Equilibrium

Equilibrium


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Traducido por Ariel Marcelo Fernández Quiroz 

“Equilibrium”

Escrito porDécio Gomes

Copyright ©2015 Décio Gomes

Todos los derechos reservados

Distribuido por Babelcube, Inc.

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Traducido porAriel Marcelo Fernández Quiroz

Diseño de portada © 2015 Décio Gomes

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Prólogo

Triángulo

 

La fina vara de incienso ya estaba a medio quemar, liberando un fino hilo de humo que llenaba el ambiente con su aroma suave a sándalo. Era una sala pequeña, cuadrada y mal iluminada y en cuyas paredes colgaban cuadros ubicados de dos en dos, mostrando imágenes incomprensibles, pintadas en tonos desarreglados por un artista de una feria cualquiera. Había solo una salida, una puerta estrecha, que se abría hacia afuera, protegida por una cortina colorida y escandalosa hecha de perlas. No había ventanas ni ninguna otra abertura que posibilitase la entrada o salida de aire fresco en aquel lugar, lo que dificultaba la respiración e impregnaba el ambiente con el fuerte olor del incienso.

En el centro de la sala había una mesa. No había nada sobre ella más que una vela blanca y espesa, con una pequeña llama encendida que se estremecía levemente y a un ritmo constante. Dos personas estaban sentadas frente a ella. De un lado, una mujer blanca, joven, de cabellos ondulados y mirada confusa. Del otro, un hombre de unos veinticuatro años, de cabello corto y liso, vistiendo una especie extraña de terno – de color vino y adornado por una línea gruesa y dorada – que daba la impresión de que lo habían confeccionado para alguien del doble de su tamaño.

El joven tenía los ojos cerrados, manteniendo las manos juntas e inmóviles sobre la pequeña mesa. La mujer que estaba al frente solo esperaba con un aire ansioso, respetando el absoluto silencio, que ocasionalmente era quebrado por un leve sonido de las narices fragilizadas por el irritante aroma que impregnaba el ambiente. Ella restregaba sus manos, y minuto a minuto acariciaba las “j” de sus muñecas, que iban de lado a lado en un tatuaje de letras finas y clásicas. Después de algunos instantes de silencio, el hombre abrió los ojos – uno azul y uno castaño – y miró fijamente a la mujer que estaba al frente.

-Él ya está aquí, Jane. Está de pie justo a su lado.

La mujer abrió los ojos de par en par y miró sobre sus hombros, mostrando una expresión alegre y al mismo tiempo incrédula. El hombre levantó la mano derecha y apuntó con el índice el hombro izquierdo de Jane.

-Está justo ahí, con una de las manos en su hombro.

-¿Us-usted puede verlo? ¿Po-podría describirme su apariencia?

Completamente habituado a aquel tipo de cuestionamiento, y para demostrar que no era solo uno más de los estafadores que se ganaban la vida aprovechándose de los falsos mensajes del más allá, el hombre del terno color vino nuevamente levantó la mano derecha y con ella se cubrió el ojo castaño, el que quedaba también al lado derecho de su rostro. El ojo azul, muy claro y vivo como el cielo después de una tormenta, se concentró en un punto específico de la sala. Luego de pestañear tres o cuatro veces, la pupila se dilató levemente y comenzó a recibir la imagen de una figura humana, antes etérea e indefinida pero que a los pocos segundos pareció solidificarse en una figura tangible. Al final de la transformación, en la sala apareció un hombre alto, moreno y de apariencia robusta. Ambos simplemente se miraron por unos instantes, pero que parecieron durar una eternidad.

-Tiene una barba candado y está usando un traje de obrero. Además, tiene una cicatriz bien grande en una de sus mejillas.

La mujer se llevó ambas manos a la boca y muy sorprendida dejó caer una lágrima de cada lado de su rostro.

-Dios mío, realmente es él, realmente es mi Juan. ¿Puedo… puedo hablar con él?

-Él está escuchando su voz. Puede hablarle.

Jane arregló sus cabellos y secó sus pómulos. Se enderezó en la silla, respiró profundamente, y luego de un breve ensayo mental, comenzó a hablar.

-Juan, mi amor. Si realmente me estás escuchando, quiero que sepas que independiente de cualquier cosa te amo más que a nada en esta vida. Te pido disculpas por haber desconfiado de ti y de tu fidelidad a nuestro matrimonio, y no quería pasar el resto de mi vida con la culpa de haberte echado injustamente de casa.

El fantasma de Juan permanecía parado, inerte, y no quitaba ni por un segundo su mirada del hombre que lo había invocado. Este otro, por su parte, también lo miraba, pero con una expresión menos seria y un poco más relajada.

-Me gustaría también pedirle disculpas a Miranda, por haber desconfiado de ella. Fui una pésima amiga y me siento muy mal por lo que dije.

El hombre del terno color vino pareció, en ese instante, perder un poco el foco. Retiró la mano que cubría su ojo y el fantasma desapareció nuevamente, transformándose en una niebla blanca que rápidamente se disipó.

-Espere un poco. ¿Qué dijo? ¿Quiere pedirle disculpas a alguien más?

-Si. A mi querida amiga Miranda. Sospechaba que ella y Juan tenían una relación; ya había oído rumores y sabía que andaban juntos en nuestro auto cuando Juan debía estar trabajando. Nunca logré tener prueba alguna de ello, pero aun así no pude aguantar todas los chismes de los vecinos. Fue por esto que arreglé un encuentro entre los tres, en mi casa, y les dije todo lo que tenía que decirles. Eché a Juan de la casa y se fueron juntos en el auto.

-Y ahí fue cuando pasó.

-Sí. No llegaron a ningún lado. En medio del recorrido sufrieron un accidente y ambos murieron camino al hospital.

En aquel instante, más lágrimas brotaron de los ojos verdes de la mujer, y se largó a llorar descontroladamente. El hombre se masajeó rápidamente la frente y nuevamente se tapó el ojo castaño. La imagen del fantasma de Juan una vez más se materializó, pero esta vez no estaba solo. Al lado del hombre de barba candado apareció una mujer delgada, vistiendo un pantalón corto y una blusa color rosado vivo que apenas cubría la mitad de su busto. También tenía el cabello negro, así como los ojos característicos de la típica apariencia sensual de mujeres latinas. Una vez que las imágenes fantasmagóricas de Juan y Miranda se volvieron completamente visibles, la mirada intensa del obrero de traje y barba candado una vez más se encontró con el ojo azul que lo observaba. Miranda, por su parte, no dudó en usar ambas manos para acariciar de forma casi vulgar el cuerpo del compañero muerto, confirmando de esta manera, solo para aquel que los veía, las sospechas de Jane.

“Va a ser una larga conversación”, susurró para sí mismo el joven.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo 1

Espía

 

Dos horas y media después, luego de librarse de la discusión post-vida entre mujer, esposo y amante, Luca finalmente dejó el Centro e inició su corta caminata diaria de regreso a casa. Todavía no se sacaba el extraño terno, pero a las personas del vecindario parecía no importarles su estilo excéntrico del día a día.

-¡Buenas noches, Luca! – dijo un hombre barbudo y andrajoso, sentado en una banca al lado de un barril de fierro en la acera.

-¡Buenas noches, Blue! – respondió Luca, con simpatía - ¿Cómo andamos hoy?

-Ando con suerte, solo vea lo que encontré – el viejo respondió mientras sacudía un billete de diez dólares.

-¡Veo que hoy tendrán una buena cena!

Blue acarició a un cachorro negro que descansaba al lado del barril y vio como el transeúnte continuó su camino. Era un barrio pobre, de casas humildes y separadas por unos pocos establecimientos que iban desde barberías hasta pequeños puestos de comida y tiendas de ropa barata. Por las calzadas, ocasionalmente había grupos sentados alrededor de un aparato de sonido que tocaba las canciones del momento, creando la imagen perfecta de los guetos vistos en las películas de Hollywood.

Luego de caminar tranquilamente por poco más de diez minutos, Luca se detuvo frente a un edificio antiguo, de paredes pintadas de rojo y que se descascaraban por el impetuoso efecto del sol. Empujó el portón y llegó a una escalera llena de polvo, pero antes de subirla revisó el buzón. Había dos cartas, del mismo remitente, alguien llamado August Barwell, con otra de esas irritantes invitaciones a una consulta espiritual particular que él ya llevaba ignorando hace semanas. Subió los escalones hasta el tercer piso y continuó por el corredor. Su departamento quedaba al final de este, pero antes de que llegase a la puerta, Luca se encontró con la señora Puentes, con su camisón amarillo y sus cabellos siempre despeinados, una vez más fumando en un lugar inadecuado.

-Pensé que lo había dejado esta vez – le dijo, sacudiendo los brazos mientras pasaba por la bocanada de humo.

-Y yo que pensé que usted ya no creía más en eso – respondió la anciana, con todo el mal humor que pudo.

Luca pasó frente a ella y finalmente llegó a su departamento. Sacó las llaves del bolsillo, abrió la puerta y entró, dejando los zapatos sobre un pequeño tapete al lado de la entrada que decía bienvenue en letras gruesas y gastadas. Encendió las luces y dejó que una sala pequeña, pero muy bien ordenada, se luciese. Había dos sofás ubicados en L, frente a una mesa de centro decorada con una bella estatuilla de un gato persa. En un estante que descansaba en la pared, había un televisor antiguo y a su lado un florero blanco, sin flores, que complementaba la ornamentación simple de la habitación.

Del otro lado de la sala había una gran pecera encima de un soporte de madera. Solo un pez dorado habitaba en aquel lugar.

-¡Buenas noches, Flora! – le dijo, así como lo hacía cada vez que volvía a casa.

Se fue directo a su cuarto y, al llegar, Luca finalmente se sacó el terno que le había molestado durante todo el día, lo lanzó sobre la cama y fue directo al baño. Se desvistió por completo y abrió la ducha para un rápido baño de agua caliente.

Ligeramente repuesto por el milagro del agua tibia, se paró frente al espejo del lavamanos y miró su propio rostro. El ojo azul automáticamente se destacó más que el castaño en el reflejo.

Un ojo azul, otro castaño. Heterocromia, ese era el nombre científico para los ojos de colores diferentes. Una condición natural, una leve anomalía en el cromosoma responsable de la pigmentación ocular. Por lo menos esta era la explicación en cualquier otro caso, menos para el de Luca.

Su ojo castaño veía a los vivos. Su ojo azul veía a los muertos.

Nació con aquel don, y desde pequeño, si por casualidad su ojo castaño se cerraba o se cubría por cualquier razón, el ojo azul se convertía en una especie de espejo que reflejaba cosas invisibles: espíritus errantes, perdidos en el mundo de los vivos, buscando cumplir sus misiones y finalmente realizar su viaje. Para Luca, sin embargo, aquello nunca fue un verdadero problema. Nació en una familia de gitanos, y desde donde podía recordar que había estado inmerso en todo lo relacionado al misticismo y al mundo espiritual. No obstante, los dejó, en su adolescencia, cansado de que usasen su don como cartel de espectáculos en las ciudades donde viajaban. A sus diecisiete años ya administraba su propio Centro, y trabajaba de forma justa y honesta: usaba su ojo azul para promover encuentros entre los muertos y sus seres queridos y, a diferencia de otros charlatanes de los alrededores, no cobraba un ojo de la cara por ello.

El único factor que no dejaba a Luca completamente satisfecho sobre ser quien era, era el fatídico destino de no poder, en ningún momento o circunstancia, librarse de la presencia de los espíritus que su ojo le permitía ver. Los sentía de cerca, sentía sus auras invisibles tocando su piel. Los hormigueos en las manos significaban que un espíritu lo tocaba, y el fuerte frio en el estómago significaba que un espíritu quería comunicarse con él. Luca tenía un don, pero también una maldición, que cargaría por el resto de su vida.

Limpio, bien peinado y esta vez vestido de manera un poco más común, Luca tomó su billetera y nuevamente salió del departamento. El sol estaba a punto de ponerse cuando llegó a la calle y sintió el aire contaminado recorrer su nariz en dirección a sus pulmones. Era casi la noche de un jueves, el día en que Luca comúnmente visitaba el Le Blanc Café, un pequeño puesto de comida al estilo de los ochenta que servía bellísimas hamburguesas artesanales.

El clima de aquel atardecer estaba ligeramente más frío de lo normal. Luca atravesó la calle, esquivando a un ciclista loco que invadió el paso peatonal y se subió a la acera en dirección al Le Blanc. Caminaría cerca de quince minutos a paso lento, y así podría apreciar el aire de la ciudad, las luces de los balcones, poco a poco encendiéndose mientras el crepúsculo se tragaba lo que quedaba de azul en el cielo. Luca amaba aquella ciudad más que a cualquier otra cosa en la vida.

En el camino, sin embargo, sintió una vez más que aquellas calles estaban diferentes. Había algo en el aire, algo que dejaba todo más frío y pesado. Sentía presencias. Muchas, millares de ellas. Sentía las conocidas auras chocando con su respiración, llenando la brisa que corría por las calzadas. Sentía y sabía mejor que nadie lo que eran.

Por algún motivo que Luca desconocía, su ciudad estaba siendo lentamente invadida por espíritus.

No se atrevía a mirarlos. Intentaba a toda costa mantener su ojo castaño bien abierto para que el azul no cumpliese su función. Su convivencia con los espíritus, a pesar de que muchas veces era inevitable, se resumía casi completamente a los encuentros en el Centro. Era práctico y simple: los llamaba, y en caso de que todavía estuviesen en el mundo de los vivos, aparecían y conversaban a través de él con la persona que fuese. Punto. Un espíritu no era capaz de molestarlo en caso de que no se lo permitiese, y el preferir no mirarlos fuera de su ambiente de trabajo, dejaba bien claras sus intenciones con los errantes perdidos.

Sin embargo, como toda regla tiene su excepción, Luca había permitido que algunos de los espíritus perdidos se acercasen, y aunque no supiese bien el motivo de haber dejado que su trabajo y su vida se mezclasen, le gustaba la presencia ocasional de algunos de sus amigos intangibles. No obstante, no los veía hace algún tiempo, y se preguntaba si toda aquella emanación espiritual que poco a poco dominaba la ciudad tenía relación con sus frecuentes desapariciones.

La campanilla del Le Blanc sonó y atrajo las miradas de dos camareras hacia la puerta, por donde Luca pasó rápidamente. Recorrió el espacio entre las mesas y la barra y se sentó al fondo del lugar, como siempre lo hacía. Respiró profundo y se sintió aliviado. La presencia de espíritus en ese lugar era bastante menor, aunque todavía existente. El clima vintage del Le Blanc de cualquier forma, era capaz de hacerlo olvidar completamente del mundo exterior. El olor del café, los carteles de neón, los discos de vinilo que decoraban las paredes. Del lado de la barra, dos niños de apariencia inocente jugaban sus fichas en un antiguo pinball de Donkey Kong. Al fondo, a volumen agradable, sonaba el primer disco de A-ha, mientras las camareras iban y venían con sus bellos uniformes

trayendo y llevando bandejas de vuelta a la cocina.

Cómodamente sentado y recostado en la ventana de vidrio decorada, y que mostraba parcialmente el exterior, Luca se sintió bien al saber que, en aquel momento, su única preocupación era qué plato pedir. El menú estaba tirado encima de la mesa, y sin demora estiró el brazo para alcanzarlo. Sin embargo, el menú se movió hacia el lado contrario, escapando de los dedos del joven. Un intento más, y el menú nuevamente se deslizó por la mesa y escapó de sus manos.

Desistió, y luego de mirar discretamente hacia atrás para ver si alguien más estaba prestando atención al menú con vida, sonrió y llevó su mano derecha al ojo castaño. La pupila del ojo azul se dilató, y delante de Luca, sentada en la silla justo al frente, apareció una niña. Tenía cabellos largos, negros y ondulados que caían por su espalda. Denunciaba un rostro de ocho o nueve años de edad, y tenía ambos brazos apoyados en la mesa. Sonreía alegremente en dirección a Luca.

-¿Qué estás haciendo aquí, Nancy? – susurró, escondiendo su boca para que el sonido no escapase.

- Andaba de paso, te vi y te seguí desde lejos. Hacía un tiempo ya que no entraba aquí, extrañaba la buena música.

-Sabes que no puedes llamar la atención así mientras…

La frase se interrumpió cuando una camarera, flaca y torpe, se acercó a la mesa.

-¿Ya decidió lo que va a pedir, señor?

-Oh, sí – Luca respondió, sin poder evitar la incomodidad – Quiero un cheeseburger con tocino, papas fritas y un capuchino.

La camarera anotó el pedido en su cuadernillo, y tan torpemente como antes volvió a la cocina, pero no sin antes chocar con una compañera y casi botar la bandeja que cargaba.

-¿Cheeseburger y capuchino? ¿Quién come eso? – preguntó Nancy de manera divertida, una vez que Luca permitió nuevamente que solo el ojo azul observase.

Él ignoró la pregunta y la miró de reojo, lanzando una amigable expresión de regaño. La niña, por su parte, miraba las paredes del Le Blanc con un aire soñador, que aun viniendo de una niña muerta, era muy encantador.

Nancy vivía en las calles de aquella ciudad hace muchos años, y aunque ya no se recordasen más fechas precisas, una rápida mirada a su ropa era suficiente para darse cuenta que vivía en la década de 1980, cuando perdió la vida. Fue asesinada por su padrastro, quien la ahogó en la bañera y luego enterró el cuerpo en algún lugar abandonado de la ciudad. El cuerpo nunca lo encontraron, y al padrastro nunca lo encarcelaron. Luca era el único que sabía la verdad de Nancy, y aunque sintiese ganas de hacer justicia, sabía que ya era demasiado tarde. Su primer encuentro con Nancy tuvo lugar ahí mismo, en aquel café y en aquella mesa. La niña notó de inmediato que Luca no era como las otras personas, supo que podría verla al oír su voz, y por más que haya intentado evitarla, jamás lo consiguió. Como un espíritu errante de más de dos décadas de edad, Nancy había adquirido poderes como consecuencia de todo el tiempo que llevaba en este mundo: podía soplar a los oídos de las personas, de vez en cuando podía hacer que la escucharan en la calle, e incluso podía mover objetos livianos. Luca nunca olvidaría el baño de té helado que sufrió durante la última vez que intentó ignorarla antes de que realmente se hicieran amigos.

-¿Dónde están los otros, Nancy?

-No sabría decirte. No los veo hace algún tiempo, al igual que tú. Es difícil andar por ahí con tanta gente caminando. No sé lo que está pasando. Hay demasiada gente.

-El mundo de los muertos no es tan diferente al mundo de los vivos al fin y al cabo. Y eso que ustedes tienen suerte de no necesitar usar el paso peatonal.

Algunos minutos después, la misma camarera trajo la bandeja con el pedido de Luca. Él agradeció, y sin ninguna ceremonia destapó su ojo derecho y llevó las manos al generoso sándwich. Nancy inmediatamente desapareció dejando solo el banco vacío, como estaba para las demás personas.

-Es una pena que no puedas probar este cheeseburger – dijo Luca con la boca llena.

Nancy siempre se enojaba cuando Luca hacía ese tipo de bromas, y a veces lo amenazaba con darlo vuelta o darle un golpe en la nuca, pero esta vez no esbozó ninguna reacción.

-¿Nancy, todavía estás ahí?

El silencio perduró y encontró extraño que la niña hubiese decidido irse sin despedirse. Así no era ella. Limpió el kétchup que había en su mano derecha con una servilleta y para cerciorarse de que estaba solo volvió a tapar su ojo castaño. Nancy ya no estaba sentada junto a él en la mesa. Luca miró alrededor, recordando que a la niña le gustaba apreciar los vinilos en la pared lateral del Le Blanc, y finalmente logró verla. Estaba parada al lado de la primera mesa del local, la que quedaba más cerca de la entrada. En la mesa se encontraba sentado un hombre fuerte, calvo, de terno y corbata, inmerso en su celular. Nancy parecía muy concentrada en ver lo que hacía, por lo que Luca esperó a que terminasen esos segundos de curiosidad – de todos modos ¿qué más podía hacer una niña muerta? – y en pocos instantes devoró el sándwich.

Momentos después, cuando volvió a su posición de descanso, recostado en la ventana del establecimiento, Nancy volvió y se hizo sentir cuando acercó su pequeña mano a la de Luca, provocándole el hormigueo de costumbre en los dedos.

-¿Algún problema, Nancy? Tú nunca me tocas.

-No quiero asustarte, pero aquel hombre, el del terno, estaba sacándote fotos con aquel… aparato.

-¿Qué dijiste? ¿Sacándome fotos? – Luca respondió con espanto, retirando la cabeza de la ventana.

-Sí, pero no mires ahora. Creo que te está espiando. Noté que cuando entró, pidió un café y lo pagó al instante. Desde entonces que no para de mirar en nuestra… tu dirección.

Luca respiró profundamente. ¿Realmente lo estaban espiando? Nancy Jamás le mentiría, lo que hacía más alarmante la información. Pensó en mirar hacia atrás, pero prefirió evitar cualquier demostración de preocupación o desconfianza.

-¿Qué debo hacer?

-Levántate tranquilamente y paga la cuenta. Intentaré ayudarte.

Luca inmediatamente siguió las órdenes de la pequeña fantasma. Se puso de pie, limpió las migas de pan de su ropa y se dirigió a la barra. La entrega de un billete de diez y el rechazo del cambio demostraron su nerviosismo frente a la joven de la caja.

-Cálmate. Te estás delatando – dijo la vocecita de Nancy.

-Muchas gracias y buenas noches – dijo el joven, alejándose de la barra y tomando el camino que lleva a la salida del Le Blanc.

El establecimiento no era muy grande, y en unos dos o tres segundos pasaría justo al lado del supuesto espía. Con un rápido vistazo, el joven notó que el gigantón ni siquiera había probado su café y la taza estaba intacta en la bandeja. El hombre del terno todavía estaba en su celular y parecía – o al menos se esforzaba en parecer – ajeno a la salida de Luca del local.

-Intenta salir corriendo una vez que cruces la puerta – dijo Nancy.

En una milésima de segundo, Luca abrió la puerta del local y salió. Antes de cerrarla, oyó un grito grave, y no pudo evitar mirar para atrás. Nancy había utilizado una de sus habilidades adquiridas y botó la taza de café encima del hombre del terno. La camarera más cercana corrió en dirección a su mesa, y el hombretón se levantó con un solo movimiento. Las miradas de él y de Luca se cruzaron por un momento, y antes de que pudiese dejar el Le Blanc, el cliente empapado en café se vio acorralado por dos camareras preparadas para ayudarlo, cargando paños, pañuelos y servilletas. Fue la escapada perfecta. Luca cruzó la calle y en segundos salió disparado por la acera. No tuvo tiempo ni para agradecerle a Nancy, pero podría hacerlo después. Al llegar al límite de la calle, cuidando de no chocar con los demás transeúntes, Luca una vez más miró hacia atrás y vio que el gigantón, bien vestido, efectivamente lo estaba siguiendo. Había logrado librarse de las garras y franelas de las camareras y ahora seguía el rastro del joven de ojos coloridos.

-¡Rayos! – exclamó Luca e inmediatamente retomó su camino.

Al doblar en la esquina, llegó a una larga avenida, una de las que lo llevaría a su casa. Siguió por ella sin tener tiempo de mirar nuevamente haca atrás; a cada metro recorrido sentía que su corazón se aceleraba cada vez más. No estaba acostumbrado a correr, ni mucho menos a pasar por situaciones de riesgo como aquella. No conocía a aquel hombre. Nunca lo había visto en su vida. Además, si mal no recordaba, no le debía nada a nadie y nunca se había acostado con una mujer casada. ¿Qué habría hecho, finalmente, para que lo persiguieran por las calles de la ciudad? Por más que quisiese descubrirlo, solo prefirió continuar corriendo hasta despistar a quien lo seguía.

Repentinamente, Luca se detuvo y notó que estaba instintivamente siguiendo el camino a casa. Si realmente lo estaban espiando, probablemente ya sabrían todo sobre él, incluso su dirección. No, no podía volver a casa sin antes estar seguro de lo que estaba pasando. Utilizando la esquina de un callejón como escondite provisorio, pensó rápidamente y decidió buscar la estación de policía más cercana, pero por lo que recordaba, quedaba a tres cuadras de donde se encontraba.

No podía quedarse parado. Retomó el paso, esta vez tomando una dirección diferente y completamente aleatoria. A esas horas de la noche, las calles ya comenzaban a quedar deshabitadas, ocupadas solo por uno o dos mendigos por cuadra, arropándose en sus trapos o calentándose en hogueras improvisadas. Las calles vacías en aquella ciudad significaban nada más que peligro, y el riesgo de ser acuchillado por un bandido cualquiera distorsionó aún más los sentidos del joven. Mientras corría intentó observar las placas en cada esquina, pero ya era demasiado tarde. No tenía idea de donde había ido a parar.

-¡Mierda! ¿Perdido, Luca? ¿En serio? – exclamó para sí mismo.

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