Enigma

Enigma


Día cinco

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Día cinco.

Argus abandonó el hotel muy temprano. Werner ya lo esperaba en la recepción. El comisario se sintió culpable cuando vio las ojeras del viejo médico. No era difícil imaginar que después de que lo llamó la noche anterior y le pidió refugio para Daniel en Marañón, se desató una inusitada actividad entre Christian y don Antonio para satisfacer la solicitud del primogénito de los Abelard. El hidroavión despegó de la isla en plena noche y llevó a Werner a Madrid, desde donde el avión privado de la familia lo trasladó hasta Vitoria. Un taxi lo dejó en el hotel donde Argus se alojaba.

El sol comenzaba a iluminar Calahorra cuando Del Bosque y el médico llegaron al piso de Luisa. Daniel terminó de desayunar, mientras la inspectora cerraba la pequeña maleta y le daba las últimas instrucciones al chiquillo. Era la primera vez que se separarían, así que Luisa tenía que hacer grandes esfuerzos para que no se le notara la congoja. El chaval sentía tanto miedo como expectación. Werner comprendió los sentimientos del niño en cuanto lo vio, así que se sentó junto a él en la mesa del desayuno, y le habló de la extraordinaria aventura que estaba a punto de experimentar. Le contó que viajarían en avión y en hidroavión, que llegarían a una isla maravillosa y que él se alojaría en una mansión.

—¿Habrá otros niños? —quiso saber Daniel.

—Por supuesto. Toni y Carola, los nietos del señor Abelard, están allí por las vacaciones de la Semana Mayor, y Samantha, su prima, se apuntó al viaje en cuanto supo que habría un invitado de Argus.

Los ojos de Daniel se iluminaron, lo que consiguió aliviar un poco el sentimiento de culpa de la inspectora. Luisa se despidió de su hijo con un abrazo y le dio las últimas instrucciones que toda madre que se precie pronuncia en esas circunstancias:

—Pórtate bien, obedece a los adultos, cepíllate los dientes antes de acostarte y sobre todo, pásalo bien.

—Vamos mujer, que se va de vacaciones, no a la guerra —dijo Christian, al ver que la despedida se prolongaba demasiado.

Cuando por fin Luisa consiguió soltar al chaval, Werner cogió la maleta y bajó con el niño hasta el taxi que los esperaba en la puerta. La inspectora los observó desde la ventana y no pudo evitar que se le escapara una lágrima.

—Estará bien —la consoló Argus.

—Lo sé, pero es la primera vez que nos separamos.

—Es por una buena razón. Si Enigma conoce su existencia, jamás podrá llegar hasta él en Marañón.

—Tiene razón —reconoció Burgos, se secó las lágrimas con las palmas de las manos y cogió aire—. Muy bien, usted da las órdenes. ¿Cuál será el siguiente paso?

—Iremos a la comisaría. Quiero organizar algunas ideas. Hasta anoche, Enigma nos había llevado de la nariz hacia donde él quería, obligándonos a concentrarnos en el siguiente acertijo. Es hora de que volvamos a coger las riendas de la investigación.

Una hora después entraban en el despacho de Luisa. El comisario le pidió a Eloísa que le llevara un tablón de corcho, y lo usó para organizar la información sobre el caso. Luego se apoyó en el borde de la mesa, cruzó los brazos y se le quedó mirando sin pestañear.

A Luisa le pareció inútil aquel ejercicio intelectual, pero no dijo nada. Ella hubiera preferido estar afuera, interrogando testigos, o buscando pruebas. El escrutinio duró al menos quince minutos, cuando una llamada en la puerta desconcentró al comisario. Guerrero se asomó con timidez. Llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo.

—Lamento la interrupción. Vine a traerle el reposo médico a Farías y quise pasar por aquí para ver cómo van las cosas, y para presentarles el informe de lo que averigüé ayer.

—¿Por cuánto tiempo estarás de baja?

—Tres días.

—Farías no debe estar muy contento.

—Lo dejé soltando maldiciones contra Enigma, contra los médicos y contra todo lo que se mueve. Dice que lo último que necesitaba era perder a uno de sus efectivos en este momento.

—Él siempre tan humano —señaló Luisa, con tono sarcástico—. ¿Cómo está el brazo?

Alfonso se encogió de hombros.

—Bien. Molesta un poco, como si fuera una quemadura, pero me indicaron un analgésico y eso lo hace más llevadero.

—Lo mejor será que te vayas a casa.

—Sí, pero recuerda que ayer hice algunas indagaciones y creo que deben saber los resultados. En primer lugar, con respecto al gas pimienta y el isoflurano.

Luisa y Argus concentraron su atención en el subinspector.

—¿Qué encontraste?

—En las últimas semanas aumentaron las ventas del gas pimienta, pero la mayoría de quienes compraron fueron mujeres con la intención de usarlo para defensa personal. Del isoflurano tampoco conseguí muchos resultados. Lo utilizan en hospitales, clínicas veterinarias, granjas y ganaderías.

—¿Hubo alguna coincidencia al cruzar los datos? —preguntó el comisario.

—Me temo que no, señor. Ni siquiera una. Da la impresión de que se vendieran en mundos diferentes.

—Y tal vez sea así —reconoció Luisa con desaliento—. Bueno, al menos lo intentamos.

—Del otro asunto que quería hablarles es del allanamiento a Pedroza.

—¿El juez te dio la orden?

—No fue fácil convencerlo, pero sí. Argumenté que faltaban pocas horas para el siguiente homicidio, que no teníamos evidencias acerca de quién era el culpable y que el enfermero tenía conexión con casi todas las víctimas.

—¿Qué encontró? —le preguntó el comisario.

—Me temo que nada. Llegué a su casa, le entregué la orden, la leyó y me la devolvió, registramos a fondo, pero no encontramos nada sospechoso.

—Eso no significa que sea inocente —argumentó Luisa.

—Tampoco aumenta las probabilidades de que sea culpable —opinó el comisario—. Lo que tenemos contra él es circunstancial, y jamás se sostendría en un juicio.

Después de que el subinspector se despidió y se marchó para cumplir su reposo, y antes de que Del Bosque volviera a caer en su mutismo contemplativo, la inspectora le preguntó qué era lo que pretendía descubrir en ese tablón.

—Tenemos cinco víctimas que no podrían ser más diferentes entre sí —señaló el comisario.

—Es cierto, no parecen tener nada en común.

—Y sin embargo, debe existir algo. Un elemento que no hemos identificado todavía, pero que es lo que los pone en el punto de mira del asesino —Luisa asintió—. Sin embargo, eso no es lo único que me desconcierta. En las notas, a cada víctima se le atribuye un pecado, es decir, una característica negativa que es el presunto motivo por el que Enigma los escoge…

—Avaricia, envidia, lujuria, pereza e ira.

—Sin embargo, si comparamos lo que sabemos de estas personas con los pecados que les atribuye el criminal, no encontramos concordancia.

—¿A dónde quiere llegar?

—Es como si fueran la persona incorrecta.

—Espere, ¿me está diciendo que Enigma se equivocó y no asesinó a quienes quería?

Argus negó con la cabeza.

—No, por supuesto que sabía muy bien a quién mataba en cada momento, pero estoy llegando a la conclusión de que no eran sus verdaderos objetivos.

Luisa parpadeó, confundida.

—A ver si me entero. Si estas no eran las personas a quiénes quería asesinar, ¿por qué las mató?

—Porque son sustitutos —sentenció Del Bosque—. Si por alguna razón, las personas que son blancos de la venganza de Enigma se encuentran fuera de su alcance, él podría haberlos sustituido por víctimas que tuvieran alguna característica común con el verdadero objetivo.

—Entonces según usted, las víctimas no se convirtieron en objetivo del asesino por sí mismas.

—Eso explicaría que el pecado que se le atribuye a cada una no concuerde con su personalidad. Aureliana no era avariciosa, Camila no era envidiosa, ni Julio lujurioso…

—¿Y por qué los escogió entonces?

—Es parte de lo que debemos averiguar. ¿Qué conecta a las víctimas entre sí, y con el asesino?

La entrada de un correo en la bandeja de la inspectora interrumpió la discusión. Luisa desplegó una sonrisa en la medida en que lo leyó.

—¿Buenas noticias?

—En la ventana por donde huyó Enigma encontraron una huella que concuerda con las de uno de los sospechosos.

—¿De quién se trata?

—Flavio Pedroza.

Farías entró al despacho sin llamar a la puerta. Por su expresión de felicidad, les resultó evidente que había recibido una copia del mismo correo que Luisa.

—¡Lo tenemos! —exclamó con una amplia sonrisa—. Era el maldito enfermero.

—No lo sé —discrepó Argus—. Debemos recordar que tiene coartada para el asesinato de Aureliana.

—¿Lo dice por la declaración de la jefa de enfermeros, que permaneció toda la noche despierta? —Del Bosque asintió—. Tal vez se descuidó en algún momento, o se quedó traspuesta, y Pedroza cometió el crimen en ese período de tiempo.

—Parece demasiado sencillo —insistió Argus.

—¡Maldita sea! Es sencillo. Es el único que estuvo relacionado de una u otra manera con todas las víctimas, su huella aparece en la última escena del crimen… ¿y todavía tiene dudas?

—Si es tan evidente para usted que Pedroza es culpable, ¿por qué comete los homicidios?

—¡Porque está loco! ¿No le parece suficiente razón?

—Hasta los locos necesitan un motivo, aunque este no sea lógico para los demás.

—¿No cree que haya sido Pedroza? —preguntó la inspectora.

—No niego que es un sospechoso viable, pero si nos equivocamos podemos destrozarle la vida a un inocente y dejar libre a un asesino muy peligroso.

—Tengo a todos los mandos presionándome, y cuando por fin aparece un sospechoso viable, usted descalifica las evidencias porque no comprende el motivo. ¡Métase en la cabeza de una vez que estos tíos no necesitan motivos! Y una huella dactilar en la escena del crimen no es una evidencia circunstancial —Farías se dirigió a Luisa—. ¡Burgos, pídale al juez una orden de busca y captura contra el enfermero! Acabemos de una vez con este maldito asunto. Por cierto, el guardabosque se recuperará y la herida de Guerrero no es grave —Ernesto miró a Argus y cogió aire antes de hablar—. Me complace informarle que ya no necesitamos sus servicios, comisario Del Bosque. Puede marcharse por donde vino y muchas gracias.

Farías salió del despacho muy satisfecho de sí mismo. Argus lo observó mientras se alejaba y suspiró.

—No cree que sea el enfermero. ¿Verdad?

—No le veo más probabilidades que al resto de los sospechosos.

—¿Y la huella dactilar?

—Reconozco que causa dudas, pero no lo considero suficiente.

—¿Por qué?

—Porque Enigma fue demasiado cuidadoso en todas las escenas del crimen anteriores, como para dejar una huella dactilar junto a la última víctima. Es un error que no cometería ni un niño. ¿En verdad cree que el asesino no usó guantes cuando cometió sus crímenes? No es lógico que se los quitara para escapar.

—Entonces, ¿cómo llegó la huella a la ventana?

—No lo sé —reconoció el comisario.

Eloísa los interrumpió. Traía un sobre de gran tamaño en la mano.

—Llegó esto para el comisario —anunció, sin disimular su curiosidad.

Argus cogió el sobre y palideció cuando vio que provenía del despacho del juez Llamas. Bejarano cumplió su palabra, y Farías acababa de liberarlo de su responsabilidad con respecto a la investigación. Ya no tenía la obligación de quedarse. Entonces comprendió lo que ocurriría si cogía el sobre y dejaba que los acontecimientos siguieran su curso… No estaba convencido de la culpabilidad del enfermero, así que era posible que encarcelaran a un inocente. Tal vez Enigma no volviera a matar, o podía hacerlo con otro modus operandi para no ser reconocido. Luisa miraba a Del Bosque con expectación, como si tratara de adivinar qué haría él a continuación. Si bien la inspectora no conocía el contenido del sobre, escuchó con claridad que Farías acababa de retirarlo del caso.

El comisario comprendió que si él se marchaba y se habían equivocado, tanto Luisa como Daniel correrían peligro. Enigma podría vengar sus frustraciones en ellos.

Argus puso el sobre encima de la mesa sin abrirlo. Entonces miró a su compañera y señaló el tablero de corcho.

—Si las víctimas son sustitutivas debe haber algo en ellas que le permita al asesino satisfacer su necesidad de venganza.

—¿Eso significa que no abandonará la investigación?

—Farías comete el mismo error que cuando basó toda la estrategia en una sola palabra del acertijo. Enigma ha demostrado que es listo y que no improvisa nada, así que para identificarlo debemos tener todos los cabos atados, y estamos muy lejos de eso.

—¡Perfecto! ¿Qué haremos a continuación?

—Me temo que tendrá que obedecer la orden del comisario Farías y solicitar esa orden de busca y captura.

—¿No acaba de decir que no está convencido de la culpabilidad de Pedroza?

—Así es, pero ya no estoy en el caso oficialmente. ¿Recuerda? Y usted no puede desobedecer una orden tan directa.

—¿Qué está tramando?

—Tal vez deberíamos aprovechar esta coyuntura para conseguir un poco de ventaja sobre el criminal —Luisa lo miró sin comprender—. Piénselo bien. Si el asesino usó guantes cuando cometió este crimen, y no hay razón para que no lo hiciera…

—Pedroza sería inocente, pero entonces, ¿cómo llegó su huella a la ventana?

—Tal vez alguien la puso allí.

La inspectora enarcó las cejas al comprender el razonamiento del comisario.

—Así que según su hipótesis, Enigma pudo hacerse con una impresión de la huella dactilar del enfermero para dejarla en la ventana. ¿Cómo pudo hacerlo?

—De la misma forma que los peritos recogen las huellas de los objetos: con cinta adhesiva.

—¡Tiene razón! ¡Cómo no se me ocurrió! Pero cómo tuvo acceso a las huellas del enfermero en primer lugar.

—Existen muchas formas posibles. Supongo que lo sabremos cuando lo atrapemos.

—Enigma quiere que centremos nuestra atención en Pedroza.

—Es lo que parece. Y si piensa que se salió con la suya conseguiremos dos efectos. El primero es que se confiará porque creerá que nos convenció de que ya tenemos al asesino.

—¿Y el segundo efecto?

—Dejará de matar por un tiempo para dar más credibilidad a la culpabilidad de Flavio.

La inspectora no necesitó más explicaciones. Levantó el auricular de la centralita y se comunicó con Eloísa. Prepararía un informe para que el juez emitiera una orden de busca y captura contra Flavio Pedroza. Mientras tanto, Argus volvió a concentrarse en el organigrama.

—Nos faltan datos. Creo que es el momento de volver sobre los fragmentos de los acertijos que todavía no desciframos. Comencemos por el que encontramos junto al cadáver de Aureliana. ¿Qué dice?

—«Soy la muerte que alcanza a los pecadores porque así está escrito en la salida. Podréis leerlo en el lodo de España, entre el primero de los perfectos y las notas de una tonada». No tiene sentido para mí.

Argus negó con la cabeza.

—No se refiere a la siguiente víctima. Es una exposición de motivos. Nos dice en forma críptica por qué comete los asesinatos.

—¿Cómo averiguamos su significado? —preguntó la inspectora con interés.

—Por partes. «Soy la muerte que alcanza a los pecadores» podemos interpretarlo en sentido literal.

—«… porque está escrito en la salida». ¿A qué salida se refiere?

El comisario le pidió que buscara sinónimos. Luisa consultó la red antes de recitar:

—«Salida equivale a partida, marcha, viaje, ida, evasión, huida, fuga, escape».

—¡Éxodo!

—¿El libro bíblico? —preguntó la inspectora con interés.

—Y si estamos en lo cierto, el resto del acertijo debe indicar los capítulos y versículos que revelan el mensaje.

—«Podréis leerlo en el lodo de España…»

—¡Deténgase ahí! —la interrumpió Del Bosque—. ¿Por qué España?

La inspectora encogió un hombro.

—Los capítulos de la Biblia se identifican por números. ¿Hay algún número que se relacione con España?

—¡Es usted genial, inspectora! El código internacional. A España le corresponde el número 34.

—¿Y por qué menciona el lodo?

—¿A qué elemento corresponde ese número en la tabla periódica?

Luisa buscó en Internet y se quedó boquiabierta.

—Corresponde al selenio, que está presente en el lodo.

—Vamos por buen camino —afirmó Argus. Ahora solo debemos identificar los versículos.

—«… entre el primero de los perfectos y las notas de una tonada». ¿El primero de los perfectos?

—Buscamos un número —argumentó el comisario—. Así que es tan sencillo que sorprende. El primer número de los perfectos.

Luisa tecleó la búsqueda que le ordenó su jefe y luego leyó:

—Un número perfecto es igual a la suma de sus divisores. El primero es el seis.

—Y las notas de una tonada siempre son siete.

A la inspectora la sorprendió la simplicidad del enigma que minutos antes le había parecido imposible resolver.

—Entonces debemos buscar…

—«Éxodo. Capítulo 34. Versículos 6 y 7».

Luisa se puso manos a la obra. No fue difícil encontrar una información tan específica.

Burgos se sintió sobrecogida cuando leyó el mensaje que les dejó Enigma acerca de sus motivos:

—«Éxodo. 34. 6. Entonces pasó el Señor por delante de él y proclamó: El Señor, el Señor, Dios compasivo y clemente, lento para la ira y abundante en misericordia y fidelidad; 7 el que guarda misericordia a millares, el que perdona la iniquidad, la transgresión y el pecado, y que no tendrá por inocente al culpable; el que castiga la iniquidad de los padres sobre los hijos y sobre los hijos de los hijos hasta la tercera y cuarta generación.…»

—Es evidente que nos quedamos cortos —comentó Argus—. Enigma está castigando un crimen muy antiguo, y lo hace sobre los descendientes de quiénes considera culpables.

◆◆◆

Descifrar el encabezado de la primera nota, les dio a los policías una nueva perspectiva de la investigación.

—No buscamos un caso de hace cuarenta años —señaló el comisario—. La ejecución que Enigma quiere vengar pudo ocurrir hace tres o cuatro generaciones. Y es probable que el sentenciado a muerte fuera un antepasado del propio asesino.

—Pero ¿por qué? Si usted está en lo cierto, Enigma solo tendría una vaga referencia del juicio. ¿Qué lo motiva a buscar venganza?

Argus negó con la cabeza.

—Supongo que tendremos la respuesta cuando podamos interrogarlo. Debe tratarse de una historia que se transmitió de generación en generación dentro del seno de la familia. De alguna manera impresionó lo suficiente al asesino para estimular sus instintos criminales. Por eso escogió el garrote como arma homicida.

—¿Cree que dejará de matar después del fracaso de anoche?

—No lo creo. Tal vez se detenga por un tiempo para reorganizarse y planificar mejor sus siguientes movimientos, pero seguirá adelante con sus planes. Sin embargo, estoy seguro de que ahora que sabe que podemos descifrar sus acertijos, no volverá a dejarnos pistas sobre el siguiente homicidio.

—¿Cuál será nuestro siguiente paso?

—Como usted misma señaló con sabiduría, no podemos dejar de lado el trabajo policial. Debemos comprobar las coartadas de Cristóbal Soliz, así como las de Cavazos…

—Enviaré a Quintana. Estoy segura de que él y sus hombres harán un buen trabajo con respecto a esos asuntos. Yo me ocuparé de investigar a Richie Núñez. Tengo la sensación de que no le hemos prestado suficiente atención.

—Muy bien, yo iré al hospital para entrevistar al guardabosque. Tal vez pueda decirnos algo que nos ayude a identificar a Enigma. Luego nos reuniremos y compararemos datos.

—¿Qué hacemos con esta información que acabamos de descubrir?

Argus se quedó pensativo por unos momentos.

—En general, las víctimas no poseen los defectos que el asesino les atribuye, pero es probable que sí correspondan a sus antepasados.

—¿Qué quiere decir?

—Por ejemplo, a Julio lo asesinó por prevaricador y lascivo, lo cual significaría que el antepasado de Ayala era juez, y que falló en falso por lujuria. Podemos comprobarlo con su hermano.

—De acuerdo. Me encargaré de hablar con Fernando Ayala. ¿Algo más?

—Averigüe también con los familiares de las demás víctimas. Tal vez alguno haya escuchado historias sobre un antepasado involucrado en un juicio, que en su momento debió ser muy importante.

—Lo haré —afirmó Luisa con resolución. Del Bosque se disponía a marcharse, pero ella lo retuvo con un gesto. Él esperó con la mano en el picaporte—. También quiero darle las gracias, comisario.

—¿Por qué? —preguntó él, confundido.

—Por guardarme el secreto de mi situación familiar, por preocuparse de la seguridad de Daniel y ayudarme a protegerlo. Por comportarse como un buen amigo, aunque apenas lo conocí hace pocos días.

—No necesita darme las gracias, inspectora.

Era lo menos que podía hacer.

—Espero que no le cause problemas haber molestado a alguien tan importante como el señor Abelard.

Al escuchar mencionar el nombre de su padre, Argus esbozó una sonrisa triste.

—Inspectora, le aseguro que mi petición no molestó a don Antonio Abelard. Al contrario, es posible que lo hiciera muy feliz.

—¿Por qué?

—Es una larga historia. Tal vez otro día se la cuente. De momento, debe bastarle saber que Daniel está en buenas manos, en el lugar más seguro del mundo. Como usted misma mencionó, lo más difícil será que quiera regresar. Y no me causará ningún problema. Para mí es un placer poder ayudar a una mujer tan formidable como usted. Ahora será mejor que nos pongamos manos a la obra, porque si no me equivoco, Enigma no nos dará tregua.

El comisario abandonó el despacho y se dirigió al hospital, donde le confirmaron que Gambino estaba fuera de peligro.

—Se encuentra en perfecto estado gracias a que ustedes llegaron a tiempo —le comentó el médico—. Tan solo tuvimos que eliminar los restos de gas pimienta de los ojos y esperar a que pasara el efecto del isoflurano. Fue una gran ventaja saber qué le habían administrado.

—¿No sufrió agresiones físicas?

—Si se refiere al uso del garrote, no. El asesino no tuvo tiempo de llegar tan lejos.

—¿Cómo sabe que…?

—Mientras la ambulancia venía en camino, nos comunicamos con el juez que lleva el caso para saber a qué nos enfrentábamos. Él nos puso en comunicación con el forense, quien nos informó los hallazgos médicos en las víctimas anteriores.

Un alboroto de gritos y maldiciones interrumpió la exposición del doctor. Los ruidos provenían del pasillo donde se encontraba la habitación de Zamora. Tanto el policía como el galeno corrieron en esa dirección. Tendido en el suelo se encontraba el uniformado que hacía guardia en la puerta, al mismo tiempo que un hombre con traje de enfermero corría en dirección a la escalera. Aunque le llevaba bastante ventaja, Argus le siguió, mientras el médico se inclinaba sobre el oficial y le comprobaba el pulso.

El comisario bajó los peldaños de tres en tres, mientras acortaba la distancia con el asesino, a quien una voluminosa máscara con pico de pájaro le causaba dificultades. Aun así, no se la quitó. El comisario comprendió que temía ser reconocido si lo hacía. A lo largo de los pasillos pulidos, Enigma arremetía contra personas y objetos para hacerlos caer, de manera que el policía se encontró un sinnúmero de obstáculos. Argus los sorteó como pudo y siguió adelante hasta que alcanzó la salida.

Allí tuvo que detenerse, porque no lo vio por ninguna parte por más que oteó la calle en todos los sentidos. Se sintió frustrado, pues comprendió que tuvo al asesino al alcance de su mano, y permitió que se le escapara. Con paso cansado regresó a la habitación de Zamora y allí se encontró con otra sorpresa desagradable: el oficial que hacía guardia en la puerta todavía se encontraba tendido en el suelo. No había ningún sanitario a su lado y una sábana lo cubría por completo. Era evidente que estaba muerto.

En ese momento vio al médico que salía de la habitación. El galeno comprendió de inmediato los sentimientos de ira y frustración que invadieron al comisario cuando comprobó que habían asesinado a su compañero.

—Lo siento. No pude hacer nada por él. Creo que le rompió el cuello.

—Pagará por esto también —respondió Del Bosque, con un tono de voz que erizó la piel del médico—. ¿El señor Zamora?

—Está bien. Por suerte no estaba solo. Uno de los enfermeros lo atendía en ese momento, y pudo evitar que el asesino llegara hasta él.

—¿Un enfermero pudo detener a un hombre que fue capaz de romperle el cuello a un policía?

—Entre y lo comprenderá —afirmó el médico, mientras pasaba a su lado y le daba una palmada en el hombro para reafirmar sus palabras.

Argus entró en la habitación. Allí encontró a Gambino sentado en la cama y jadeando. Una mujer lo abrazaba, y lloraba. Junto a ellos vio a un enfermero que se mantenía inclinado hacia adelante con las palmas de las manos apoyadas en las piernas, mientras recuperaba la calma.

—¿Qué ocurrió? —preguntó el comisario.

—Era horrible, espantoso —dijo la mujer en medio de una crisis de llanto—. Un demonio.

—Calma Teresa. Solo era un hombre con una máscara —explicó el agente forestal. Luego se dirigió a Argus—. El asesino estuvo aquí. Traía puesta una máscara espantosa, con pico de pájaro y colmillos. Tenía una jeringa en la mano y de no haber sido por el enfermero que me atendía en ese momento, tal vez no lo estaría contando.

El aludido se irguió, ya un poco más tranquilo. Le sacaba una cabeza a Del Bosque, que ya era bastante alto. Era evidente que visitaba el gimnasio con regularidad y a Argus no le hubiera resultado difícil imaginarlo en un concurso de halterofilia. La suerte no le sonrió a Enigma en esta ocasión.

—Soy Carlos Heredia —se presentó el joven—. Comprobaba las constantes vitales del señor Zamora, cuando ese sujeto de la máscara se presentó.  En cuanto lo vi comprendí sus intenciones, de manera que le arrebaté la jeringa de la mano y traté de golpearlo. Era rápido, así que me esquivó y huyó.

—Gracias, señor Heredia. Hoy evitó una tragedia —lo felicitó Del Bosque, mientras le estrechaba la mano.

Después de comprobar que ninguno de los testigos vio nada que pudiera identificar al asesino, Argus usó su móvil para informar a Farías. Tal vez eso le hiciera cambiar de opinión acerca de cerrar el caso, aunque dependería de que Pedroza tuviera coartada para la hora del ataque.

◆◆◆

Cuando Argus por fin salió del hospital, dejó atrás toda la maquinaria de investigación policial en marcha. A Gambino lo trasladaron a otra habitación bajo un nombre falso que solo se le comunicó a un pequeño grupo de personas, y levantaron un perímetro alrededor del cuarto que había ocupado hasta ese momento. Allí dejo el comisario a un malhumorado Farías, al equipo de Sarría, al juez y al forense, quien confirmó que al guardia le rompieron el cuello.

—Un simple movimiento y todo acabó. El pobre ni siquiera tuvo tiempo de enterarse.

—¿No hubo aplastamiento de la laringe, ni estrangulamiento en esta ocasión? —preguntó el juez.

Garrido negó con la cabeza.

—No usó el garrote. No hay marcas de presión en la garganta, y la laringe está intacta. Lo desnucó con un giro brusco de la cabeza. No debió llevarle ni dos segundos.

Algo en la exposición del forense incomodó a Argus, pero asumió que se debía a la ira que sentía por la muerte del agente. Aquello nunca debió pasar.

Farías le pidió que le concediera unas palabras a solas, así que bajaron a la cafetería. Con una taza frente a cada uno, Ernesto se disculpó por el desplante de esa mañana.

—Lamento mucho haberme precipitado, comisario. Usted tenía razón. Este caso está lejos de estar solucionado.

—El enfermero tiene coartada para este ataque. ¿No es así?

—Lo estaban arrestando a la misma hora que el asesino se presentó aquí. Por supuesto que tuvimos que liberarlo de inmediato. Ni siquiera llegó a la comisaría.

Argus asintió.

—Interesante.

—¿Interesante? El maldito psicópata acaba de asesinar a uno de mis hombres, trató de atentar de nuevo contra la última víctima, se le escapó a usted «por los pelos» ¿Y eso es todo lo que tiene que decirme?

—Si Pedroza tiene una coartada irrefutable, como todo parece indicar, significa que estamos ante dos opciones. La primera es que Enigma no sea una sola persona, o más bien que tuviera un cómplice.

—¿El enfermero y otro?

Del Bosque se encogió de hombros.

—Recuerde que enfocamos nuestro interés en Pedroza por la amistad que le unió a Cristóbal Soliz.

—Así que su teoría es que Pedroza y Soliz son cómplices de los asesinatos, y construyeron esta charada para proporcionarle una coartada  al enfermero… —Argus negó con la cabeza—. ¡Qué! ¿No es eso lo que quiere decir?

—Llega usted muy lejos, Farías. Solo expuse que Enigma podría contar con un cómplice. Dudo que lo que ocurrió hoy pueda calificarse como una charada. No olvide que para tratar de alcanzar a su víctima corrió un riesgo enorme… No, esto fue más bien un impulso. Tal vez el primer error de un asesino frío y calculador.

—¡Se está contradiciendo, Del Bosque!

—Lamento si es lo que parece, pero solo razono en voz alta.

—¿Cuál es la segunda opción que mencionó?

—Que el enfermero sea inocente.

—Eso significaría que estamos en el punto de partida —se quejó Ernesto.

—Y sin embargo, sabe que es posible. Por eso se está retractando de sus palabras de esta mañana.

—¿Quiere oírlo, verdad? —replicó Farías, enojado—. Pues lo complaceré… Por favor, olvide lo que dije sobre prescindir de su ayuda y continúe en el caso.

—No debe preocuparse, comisario. En realidad, no pensaba abandonarlo.

Ernesto se sintió aliviado ante la disposición de Argus a regresar. Aunque debía reconocer que retractarse le causó cierto escozor.

Después de la corta conversación, Farías regresó a la escena del último crimen y Del Bosque se encaminó a la nueva habitación de Zamora. Allí tuvo una conversación con el agente forestal, en la cual este le aseguró que nunca consiguió ver a su atacante, que no podría identificarlo y que no tenía idea de quién quería asesinarlo, o por qué.

El comisario le preguntó acerca de algún juicio que se mencionara en su familia, y Gambino respondió que su bisabuelo estuvo involucrado en muchos juicios, pues antes de la guerra era el verdugo oficial de Calahorra.

Con esa entrevista en la cabeza, Del Bosque abandonó el hospital y se encaminó hacia «San Celedonio». En cuanto pisó de nuevo la comisaría, Argus comprendió que debía calmarse. Los acontecimientos de las últimas horas consiguieron alterar su ánimo, algo que no era común en una persona que controlaba sus emociones tan bien como él, pero sentía culpa y vergüenza por la muerte del guardia. Percibía que algo estaba mal y que pudo haberlo evitado.

—¿Qué es lo que no estoy viendo? —murmuró para sí mismo, en el mismo momento en que entraba en el despacho de Burgos.

La inspectora levantó la mirada y enarcó las cejas.

—¿Está hablando solo?

—No se preocupe. No estoy loco. Solo me preguntaba en qué fallamos para que ese chico muriera hoy.

Un velo de tristeza cayó sobre el rostro de Luisa.

—Pérez. Sí, ya Quintana me informó lo que ocurrió. Es terrible.

—¡Debemos detener a ese maldito antes de que vuelva a matar! —exclamó el comisario, sin poder contener su ira. La inspectora se echó hacia atrás en el asiento, pues era la primera vez que lo veía manifestar una emoción.

—¿No es eso lo que hemos querido hacer desde el principio?

Argus respiró profundo. ¿Qué le ocurría? Él no era así, pero desde que regresó de Marañón, le resultaba mucho más difícil controlarse. Recordó a Paidónomo: «Que tu cabeza enfríe tu corazón y tus sentimientos no calienten tu cabeza, o cometerás un error grave que siempre te costará caro». Desde niño Argus odió a ese hombre con todas sus fuerzas, pero sus instrucciones eran muy precisas y útiles en situaciones extremas. Hizo un esfuerzo por contener su ira y pensar con lógica.

—¿Descubrió algo importante con las coartadas?

Luisa abrió el cuaderno de notas.

—Quintana envió a dos de sus hombres a comprobar los garitos donde estuvo Soliz, y también la ruta de bares que siguió Cavazos. Ambos dijeron la verdad.

—¿Qué me dice de Núñez?

—Las noches de los asesinatos de Aureliana, Camila y Julio  se encontraba en el bar donde lo conocimos. Para los días siguientes al homicidio de Ayala no tiene coartada, pues vive solo y según él, no tuvo ánimos de salir.

—Aun así, no es muy prometedor.

—El único que pudo cometer todos los crímenes es Pedroza.

Argus torció el gesto y le contó la confesión de Farías en la cafetería. La inspectora sintió que le echaban una jarra de agua fría por encima.

—¿Me está diciendo que perdimos a nuestro único sospechoso?

—Eso parece.

—Entonces supongo que fue el asesino quien colocó la huella del enfermero en la ventana, tal como usted había sugerido.

Del Bosque enderezó la espalda y abrió mucho los ojos. Las palabras de Luisa concretaron una idea vaga que venía rondando su cabeza.

—Si Pedroza no es el asesino, significa que este se tomó muchas molestias para implicarlo y usarlo como chivo expiatorio. Hasta el punto de conseguir su huella y «colocarla» en la escena del crimen.

—No quiero quitarle importancia a su idea, pero le recuerdo que solo es una teoría.

—Una teoría que se refuerza con la coartada de hoy. Ya sabemos que Pedroza estaba bajo arresto cuando Enigma atacó en el hospital.

—Eso no lo exonera por completo. Tal vez tiene un cómplice.

—Cuanto más pienso en esa posibilidad, menos me convence. Estos crímenes son demasiado personales para involucrar a más de una persona. Por otra parte, Enigma saboteó su propia trampa. Él mismo le proporcionó una coartada al enfermero y tiró por tierra todo lo que hizo para inculparlo.

—Tiene razón. ¿Por qué haría eso?

—No lo sé, pero es evidente que algo se torció en sus planes.

—Que no pudo cometer el asesinato. Por eso tuvo que intentarlo de nuevo.

—Además de eso.

—¿Cómo lo explica?

—No lo sé —reconoció el comisario, dejándose caer hacia atrás en el asiento—, pero estoy seguro de que es importante.

Luisa soltó un suspiro de frustración.

—De acuerdo, tenemos seis víctimas, cinco de ellas muertas, un tío que después de cometer los homicidios en serie, nos desafía con acertijos por un juicio que terminó en condena de muerte quién sabe cuándo, y no contamos ni con un maldito sospechoso. ¿Qué hacemos?

Argus meditó por unos momentos. Comprendía a la inspectora, pero si se dejaban llevar por la desesperación no avanzarían en la resolución del caso. Y al asesino había que detenerlo. Cuando Del Bosque por fin habló, lo hizo con el ánimo sereno que lo caracterizaba.

—Debemos cambiar el enfoque y descubrir más acerca del juicio que desencadenó toda esta locura. ¿Habló con los familiares de las víctimas?

Luisa asintió.

—Usted tenía razón. Aunque no siempre en forma clara, la historia de un juicio importante se ha repetido en el ámbito de todos los asesinados. Por desgracia, lo único claro es que ocurrió hace mucho tiempo, así que solo quedan anécdotas y datos inconexos. Dudo que la información que pude recopilar nos permita saber lo que ocurrió, o a quién.

◆◆◆

Argus comprendió que iban por buen camino cuando la inspectora le confirmó sus sospechas. Lo más desconcertante del caso era la desconexión entre las víctimas, lo cual hacía casi imposible establecer una causa probable para el asesino, pero en un alarde de arrogancia, el propio Enigma les dio la respuesta en el primer acertijo. Estaba claro que tenía la certeza de que nunca lo descifrarían. Ese fue su primer error.

—La idea del juicio como motivo para la venganza es correcta —afirmó el comisario—. Nos equivocamos cuando limitamos la búsqueda a los últimos años en que se aplicó el garrote.

—¡Quién iba a imaginarse que ese tío podía estar tan desquiciado como para vengar una ofensa de hace varias generaciones!

—Es cierto, pero debimos contemplarlo. Si el hecho fue lo bastante importante para trascender en las historias familiares de los involucrados, debió tener un mayor impacto entre los descendientes del sentenciado.

—Supongo que ya no tiene caso lamentarse.

—Tiene razón —reconoció Del Bosque—. ¿Qué consiguió descubrir sobre este asunto?

Luisa suspiró.

—Me temo que tal vez no satisfaga sus expectativas con lo que averigüé. Como le dije, solo hay datos inconexos y poco precisos —advirtió la inspectora, mientras abría su cuaderno de notas—. La señora Montero, la madre de Xavier, me reconoció que su difunto esposo le habló de un antepasado que en su tiempo era considerado el mejor abogado de la ciudad. Así que estuvo involucrado no en uno, sino en varios juicios.

—La pereza —sentenció Argus. Luisa levantó la mirada hacia él—. Es el pecado que Enigma le atribuyó al chico Carvajal, quien era el descendiente directo de ese abogado, por lo que podemos deducir que el asesino acusa al antepasado de Xavier de actuar con pereza cuando defendió a su propio ancestro…

—¡Por Dios! Es enfermizo.

—¿Todavía duda del desequilibrio mental de Enigma?

—Desde luego que no.

—¿La señora Montero sabe algo de este abogado? ¿Su nombre, o la época en que vivió?

—Nada. Me temo que solo es una vaga referencia.

—No importa. Ahora que tenemos la certeza de que hay un factor común, podremos armar el puzle. Continúe, inspectora.

—Muy bien. Fernando Ayala me confirmó que su tatarabuelo ejerció como juez desde antes de la guerra hasta el año cuarenta y cinco.

—Un período muy largo que debe involucrar muchos juicios, de los cuales algunos terminarían en el garrote. Sin embargo, ya vamos estrechando el cerco. En especial si lo sumamos a las declaraciones del agente forestal, cuyo bisabuelo era el verdugo de la ciudad antes de la guerra.

—Entonces el juicio que debemos identificar debió ocurrir antes del año treinta y seis.

—Es correcto. Por otro lado, la acusación de Enigma contra Zamora fue por ira, lo cual encaja muy bien en el verdugo.

—¿Y qué me dice del pecado relacionado con el juez?

—¿La lujuria? —puntualizó Argus con un asentimiento—. Puede resultar reveladora. En especial porque sugiere que el antepasado de los Ayala cometió prevaricación por su causa.

—Y eso sí explicaría el uso de la palabra en el acertijo.

—Parece que los enigmas del asesino comienzan a cobrar sentido —dijo el comisario, con la sensación de que estaban cerca de comprender lo que ocurría—. ¿Qué información le proporcionaron los Soliz?

—Me temo que no mucha. En una ocasión, Lea escuchó a su madre vanagloriarse de la integridad de su bisabuelo. Lo puso como ejemplo, y le dijo que participó como testigo de la acusación en un juicio, pese a que resultó muy difícil para él.

—¿Por qué?

—Lea no lo sabe. Su madre solo habló de ello una vez, pero enseguida abandonó el tema, como si se hubiera arrepentido de mencionarlo.

Argus se quedó pensativo por unos instantes.

—El asesino le atribuyó a Camila el pecado de la envidia. ¿No es así?

Luisa asintió.

—¿Cuál fue el origen de la fortuna de los Ponce?

—¿En qué está pensando?

—De nuevo en los pecados. Si seguimos los razonamientos de Enigma, el antepasado de Camila cometió el pecado de la envidia.

—Y la envidia implica que deseas algo que otro tiene.

—Eso explicaría la inhibición de Camila a la hora de dar explicaciones sobre una historia que ella misma sacó a relucir. Tal vez comprendió que la conducta de su bisabuelo no soportaría un análisis superficial.

—De acuerdo. Averiguaré desde cuándo y cómo medraron los Ponce —afirmó la inspectora, mientras tomaba nota.

—Bien. Al menos el antepasado de Camila no estaba relacionado con el mundo judicial, así que identificarlo nos permitirá precisar el nombre del acusado, y eso nos llevará a su descendiente. ¿Qué dice la familia de Aureliana?

—Traté de comunicarme con su nieta, pero no pude localizarla.

—Aureliana tenía ciento dos años, lo cual significa que era la única testigo viva de lo que pasó. Tal vez por eso fue la primera víctima de Enigma.

—¿Cree que ella participó en el juicio?

—Es posible, aunque también pudo ser su padre, o su madre. En cualquier caso, por su edad tenía una relación más cercana que las demás víctimas.

La inspectora llamó a la señora González, la nieta de Aureliana a través de su móvil, y activó el micrófono para que el comisario también pudiera escuchar e intervenir en la conversación. Respondieron al tercer timbrazo.

—Aquí Irene, ¿quién habla?

—Señora González, soy la inspectora Burgos. Me ocupo de la investigación del fallecimiento de…

—Por supuesto. De mi pobre abuela. ¡Quién iba a imaginar que alguien pudiera cometer un crimen tan brutal contra una pobre anciana! Mi familia y yo todavía no nos recuperamos de la sorpresa.

—Es comprensible. La llamo para hacerle algunas preguntas que nos pueden ayudar a detener al asesino.

—Pregunte, pregunte, que si puedo le responderé. Nadie más interesada que yo en que atrapen a ese demonio.

—¿Tiene noticias de si su abuela, o los padres de ella se vieron involucrados en algún juicio que terminó en sentencia de muerte? —Del otro lado de la línea se hizo un silencio oneroso—. ¿Señora González?

—Me habla usted de fantasmas, inspectora —murmuró la nieta de Aureliana con la voz cascada—. No puede ser que eso haya terminado así.

—Señora González. Soy el comisario Del Bosque. Usted sabe de lo que habla la inspectora. ¿Verdad?

—Si no tienen inconveniente, prefiero tratar sobre este asunto en persona.

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