Enigma

Enigma


Día cinco

Página 14 de 16

Luisa y Argus intercambiaron una mirada. Comprendieron que habían metido el dedo en la llaga.

—Denos su dirección —le pidió Burgos, mientras tomaba nota de los datos—. Acudiremos a verla donde se encuentre.

—De acuerdo, inspectora.

Estoy en el piso de mi hijo. Los esperaré y les contaré todo lo que sé, aunque le había prometido a mi abuela y a mí misma que me llevaría el secreto a la tumba.

◆◆◆

Una hora después, los policías aparcaban el Seat de Luisa en la Plaza del Raso. Los recibió una llovizna calabobos que contribuyó a que el frío les penetrara hasta los huesos. La primavera ya estaba avanzada, pero las bajas temperaturas se resistían a abandonar La Rioja.

La inspectora se encaminó hacia un edificio de aspecto señorial. A pesar de su antigüedad estaba recién pintado y se veía bien conservado. El portal estaba abierto, así que subieron hasta la primera planta por unas escaleras alfombradas y con barandales de madera pulida. Se veía limpio y bien cuidado.

Llamaron a la puerta de la señora González y les abrió una mujer que rondaba los sesenta años, de aspecto tan pulcro como todo lo que les rodeaba. Luisa se sorprendió en un primer momento, pues había imaginado a la nieta de Aureliana como una mujer joven. Entonces hizo un rápido cálculo, y comprendió que la anciana señora Díaz tenía al menos cuarenta años más que la mujer de pie frente a ella.

—Ustedes deben ser los policías con quienes hablé por teléfono.

—Soy el comisario Del Bosque y mi compañera es la inspectora Burgos —respondió Argus, al mismo tiempo que le entregaba su identificación.

Irene se ajustó los anteojos para echar un rápido vistazo a las credenciales del policía y luego los invitó a entrar. El vestíbulo solo albergaba un paragüero, y un perchero para los abrigos.

Avanzaron por un pasillo que daba a diferentes habitaciones. La segunda puerta a la derecha era un salón, donde Irene los invitó a sentarse. Después de rechazar con amabilidad su oferta de agua y café, Argus decidió entrar en materia.

—Nos dijo por teléfono que había algo que prefería contarnos en persona.

La señora González suspiró, al mismo tiempo que asentía.

—Se trata de una vieja historia que yo creía olvidada. En especial porque todos los que estuvieron relacionados con ella, murieron hace muchos años.

—Todos excepto su abuela —señaló la inspectora.

—Así es. Yo era su nieta favorita, y recuerdo que siendo una niña me quedé en su casa por unos días. Su dormitorio estaba junto al mío y en la mitad de la noche escuché ruidos extraños. Yo tendría unos catorce años. Me levanté y entré en su habitación. La encontré llorando. Trató de disimular, pero no pudo engañarme. Le pregunté qué le pasaba y ella se sentó en la cama y palmeó el colchón. Cuando me senté a su lado, me cubrió con su manta y me abrazó. Entonces me acarició el cabello y me lo contó.

—¿Qué fue lo que le dijo? —preguntó Luisa con impaciencia.

—Cuando ella tenía quince años, más o menos mi edad, su mejor amiga era una chica llamada Benedicta Sánchez. Solían hacer juntas todas las tareas, y luego corrían por el campo para recoger flores. Eran dos chiquillas felices e inocentes.

» Una mañana, Benedicta no apareció en la granja. Mi abuela creyó que estaría ocupada cumpliendo las tareas de su propia casa, hasta que le llegó la terrible noticia. Uno de los vecinos que salió a cazar conejos la encontró muerta en el campo. La noticia se extendió por el pueblo en cuestión de pocas horas, y no hubo habitante de Calahorra que no comentara el trágico suceso.

» Las autoridades se ocuparon de investigar el crimen. A Benedicta la violaron y le asestaron un golpe mortal, pero la policía de entonces no tenía idea de quién pudo cometer semejante atrocidad. Se comenzó a hablar de un vagabundo que rondaba la zona.

—¿En qué año ocurrieron estos sucesos? —preguntó el comisario.

—Era el año 1931.

Luisa tomó nota.

—Continúe, por favor.

—Después de un par de días, cuando mi abuela acudió a la plaza para recoger agua, un vecino la interceptó. Había cierta paranoia en el pueblo después de lo que le ocurrió a Benedicta y ella se asustó. Estuvo a punto de gritar para pedir ayuda, pero él consiguió calmarla. Con mucha labia la convenció de que no tenía nada que temer, sino que más bien aquel encuentro podría ser beneficioso para ambos.

» No quiero disculpar a mi abuela. Ella misma nunca consideró expiada su culpa, pero quisiera que comprendieran la situación. Los Díaz eran muy pobres, así que aunque mi abuela era una chica lista y guapa tenía pocas posibilidades de casarse, porque ni siquiera soñaba con una dote.

—Y eso fue lo que le ofreció este sujeto —sentenció Luisa.

Irene asintió.

—Le ofreció una suma de dinero muy tentadora. Suficiente para que mi abuela perdiera el norte.

—¿Qué debía hacer ella a cambio?

—Tenía que decir que Benedicta le había confesado que sentía temor porque un hombre la siguió para hacerle propuestas indecorosas.

—¿Había algo de verdad en ello?

—No. Hasta el día de su muerte, Benedicta no manifestó ningún temor, ni preocupación.

—¿A quién quería inculpar este vecino? —preguntó Del Bosque.

—Al hombre que encontró el cuerpo de la niña.

—¿Qué hizo Aureliana? —preguntó Luisa.

—Me temo que cedió. Se trataba de una suma tan fabulosa para ella, que representaba la diferencia entre la miseria, o la esperanza.

—¿Era consciente de las consecuencias de su mentira?

—Creo que no —opinó la señora González—. Mi abuela era una niña campesina, con un conocimiento nulo acerca de las leyes. En ese momento solo pensó en el dinero, en que tendría una dote con la que podría casarse y fundar una familia. Tuvo que terminar el juicio para que comprendiera la enormidad de su mentira.

—El juicio concluyó con sentencia de muerte, ¿no es así?

—Eso me temo. Terminó como era habitual en esos días cuando se trataba de asesinato. El acusado murió en el garrote vil. Y mi abuela se arrepintió toda su vida de haber cedido al soborno. Por eso siempre era tan generosa, despreciaba el dinero, y con ello su propia conducta. Creo que nunca dejó de llorar por las noches.

—La avaricia —dijo la inspectora.

—¿Qué? —preguntó Irene, sin comprender a que se refería la detective.

—Nada. No se preocupe. ¿Alguien más supo acerca de esto?

La señora González negó con la cabeza.

—Mi abuela se hubiera cortado la lengua antes de confesárselo a alguien más. Creo que aquella noche influyó su estado de ánimo y la relación especial que existía entre nosotras. Ella me decía que yo le recordaba a Benedicta.

Argus se quedó pensativo por unos instantes, antes de preguntar:

—¿Conoce la identidad del hombre que fue ejecutado?

—Me temo que mi abuela nunca quiso decírmelo. Según ella, no merecía pronunciar el nombre de quien murió por su culpa. Ya lo había vilipendiado bastante.

—¿Y qué me dice del vecino que la sobornó?

—A ese sí lo mencionaba con frecuencia para maldecirlo. Su nombre era Godofredo Ponce.

◆◆◆

Los policías abandonaron el piso de Irene con una extraña sensación de irrealidad. Una cosa era deducir que los motivos de Enigma para los homicidios tenían su origen en el pasado remoto, y otra muy diferente comprobar que se encontraban en presencia de la venganza por un hecho acontecido hacía casi un siglo. Ambos se trasladaban de vuelta a la comisaría, cada uno sumido en sus propios pensamientos, cuando la inspectora rompió el silencio:

—¡Nada de esto tiene sentido! Aureliana tenía quince años en el momento del juicio. Eso significa que todos los que estuvieron involucrados están muertos. ¿Quién demonios podría querer vengar al cazador?

—Yo apostaría por uno de sus descendientes. Debemos recordar el momento histórico en el que ocurrieron los hechos. Calahorra no debía ser más que un pueblo de buen tamaño, donde todos sus habitantes se conocían. La condena y ejecución de ese vecino debió causar la ruina de su familia.

—¿Entonces, quién es Enigma? ¿Un hijo o nieto de ese hombre?

—Si las víctimas pertenecen a la tercera o cuarta generación, el asesino podría ser cualquiera. Una historia como esta debió pasar de padres a hijos, y es muy probable que representara la justificación para todas las desgracias familiares desde entonces.

—¿Pero quién era este hombre?

Argus sacudió la cabeza.

—Alguien a quien el señor Godofredo Ponce quería quitar del medio. Y supongo que este Ponce debe ser el bisabuelo de Camila, lo cual me hace volver a preguntarme cuál es el origen de la fortuna de la familia.

—¿Sospecha que este Ponce se benefició de la desgracia de su vecino?

—Es lo que dijo la señora González. Godofredo convenció a Aureliana de que su testimonio en falso les beneficiaría a ambos.

—Necesitamos averiguar todo lo posible acerca de ese juicio. ¡Si es que esos archivos sobrevivieron a la guerra! Hoy podrían ser solo polvo y cenizas.

—No nos pongamos en lo peor, todavía —le recomendó el comisario—. Debemos averiguar dónde podríamos encontrarlos.

—Tal vez Eloísa nos ayude a dar con ellos.

Cuando llegaron a «San Celedonio» hablaron con la secretaria y le explicaron lo que necesitaban. Luego subieron al despacho de la inspectora. Luisa se disponía a investigar a los Ponce, cuando un mensaje entró en el móvil de Argus.

—Daniel llegó a Marañón sano y salvo —anunció el comisario, al mismo tiempo que desplegaba una sonrisa. Luisa se relajó con alivio—. Según Werner, congenió de inmediato con los nietos de Abelard, y ya tienen revolucionada a media isla.

—Es extraordinaria la capacidad de adaptación que tienen los niños —dijo la inspectora, y haciendo un esfuerzo contuvo la lágrima que pugnaba por salir—. Nunca nos habíamos separado, y siempre creí que…

—Estoy seguro de que esta aventura les será beneficiosa a ambos.

Luisa cerró los ojos y suspiró.

—Gracias.

—No necesita agradecerme, inspectora —dijo Argus, encogiendo un hombro—. No iba a permitir que el chico corriera peligro. Y le aseguro que para Daniel no existe un lugar mejor en este momento.

Burgos respiró profundo y volvió a concentrar su atención en el ordenador.

—Bien, volvamos al tajo. En el registro debe constar la fecha de fundación de la Bodega de los Ponce, así como los papeles de propiedad.

Mientras la inspectora se zambullía en documentos centenarios, el comisario volvió a concentrarse en el tablón de corcho y a hacer anotaciones de los últimos descubrimientos. El puzle comenzaba a delinearse. Las víctimas ya no estaban desconectadas entre sí. Había un factor común, aunque formara parte de la historia de la ciudad.

—¡Aquí está! —exclamó Burgos—. Los documentos originales reposan en los archivos de registro de propiedad más antiguos, pero se ha realizado una labor de escaneo de aquellas empresas que continúan activas en nuestros días. Entre ellas la Bodega «Ponce de Calahorra». La fundó Godofredo Ponce en 1940. No parece una fecha muy cercana al asesinato de Benedicta, y el soborno de Aureliana.

—Lo es, si toma en cuenta los tres años de guerra, durante los cuales todas las actividades empresariales y comerciales debieron reducirse a su mínima expresión. Si encontraron el cuerpo de la niña en 1931, no es difícil que un proceso judicial con implicaciones tan graves se prolongara por un par de años, además del tiempo que Godofredo empleara en las maniobras comerciales que le permitieran beneficiarse de la desgracia de su vecino.

—Pero ¿cómo?

—Vamos a elucubrar un poco. La familia del cazador debió quedar en una situación muy vulnerable después de la ejecución. Es probable que Ponce sacara ventaja de ello… Necesitamos identificar al acusado.

Como si lo hubiera escuchado, en ese momento Eloísa llamó a la puerta y se asomó.

—Lamento la interrupción. Traigo malas noticias. Los archivos de los casos judiciales previos a la guerra se guardaban en los juzgados de Logroño. Por desgracia, un obús cayó en ese edificio y destruyó todos los expedientes en el año treinta y ocho.

—Polvo y cenizas —sentenció la inspectora con desaliento.

—Gracias, Eloísa. Al menos lo intentamos —dijo el comisario, a quien la noticia no pareció afectarle. La señora Márquez desplegó una sonrisa forzada y se retiró.

—¿Y ahora qué? —preguntó Luisa, a quien le desesperaba la tranquilidad de su colega.

—Tendremos que encontrar a alguien con muy buena memoria.

—¡Supongo que no habla en serio! La única superviviente de la que tenemos noticia era Aureliana, que le recuerdo que tenía apenas quince años cuando todo ocurrió, y ciento dos cuando murió. ¿A quién espera encontrar que pueda contarnos la historia? Y que esté vivo, por supuesto —agregó con sarcasmo.

—No necesitamos un testigo presencial —replicó Del Bosque—. Ya escuchó a la señora González: el asesinato de Benedicta fue una noticia impactante cuando ocurrió. Tal vez la guerra apagara la repercusión que tuvo en la población, pero debió comentarse mucho en su momento y también después.

—¿En qué está pensando?

—En alguien que viva de los recuerdos de la ciudad… En un cronista.

La palabra despertó un recuerdo en la mente de Luisa.

—Leí un artículo hace algunas semanas —comentó, mientras revisaba su historial de navegación—. ¡Aquí está! Es una entrevista a un profesor jubilado que dedica su tiempo a recuperar la historia perdida de Calahorra. Esa que no queda escrita, sino que pervive en la memoria de los habitantes más viejos, y que desaparece en la medida en que mueren quienes la recuerdan. Su nombre es Armando Buendía.

—Es justo lo que necesitamos —confirmó Argus, con interés—. ¿Podemos contactarlo?

—Tal vez. Hablaré con el periodista que hizo la entrevista…

Después de un par de llamadas y de esquivar la curiosidad del reportero, la inspectora logró hablar con el cronista, a quien le explicó lo que necesitaban saber.

—Si el juicio del que requieren información es el mismo en el que estoy pensando, será mejor que lo discutamos en persona, inspectora. Hay tela marinera en ese asunto.

Después de acordar un encuentro, Luisa colgó el auricular.

—Buendía vive a dos manzanas de aquí, y aceptó venir a prestar declaración. Creo que usted tiene razón. El juicio del año treinta y uno debió levantar muchas ampollas en su momento.

Argus asintió.

—A través de Camila, Enigma acusó a su bisabuelo de envidioso. Y sabemos que Ponce sobornó a Aureliana para que cometiera perjurio. No tengo dudas de que la familia medró a costa de la vida de su vecino, y que este era un miembro prominente de la comunidad.

◆◆◆

Armando llegó al cabo de quince minutos. Era un jubilado de ademanes pausados y sonrisa amable. Lo recibieron en el despacho de Luisa. Ella lo observó desde su asiento, mientras Argus se quedaba de pie detrás de su compañera.

—Le agradecemos mucho su colaboración, señor Buendía —dijo la inspectora, después de ofrecerle la silla frente a ella—. Nos interesan mucho los detalles del caso que le comenté por teléfono.

—El juicio a don Severiano. Ya nadie lo recuerda, pero en su momento no se hablaba de otra cosa en Calahorra.

—Es muy importante que nos aseguremos que se trata del mismo caso —señaló el comisario.

—Ya lo suponía, por eso decidí traer mi cuaderno de notas. Me temo que no dispongo de pruebas documentales. La mayoría de esos archivos ya no existen, pero la historia de Calahorra siempre me ha fascinado, así que desde que me jubilé, me dediqué a entrevistar a los vecinos más ancianos y ellos quedaron muy complacidos de compartir sus recuerdos conmigo.

Armando le entregó a Luisa un viejo cuaderno escolar escrito en una caligrafía pulcra y elegante. Cada relato terminaba con una rúbrica. Cuando la inspectora se detuvo a mirar las firmas, Buendía se apresuró a explicar su significado.

—Me gusta pensar que soy un cronista serio. Ante la falta de pruebas documentales, les pido a los testigos que los firmen para que quede constancia de su autenticidad.

—Es un trabajo extraordinario.

—Gracias. Me precio de ser muy meticuloso, y en ocasiones me llaman  de algún periódico local para que les envíe una historia de los viejos tiempos que despierte la curiosidad de sus lectores.

—¿Qué puede decirnos del juicio sobre el asesinato de Benedicta?

Armando se echó hacia atrás en la silla y bajó la mirada.

—Esa fue una historia muy triste. Es la que está señalada con el marcapáginas —agregó el cronista, refiriéndose al cuaderno que Luisa todavía sostenía en las manos.

—¿A quién acusaron del crimen? —preguntó el comisario.

—¿No lo saben? —Buendía acompañó sus palabras con un resoplido—. A Severiano Leza, quien por esos días era el hombre más importante de Calahorra.

—Parece que conoce la historia —comentó Burgos—. ¿Fue testigo de lo que sucedió?

—No, eso ocurrió en el año treinta y uno. Un lustro antes de la guerra. Es demasiado antiguo hasta para mí. Sin embargo, conocí a varias personas que vivían cuando ocurrió, aunque ya todos han muerto. Durante mucho tiempo fue tema obligado en Calahorra.

—¿Qué puede decirnos acerca de ese juicio?

—Fue una injusticia y una vergüenza —sentenció Armando, con un bufido—. Tal vez hoy nos resulte difícil imaginarlo, pero trataré de hacerles una semblanza. En ese entonces, Calahorra era poco más que un pueblo grande. Casi todos vivían de la huerta, con excepción de don Severiano y don Cipriano, que eran competidores por la producción del vino local. Aunque la prevalencia de Leza era indiscutible.

—Así que era un terrateniente —puntualizó Argus.

—Era el hombre más rico de Calahorra. También era un vecino muy querido. Todos reconocían su generosidad. Cualquier mendigo que llamara a su puerta se iba con el estómago y las alforjas llenas. Lo que nadie sospechaba era que tuviera tantos enemigos ocultos.

—¿Qué fue lo que ocurrió?

—Una mañana de primavera, don Severiano Leza salió con sus perros a cazar conejos. Los sabuesos estaban nerviosos y lo condujeron hasta lo que sería su desgracia: el cadáver de una niña. Benedicta Sánchez era la hija de un aparcero. En el momento de su muerte solo contaba dieciséis años. Por supuesto que el hallazgo horrorizó a don Severiano, quien regresó a su casa y ordenó a uno de sus empleados que corriera hasta el pueblo para avisar a las autoridades.

» En un primer momento, todo transcurrió con normalidad. Recogieron el cuerpo, avisaron a la familia e iniciaron las investigaciones. También organizaron una batida por la zona, pues se habían escuchado reportes de un vagabundo que merodeaba por el pueblo. Por supuesto que nadie sospechó de don Severiano.

—Hasta que intervino Aureliana Díaz.

—Es correcto —confirmó el cronista, con un asentimiento—. Pocos días después, la mejor amiga de Benedicta se presentó en el cuartelillo y declaró contra don Severiano, por lo que los guardias iniciaron una investigación, aunque sin mucho interés. Después de todo, solo se trataba de la palabra de una chavala.

» La situación comenzó a complicarse para Leza cuando su mejor amigo, Godofredo Ponce, afirmó que don Severiano le confesó que sentía impulsos maliciosos contra la chiquilla. Eso resultó lapidario. Ya no se trataba de la palabra de una niña, sino de un miembro prominente de la comunidad, que además era amigo del sospechoso y que hizo la declaración «contra su voluntad».

—¿Cuál era la situación de Godofredo Ponce en Calahorra?

—Era el abogado de don Severiano y también su mejor amigo. Fue el propio Leza quien lo trajo a Calahorra para que lo ayudara con el manejo de sus negocios. Por eso su palabra pesó tanto en el juicio.

—¡Vaya amigo! —exclamó Luisa.

—Por favor, continúe, señor Buendía.

—Muy bien. Después del testimonio de Ponce, los guardias detuvieron a don Severiano, y se le acusó de la violación y el asesinato de Benedicta…

—¿Sin más pruebas? —lo interrumpió Luisa.

—Por eso les pedí que se ubicaran en el momento histórico. Hablamos de 1931. Las autoridades todavía no contaban con todos los recursos de los que disponen hoy, así que la credibilidad de los testigos era fundamental a la hora de decidir. Y me temo que el testimonio de Godofredo Ponce tenía un enorme peso específico, además de que otros lo reforzaron.

—¿Hubo más testigos?

—Durante el juicio hubo otras dos personas dispuestas a declarar en contra de Leza. Uno fue su principal competidor: Cipriano Gómez. Poseía solo algunos viñedos y su vino era de calidad inferior, pero él no lo reconocía. Atribuía su estancamiento en los negocios al ventajismo de Leza, así que estuvo dispuesto a declarar contra el carácter del acusado.

—¿Contra el carácter? —repitió la inspectora, con sorpresa.

—Lo más sólido que podía argüir don Severiano en su defensa era su prestigio como hombre de bien. Y en ese aspecto se centró su abogado, pues su reputación era su mejor aval. Así que Gómez se esforzó en acabar con ella mediante historias de negocios turbios y competencia desleal. Pintó un cuadro muy desfavorable del hombre sentado en el banquillo de los acusados.

—¿No tuvieron en cuenta la rivalidad del testigo?

—También era un hombre respetado y su palabra no estaba en tela de juicio. Me temo que consiguió su cometido. Para cuando terminó de hablar en el juzgado, don Severiano era poco más que un truhan. Sin embargo, eso solo fueron las banderillas. El remate se lo dio una vecina llamada Encarnación.

Los policías se miraron entre sí. Estaban apareciendo nombres de testigos claves del juicio de Leza, cuyos descendientes Enigma no había atacado. Debía tratarse de las dos víctimas que expiarían los pecados que aún faltaban: la gula y la soberbia.

—¿Fue importante la declaración de esta mujer?

—¿De Encarnación Medrano? Resultó determinante. Se trataba de una vecina de Benedicta que salió al campo muy temprano para ordeñar las vacas.

Cuando regresaba con la leche vio a un hombre correr en dirección a la casa grande, desde la zona donde después hallaron el cadáver. Ella afirmó que se trataba de don Severiano Leza. La defensa argumentó la corta vista de la testigo, pero sus palabras hicieron mella en el juez, o le dieron la excusa que buscaba.

—¿A qué se refiere? —preguntó Argus.

—Según las malas lenguas, el juez de la causa estaba enamorado de Jacinta, la mujer de Severiano, y ese fue el motivo de que cometiera prevaricación.

◆◆◆

Luisa pensó que las piezas comenzaban a encajar. Por fin habían encontrado el acontecimiento que daba origen al odio de Enigma. Resultaba evidente que el asesino se relacionaba de alguna forma con Severiano Leza, y que buscaba vengarse de las personas que contribuyeron a su ruina.  La inspectora cerró el cuaderno, entrecruzó las manos y preguntó:

—¿Qué ocurrió con la familia de Leza?

—Padecieron un destino injusto y muy triste. Severiano y Jacinta tenían una hija de la edad aproximada de Benedicta y cuyo nombre era Jesusa. Doña Jacinta invirtió una fortuna en el mejor abogado de Calahorra para tratar de salvar a su marido. Sin embargo, el letrado no pudo contrarrestar el entramado de intrigas que se tejió alrededor del terrateniente.

—¿La hija de Leza se casó? ¿Tuvo descendencia? —preguntó Luisa, con interés.

—Me temo que eso no lo sé. La señora Leza invirtió grandes sumas de dinero en la defensa de su marido con la esperanza de evitar que lo condenaran al garrote. Así que cuando llegó el momento de la cosecha no estuvo en capacidad de contratar vendimiadores. Además de que nadie quería trabajar la tierra del violador y asesino de una niña.  Desde que acusaron a Severiano, la vida en el pueblo se les hizo insufrible a doña Jacinta y su hija, así que después de la ejecución vendieron sus propiedades por una fracción de su valor y se marcharon.

—¿Quién fue el comprador?

—La señora Leza se negó a venderle a nadie de Calahorra, así que pasó a manos de un forastero, pero después de la guerra resultó que Godofredo Ponce era el dueño de todas las propiedades.

—Compró a través de un intermediario.

—Es lo que pienso, sí.

—¿Adónde fueron la mujer y la hija de Severiano? —preguntó Luisa.

—Nadie lo sabe a ciencia cierta, pero uno de los ancianos que entrevisté mencionó que se marcharon al norte.

—¿Nadie volvió a saber de ellas?

—Nadie. Por supuesto que algunos comenzaron a recelar cuando Ponce apareció como el dueño absoluto de todas las propiedades de su antiguo amigo, pero el tiempo fue borrando cualquier suspicacia y Calahorra siguió adelante, como si ese vergonzoso capítulo de su historia nunca hubiera ocurrido.

Después de que Buendía contó todo lo que sabía, Luisa le agradeció por su colaboración y evadió con sutileza la curiosidad del viejo cronista. Él accedió a dejarles su cuaderno, con la promesa de que se lo devolverían intacto.

—Esto explica muchas cosas —dijo la inspectora, en cuanto ella y Argus se quedaron solos.

—Ya lo creo. Estoy seguro de que este es el motivo que buscábamos.

—Pero ¿por qué? —insistió Luisa—. Es imposible que el asesino viviera los acontecimientos en persona, a menos que tuviera la edad de Aureliana. Y si es un descendiente de Severiano, todo esto solo sería un relato familiar sobre algo que le ocurrió a un antepasado.

—Es evidente que para Enigma es mucho más que eso.

Burgos miró con curiosidad al comisario.

—¿Qué más puede ser?

—Es probable que el estigma de lo que ocurrió persiguiera a la familia durante generaciones. La historia de la injusticia contra Severiano debió transmitirse de padres a hijos y nietos. Cualquier penuria que les ocurriera se relacionaría con el juicio. Ya sabe: «Éramos ricos, así que no pasaríamos por esto si no hubieran acusado a nuestro abuelo de un crimen que no cometió».

—¿Encuentra razonable algo así?

—No hay nada razonable en este caso, inspectora. Y está claro que el asesino no goza de salud mental, pero estoy seguro de que él se ve a sí mismo como un justiciero. Por eso alardeó con los acertijos.

—Muy bien. Supongo que tiene razón. ¿Qué hacemos ahora?

—Lo único que nos puede llevar hasta el nombre del asesino. Debemos elaborar el árbol genealógico de los Leza hasta nuestros días.

—¿Cómo? Ni siquiera sabemos adónde se fueron doña Jacinta y su hija. Pudieron terminar en los fiordos noruegos.

—No creo que llegaran tan lejos. Es probable que trataran de establecerse donde nadie las conociera y pudieran sobrevivir.

—¿Tiene algún lugar en mente?

—¿Cuál es la provincia más cercana al norte de La Rioja donde les habría resultado posible conseguir trabajo a dos mujeres?

—¿El País Vasco?

—Creo que vale la pena investigarlo.

Luisa sacudió la cabeza.

—¿Se da cuenta de que tendríamos que visitar Vizcaya, Álava y Guipúzcoa, sin tener la certeza de que terminaron allí? ¿Cómo sabemos que no cruzaron hasta Francia? Perderíamos demasiado tiempo. Y eso es algo de lo que andamos escasos.

—Hace unos meses participé en una investigación que requirió indagar en los archivos diocesanos de San Sebastián. Contamos con la ventaja de que están digitalizados.

—¿Quiere decir que podemos consultarlos por Internet?

—Por supuesto.

—Me pongo a ello.

—Tengo una tarea más importante para usted —replicó el comisario.

—¿Más importante que encontrar al descendiente de Leza que está sembrando Calahorra con cadáveres?

—Mucho más. Aún existen potenciales víctimas en peligro. Si tomamos en consideración el relato de Buendía, hubo dos personas más involucradas en la destrucción de Leza...

—Cipriano y Encarnación.

Argus comprendía que tenían el tiempo en contra, así que le dio una orden a su compañera:

—Debemos encontrar a los descendientes de estos dos testigos y protegerlos. Yo me encargaré de Jacinta y su hija. Ocúpese usted de revisar los registros históricos de Calahorra para localizar los próximos objetivos del asesino.

—Muy bien. Estoy segura de que en el Archivo de la Catedral de Calahorra encontraré lo que necesitamos —dijo Luisa, mientras se ponía de pie—. Nos mantendremos en contacto.

El comisario asintió y se puso manos a la obra con el ordenador. Solo esperaba que ambos terminaran sus respectivas tareas a tiempo para evitar un nuevo crimen. Temía que Enigma acortara los plazos entre los asesinatos. De cualquier manera, el reloj los apremiaba.

Luisa abandonó el despacho, y Argus comenzó su búsqueda por la provincia más cercana: Álava. Aunque le llevó varias horas, valió la pena. En Vitoria encontró el certificado de defunción de Jacinta de Leza, natural de Calahorra, quien falleció en el año 1935. No encontró ningún registro civil durante la guerra y el comisario temió que la hija de Severiano hubiera abandonado Vitoria, pero en 1940 Jesusa Leza contrajo nupcias con Balbino Fuenmayor, cochero de profesión. Después de eso no fue difícil seguirle la pista a su descendencia.

Ya el sol comenzaba a declinar cuando Argus apartó la mirada de la pantalla, se echó hacia atrás en el asiento, y soltó el aire que había retenido sin darse cuenta. El nombre saltaba de la pantalla para gritarle su torpeza. Por fin todo cobraba sentido.

◆◆◆

Mientras Del Bosque hurgaba en el destino de los Leza y sus descendientes, la inspectora se encontraba en los archivos diocesanos de la Catedral de Calahorra. Sus requerimientos sorprendieron al diácono a cargo de los viejos registros, pero en cuanto le explicó la urgencia de su misión, el clérigo demostró su valía como colaborador.

Ambos hurgaron en el pasado de Calahorra y descifraron la historia de las familias de Cipriano y Encarnación a través de certificados de nacimiento, bautizo, matrimonio y defunción. De vez en cuando también aparecían registros comerciales, que le permitieron a la inspectora reconstruir las historias hasta la actualidad.

Cipriano Gómez no dispuso de mucho tiempo para disfrutar la desaparición de su rival comercial, pues murió de hidropesía pocos meses después de la ejecución de Leza. Las tierras de los Gómez se repartieron entre sus tres hijos, con lo cual su patrimonio perdió importancia y su vino desapareció. Pocos años después, la guerra se encargó de pulverizar lo que quedaba. Sus esfuerzos por superar a su rival comercial fueron inútiles. Entre los Gómez que murieron durante el conflicto bélico y los que emigraron a otras tierras pocos años después, solo quedó un nieto de Cipriano en Calahorra. Luisa y el diácono continuaron revisando registros hasta la actualidad. Como si una maldición hubiera caído sobre ellos, los descendientes de Gómez casi habían desaparecido de Calahorra con una sola excepción: una mujer llamada Delfina Henríquez.

La inspectora se comunicó con la comisaría y le ordenó a Quintana que encontrara a Henríquez, mientras ella y el diácono volvían a zambullirse en el pasado, esta vez para explorar los destinos de la familia Medrano.

La historia de esa familia resultó menos trágica que la de los Gómez. Encarnación murió un año después de la guerra. Burgos se sintió desolada cuando comprendió que Medrano tuvo once hijos, como era habitual en esos años.

—No terminaremos nunca —se quejó la inspectora. El diácono sonrió con benevolencia.

—Dios nos ayudará.

—No veo a Dios por aquí —replicó Luisa, de mal humor—. Lo que necesitamos son investigadores dispuestos a clavar los codos en la mesa y meter las narices entre el polvo de los libros de registros antiguos.

Como si los hubiera invocado, por la puerta entraron media docena de jóvenes seminaristas que los saludaron con alegría. Luego cada uno cogió un libro de manos del diácono y ocupó una silla frente a la mesa. Las cejas de la inspectora volaron en dirección a la línea del cabello y su mandíbula descendió un par de centímetros. 

—¿De dónde…?

—Ya sospechaba que nos íbamos a encontrar con un problema como este, pues a principios del siglo XX eran muy habituales las familias numerosas. Así que cuando me explicó la importancia de esta búsqueda para evitar la muerte de dos inocentes, me tome la libertad de pedir ayuda. Estos jóvenes son voluntarios, y gracias a ellos encontraremos la información con mayor rapidez.

En efecto, minutos después cada uno se concentraba en su legajo de documentos. Paso a paso reconstruyeron la historia de la familia Medrano. Los resultados aturdieron a la inspectora, pues había más de veinte personas que descendían en forma directa de Encarnación.

—No podemos protegerlos a todos —reconoció Luisa con desaliento, en cuanto vio la lista.

—¿No existe algún patrón que nos pueda guiar? —preguntó el diácono.

—Sí, tiene razón. Espero no equivocarme, pero no es la primera vez que existe más de un descendiente vivo del objetivo original —razonó Burgos—. Veamos, los sucesores directos de Godofredo Ponce eran Camila y sus dos hijos, pero el homicida solo fue a por Camila.  Con respecto a los Ayala, asesinó a Julio, el hermano mayor, pero ni siquiera se acercó a Fernando…

—En ese caso debemos encontrar al descendiente más directo y de mayor edad.

—Es un buen razonamiento —aprobó la inspectora—. Lo primero será determinar cuál es la generación viva más próxima a Encarnación. Y entre ellos ubicar a la persona de mayor edad.

—Muy bien, chicos, ya habéis oído. Manos a la obra.

Los jóvenes se concentraron en la tarea con entusiasmo. La posibilidad de salvar una vida era un fuerte aliciente. Mientras trabajaban, un mensaje sacó a Luisa de su concentración. Quintana le informaba que ya tenían localizada a Delfina Henríquez. Se trataba de la dueña de un ultramarino en la calle Garrido, hacia donde envió a dos patrullas para protegerla.

La inspectora se sintió orgullosa de la eficiencia de sus compañeros, pero al mismo tiempo recordó lo que le ocurrió a Pérez, y un escalofrío le recorrió la espalda.

—Avísele a los agentes que tengan mucho cuidado. Nos enfrentamos a un asesino muy astuto e inescrupuloso.

—Lo dice por Pérez, ¿no es así? Descuide inspectora. Los hombres tienen instrucciones. Se mantendrán en parejas, y si ese malnacido se acerca, lo lamentará.

Burgos colgó con la sensación de que los acontecimientos se acercaban a un desenlace a velocidad de vértigo. No veía el momento en que toda esa pesadilla terminara, al mismo tiempo que temía lo que pudiera ocurrir, pues sabía que en cuanto Farías dejara de necesitarla, haría todo lo posible por deshacerse de ella. Y entonces, qué sería de Daniel.

—¡Lo tenemos! —exclamó uno de los jóvenes.

La inspectora y el diácono prestaron atención, mientras el muchacho les mostraba lo que descubrieron.

—Hay veintidós personas que descienden de Medrano, pero casi todas pertenecen a la cuarta y quinta generación. Sin embargo, todavía  vive un hombre de la tercera generación en Calahorra. Es decir, un bisnieto directo de Encarnación. Fue taxista, aunque ahora está jubilado.

—¿Cuál es su nombre?

—Francisco Marín. Vive en la residencia para ancianos «San Juan Bautista».

La inspectora palideció al escuchar el nombre del centro donde Enigma asesinó a Aureliana. Ya el criminal conocía el lugar, sus horarios, entradas y salidas. Con dedos temblorosos, Luisa llamó a Quintana para ordenarle que enviara otras dos patrullas que protegieran a Marín. Luego se comunicó con el comisario Del Bosque para informarle acerca de sus avances, y las medidas preventivas que instrumentó.

Para su sorpresa, Argus, el hombre de piedra, le respondió con una voz en la que apenas podía contener la emoción. Escuchó con atención y la felicitó por haber cumplido con éxito la difícil tarea, y por tener la iniciativa de actuar en consecuencia. Entonces dejó caer las palabras que Luisa tanto esperaba, y a la vez temía.

—Regrese de inmediato, inspectora.

—¿Qué ocurre?

—Ya identifiqué a Enigma.

—¿Quién es?

—Debemos discutirlo en persona. Se trata de una información delicada que traerá graves consecuencias. Es vital que seamos discretos.

◆◆◆

Luisa llegó a la comisaría en tiempo record. Durante todo el trayecto elaboró y descartó una teoría tras otra acerca de la identidad del asesino. Su única certeza era que sin importar quien fuera el culpable, descubrirlo descentró a la persona con mayor control de sus emociones que había conocido en su vida. Y eso la preocupaba.

Entró en la comisaría sin siquiera mirar a Quintana. El oficial se sorprendió cuando la vio pasar de largo sin siquiera preguntarle acerca de las vigilancias que se llevaban a cabo en ese momento. La inspectora subió corriendo las escaleras y alcanzó su despacho sin aliento. Abrió la puerta sin anunciarse y se quedó de piedra al comprobar que además de Del Bosque, Farías también se encontraba allí.

Cuando su jefe la vio entrar de esa forma frunció el ceño, las orejas se le enrojecieron y comenzó a temblarle el bigote.

—¿Su madre no le enseñó a llamar a la puerta, inspectora?

—Lo lamento, señor, yo…

Argus intervino en auxilio de Luisa.

—Si la inspectora Burgos se muestra ansiosa y olvidó llamar, es porque yo le ordené que regresara de inmediato.

—¡Eso no es excusa para ignorar los modales!

—No creo que este sea el momento para preocuparse por las formas —replicó Del Bosque—. No tenemos tiempo que perder.

—Y no lo perderemos. Ya hay una patrulla en camino para arrestar al malnacido. Pronto se habrá terminado toda esta pesadilla.

—Pero ¿quién es Enigma? —preguntó la inspectora. Argus iba a responder, cuando el móvil de Farías comenzó a sonar. El comisario atendió la llamada.

—Sí, dime Rodríguez… No me vengas con excusas. ¿Cómo que no es allí? ¡Desde luego que estoy seguro de que esa es su dirección! ¿Una anciana y su gato? ¡Vamos, no me jodas! Te aseguro que te entregué las señas correctas… ¡Pues no lo sé! Pregunta en el vecindario. Tal vez os equivocasteis de piso… Alguien debe conocerlo. Investiga y me avisas. ¡Inútiles! —dijo Ernesto, al mismo tiempo que terminaba la llamada.

—¿Qué ocurre? —preguntó Del Bosque.

—En la dirección que aparece en su expediente vive una anciana sola, que niega conocerlo.

—Es evidente que proporcionó una dirección falsa —dedujo Argus—. Debe haber planificado todo esto desde hace mucho tiempo.

La inspectora escuchaba la conversación como quien observa un partido de tenis, centrando su atención en quien hablaba, hasta que no pudo más y estalló.

—¡Maldita sea! ¿Alguien podría decirme quién es Enigma?

Los dos hombres la miraron con sorpresa. Farías frunció aún más el ceño, mientras Del Bosque soltaba un suspiro de conmiseración.

—El hombre que buscamos es el subinspector Alfonso Guerrero.

—¡¿Qué?!

—Como lo oye —intervino Farías echando fuego por los ojos, como si Luisa tuviera algo que ver—. Su compañero es el asesino que ha sembrado la ciudad de cadáveres y se ha burlado de nosotros por la cara. ¡Y usted trabajó codo con codo con él, sin siquiera sospecharlo!

—Ni ella, ni ninguno de nosotros —argumentó Argus en defensa de Luisa, que se había quedado sin palabras.

—¿Cómo… cómo es posible?

—Guerrero es tataranieto de Jesusa —le explicó Del Bosque—. Los Leza se asentaron en Vitoria, y la mayoría de los descendientes salieron adelante, pero uno de los nietos, Tomás Arriola, regresó a Calahorra tal vez buscando recuperar glorias pasadas.

—Y supongo que Alfonso desciende de esa rama de la familia —Argus asintió—. ¿Qué les pasó?

—Nunca levantaron cabeza. Hicieron lo posible por volver a trabajar el negocio familiar, compraron viñedos y fundaron una pequeña bodega, pero sufrieron una serie de desgracias que los hundieron en la miseria.

—¿Qué tipo de desgracias?

—Plagas, incendios, robos…

—¿Y esas desgracias fueron producto de la mala suerte o…?

—Si me lo pregunta, yo no creo en la mala suerte —respondió Argus—. Me inclino a pensar que la competencia no era bien recibida.

—¡Los Ponce!

—Es muy probable —reconoció Argus—. En cualquier caso, debió ser la conclusión a la que llegó Guerrero.

—Nada de eso importa ahora —los interrumpió Farías—. Ya todos los efectivos tienen la orden de busca y captura, pero debemos encontrarlo antes que ocurra otra desgracia. Inspectora Burgos, él era su compañero. ¿Tiene usted idea de cuál es su verdadera dirección?

Luisa sacudió la cabeza.

—Alfonso nunca fue muy comunicativo con respecto a su vida personal.

—No me sorprende —dijo Argus—. Todo parece indicar que preparó su venganza con mucha antelación. Le convenía ser discreto.

La inspectora todavía no podía creer que el chico servicial y bien dispuesto a ayudar, resultara un asesino desalmado.

—¿Estamos seguros de que no cometemos un error? Lo que quiero decir es que ser el descendiente de Severiano no lo convierte en culpable. No creo que exista un juez que acepte un parentesco como evidencia.

—Mi conclusión no se basa solo en su ascendencia —argumentó Del Bosque—. En cuanto supe quién era, las piezas del puzle comenzaron a encajar.

—¿A qué piezas se refiere usted?

—Me refiero por ejemplo al asesinato de Pérez en el hospital. Me molestaba que un policía entrenado se dejara sorprender de esa manera, pero siendo el asesino uno de sus superiores, se comprende que bajara la guardia. Y Guerrero aprovechó la ventaja que le proporcionaba que el joven agente confiara en él, para asesinarlo.

—Mi intención no es defenderlo —dijo Luisa—, pero todo esto sería evidencia circunstancial.

—Muy bien. Le daré algo más concreto: después de ver el nombre del subinspector en el árbol genealógico de los Leza, comprendí que debía comprobar las indagaciones que quedaron a su cargo. Encontré algunas discrepancias interesantes.

—¿Qué fue lo que encontró?

—Le hice algunas preguntas al director del instituto donde estudiaron Pedroza y Soliz. Se sorprendió mucho cuando le pedí que me confirmara que sus exalumnos fueron buenos amigos en los años de ESO. El director insistió en que no era cierto, pues ni siquiera coincidieron en el mismo período de tiempo.

—Alfonso nos mintió…

—Así es. Tenía la intención de inculpar al enfermero para quedar libre de sospecha después de cometer los asesinatos.

—Pero es absurdo. Si acusaban a Pedroza y lo llevaban a juicio, cuando el director declarara se sabría la verdad, y él quedaría al descubierto.

—A menos que el testigo no pudiera llegar al juzgado porque sufriera un «accidente».

—Pero ¿qué ganaba con todo eso?

—Tiempo. Además, recuerde que fue él quien allanó la casa de Pedroza. Le habría resultado muy sencillo recoger una huella del enfermero y trasladarla a la siguiente escena del crimen.

—Pero el propio asesino le proporcionó una coartada a Pedroza cuando atacó a Gambino al mismo tiempo que el enfermero era arrestado. ¿Cómo lo explica?

Ir a la siguiente página

Report Page