Eric

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En la frescura de sus aposentos —oh, por todos los dioses, o mejor dicho, no por todos los dioses, le había costado una eternidad conseguir que se aplicaran unos estándares mínimamente civilizados, sus predecesores se habían contentado con deambular de un lado para otro tentando a la gente, nunca habían oído hablar del estrés ejecutivo— quitó con cuidado la tela que cubría el Espejo de las Almas y lo vio cobrar vida con un parpadeo.

Tenía la superficie negra y fría rodeada de un marco ornamentado del que no paraban de elevarse volutas de humo grasiento.

«¿Su deseo, amo?», dijo.

—Muéstrame los acontecimientos de la última hora en el portal de Pseudópolis —dijo el Rey, y se acomodó para mirar.

Al cabo de un rato fue a buscar el nombre «Rincewind» en el archivador que acababa de hacerse instalar, reemplazando los vetustos libros de contabilidad penosamente encuadernados que había antes. El sistema todavía necesitaba pulirse un poco, sin embargo, ya que los perplejos demonios lo archivaban todo en la G de Gente.

Luego se sentó a mirar las imágenes parpadeantes y jugueteó distraído con las cosas que tenía en el escritorio para calmarse los nervios.

Tenía un montón de objetos de escritorio: cuadernos con sujetapapeles magnéticos, chismes prácticos para colocar los bolígrafos y aquellos blocs pequeñitos que siempre iban tan bien. Unas estatuillas increíblemente graciosas con eslóganes del tipo «Tú eres el jefe» y pequeñas bolitas metálicas y espirales operadas por una especie de movimiento perpetuo artificial y efímero. Nadie que mirara aquel escritorio podía albergar dudas acerca del hecho de que estaban objetiva y verdaderamente condenados.

—Ya veo —dijo lord Astfgl, poniendo una serie de bolitas brillantes en movimiento con un golpecito de una garra.

No recordaba a ningún demonio llamado Rincewind. Por otra parte, había millones de aquellas criaturas lamentables, atiborrando el infierno sin orden ni concierto, y él todavía no había tenido tiempo de llevar a cabo un censo como era debido y retirar a los que no eran necesarios. Aquel parecía tener menos apéndices y más vocales en su nombre que la mayoría. Pero tenía que ser un demonio.

Vassenego era un viejo tonto y arrogante, uno de los demonios más ancianos, que sonreían y lo despreciaban y no acababan de obedecer sus órdenes solamente porque el Rey había trabajado duro durante milenios para llegar desde sus humildes comienzos hasta donde estaba ahora. No le extrañaría nada que aquel viejo diablo hubiera causado todo aquello a propósito, por hacerle un desprecio.

Bueno, tendría que encargarse de aquello más adelante. Mandarle un memorando o algo así. Ahora ya era demasiado tarde para hacer nada. Tendría que involucrarse personalmente. Eric Thursley era un candidato demasiado bueno para dejarlo escapar. Si conseguía a Eric Thursley los dioses se iban a enfadar de verdad.

¡Los dioses! ¡Cómo odiaba a los dioses! Los odiaba más todavía de lo que odiaba a la vieja guardia como Vassenego, más de lo que odiaba a los humanos. La semana anterior había celebrado una pequeña soirée, se había esmerado mucho en ella, había querido demostrar que estaba dispuesto a considerar lo pasado pasado y a trabajar junto con ellos por un universo nuevo, mejor y más eficaz. Lo había llamado una fiesta «¡Vamos a conocernos!». Había habido pinchos de salchicha y todo. Se había esforzado al máximo porque resultara agradable.

Ellos ni siquiera se molestaron en contestar las invitaciones. Y eso que él se había preocupado especialmente de ponerles un SRC.

—¿Demonio?

Eric se asomó al otro lado de la puerta.

—¿Cuál es tu forma actual? —dijo.

—Bastante mala forma —dijo Rincewind.

—Te he traído comida. Tú comes, ¿no?

Rincewind probó un poco. Era un tazón de cereales, frutos secos y pasas. No tenía ningún problema con nada de todo aquello. Simplemente ocurría que, en alguna fase de la preparación, algo parecía haber llevado a cabo sobre aquellos ingredientes inocentes el mismo proceso que sufre una estrella de neutrones bajo un millón de gravedades. Si te morías al comer algo como aquello no te tenían que enterrar, solamente necesitaban tirarte en algún sitio donde el suelo fuera blando.

Consiguió tragárselo. No resultó difícil. Lo complicado habría sido evitar que fuera hacia abajo.

—Delicioso —dijo, atragantándose.

El loro hizo una imitación espléndida de alguien vomitando.

—He decidido dejarte ir —dijo Eric—. Retenerte no tiene mucho sentido, ¿verdad?

—En absoluto.

—¿No tienes poderes de ninguna clase?

—Lo siento. Un fracaso total.

—Ahora que me fijo, no tienes un aspecto muy demoníaco —dijo Eric.

—Nunca lo tienen. No se puede confiar en estos comosellamen —se rió el loro. Volvió a perder el equilibrio—. Lorito boniiito —dijo, cabeza abajo.

Rincewind se dio la vuelta.

—¡Tú no te metas, pajarraco!

Detrás de ellos se oyó un ruido, como si el universo estuviera carraspeando. Las marcas de tiza del círculo mágico brillaron terriblemente durante un instante, se convirtieron en líneas de fuego sobre los tablones desgastados y por fin algo se materializó en medio del aire y cayó pesadamente al suelo.

Era un baúl grande, con remaches metálicos. Había caído sobre su tapa curvada. Al cabo de un momento empezó a mecerse violentamente, luego extendió varios centenares de piernecitas rosadas y haciendo un esfuerzo considerable consiguió darse la vuelta.

Entonces giró hasta mirarlos a ellos. Resultaba todavía más desconcertante porque les estaba clavando la mirada sin tener ojos con que hacerlo.

Eric fue el primero en moverse. Agarró la espada mágica de fabricación casera, que se combó como una loca.

—¡Sí que eres un demonio! —dijo—. ¡Casi te creí cuando me dijiste que no lo eras!

—¡Yuju! —dijo el loro.

—No es más que mi Equipaje —dijo Rincewind a la desesperada—. Es una especie de… Bueno, va conmigo a todas partes, no tiene nada de demoníaco… Ejem —vaciló—. Bueno, no mucho —terminó sin convicción.

—¡Vade retro!

—Oh, no, otra vez no.

El chico miró el libro abierto.

—Retomo mis órdenes anteriores —dijo en tono firme—. La mujer más bella que haya existido jamás, el dominio sobre todos los reinos del mundo y vivir por toda la eternidad. Manos a la obra.

Rincewind permaneció inmóvil.

—Vamos, ponte a ello —dijo Eric—. Se supone que tienes que desaparecer en un estallido de humo.

—Escucha, ¿crees que me basta con chasquear los dedos y…?

Rincewind chasqueó los dedos.

Hubo un estallido de humo.

Rincewind se quedó mirándose los dedos con cara de asombro, igual que uno miraría una pistola que lleva décadas colgada de la pared y que de pronto se dispara y perfora al gato.

—Casi nunca han hecho eso antes —dijo.

Miró hacia abajo.

—¡Aaargh! —dijo, y cerró los ojos. En la oscuridad del interior de sus párpados el mundo era mejor. Si tanteaba con los pies se podía convencer a sí mismo de que notaba el suelo, podía saber que en realidad estaba en la sala y que las señales urgentes de todos los demás sentidos, que le decían que estaba suspendido en el aire a unos cuantos miles de kilómetros por encima del Disco, no eran más que una pesadilla de la que acabaría despertándose. Canceló aquel pensamiento a toda prisa. Si estaba dormido prefería seguir así. En sueños uno podía volar. Si se despertaba, la caída sería muy larga.

«Tal vez me he muerto y soy realmente un demonio», pensó.

Era una idea interesante.

Volvió a abrir los ojos.

—¡Uau! —dijo Eric, con los ojos brillando—. ¿Puedo tenerlo todo?

El chico estaba en la misma posición que en la sala. Igual que el Equipaje. Y también, para irritación de Rincewind, el loro. Estaba apoyado en el aire, mirando el paisaje cósmico que tenía debajo con aire especulativo.

El Disco casi podría haber sido diseñado para verlo desde el espacio. De lo que Rincewind estaba condenadamente seguro era que no había sido diseñado para vivir en él. Aun así tuvo que admitir que resultaba impresionante.

El sol estaba a punto de salir por el borde del otro lado y trazaba una línea de fuego que resplandecía a lo largo de medio perímetro. Un amanecer largo y lento empezaba a bañar el paisaje oscuro e inmenso.

Por debajo, apenas iluminada en el árido vacío de espacio, Gran A’Tuin, la tortuga del mundo —macho o hembra, la cuestión nunca se había solucionado del todo—, se afanaba bajo el peso de la Creación. En su caparazón los cuatro elefantes gigantes se esforzaban por sostener el Disco en sí.

Podía haber formas más eficaces de construir un mundo. Se podría empezar con una bola de hierro fundido y luego ir recubriéndola de capas sucesivas de piedra, como si fuera uno de aquellos viejos caramelos redondos. Así uno tendría un planeta muy funcional, pero no igual de bonito. Además, las cosas se caerían de la parte de abajo.

—Está muy bien —dijo el loro—. Lorito quiere contineeente.

—Es enorme —suspiró Eric.

—Sí —dijo Rincewind con voz inexpresiva.

Sentía que se esperaba algo más de él.

—No lo rompas —añadió.

Tenía una duda que le carcomía en relación con todo aquello. Si mantenía la premisa de que era un demonio, y últimamente le habían pasado tantas cosas que estaba dispuesto a admitir que en medio de la confusión podía haber muerto sin darse cuenta[7], aun así no entendía por qué tenía potestad sobre el mundo para dárselo a alguien. Estaba bastante seguro de que el mundo tendría dueños que pensaban como él.

Además, estaba seguro de que al demonio había que darle algo escrito a cambio.

—Creo que tienes que echarme una firma —dijo—. Con sangre.

—¿Sangre de quién? —dijo Eric.

—Creo que tuya —dijo Rincewind—. O sangre de pájaro, si hiciera falta —miró al loro con cara aviesa y el loro le gruñó.

—¿No puedo probarlo primero?

—¿Qué?

—Bueno, supongamos que no funcionara. No voy a firmar nada hasta estar seguro de que funciona.

Rincewind se quedó mirando al chico. Luego miró hacia abajo, en dirección al amplio panorama de los reinos del mundo. «Me pregunto si yo era como él a su edad —pensó—. Me pregunto cómo sobreviví.»

—Es el mundo —dijo en tono paciente—. Pues claro que funciona, joder. O sea, míralo. Huracanes, deriva continental, el ciclo de la lluvia… Lo tiene todo. Todo encaja como en un puto reloj. Un mundo así te dura toda la vida. Si lo usas con cuidado.

Eric escrutó el mundo con ojo crítico. Tenía la expresión de alguien que sabe que los mejores regalos que existen parecen requerir el equivalente psíquico de dos pilas de las gordas y que las tiendas no van a volver a abrir hasta después de las vacaciones.

—Tiene que haber un tributo —dijo llanamente.

—¿El qué?

—Los reyes del mundo —dijo Eric—. Tienen que rendirme tributo.

—Realmente has estado estudiando esto, ¿no? —dijo Rincewind en tono sarcástico—. ¿Nada más que tributo? ¿No te apetece la luna ya que estamos aquí arriba? Es la oferta especial de esta semana, un satélite gratis por cada mundo dominado.

—¿Hay alguna sustancia útil?

—¿Qué?

Eric soltó un suspiro de paciencia sufridora.

—Rocas —dijo—. Polvos. Hierbas. Ya sabes.

Rincewind se ruborizó.

—No creo que un chaval de tu edad tenga que estar pensando en…

—Me refiero a materias primas. De nada me sirve si solamente hay un montón de piedras.

Rincewind bajó la vista. La luna diminuta del Mundodisco asomaba apenas por encima del otro extremo y proyectaba un resplandor pálido por todo el puzle de tierra y mar.

—Oh, no sé. Parece un mundo bastante majo —dijo en tono voluntarioso—. Mira, ahora está oscuro. ¿No te pueden rendir tributo por la mañana?

—Quiero un poco de tributo ahora.

—Ya me lo imaginaba.

Rincewind se examinó con atención los dedos. Tampoco es que se le diera muy bien chasquearlos. Lo intentó de nuevo.

Cuando volvió a abrir los ojos tenía barro hasta los tobillos.

Entre los talentos de Rincewind destacaba su gran habilidad para salir corriendo, que con el paso de los años había elevado al estatus de verdadera ciencia pura. No importaba si huía de algo o hacia algo con tal de que huyera. Lo que contaba era el hecho en sí de huir. Corro, luego existo. O más correctamente, corro, por tanto si hay suerte podré seguir existiendo.

Pero también se le daban bien los idiomas y la geografía práctica. Sabía gritar «¡Socorro!» en catorce idiomas y pedir piedad a gritos en otros doce. Había cruzado muchísimos países del Disco, algunos de ellos a alta velocidad, y durante las horas largas, maravillosas y aburridas que había pasado trabajando en la biblioteca había matado el tiempo leyendo sobre todos los lugares lejanos y exóticos en los que jamás había estado. Recordaba que por entonces había suspirado de alivio porque ya no tendría que visitarlos nunca.

Y ahora estaba aquí.

Lo rodeaba la selva. No era una selva agradable, interesante ni abierta, como esas selvas por donde se columpiaban héroes vestidos con pieles de leopardo, sino una selva real y en serio, una selva que se elevaba en forma de bloques sólidos de color verde, llenos de espinas y de púas, una selva en la que todos y cada uno de los representantes del reino vegetal se habían remangado las cortezas y se habían enfrascado en la dura tarea de crecer más que todos sus competidores. El suelo apenas era suelo, sino un manto de plantas muertas y en plena transición al abono orgánico. Caía agua de hoja en hoja, los insectos zumbaban en el aire húmedo y atiborrado de esporas y había ese terrible silencio exhausto causado por los motores de la fotosíntesis funcionando a plena máquina. Cualquier héroe gritón que intentara columpiarse por aquel lugar acabaría como si hubiera intentado pasar a través de un cortador de judías.

—¿Cómo haces eso? —dijo Eric.

—Es cogerle el tranquillo —dijo Rincewind.

Eric sometió los prodigios de la naturaleza a una mirada somera y despectiva.

—Esto no parece un reino —se quejó—. Dijiste que podíamos ir a un reino. ¿A esto lo llamas un reino?

—Probablemente estamos en las selvas de Klatch —dijo Rincewind—. Están abarrotadas de reinos perdidos.

—¿Te refieres a misteriosas razas arcanas de princesas amazonas que someten a todos los prisioneros masculinos a extraños y agotadores ritos reproductores? —dijo Eric.

Las gafas se le empezaron a empañar.

—Ja, ja —dijo Rincewind fríamente—. Menuda imaginación tiene el chavalín.

—¡Comosellame, comosellame, comosellame! —graznó el loro.

—He leído sobre ellos —dijo Eric, mirando la vegetación—. Por supuesto, también poseo esos reinos —se quedó contemplando alguna fantasía privada—. Caray —dijo en tono voraz.

—Yo si fuera tú me concentraría en lo del tributo —dijo Rincewind, echando a andar por algo que podría ser un sendero.

Las flores de colores brillantes de un árbol cercano se giraron para verlo partir.

En las selvas de Klatch central hay ciertamente reinos perdidos de misteriosas princesas amazonas que capturan a los exploradores varones para que cumplan deberes específicamente masculinos. Se trata de deberes rigurosos y agotadores y las víctimas infortunadas no duran mucho. [8]

También hay mesetas escondidas donde retozan y juegan monstruosos reptiles de épocas remotas, además de tumbas de elefantes, minas perdidas de diamantes y extrañas ruinas decoradas con jeroglíficos cuya mera visión puede congelar hasta el corazón más valiente. En cualquier mapa razonable de la zona apenas queda sitio para los árboles.

Los pocos exploradores que han regresado vivos de allí han dejado una serie de pistas prácticas para quienes vengan detrás: 1) evitar en la medida de lo posible cualquier planta trepadora colgante que en un extremo tenga ojos saltones y lengua bífida; 2) no recoger ninguna planta trepadora a rayas naranjas y negras que esté aparentemente tirada en medio del camino, meneándose, porque a menudo tiene un tigre en el otro extremo, y 3) no ir.

«Si soy un demonio —pensó Rincewind vagamente—, ¿por qué todo me pica y me intenta poner la zancadilla? O sea, seguramente lo único que me puede hacer daño es una estaca de madera en el corazón, ¿no? ¿O era el ajo?»

Al final la selva desembocó en una zona muy amplia y despejada que se extendía hasta una cordillera lejana y azulada de volcanes. Al pie de los mismos la tierra formaba un mosaico de lagos y extensiones pantanosas, salpicados aquí y allá de enormes pirámides escalonadas, cada una de ellas coronada por un tenue penacho de humo que se elevaba en el aire matinal. El sendero selvático se convertía en una carretera estrecha pero adoquinada.

—¿Dónde estamos, demonio? —dijo Eric.

—Parece uno de los reinos tezumanos —dijo Rincewind—. Creo que su gobernante se llama Gran Muzuma.

—Es una princesa amazona, ¿verdad?

—Extraño, pero no. Te sorprendería cuántos reinos hay que no están dominados por princesas amazonas, Eric.

—De todos modos parece bastante primitivo. Un poco Edad de Piedra.

—Los sacerdotes tezumanos tienen un calendario muy sofisticado y un gran conocimiento de los cuerpos celestiales —citó Rincewind.

—Ah —dijo Eric—. De maravilla.

—No —dijo Rincewind en tono paciente—. Quiero decir estrellas y esas cosas.

—Oh.

—Te caerían bien. Por lo visto son unos matemáticos espléndidos.

—Ja —dijo Eric, parpadeando con solemnidad—. Como si tuvieran gran cosa que contar en una civilización tan atrasada como esta.

Rincewind se quedó mirando los carros de guerra que se les acercaban a toda prisa.

—Creo que normalmente cuentan víctimas —dijo.

El Imperio tezumano, situado en los valles selváticos del centro de Klatch, es conocido por sus huertas orgánicas, su exquisita artesanía de obsidiana, plumas y jade, y sus sacrificios humanos multitudinarios en honor de Quesoricóttatl, la Boa con Plumas, el dios de los sacrificios humanos multitudinarios. Tal como se decía, con Quesoricóttatl siempre sabías a qué atenerte. Generalmente te atenías a lo alto de una enorme pirámide escalonada en compañía de un montón de gente y de alguien con un elegante tocado de plumas que afilaba un exquisito cuchillo de obsidiana para usarlo personalmente contigo.

Los tezumanos eran célebres en el continente por ser la gente más pesimista, irritable y lúgubre hasta extremos suicidas que uno pudiera encontrarse, por razones que pronto quedarán claras. Lo del calendario también era cierto. Los tezumanos se habían dado cuenta mucho tiempo atrás de que todo estaba empeorando sin parar y, dado que tenían una mente terriblemente literal, habían desarrollado un complejo sistema para calcular cuánto empeoraba el mundo cada día.

En contra de lo que se creía, los tezumanos sí que inventaron la rueda. Lo que pasaba es que tenían unas ideas radicalmente distintas acerca de para qué servía.

Era el primer carro de guerra tirado por llamas que veía Rincewind. Y eso no era lo más raro que tenía. Lo más raro era que lo llevaban a cuestas cuatro tipos, que sostenían los extremos de los ejes y corrían detrás de los animales restallando los adoquines con las sandalias.

—¿Crees que me traen el tributo? —dijo Eric.

Lo único que parecía contener el carro que iba en cabeza, aparte de su conductor, era un hombre bajo y rechoncho, de forma básicamente cúbica, vestido con un atuendo de piel de puma y un tocado de plumas.

Los corredores se detuvieron jadeando y Rincewind vio que todos llevaban algo que probablemente podía describirse como una espada primitiva, hecha a base de unir fragmentos de obsidiana a una cachiporra de madera. No le parecieron menos letales que las espadas sofisticadas y extremadamente civilizadas. De hecho, parecían peores.

—¿Y bien? —dijo Eric.

—¿Y bien qué? —dijo Rincewind.

—Diles que me den mi tributo.

El gordo se apeó pesadamente, desfiló hasta Eric y, para gran sorpresa de Rincewind, se postró.

Rincewind sintió que unas garras le subían por la espalda hasta posársele en el hombro, donde una voz que sonaba como una lámina de metal al ser cortada por la mitad le dijo:

—Eso está mejor. Muy comosellame, cómodo. Si intentas derribarme, demonio, ya puedes ir diciendo comosellame, a tu oreja. Menuda sorpresa, ¿no? Parece que lo estaban esperando.

—¿Por qué dices comosellame todo el tiempo?

—Tengo un comosellame limitado. Un nosecuántos. Un destos. Ya sabes. Tiene palabras —dijo el loro.

—¿Diccionario? —dijo Rincewind. Los pasajeros del resto de carros se habían apeado y también estaban postrados ante Eric, que sonreía como un idiota.

El loro reflexionó sobre aquello.

—Sí, probablemente —dijo—.Te debo un comosellame —siguió diciendo—. Al principio me pareciste un poco comosellame, pero ahora parece que tienes la cabeza sobre las alas.

—¿Demonio? —dijo Eric con displicencia.

—¿Sí?

—¿Qué están diciendo? ¿Hablas su idioma?

—Esto… no —dijo Rincewind—. Pero sí que lo leo —dijo levantando la voz, mientras Eric se giraba—. Si pudieras indicarles por signos que lo escribieran…

Era cerca del mediodía. La selva que Rincewind tenía detrás estaba llena de criaturas chillando y farfullando. En torno a la cabeza le zumbaban mosquitos del tamaño de colibríes.

—Por supuesto —dijo, por décima vez—. Nunca se les ha ocurrido inventar el papel.

El picapedrero dio un paso atrás, le dio el último cincel de obsidiana despuntado a su ayudante y miró a Rincewind con cara de expectación.

Rincewind dio un paso atrás y examinó la piedra con expresión crítica.

—Es muy bueno —dijo—. Quiero decir que el parecido es notable. Te ha salido muy bien su peinado y tal. Por supuesto, normalmente él no es tan, ejem, cuadrado, pero sí, muy bueno. Y aquí está el carro y aquí las pirámides escalonadas. Sí. Bueno, parece que quieren que vayas con ellos a la ciudad —le dijo a Eric.

—Diles que sí —dijo Eric con firmeza.

Rincewind se giró hacia el jefe.

—Sí —dijo.

—¿[Figura-acuclillada-con-tocado-de-tres-plumas-encima-de-tres-puntos]?

Rincewind suspiró. Sin decir una palabra, el picapedrero le puso un cincel de piedra nuevo en las manos, levantó a pulso otra losa de granito y la colocó en posición.

Uno de los problemas de ser tezumano, aparte de tener un dios como Quesoricóttatl, era que si necesitabas pedir una botella extra de leche para mañana, probablemente tendrás que haber empezado a escribirle la nota al lechero hace un mes. Los tezumanos eran la única gente que se golpeaba a sí misma hasta morir con sus propias notas de suicidio.

Ya era media tarde cuando el carro de guerra entró al trote en la ciudad de piedra que rodeaba la pirámide más grande, por entre hileras de tezumanos vitoreando.

—Esto ya es más adecuado —dijo Eric, respondiendo elegantemente a los vítores—. Están encantados de vernos.

—Sí —dijo Rincewind en tono lúgubre—. Me pregunto por qué.

—Bueno, porque soy su nuevo soberano, claro.

—Hum. —Rincewind miró de reojo al loro, que llevaba un buen rato antinaturalmente callado y ahora estaba encogido de miedo contra su oreja como una vieja solterona en un club de striptease. Estaba cavilando muy en serio sobre aquellos exquisitos tocados de plumas.

—Hijos de puta comosellamen —graznó—. El primer comosellame que me ponga la mano encima es un comosellame con un dedo menos, va en serio.

—Algo falla en todo esto —dijo Rincewind.

—¿El qué? —dijo el loro.

—Todo.

—Te lo juro, una pluma fuera de sitio…

Rincewind no estaba acostumbrado a que la gente se alegrara de verlo. Era antinatural y no presagiaba nada bueno. Aquella gente no solamente estaba vitoreando, sino que también les tiraban flores y sombreros. Los sombreros estaban hechos de piedra, pero lo que contaba era la intención.

A Rincewind le parecieron unos sombreros bastante raros. No tenían coronilla. De hecho, eran simples discos con agujeros en medio.

La procesión subió al trote las amplias avenidas de la ciudad hasta un grupo de edificios situados al pie de la pirámide, donde los estaba esperando otro grupo de dignatarios cívicos.

Llevaban montones de joyas. Todas eran básicamente iguales. A un disco de piedra con un agujero en el medio se le pueden dar muchos usos, y los tezumanos los habían explorado todos salvo uno.

Más importantes resultaban, sin embargo, las cajas y más cajas de tesoros amontonadas delante de ellos. Llenas hasta arriba de joyas.

A Eric se le pusieron los ojos como platos.

—¡El tributo! —dijo.

Rincewind se rindió. Estaba funcionando de verdad. No sabía cómo ni sabía por qué, pero por lo menos estaba saliendo Bien. El sol poniente arrancó destellos de una docena de fortunas. Por supuesto que pertenecían a Eric, presumiblemente, pero tal vez también había bastante para él.

—Naturalmente —dijo en tono débil—. ¿Qué esperabas?

Y hubo banquetes, y largos discursos que Rincewind no entendió pero que iban puntuados por aplausos y asentimientos y reverencias en dirección a Eric. Y también largos recitales de música tezumana, que sonaba como si alguien se estuviera limpiando un orificio nasal particularmente difícil.

Rincewind dejó a Eric sentado orgullosamente en un trono a la luz de la fogata y deambuló desconsolado hacia la pirámide.

—Me estaba divirtiendo con el comosellame —dijo el loro en tono de reproche.

—No me puedo quedar quieto —dijo Rincewind—. Lo siento, pero es que a mí nunca me había pasado nada así. Todas las joyas y tal. Todo va según lo previsto. No está bien.

Levantó la vista hacia la fachada monstruosa de la escarpada pirámide, roja y parpadeante a la luz de las fogatas. Todos y cada uno de sus enormes bloques tenían grabados bajorrelieves de tezumanos haciéndoles cosas terriblemente imaginativas a sus enemigos. Aquello sugería que los tezumanos, fueran cuales fuesen sus excelentes cualidades, no se sentían tradicionalmente inclinados a dar la bienvenida a unos perfectos desconocidos y a colmarlos de joyas. El efecto general de toda aquella colección de grabados era muy artístico; lo horrible eran los detalles.

Mientras avanzaba a lo largo de la pared llegó a una puerta enorme, decorada con la representación artística de un grupo de prisioneros a los que parecía que les estaban haciendo un chequeo médico. [9]

La puerta daba a un túnel corto e iluminado con antorchas. Rincewind avanzó unos pasos, diciéndose a sí mismo que siempre podía salir corriendo, y llegó a un espacio de techo muy alto que ocupaba casi todo el interior de la pirámide.

Había más antorchas a lo largo de todas las paredes, que lo iluminaban todo bastante bien.

Lo cual no resultaba del todo agradable, porque lo que iluminaban básicamente era una estatua gigante de Quesoricóttatl, la Boa con Plumas.

Si uno tuviera que estar en una sala con aquella estatua, preferiría estar a oscuras.

O mejor pensado, tal vez no. Una opción mejor sería dejar aquella cosa en una sala a oscuras mientras tú sufrías insomnio a dos mil kilómetros de distancia, intentando olvidar su aspecto.

«No es más que una estatua —se dijo Rincewind—. No es real. Simplemente han usado la imaginación, eso es todo.»

—¿Qué comosellame es eso? —dijo el loro.

—Es su dios.

—¿Estás de coña?

—No, de verdad. Es Quesoricóttatl. Medio hombre, medio pollo, medio jaguar, medio serpiente, medio escorpión y medio loco.

El pico del loro se movió mientras calculaba todo aquello.

—Eso hace un comosellame total de tres maníacos homicidas —dijo.

—Viene a ser eso, sí —dijo la estatua.

—Por otro lado —dijo Rincewind al instante—, me parece tremendamente importante que la gente ejerza el derecho a tener sus propias religiones particulares, y ahora creo que ya nos íbamos, así que…

—Por favor, no me dejéis aquí —dijo la estatua—. Por favor, llevadme con vosotros.

—Podría ser complicado, podría ser complicado —dijo Rincewind a toda prisa, mientras retrocedía—. No es por mí, ya me entiendes, es que en el sitio del que vengo todo el mundo tiene un prejuicio racial contra la gente de diez metros de altura con colmillos, garras y collares de calaveras por todas partes. Creo que tendrías problemas de adaptación.

El loro le pellizcó la oreja.

—Viene de detrás de la estatua, tonto de los comosellamen —graznó.

Resultó que la voz salía de un agujero en el suelo. Una cara pálida y miope miró a Rincewind desde las profundidades del foso. Era una cara anciana y afable con una expresión ligeramente preocupada.

—¿Hola? —dijo Rincewind.

—No tienes ni idea de lo que es volver a oír una voz amistosa —dijo la cara, sonriente—. Si pudieras ayudarme a salir…

—¿Cómo dice? —dice Rincewind—. Es usted un prisionero, ¿verdad?

—Ay, eso me temo.

—No sé si debería ir por ahí rescatando prisioneros sin más —dijo Rincewind—. O sea, podría haber hecho usted cualquier cosa.

—Le aseguro que soy completamente inocente de cualquier crimen.

—Bueno, eso es lo que usted dice —dijo Rincewind en tono grave—. Pero si los tezumanos han juzgado…

—¡Comosellame, comosellame, comosellame! —le chilló el loro al oído mientras iba dándole brincos en el hombro—. ¿Qué pasa, es que no te enteras de nada? ¿De dónde sales? ¡Es un prisionero! ¡Un prisionero en un templo! ¡A los prisioneros que te encuentras en templos hay que rescatarlos! ¡Para eso están ahí, joder!

—No es verdad —le cortó Rincewind—. ¡No lo sabes! ¡Probablemente está ahí para que lo sacrifiquen! ¿No es así? —miró al prisionero en busca de confirmación.

La cara asintió.

—Ciertamente, tienes razón. Despellejado vivo, para más datos.

—¡Ahí lo tienes! —le dijo Rincewind al loro—. ¿Lo ves? ¡Es que te crees que lo sabes todo! ¡Está aquí para que lo despellejen vivo!

—Cada centímetro de mi piel será arrancado con el acompañamiento de un dolor exquisito —añadió el prisionero, solícito.

Rincewind hizo una pausa. Le pareció conocer el significado de la palabra «exquisito» y no creía que tuviera nada que ver con «dolor».

—¿Cómo? ¿Toda entera? —dijo.

—Ese parece ser el caso.

—Caray. Pero ¿qué ha hecho usted?

El prisionero suspiró.

—No te lo creerías nunca…

El Rey de los Demonios dejó que se oscureciera el espejo y tamborileó un momento con los dedos en el escritorio. Luego cogió un tubo de comunicación y sopló por él.

Al final una voz lejana dijo:

—¿Sí, jefe?

—¡Sí, señor! —dijo el Rey en tono cortante.

La voz lejana murmuró algo.

—¿Sí, SEÑOR? —añadió.

—¿Tenemos a un tal Quesoricóttatl trabajando aquí?

—Déjeme ver, jefe.—La voz se alejó y regresó—. Sí, jefe.

—¿Es un duque, conde, vizconde o barón? —dijo el Rey.

—No, jefe.

—¿Pues qué es?

Hubo un largo silencio al otro lado.

—¿Y bien? —dijo el Rey.

—Es un don nadie, jefe.

El Rey fulminó el tubo con la mirada. «Uno lo intenta —pensó—. Uno hace planes adecuados, intenta organizarse, intenta ayudar a la gente y esto es lo que consigue.»

—Que venga a verme —dijo.

Fuera, la música se elevó en un crescendo y se detuvo. Las fogatas crepitaban. Un millar de ojos brillantes observaban el acto desde las selvas lejanas.

El sumo sacerdote se puso de pie y pronunció un discurso. Eric sonreía como una calabaza. Una larga hilera de tezumanos trajo cestas llenas de joyas y se las fue colocando delante.

Luego el sumo sacerdote pronunció otro discurso. Y este pareció terminar con una pregunta.

—Vale —dijo Eric—. Muy bien. Que no decaiga. —Se rascó la oreja y dijo en tono tentativo—: Podéis tomaros todos media jornada de fiesta.

El sumo sacerdote repitió la pregunta, esta vez en tono ligeramente impaciente.

—Soy el elegido, sí —dijo Eric, en caso de que tuvieran alguna duda—. No os habéis equivocado, no.

El sumo sacerdote volvió a hablar. Esta vez el tono no tuvo nada de ligero.

—Vamos a repasar esto, ¿de acuerdo? —dijo el Rey de los Demonios. Y se reclinó en su trono—. Resulta que un día te encontraste a los tezumanos y decidiste, si no recuerdo mal tus palabras, que eran «una pandilla de matados en plena Edad de Piedra sentados al lado de un pantano sin molestar a nadie». ¿Me equivoco? Con lo cual entraste en la mente de uno de sus sumos sacerdotes (creo que por entonces adoraban a un palito), lo hiciste enloquecer e inspiraste a las tribus para que se unieran, aterrorizaran a sus vecinos y trajeran al continente una nueva nación dedicada al propósito de llevar a todos los hombres a la cima de una pirámide ceremonial y hacerlos a cachos con un cuchillo de piedra. —El Rey se acercó sus notas—. Ah, y que a algunos también había que despellejarlos vivos.

Quesoricóttatl meneó los pies, incómodo.

—Con lo cual —dijo el Rey— emprendieron de inmediato una larga guerra contra básicamente todo el resto del mundo, llevando la muerte y destrucción a miles de personas moderadamente inocentes, etecé, etecé. Pues mira, esto se tiene que acabar.

Quesoricóttatl se echó un poquito hacia atrás.

—No era más que, ya sabe, un hobby —dijo el diablo—. Se me ocurrió, ya sabe, que estaría bien, que era lo correcto, ¿no? La muerte, la destrucción, todo eso.

—Eso se te ocurrió, ¿verdad? —dijo el Rey—. ¿La muerte de miles de personas más o menos inocentes? Que se nos escapan de las manos así —chasqueó los dedos—. Directos a sus felices terrenos de caza o a donde sea que vayan. Ése es vuestro problema. No tenéis una visión general. O sea, mira a los tezumanos. Lúgubres, sin imaginación, obsesivos… A estas alturas ya podrían haber inventado toda una burocracia y un sistema de tasación que podría haber convertido las mentes del continente entero en escoria. En cambio, no son más que una pandilla de asesinos de segunda con hachas. Menudo desperdicio.

Quesoricóttatl se encogió de vergüenza. El Rey hizo girar el trono un poco de atrás hacia delante.

—Ahora quiero que bajes otra vez y les digas que lo sientes —dijo.

—¿Perdón?

—Diles que has cambiado de opinión. Que en realidad lo que querías que hicieran era esforzarse día y noche por mejorar las condiciones de vida de sus congéneres. No puede fallar.

—¿Qué? —dijo Quesoricóttatl, con expresión de tremendo recelo—. ¿Quiere que me manifieste ante ellos?

—Ya te han visto, ¿no? He visto la estatua que tienen, es muy realista.

—Bueno, sí. Me he aparecido en sueños y esas cosas —dijo el demonio en tono incierto.

—Pues muy bien. Ponte a ello.

Era obvio que a Quesoricóttatl le preocupaba algo.

—Ejem —dijo—. ¿Quiere que me materialice de verdad o algo así? ¿Que me presente realmente en aquel sitio?

—¡Sí!

—Oh.

El prisionero se quitó el polvo y le tendió una mano arrugada a Rincewind.

—Muchas gracias. Ponce Da Quirm —dijo.

—¿Cómo?

—Así me llamo.

—Ah.

—Es un nombre antiguo y orgulloso —dijo Da Quirm, buscando señales de burla en la mirada de Rincewind.

—Vale —dijo Rincewind secamente.

—Estábamos buscando la Fuente de la Eterna Juventud —continuó Da Quirm.

Rincewind lo miró de arriba abajo.

—¿Y hubo suerte? —preguntó por pura cortesía.

—No mucha, no.

Rincewind volvió a mirar el interior del foso.

—Ha dicho usted «estábamos» —dijo—. ¿Dónde están los demás?

—Han contraído la religión.

Rincewind levantó la vista y miró la estatua de Quesoricóttatl. No hacía falta ser muy imaginativo para imaginar qué clase de religión.

—Creo —dijo con cautela— que deberíamos irnos.

—Muy cierto —dijo el anciano—. Y deprisa. Antes de que aparezca el Soberano del Mundo.

Rincewind se quedó frío. «Ya empieza —pensó—. Ya sabía yo que iba a acabar mal, y ahora es cuando empieza. Debo de tener instinto para estas cosas.»

—¿Cómo sabes que va a pasar eso? —dijo.

—Oh, tienen una profecía. Bueno, no es exactamente una profecía, viene a ser más bien toda la historia del mundo, de principio a fin. Está escrita por toda esta pirámide —dijo Da Quirm jovialmente—. Y te lo aseguro, no me gustaría ser el Soberano. Tienen planes para él.

Eric se puso de pie.

—Ahora escuchadme —dijo—. No voy a aguantar esta actitud. Soy vuestro soberano, ya sabéis…

Rincewind se quedó mirando los bloques de piedra cercanos a la estatua. A los tezumanos les habían hecho falta dos pisos, veinte años y diez mil toneladas de granito para explicar lo que tenían intención de hacerle al Soberano del Mundo, pero el resultado era, bueno, muy gráfico. No le iba a quedar ninguna duda de que estaban molestos con él. Podría incluso llegar a la conclusión de que se sentían muy, pero que muy agraviados.

—Pero entonces ¿por qué le dan tantas joyas al principio? —dijo, señalando.

—Bueno, al fin y al cabo es el soberano —dijo Da Quirm—. Supongo que se merece un respeto.

Rincewind asintió. En aquello había cierta justicia. Si fueras una tribu que vivía en un pantano en medio de una selva, no tuvieras metales, te hubiera tocado cargar con un dios como Quesoricóttatl, y luego encontraras a alguien que afirmaba que estaba a cargo de todo, era bastante probable que quisieras pasar cierto tiempo explicándole lo increíblemente decepcionado que estabas. Los tezumanos nunca habían encontrado ninguna razón para ser sutiles en su trato con las deidades.

El grabado que representaba a Eric se le parecía mucho.

Su mirada siguió el relato hasta la siguiente pared.

Aquel bloque de piedra mostraba una representación muy realista de Rincewind. Con un loro en el hombro.

—Espera —dijo—. ¡Soy yo!

—Tendrías que ver lo que te hacen en el siguiente bloque —dijo el loro en tono petulante—. Te va a revolver el comosellame.

Rincewind miró el bloque. Le revolvió el comosellame.

—Vamos a irnos de aquí sin llamar la atención —dijo firmemente—. O sea, no vamos a pararnos a darles las gracias por la comida. Siempre podemos mandarles una carta más adelante. Ya sabe, para no ser maleducados.

—Un momento —dijo Da Quirm, mientras Rincewind le tiraba del brazo—. No me ha dado tiempo a leer todos los bloques. Quiero ver cómo va a terminar el mundo…

—No sé cómo va a terminar para el resto de la gente —dijo Rincewind con voz sombría, arrastrándolo por el túnel—. Pero sé cómo va a terminar para mí.

Salió a la luz matinal, lo cual estuvo bien. Su error fue ir a meterse dentro de un semicírculo de tezumanos. Armados con lanzas. Las lanzas tenían puntas de obsidiana exquisitamente talladas que, igual que sus espadas, no eran en absoluto tan sofisticadas como las ordinarias, toscas e inferiores armas de acero. Pero ¿acaso era mejor saber que te iban a ensartar con delicados ejemplos de origen genuinamente étnico en lugar de con viles objetos forjados por gente que ya no estaba en contacto con los ciclos de la naturaleza?

Probablemente no, decidió Rincewind.

—Yo siempre digo —dijo Da Quirm— que todo tiene su lado bueno.

Rincewind, atado a la losa de al lado, giró la cabeza con dificultad.

—¿Y cuál es ahora mismo, exactamente? —dijo.

Da Quirm contempló con los ojos entrecerrados los pantanos y las copas de los árboles de la selva.

—Bueno, para empezar desde aquí se ve un paisaje de primera.

—Ah, bien —dijo Rincewind—. ¿Sabes? Nunca lo habría mirado así. Tienes toda la razón. Es el típico paisaje que uno recuerda durante el resto de la vida, supongo. Tampoco es que vaya a ser una gran gesta mnemotécnica.

—No hace falta ponerse sarcástico. Solamente estaba haciendo un comentario.

—Quiero que venga mi mamá —dijo Eric desde la losa del medio.

—No pierdas el ánimo, chaval —dijo Da Quirm—. Por lo menos a ti te están sacrificando por algo que vale la pena. Yo solamente les sugerí que usaran las ruedas de pie, para que rodaran. Me temo que por aquí no están muy abiertos a las ideas nuevas. Con todo, nil desperandum. Donde hay vida hay esperanza.

Rincewind gruñó. Si había algo que no soportaba, era la gente que no tenía miedo a las puertas de la muerte. Aquello parecía tocar una fibra absolutamente sensible para él.

—De hecho —dijo Da Quirm—. Creo… —Se meció de un lado a otro a modo de experimento, tirando de las lianas que lo tenían atado—. Sí, creo que cuando liaron estas sogas… Sí, está claro que…

—¿Qué? ¿Qué? —dijo Rincewind.

—Sí, está claro —dijo Da Quirm—. No me cabe la menor duda. Lo hicieron con gran profesionalidad y tensándolas al máximo. No ceden ni un centímetro en ninguna dirección.

—Gracias —dijo Rincewind.

La cima plana de la pirámide truncada era de hecho bastante grande, con espacio de sobra para estatuas, sacerdotes, losas, canalones, cadenas de tallado de cuchillos y todas las demás cosas que los tezumanos necesitaban para el despliegue general de la religión. Delante de Rincewind había varios sacerdotes ocupados en salmodiar una larga lista de quejas sobre los pantanos, los mosquitos, la falta de menas de metal, los volcanes, el clima, la rapidez con que la obsidiana perdía el filo, los problemas de tener un dios como Quesoricóttatl, el hecho de que las ruedas nunca funcionaban bien por mucho que uno las pusiera planas en el suelo y las empujara, y otras cosas por el estilo.

Por lo general, las oraciones de la mayoría de las religiones alaban a los dioses implicados y les dan las gracias, ya sea por piedad religiosa en general o con la esperanza de que el dios o la diosa capte el mensaje y empiece a actuar de forma responsable. Los tezumanos, después de examinar a fondo su mundo y decidir sin rodeos que las cosas no iban a mejorar nunca, habían perfeccionado el arte de la queja monódica.

—Ya no pueden tardar mucho —dijo el loro, posado en lo alto de una estatua de uno de los dioses menores tezumanos.

Había llegado allí después de una compleja secuencia de acontecimientos que había implicado muchos graznidos, una nube de plumas y tres sacerdotes tezumanos con los pulgares terriblemente hinchados.

—El sumo sacerdote está llevando a cabo un comosellame en honor a Quesoricóttatl —comentó como de pasada—. Habéis atraído a un montón de público.

—Supongo que no podrías volar hasta aquí y romper las cuerdas con el pico, ¿verdad? —dijo Rincewind.

—Ni hablar.

—Ya me lo parecía.

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