras de sí una estela de destrucción. Allí por donde pasaba, las cosas cambiaban.

Una pitonisa de la calle de los Artesanos Habilidosos oyó que los pasos atravesaban corriendo el suelo de su dormitorio y se encontró con que su bola de cristal se había convertido en una esfera de vidrio transparente con una casita dentro y copos de nieve.

En un rincón tranquilo de la taberna del Tambor Remendado —donde las aventureras Herrena la Homicida Hortera, Shandrra la Roja y Diome, Bruja de la Noche, se habían reunido para charlar de cosas de chicas y jugar una partida de canasta—, todas las bebidas se convirtieron en elefantitos amarillos.

—Son los magos de la universidad de las narices —dijo el tabernero, cambiando a toda prisa los vasos—. No debería estar permitido.

La medianoche se cayó del reloj.

Los miembros del Consejo de la Magia bostezaron y se miraron entre ellos con ojos legañosos. A ellos también les parecía que no debería estar permitido, sobre todo porque no eran ellos quienes lo estaban permitiendo.

Por fin el nuevo archicanciller, Ezrolith Mantequera, refrenó un bostezo, se incorporó en su silla e intentó adoptar una expresión adecuadamente magistral. Sabía que no tenía madera de archicanciller. Él no había querido el cargo. Tenía noventa y ocho años y había llegado a aquella edad nada desdeñable teniendo cuidado de no representar ningún problema ni amenaza para nadie. Él había confiado en pasar sus últimos años terminando su tratado de siete volúmenes sobre Algunos aspectos poco conocidos de los rituales de la lluvia kuianos, que en su opinión constituían un asunto ideal para el estudio académico ya que los rituales nunca habían funcionado en ninguna otra parte que en Ku, un continente que ya hacía varios miles de años que se había hundido bajo el océano. [2] El problema era que en los últimos años la esperanza de vida de los archicancilleres parecía ser más bien corta, y la ambición natural de todos los magos por aquel puesto había dejado paso a una cortesía curiosamente modesta. Una mañana bajó y se encontró con que todo el mundo lo llamaba «señor». Tardó varios días en darse cuenta de por qué.

Le dolía la cabeza. Tenía la impresión de que hacía semanas que se le había pasado la hora de irse a la cama. Pero tenía que decir algo.

—Caballeros… —empezó.

—Oook.

—Lo siento. Caballeros y mo…

—Oook.

—Quiero decir simios, por supuesto…

—Oook.

El archicanciller guardó silencio un momento, abriendo y cerrando la boca, intentando redirigir el tren de sus pensamientos. El Bibliotecario era, ex officio, miembro del cuadro académico. Nadie había sido capaz de encontrar ninguna regla que excluyera a los orangutanes, aunque a escondidas la habían buscado a conciencia.

—Es un caso de posesión —aventuró—. Tal vez una especie de fantasma. Esto pide un exorcismo, un trabajo de campana, libro y cirio.

El tesorero suspiró:

—Eso ya lo hemos intentado, archicanciller.

El archicanciller se inclinó hacia él.

—¿Cómo? —dijo.

—Digo que eso ya lo hemos intentado, archicanciller —dijo el tesorero en voz muy alta y hablando directamente al oído del anciano—. Después de la cena, ¿no se acuerda? Hemos usado el Nombres de Hormigas de Humptemper y hemos hecho sonar al Viejo Tom. [3]

—Ah, sí, es verdad. Y ha funcionado, ¿no?

—No, archicanciller.

—¿Eh?

—En todo caso, nunca hemos tenido ningún problema con los fantasmas —dijo el tutor mayor—. Los espíritus de los magos no rondan después de muertos.

El archicanciller buscó a tientas una migaja de consuelo.

—Tal vez sea algo natural —dijo—. Es posible que sea el murmullo de un manantial subterráneo. O movimientos de la tierra, quizá. Algo en los desagües. Puede haber ruidos muy raros, ya saben, cuando el viento sopla en la dirección adecuada.

Se reclinó en su asiento y sonrió.

El resto del consejo intercambió miradas.

—Los desagües no suenan como alguien que corre, archicanciller —dijo el tesorero con aire cansado.

—A menos que alguien haya dejado que corra el agua —dijo el tutor mayor.

El tesorero le miró con el ceño fruncido. Estaba en la bañera cuando los gritos invisibles pasaron volando por su cuarto. No era una experiencia que quisiera repetir.

El archicanciller asintió en su dirección.

—Asunto solucionado, pues —dijo, y se quedó dormido.

El tesorero lo miró en silencio. Luego quitó el sombrero al anciano y se lo puso con gentileza debajo de la cabeza.

—¿Y bien? —dijo en tono cansado—. ¿Alguien tiene alguna sugerencia?

El Bibliotecario levantó la mano.

—Oook —dijo.

—Sí, muy bien, buen chico —dijo el tesorero, jovialmente—. ¿Alguien más?

El orangután le lanzó una mirada significativa mientras el resto de magos negaban con la cabeza.

—Es un temblor en la textura de la realidad —dijo el tutor mayor—. Eso es lo que es.

—¿Y qué podemos hacer al respecto?

—Ni idea. A menos que usemos el antiguo…

—Oh, no —dijo el tesorero—. No lo digas. Por favor. Es demasiado peligroso…

Sus palabras fueron interrumpidas por un grito que empezó en el otro extremo de la sala y sufrió un efecto Doppler a lo largo de la mesa, acompañado por el ruido de muchos pies corriendo. Los magos se echaron al suelo en medio de un estrépito de sillas volcadas.

Las llamas de las velas se convirtieron en lenguas largas y finas de luz octarina antes de apagarse.

Luego se hizo el silencio, ese silencio tan especial que surge después de un ruido verdaderamente desagradable.

Y el tesorero dijo:

—Muy bien, me rindo. Intentemos el rito de CuesthiEnte.

Se trata del ritual más serio que pueden llevar a cabo ocho magos. Convoca a la Muerte, que naturalmente sabe todo lo que está pasando en todas partes.

Y por supuesto se hace con reparos, porque los magos veteranos suelen ser muy viejos y preferirían no hacer nada que llamara la atención de la Muerte en su dirección.

Tuvo lugar a medianoche en la Gran Sala de la universidad, en medio de un maremagno de incienso, velas, inscripciones rúnicas y círculos mágicos, ninguno de los cuales era estrictamente necesario pero sí hacían que los magos se sintieran mejor. La magia llameó, los cánticos se cantaron y las invocaciones se invocaron a conciencia.

Los magos fijaron la mirada en el octograma mágico, donde no había aparecido nada. Al cabo de un rato el círculo de figuras con túnicas empezó a intercambiar murmullos.

—Debemos de haber hecho algo mal.

—Oook.

—Tal vez haya salido.

—O esté ocupado…

—¿No creéis que podríamos dejarlo y volvernos a la cama?

¿A QUIÉN ESTAMOS ESPERANDO EXACTAMENTE?

El tesorero se dio la vuelta lentamente en dirección a la figura que tenía detrás. Las túnicas de los magos eran fáciles de distinguir: estaban engalanadas con lentejuelas, runas, pieles y encaje, y normalmente había mucho mago en el interior. Aquella túnica, sin embargo, era muy negra. El material tenía aspecto de haber sido elegido por su resistencia al paso del tiempo. Igual que su propietario. Tenía pinta de que si escribía un libro sobre dietas, sería un best seller.

La Muerte estaba mirando el octograma con expresión de interés educado.

—Ejem —dijo el tesorero—. El hecho es, de hecho, que, ejem, usted debería estar dentro.

CUÁNTO LO SIENTO.

La Muerte caminó con aire digno hasta el centro de la sala y miró al tesorero con expresión expectante.

ESPERO QUE NO VAYAMOS A EMPEZAR OTRA VEZ CON TODO ESO DEL «ESPECTRO HEDIONDO», dijo.

—Confío en que no hayamos interrumpido ningún asunto importante —dijo el tesorero a modo de cortesía.

TODO MI TRABAJO ES IMPORTANTE, dijo la Muerte.

—Por supuesto —dijo el tesorero.

PARA ALGUIEN.

—Ejem, ejem. La razón, oh, espec… señor, por la que os hemos invocado aquí, es por la razón de que…

ES RINCEWIND.

—¿Qué?

LA RAZÓN POR LA QUE ME HABÉIS CONVOCADO. LA RESPUESTA ES: ES RINCEWIND.

—¡Pero si todavía no le hemos hecho la pregunta!

EN CUALQUIER CASO. LA RESPUESTA ES: ES RINCEWIND.

—Mire, lo que queremos saber es qué está causando este brote de… oh.

La Muerte se dedicaba de forma ostensible a quitar partículas invisibles del filo de su guadaña.

El archicanciller se llevó una mano nudosa a la oreja.

—¿Qué ha dicho? ¿Quién es el tipo del palo?

—Es la Muerte, archicanciller —dijo el tesorero, paciente.

—¿Eh?

—Que es la Muerte, señor. Ya sabe.

—Decidle que no queremos ninguna —dijo el viejo anciano, blandiendo su bastón. El tesorero suspiró.

—Lo hemos convocado nosotros, archicanciller.

—¿Ah, sí? ¿Para qué íbamos a hacer una cosa así? Menuda chorrada.

El tesorero le dedicó una sonrisa avergonzada a la Muerte.

Estaba a punto de pedirle que perdonara al archicanciller, que estaba muy viejo, pero se dio cuenta de que en aquellas circunstancias iba a ser un desperdicio total de saliva.

—¿Estamos hablando del mago Rincewind? ¿El que tiene un…? —el tesorero se estremeció— ¿… un horrible Equipaje con piernas? Pero si salió volando por los aires cuando pasó todo aquello del rechicero, ¿no?[4]

Y FUE A PARAR A LAS DIMENSIONES MAZMORRA. Y AHORA ESTÁ INTENTANDO VOLVER A CASA.

—¿Puede hacer eso?

TENDRÍA QUE DARSE UNA CONJUNCIÓN INUSUAL DE CIRCUNSTANCIAS. LA REALIDAD TENDRÍA QUE DEBILITARSE DE CIERTAS MANERAS INESPERADAS.

—No es probable que eso pase, ¿verdad? —dijo el tesorero en tono nervioso. Los individuos que han dejado escrito que se pasaron dos meses visitando a su tía siempre tienden a preocuparse porque pueda aparecer otra gente que por error piense que no ha sido así, y que debido a un efecto engañoso de la luz esa gente pueda creer que los han visto haciendo cosas que no podrían haber hecho porque estaban en casa de su tía.

LA PROBABILIDAD SERÍA DE UNO CONTRA UN MILLÓN, dijo la Muerte. EXACTAMENTE DE UNO CONTRA UN MILLÓN.

—Ah —dijo el tesorero, inmensamente aliviado—. Oh, cielos. Qué lástima. —Su tono se volvió considerablemente más jovial—. Por supuesto, hace mucho ruido. Pero por desgracia, supongo que no sobrevivirá mucho tiempo.

ES POSIBLE QUE NO, dijo la Muerte en tono distraído. SIN EMBARGO, ESTOY SEGURO DE QUE NO DESEÁIS QUE ADQUIERA LA COSTUMBRE DE HACER DECLARACIONES DEFINITIVAS EN ESE TERRENO.

—¡No! ¡Claro que no! —se apresuró a decir el tesorero—. Bien. Bueno, muchas gracias. Pobre hombre. Qué pena tan grande. Con todo, no se puede hacer nada. Tal vez deberíamos tomarnos estas cosas con filosofía.

TAL VEZ SÍ.

—Y sería mejor que no le molestáramos más —añadió el tesorero en tono cortés.

GRACIAS.

—Adiós.

NOS VEMOS.

De hecho, los ruidos se detuvieron antes del desayuno. El Bibliotecario fue el único que no se alegró. Rincewind había sido su ayudante y su amigo, y era un buen hombre cuando se trataba de pelar un plátano. También se le había dado incomparablemente bien escaparse de cosas. Al Bibliotecario no le parecía de esa clase de gente que se deja atrapar con facilidad.

Probablemente se había dado una conjunción inusual de circunstancias.

Esa era una explicación mucho más probable.

Sí que se había dado una conjunción inusual de circunstancias.

En virtud de exactamente una posibilidad contra un millón, había habido alguien mirando, estudiando, buscando las herramientas adecuadas para un trabajo especial.

Y aquí estaba Rincewind.

Casi resultaba demasiado fácil.

Así que Rincewind abrió los ojos. Tenía un techo encima: si era el suelo, estaba en apuros.

Todo iba bien por entonces.

Palpó con cuidado la superficie sobre la que estaba tumbado. Era granulenta, de hecho tenía la textura de la madera y algún que otro agujero causado por un clavo. Era una superficie de tipo humano.

Sus oídos captaron el chisporroteo de un fuego y un ruido de burbujas, de origen desconocido.

Su nariz, que tenía la sensación de que se estaba quedando al margen, se apresuró en informar de un aroma sulfuroso.

Correcto. Así pues, ¿adónde le llevaba todo aquello? Tumbado en un suelo áspero de madera en una sala iluminada por una chimenea en compañía de algo que burbujeaba y despedía un olor como a azufre. En el estado onírico e irreal en que se encontraba, aquel proceso de deducción le satisfizo bastante.

¿Qué más?

Ah, sí.

Abrió la boca y gritó y gritó y gritó.

Aquello lo hizo sentirse un poco mejor.

Se quedó un poquito más tumbado allí. Por entre el montón revuelto que era su memoria le vinieron recuerdos de mañanas en la cama cuando era niño, subdividiendo desesperadamente el paso del tiempo en unidades más y más pequeñas para postergar el momento terrible de levantarse y tener que afrontar todos los problemas de la vida, tales como, en aquel caso, quién era, dónde estaba y por qué existía.

—¿Qué eres? —dijo una voz desde el margen de su conciencia.

—Estaba llegando a eso —murmuró Rincewind.

Se levantó apoyándose en los codos y la sala osciló hasta adquirir contornos nítidos.

—Os advierto —dijo la voz, que parecía proceder de una mesa—. Me protegen muchos amuletos poderosos.

—Pues muy bien —dijo Rincewind—. Ojalá me protegieran a mí.

Empezaron a aparecer detalles en la imagen borrosa. Era una sala alargada y de techo bajo, un extremo de la cual estaba ocupado en su totalidad por una chimenea enorme. En un banco situado a lo largo de una pared había una selección de cristalería que parecía creada por un soplador de vidrio borracho y con hipo, y en el interior de sus espirales bizantinas hervían y burbujeaban líquidos de colores. Un esqueleto colgaba en actitud relajada de un gancho. En una percha al lado del mismo alguien había clavado un pájaro disecado. Fueran cuales fuesen los pecados que había cometido en vida, el bicho no se merecía lo que le había hecho el taxidermista.

La mirada de Rincewind barrió el suelo. Resultaba obvio que era lo único que había barrido el suelo en mucho tiempo. Solamente a su alrededor se había limpiado el espacio necesario entre los cristales rotos y los crisoles volcados para…

Un círculo mágico.

Parecía un trabajo extremadamente meticuloso. Estaba muy claro que quien lo había trazado a tiza era consciente de que su propósito era dividir el universo en dos partes, el interior y el exterior.

Rincewind estaba, por supuesto, en el interior.

—Ah —dijo, sintiendo que le barría una sensación familiar y casi reconfortante de terror impotente.

—¡Yo os ordeno y os conjuro contra todo acto agresivo, oh, demonio del averno! —dijo la voz, que ahora Rincewind se dio cuenta de que venía de detrás de la mesa.

—Bien, bien —dijo Rincewind, rápidamente—. A mí me parece bien, sí. Ejem. ¿No sería acaso posible que hubiera habido tal vez un errorcito de nada?

—¡Vade retro!

—¡De acuerdo! —dijo Rincewind. Miró a su alrededor a la desesperada—. ¿Cómo?

—¡No creáis que podéis arrastrarme a la perdición con vuestra lengua mendaz, oh demonio de Shamharoth! —dijo la mesa—. Estoy versado en las costumbres de los demonios. Obedeced todas mis órdenes u os devolveré al infierno hirviente del que has venido. Perdón, del que habéis venido. Mejor dicho, del que viniereis. Y va en serio.

La figura salió de detrás de la mesa. Era bastante bajito, y en su mayor parte permanecía oculto tras una larga serie de amuletos, fetiches y talismanes, que, aunque no fueran eficaces contra la magia, probablemente sí lo protegerían contra la estocada tolerablemente decidida de una espada. Llevaba gafas y un sombrero con orejeras largas que le daban pinta de spaniel miope.

Sostenía una espada con una mano temblorosa. La tenía tan llena de runas grabadas que se le estaba empezando a doblar.

—¿Has dicho infierno hirviente? —dijo Rincewind débilmente.

—Absolutamente, sí. Donde los gritos de agonía y los tormentos angustiados…

—Sí, sí, ha quedado claro —dijo Rincewind—. Lo que pasa es que, mira, la verdad es que no soy un demonio. Así que, ¿por qué no me dejas irme?

—No me engañáis con vuestro atuendo exterior, demonio —dijo la figura. Y añadió, con una voz más normal—: Además, los demonios siempre mienten. Lo sabe todo el mundo.

—¿Ah, sí? —dijo Rincewind, agarrándose a aquel clavo ardiendo—. En ese caso… Sí que soy un demonio.

—¡Ajá! ¡Vuestras propias palabras os condenan!

—Mira, no tengo por qué aguantar esto —dijo Rincewind—. No sé quién eres ni qué está pasando, pero me voy a tomar una copa, ¿vale?

Intentó salir del círculo, pero un montón de chispas se elevaron de las inscripciones rúnicas y le aterrizaron por todo el cuerpo, paralizándolo de la sacudida.

—No debiereis… No debieres… No pudiereis… —el invocador de demonios se rindió—. Mira, no puedes salir del círculo hasta que yo te libere, ¿vale? O sea, no quiero ponerme desagradable, pero es que si te dejo salir del círculo podrás asumir otra vez tu forma verdadera, que espero que sea una forma bastante horrible. ¡Vade retro! —añadió, con la sensación de que había perdido un poco de tono.

—Muy bien, ya vadeo, ya vadeo —dijo Rincewind, frotándose el codo—, pero sigo sin ser un demonio.

—Entonces, ¿cómo es que has respondido a la invocación? Supongo que pasabas por casualidad por las dimensiones paranaturales, ¿no?

—Algo así, creo. Está todo un poco borroso.

—Ve a tomarle el pelo a otro, colega. —El invocador apoyó la espada en un atril sobre el que había abierto un grueso tomo repleto de puntos de lectura. Luego se puso a bailar una jiga frenética—. ¡Ha funcionado! —dijo—. ¡Je, je! —Sorprendió la mirada horrorizada de Rincewind y recobró la compostura. Tosió con expresión avergonzada y se acercó hasta el atril.

—De verdad que no soy… —empezó a decir Rincewind.

—Tengo una lista en alguna parte —dijo la figura—. Veamos. Ah, sí, te ordeno… Quiero decir, os ordeno… que, ejem, me concedáis tres deseos. Sí. Quiero el dominio sobre todos los reinos del mundo, quiero conocer a la mujer más bella que haya existido jamás, y quiero vivir por toda la eternidad —miró a Rincewind con expresión alentadora.

—¿Todo eso? —dijo Rincewind.

—Sí.

—Ah, no hay problema —dijo Rincewind con sarcasmo—. Y luego me tomo el resto del día libre, ¿no?

—Y también quiero un cofre lleno de oro. Para ir tirando.

—Ya veo que lo tienes todo bien pensado.

—Sí. ¡Vade retro!

—Que sí, que sí. Lo que pasa… —Rincewind pensó a toda prisa: Este tío es un chiflado, pero es un chiflado con una espada en la mano, la única esperanza que me queda es disuadirlo en sus propios términos—. Lo que pasa es que, mira, no soy un demonio de una clase muy superior, y me temo que esa clase de peticiones requieren a alguien más poderoso, lo siento. Puedes vadear todo lo que quieras, pero siguen sin estar a mi alcance.

La figura de baja estatura miró por encima de sus gafas.

—Ya veo —dijo en tono malhumorado—. ¿Y qué te parece que puedes conseguir?

—Pues bueno… —dijo Rincewind—. Supongo que puedo bajar a la tienda y comprarte un paquete de pastillas de menta o algo así.

Hubo una pausa.

—¿De verdad no puedes hacer nada de todo eso?

—Lo siento. Mira, te diré qué haremos. Tú suéltame y yo te prometo que les daré el recado cuando vuelva a… —Rincewind dudó. ¿Dónde diablos vivían los demonios?— a Villademonios —dijo, esperanzado.

—¿Quieres decir a Pandemónium? —dijo su captor en tono receloso.

—Sí, eso es. A eso me refería. Se lo diré a todo el mundo, la próxima vez que estés en el mundo real ves a asegurarte… ¿cómo te llamas?

—Thursley. Eric Thursley.

—Muy bien.

—Demonólogo. Callejón del Muladar, Pseudópolis. Al lado de la curtiduría —dijo Thursley, esperanzado.

—Eso es. Tú no te preocupes. Ahora, si me dejas marchar…

A Thursley se le puso cara de palo.

—¿Estás seguro de que no puedes hacer nada de todo eso? —preguntó, y Rincewind no pudo evitar percibir el matiz de súplica de su voz—. Un cofrecito pequeño de oro ya me vendría bien. Y bueno, tampoco tiene que ser la mujer más hermosa de la historia entera. La segunda más hermosa ya sirve. O la tercera. Puedes elegir cualquiera de las mejores ci… mil. Lo que tengas en existencias, ya sabes —al final de la frase la voz se le impregnó de anhelo.

A Rincewind le vinieron ganas de decir: Mira, lo que tendrías que hacer es dejar de hacer guarradas con productos químicos en cuartos oscuros, luego te afeitas, te cortas el pelo, te das un baño, o mejor, dos baños, sales una noche y así —pero tenía que ser honesto, porque aunque se lavara, se afeitara y se sumergiera en agua de colonia, Thursley no iba a ganar ningún premio—, y así conseguirás que la mujer que elijas te dé una bofetada.

O sea, no sería gran cosa, pero por lo menos sería un contacto físico.

—Lo siento —dijo otra vez.

Thursley suspiró.

—La tetera está en el fuego —dijo—. ¿Quieres una taza?

Rincewind dio un paso y se topó con un chisporroteo de energía psíquica.

—Ah —dijo Thursley en tono incierto, mientras el mago se chupaba los dedos—. Te diré qué haremos. Te voy a poner bajo un conjuro de coacción.

—No hace falta, te lo aseguro.

—No, es mejor así. Quiere decir que te podrás mover. De todas formas ya lo tenía listo, en caso de que pudieras ir a buscar, ya sabes, a buscarla a ella.

—Bueno —dijo Rincewind. Mientras el demonólogo iba murmurando palabras del libro él pensaba: Pies. Puerta. Escaleras. Qué gran combinación.

Se le ocurrió que el demonólogo tenía algo que le resultaba un poco raro, pero no acababa de saber qué era. Su aspecto era bastante similar al de los demonólogos que Rincewind había conocido en Ankh-Morpork, que estaban todos encorvados, llenos de manchas químicas y tenían las pupilas como cabezas de alfiler por culpa de los humos tóxicos. Éste encajaba bastante bien con ellos. Y sin embargo, tenía algo raro.

—Para serte sincero —dijo Thursley, limpiando con diligencia una parte del círculo—, eres mi primer demonio. Nunca había funcionado antes. ¿Cómo te llamas?

—Rincewind.

Thursley pensó en aquello.

—No me suena —dijo—. En el Demonologie hay un tal Riinjswin. Y un tal Winswin. Pero tienen más alas que tú. Ya puedes salir. Tengo que decirte que ha sido una materialización de primera. Nadie que te viera pensaría que eres un demonio. La mayoría de los demonios, cuando quieren parecer humanos, se materializan en forma de nobles, reyes y príncipes. Este aspecto de mago apolillado es muy inteligente. Casi podrías haberme engañado. Es una pena que no puedas hacer nada de lo que te he pedido.

—No entiendo para qué quieres vivir por toda la eternidad —dijo Rincewind, decidiendo para sí mismo que el tipo se las iba a pagar a la menor oportunidad por haber usado la palabra «apolillado»—. Si se tratara de volver a ser joven, lo entendería.

—Ja. Ser joven no es muy divertido —dijo Thursley, y se tapó de golpe la boca con una mano.

Rincewind se inclinó hacia delante.

Unos cincuenta años. Aquello era lo que le faltaba.

—¡Esa barba es falsa! —dijo—. ¿Cuántos años tienes?

—¡Ochenta y siete! —chilló Thursley.

—¡Te veo los ganchos por encima de las orejas!

—¡Setenta y ocho, de verdad! ¡Vade retro!

—¡Eres un niño!

Eric recobró la compostura, digno.

—¡No es verdad! —dijo en tono cortante—. Tengo casi catorce años.

—¡Ajá!

El chico blandió la espada en dirección a Rincewind.

—¡Además, no importa! —gritó—. ¡Uno puede ser un demonólogo a cualquier edad, pero tú sigues siendo mi demonio y tienes que hacer lo que yo te diga!

—¡Eric! —dijo una voz procedente de alguna parte por debajo de ellos.

A Eric se le puso la cara blanca.

—¿Sí, madre? —gritó con la mirada clavada en Rincewind. Sus labios articularon en silencio las palabras: «No digas nada, por favor».

—¿Qué es todo ese ruido ahí arriba?

—¡Nada, madre!

—¡Baja a lavarte las manos, cariño, tienes el desayuno listo!

—Sí, madre —miró avergonzado a Rincewind—. Es mi madre —dijo.

—Tiene buenos pulmones, ¿eh? —dijo Rincewind.

—Bueno, será mejor que vaya —dijo Eric—. Tú te tienes que quedar aquí, por supuesto.

Se le ocurrió que llegado a aquel punto estaba perdiendo cierto volumen de credibilidad. Volvió a blandir la espada.

—¡Vade retro! —dijo—. ¡Te ordeno que no abandones esta sala!

—Vale. De acuerdo —dijo Rincewind, mirando de reojo las ventanas.

—¿Lo prometes? Si no, te envío de vuelta al Averno.

—Oh, no, no me apetece —dijo Rincewind—. Ve tranquilo. No te preocupes por mí.

—Voy a dejar aquí la espada y estas cosas —dijo Eric, y se quitó la mayor parte de sus accesorios para revelar a un muchacho flaco y moreno cuya cara mejoraría mucho cuando se le fuera el acné—. Si las tocas, se cernirán sobre ti cosas terribles.

—Ni se me pasaría por la cabeza —dijo Rincewind.

Cuando se quedó a solas fue hasta el atril y miró el libro. El título, impreso en unas espectaculares letras rojas parpadeantes, era Mallificarum Sumpta Diabolicite Occularis Singulamm, el Libro del Control Supremo. Lo conocía. En alguna parte de la biblioteca había un ejemplar, aunque los magos no le hacían ningún caso.

Aquello podía parecer raro, porque si hay una cosa por la cual un mago vendería a su abuela era el poder. Pero tampoco era demasiado raro, porque cualquier mago lo bastante listo para sobrevivir cinco minutos también era lo bastante listo como para darse cuenta de que cualquier poder que hubiera en la demonología lo tenían los demonios. Usarlo para tu propio beneficio sería como intentar matar ratones dándoles golpes con una serpiente de cascabel.

Incluso los magos consideraban extraños a los demonólogos. Solían ser hombres pálidos y furtivos que urdían cosas complicadas en habitaciones oscuras y que cuando te daban la mano la tenían floja y húmeda. La suya no era una magia buena y limpia. Ningún mago que se respetara a sí mismo tenía tratos con las regiones demoníacas, cuyos habitantes eran la colección más grande de majaderos que se podía encontrar fuera de un pabellón de reposo.

Examinó el esqueleto de cerca, por si acaso. No parecía inclinado a contribuir de ninguna forma a la situación.

—Pertenecía a su comosellame, abuelo —dijo una voz cascada detrás de él.

—Vaya herencia más rara —dijo Rincewind.

—No, no le pertenecía personalmente. Lo compró en una tienda. Es un comosellame de esos, un comosellame articulado.

—Pues no es que diga demasiada cosa —dijo Rincewind, y luego se quedó muy callado y pensativo—. Ejem —dijo sin mover la cabeza—. ¿Con qué estoy hablando exactamente?

—Soy un comosellame. Lo tengo en la punta de la lengua. Empieza por ele.

Rincewind se giró lentamente.

—¿Eres un loro?

—Eso.

Rincewind se quedó mirando la cosa que había en la percha. Tenía un ojo que brillaba como un rubí. La mayor parte del resto era piel rosada y purpúrea, tachonada de cabos de plumas, de forma que producía la impresión global de ser un cepillo de pelo listo para el horno. Se puso a menearse artríticamente en su percha y fue perdiendo lentamente el equilibrio hasta quedar colgando cabeza abajo.

—Pensé que estabas disecado —dijo Rincewind.

—A tomar por culo, mago.

Rincewind no le hizo caso y se arrastró hasta la ventana. Era pequeña, pero daba a un tejado en suave pendiente. Y afuera había vida de verdad, un cielo de verdad y edificios de verdad. Estiró el brazo para abrir los postigos…

Una corriente chisporroteante le subió por el brazo y tomó tierra en su cerebelo.

Se quedó sentado en el suelo, lamiéndose los dedos.

—Te lo ha dicho —dijo el loro, cabeza abajo y meciéndose hacia delante y hacia atrás—. Pero tú no quieres comosellame. Te tiene cogido de los comosellamen.

—¡Pero solamente tendría que funcionar con demonios!

—Ah —dijo el loro, cogiendo el impulso suficiente para ponerse derecho otra vez y estabilizarse en esa posición con los muñones de lo que alguna vez fueron alas—. Pero tiene sentido, ¿no? Si entras por una puerta que dice «Comosellamen», es normal que se te trate como a un comosellame, ¿no? Quiero decir, como a un demonio. Que estés sometido a todas las normas y los comosellamen. Mala suerte, chico.

—Pero tú sí que sabes que soy un mago, ¿verdad?

El loro soltó un graznido.

—Yo los he visto, colega. A los comosellamen de verdad. Algunos de los que han pasado por aquí te pondrían las plumas de punta. Unos comosellamen enormes y feroces, con escamas. Se tardaba semanas en quitar el hollín de las paredes —añadió, en tono aprobatorio—. Eso era en la época de su abuelo, claro. Al chavalín no se le da nada bien. Hasta ahora. Y eso que es listo. La culpa es de los comosellamen, de los padres. Dinero nuevo, ya sabes. Empresarios vinícolas. Lo tienen consentido, le dejan jugar con los trastos viejos de su comosellame. «Oh, es un chaval muy inteligente, siempre está con un libro» —los imitó el loro—. Nunca le han dado ninguna de las cosas que realmente necesita un comosellame sensible en edad de crecimiento, en mi opinión.

—¿Como qué? ¿Amor y orientación?

—Yo estaba pensando en un buen comosellame, coño, un azote.

Rincewind se agarró la cabeza dolorida. Si los demonios tenían que pasar por aquello todo el tiempo, no era de extrañar que estuvieran siempre tan cabreados.

—Lorito boniiito —dijo el loro en tono distraído, más o menos como un humano diría «ejem» o «como iba diciendo», y continuó—: Su abuelo sí que tenía dedicación. A eso y a las palomas…

—Las palomas —dijo Rincewind.

—Aunque tampoco se le daba muy bien. Más bien iba probando a ver qué le salía.

—Pensé que habías mencionado demonios enormes y con…

—Oh, sí. Pero es que eso no era lo que buscaba. Él intentaba conjurar un súcubo. —Debería resultar imposible sonreír con expresión lasciva cuando uno solamente tenía un pico, pero el loro lo consiguió—. Se trata de un demonio femenino que llega en plena noche y te hace el comosellame de forma loca y apasionad…

—He oído hablar de ellos —dijo Rincewind—. Son cosas muy jodidas y peligrosas.

El loro movió la cabeza a un lado.

—Nunca le salió. Lo único que consiguió fue un neuralgiador.

—¿Eso qué es?

—Un demonio que viene y te da dolor de cabeza.

Los demonios han existido en el Mundodisco durante al menos tanto tiempo como los dioses, a los que se parecen bastante en muchos sentidos. La diferencia es básicamente la misma que hay entre terroristas y revolucionarios.

La mayoría de los demonios ocupan una dimensión espaciosa cercana a la realidad, decorada tradicionalmente con sombras de llamas y mantenida a temperatura de asado. No es que nada de eso sea necesario, pero si algo son los demonios comunes, son tradicionalistas.

En el centro del infierno, alzándose majestuosa en medio de un lago de sucedáneo de lava y con unas vistas incomparables de los Ocho Círculos, está la ciudad de Pandemónium. [5] Y de momento, hacía honor a su nombre.

Astfgl, el nuevo Rey de los Demonios, estaba furioso. No solamente porque se hubiera vuelto a estropear el aire acondicionado, no porque se sintiera rodeado de idiotas y conspiradores por todas partes, ni siquiera porque todavía nadie hubiera aprendido a pronunciar bien su nombre, sino también porque le acababan de dar una mala noticia. El demonio al que le había tocado por sorteo dársela estaba encogido de miedo delante de su trono con el rabo entre las piernas. Tenía un miedo inmortal de que muy pronto le fuera a suceder algo maravilloso. [6]

—¿Que ha hecho qué? —dijo Astfgl.

—Ejem, se ha abierto, oh señor. El círculo de Pseudópolis.

—Ah, ese chaval tan listo. Tenemos grandes esperanzas puestas en él.

—Esto… y luego se ha vuelto a cerrar. —El demonio cerró los ojos.

—¿Y quién ha pasado al otro lado?

—Esto… —El demonio miró a sus colegas, apelotonados en la otra punta de la sala del trono, que tenía un kilómetro y medio de largo.

—Te he preguntado quién ha pasado al otro lado.

—Pues la verdad, oh señor…

—¿Sí?

—No lo sabemos. Alguien.

—¿Acaso no di órdenes para que cuando el chaval tuviera éxito se materializara ante él el duque Vassenego y le ofreciera placeres prohibidos y goces oscuros para doblegarlo y someterlo a Nuestra voluntad?

El Rey gruñó. El problema de ser malvado, tal como se había visto obligado a admitir, era que los demonios no tenían unas mentes muy innovadoras y necesitaban de veras la chispa del ingenio humano. Y él había estado muy pendiente de Eric Thursley, cuya variante personal de idiotez superinteligente era una extraña delicia. El infierno necesitaba gente egocéntrica y horriblemente inteligente como Eric. Se les daba mucho mejor ser desagradables que a los demonios.

—Ciertamente, señor —dijo el demonio—. Y el duque lleva años ahí esperando a ser convocado, eludiendo todas las demás tentaciones, estudiando de forma paciente y dedicada el mundo de los hombres…

—¿Y dónde estaba entonces?

—Ejem. La llamada de la sobrenaturaleza, señor —farfulló el demonio—. No se había ausentado ni dos minutos y…

—¿Y alguien pasó al otro lado?

—Estamos intentando enterarnos…

La paciencia de lord Astfgl, que ya de por sí tenía la misma resistencia a la tensión que la masilla, se quebró en aquel momento. Aquello era la gota que colmaba el vaso. Tenía la clase de súbditos que decían «enterarnos» en lugar de «discernir». La condenación era demasiado buena para ellos.

—Sal de aquí —susurró—. Y ya me encargaré de que tengas una mención de honor por este…

—¡No, amo, os lo suplico…!

—¡Fuera!

El Rey recorrió pisando fuerte los pasillos resplandecientes hasta sus aposentos privados.

Sus predecesores habían llevado pezuñas de bestia y patas traseras peludas. Lord Astfgl había rechazado de plano todas aquellas cosas. Afirmaba que aquellos hijos de puta estirados de Dunmanifestin no se iban a tomar en serio a nadie cuyo trasero se pasara todo el tiempo rumiando, así que se decidió por una capa roja de seda, unos leotardos carmesíes, una capucha con dos cuernecillos bastante sofisticados y un tridente. Al tridente no paraba de caérsele la punta, pero a él le parecía que era la clase de atuendo con el que se podía tomar en serio a un rey demoníaco…

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