Enigma

Enigma


Día uno

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—Tratamos con personas y cada una tiene sus gustos, sus virtudes y sus manías. La mayoría están muy solos y cada uno lo asume de distinta forma. Algunos se encariñan con nosotros como si fuéramos sus hijos, o nietos.

Otros en cambio proyectan su enfado contra sus parientes en quien tienen más a mano.

—Quiere decir que los tratan mal.

—En ocasiones ponen a prueba nuestra paciencia, pero comprenderlos forma parte del trabajo.

—¿A qué grupo pertenecía doña Aureliana?

—Es indudable que no se encariñó con ninguno de nosotros. Era exigente, pero muy respetuosa.

—¿Ponía a prueba su paciencia?

—Algunas veces.

—¿En alguna ocasión sintió deseos de estrangularla? —preguntó el subinspector.

—¡Desde luego que no! No la habría querido como abuela, pero nunca se me hubiera ocurrido hacerle ningún daño. ¿Qué sentido tendría algo así?

Una idea cruzó la cabeza de Luisa como un destello.

—Supongo que tampoco consideraría que la muerte supondría un alivio a su edad, y que lo más caritativo sería ayudarla en el trance.

—Olvídelo, inspectora. No soy partidario de la eutanasia. En ninguna circunstancia.

Después de terminada la entrevista, Guerrero pasó a ocupar el asiento abandonado por los testigos. Tenía todos los músculos en tensión cuando se dirigió a su jefa.

—¿Piensas que el asesino es un «ángel de la muerte»?

—Es una posibilidad que debemos contemplar —reconoció Luisa—. ¿Qué otra razón podría haber para asesinar a una centenaria en su cama?

El subinspector asintió.

—Tiene lógica. Eso también explicaría el anuncio de que seguirá matando.

—Si estamos en lo cierto, todos los residentes de «San Juan Bautista» están en peligro —afirmó Burgos, mientras cogía el teléfono para girar instrucciones que protegieran a los ancianos.

◆◆◆

El subinspector salió del despacho de Burgos con la orden de organizar la vigilancia de la residencia de ancianos. Eso desanimaría al asesino si provenía de fuera. Por otro lado, Luisa contactó con la dirección del geriátrico para que sustituyera en forma temporal a todo el personal hasta que pudieran estar seguros de que el asesino no estaba entre ellos. La directiva no se lo tomó con agrado, pero accedieron a la sugerencia de la inspectora. Ya tenían bastantes problemas con el deceso de Aureliana, como para no mostrarse colaboradores.

Antes de que Luisa pudiera decidir cuál sería su siguiente paso, Eloísa se asomó a su despacho.

—Inspectora Burgos, me envía el comisario para avisarle de que desea hablar con usted, si ya terminó con los interrogatorios.

—Por supuesto, señora Márquez. Gracias.

La secretaria asintió y se marchó. Luisa suspiró. Después de dos años en esa comisaría, todavía no conseguía que la reconocieran como una más. Nadie la comprendió cuando pidió traslado desde la Jefatura Superior de Logroño, donde su carrera hubiera tenido mejores oportunidades de despegar, lo que sumado a su impuntualidad inducía a todos a pensar que era perezosa. Nada más alejado de la realidad, pero cada uno tenía sus prioridades.

La inspectora ya se había acostumbrado al trato distante de todos sus colegas, así que ni siquiera pensaba en ello. O al menos no lo hacía con frecuencia. Salió de su despacho en dirección a la oficina del comisario. Sabía que su jefe esperaría un informe completo y detallado, pero ella solo disponía de dudas y datos sueltos.

Farías la recibió con modales formales y el ceño fruncido, algo que no cambió durante toda la entrevista. Tenía el aire de un policía duro de los años setenta, y ostentaba un cabello negro con sospechosos tintes azulados, además de un bigote anticuado. La escuchó con atención después de invitarla a presentarle un informe completo del caso. Cuando la inspectora terminó su exposición, el comisario soltó un suspiro. Era evidente que lo asaltaban muchas preocupaciones. Una de ellas era que la investigación más difícil y delicada de las que su comisaría se había encargado desde hacía muchos años terminó en manos de su detective más perezosa.

—Espero que comprenda la responsabilidad que implica este caso, Burgos. Lo más evidente y preocupante de todo esto es que nos enfrentaremos a otro asesinato si no detenemos pronto a este malnacido.

—Soy consciente de ello, señor. Y le aseguro que estoy haciendo mi mejor esfuerzo.

—Tal vez no sea suficiente. De momento, no veo que haya avanzado mucho.

—Apenas han transcurrido algunas horas —se justificó Luisa—. Ni siquiera tengo los resultados de los primeros peritajes, además de que el forense no quiso adelantarme nada. Lo único que sabemos al respecto es que murió estrangulada, y ni siquiera ese dato ha sido confirmado.

—Tenemos una nota del homicida. ¿No es así? Alguna pista proporcionará.

—Es un galimatías, señor. Si le soy honesta, no creo que tenga ningún sentido. Es probable que solo lo dejara para confundirnos.

—Aun así, me gustaría verla.

A la inspectora no le tomó por sorpresa la exigencia de su jefe, así que le entregó el papel donde imprimió una copia de la fotografía que hizo con su móvil. Farías leyó, releyó y volvió a leer. No sacó nada en claro.

—Tiene razón —reconoció con pesar—. Esta nota no tiene ningún sentido. Y sin embargo, debemos hacer todo lo posible por descifrarla.

—Es posible que no haya ningún mensaje detrás de toda esa palabrería absurda.

—Tal vez sí, o tal vez no. También podría ser un acertijo y contener la clave que necesitamos para identificar al criminal.

—¿En verdad cree que el asesino se atrevería a algo así? Sería temerario, pues si usted está en lo cierto, correría el riesgo de que lo descubriéramos.

—Es probable que se crea mucho más listo que nosotros. De hecho, estoy seguro de que es así. También es posible que la nota no revele su identidad, sino la clave para informarnos quién será la próxima víctima. En ese caso se trataría de un juego macabro con el cual nos desafía.

Luisa se quedó pensativa por algunos minutos. Ella había descartado la nota porque la consideraba un elemento de distracción. Lo único que le parecía digno de atención era el anuncio de que habría otro asesinato. Sin embargo, debía reconocer que en esta ocasión el comisario podía tener razón. Así que cedió ante el argumento de su jefe.

—Señor, ¿le encuentra usted algún sentido?

—Ninguno, pero no soy muy proclive a los acertijos. Me falta paciencia. Deberíamos buscar la ayuda de un experto.

—¿Y qué clase de experto sería ese?

—Eso tendrá que averiguarlo por usted misma y hacerlo lo antes posible. Asumo que no necesito explicarle que si el asesino cumple su palabra y esto llega a filtrarse, se desatarán todos los demonios y la presión que se nos vendrá encima será descomunal.

—Sí, señor. Lo comprendo.

—De manera que quiero su palabra de que se comprometerá con este caso más allá de lo que es habitual para usted.

—¿Tiene alguna queja sobre mi desempeño, señor? —respondió la inspectora de inmediato.

—No voy a tratar ese asunto en este momento. No tenemos tiempo para discusiones sobre ese tema, pero espero que se comprometa sin excusas. Si pudiera escoger le proporcionaría más ayuda, pero me temo que hasta que sus compañeros resuelvan la desaparición de la chica Altuve, eso no será posible.

—Lo que quiere decir es que si pudiera me quitaría el caso, ¿no es así?

—Será mejor que no me desafíe, inspectora. Debo reconocer que usted es eficiente y sería una excelente policía si no fuera por su… indulgencia consigo misma.

—Como usted mismo reconoce, cumplo con mi trabajo con eficiencia y responsabilidad. Si tiene alguna queja acerca de mí, puede levantarme un expediente, sustentado con pruebas, por supuesto —replicó Burgos, ofendida—. Por otro lado, considero impropias este tipo de indirectas.

Farías enrojeció hasta la raíz del cabello y Luisa se preguntó si se habría pasado de la raya. Sin embargo, ya estaba harta de los cuchicheos a sus espaldas y las miradas condescendientes. Si tenía que ser el último mono de la comisaría, que fuera por motivos justificados.

—Ya le dije que no quiero discutir ese asunto en este momento, pero ya que insiste le dejaré claro que no estoy satisfecho con su labor. Sí, es cierto que sus investigaciones son impecables y que es eficiente mientras trabaja, pero es la última en llegar tanto a la comisaría, como a las escenas de los crímenes. También es la primera en marcharse. Nunca ha sacrificado la hora de su almuerzo, por muy difícil que sea la situación…

—¿Y cuando hemos tenido casos que requieran trabajar fuera del horario? Si en este barrio nunca pasa nada.

—Sus colegas han trabajado durante sus horas de descanso sin quejarse, en muchas ocasiones.

—Porque son unos aduladores.

—¡Esto es el colmo! —gritó el comisario, al mismo tiempo que daba una palmada sobre la mesa y se ponía de pie. Tenía la cara roja y sus orejas parecían berenjenas—. Además de su actitud displicente con el trabajo policial, tiene el descaro de insultar a sus compañeros por cumplirlo. Creo que equivocó la profesión, inspectora Burgos. Usted debería estar en una oficina de nueve a cinco en cualquier labor que no exigiera disponibilidad extra de su tiempo. Tal vez debería considerarlo.

Luisa comprendió que se había excedido. Después de todo, desde el punto de vista de Farías y con la información de la que disponía, había llegado a la conclusión más lógica. No podía culparlo, pero cada uno tenía sus prioridades.

—Lo lamento, comisario. Le aseguro que haré mi mejor esfuerzo para resolver este caso cuanto antes. Y no era mi intención insultar a nadie.

Farías respiró hondo varias veces en un esfuerzo por calmarse. La poca disposición de Burgos a hacer horas extraordinarias cuando la necesitaban, lo había convencido de la necesidad de solicitar que la trasladaran. Ni siquiera «San Celedonio» era lo bastante tranquilo para ella, pero la mayoría de los policías se negaban a trabajar allí. ¿Quién tendría oportunidad de ascender en un barrio donde nunca pasaba nada?

El comisario dio por terminada la reunión y Luisa se alegró de poder salir de su oficina. Allí se sentía como cuando era una niña y la enviaban a la dirección a ver a la madre superiora por alguna travesura. En esos días no le importaba quedarse en la Biblioteca después de clase, pero entonces la vida era más sencilla y las circunstancias diferentes.

Mientras recorría la distancia que la separaba de su propio despacho se le ocurrió una idea. Si en realidad la nota tenía un mensaje oculto y se trataba de un acertijo, quién podía ser mejor para descifrarlo que alguien que se dedicara a crearlos. En cuanto se sentó detrás de su escritorio, la inspectora le pidió a Eloísa el teléfono del diario de Calahorra y para sorpresa de la secretaria del periódico que la atendió, pidió hablar con el periodista encargado de la sección de pasatiempos. La voz de un hombre mayor le respondió unos segundos después.

—Soy Jesús León. Me dijo la secretaria que usted es de la Policía. ¿En qué puedo ayudarle?

—Señor León. Gracias por atenderme. Supongo que entre sus labores está la creación de acertijos.

—Sí, es uno de nuestros entretenimientos más populares.

—¿Y usted puede resolverlos también?

—Bien, supongo que en general se me dan mejor que a la mayoría.

Luisa se animó con la respuesta y le pidió el favor sin entrar en detalles. Luego, a través del móvil le envió la nota que dejó el asesino. Hubo un silencio largo al otro lado de la línea, al punto que la inspectora pensó que se había cortado la comunicación, pero antes de que tratara de comprobar si León se mantenía al teléfono, el periodista habló.

—En realidad, su acertijo es un enigma.

—¿A qué se refiere? ¿Qué diferencia hay?

—No es tanto una diferencia como una característica —explicó Jesús—. Los enigmas son acertijos en los que se usan metáforas y alegorías. Hay mucho simbolismo en ellos y requieren de mucha creatividad tanto para hacerlos, como para resolverlos.

—Pero usted es un experto. ¿Puede descifrar este?

—Intuyo que el asunto es grave y que hay buenas razones para considerarlo urgente.

—No se lo voy a negar.

—Muy bien. No puedo darle una respuesta inmediata, pues también debo reconocer que muchas de las alegorías que plantea requieren una investigación por mi parte, pero deme un poco de tiempo y veré qué puedo sacar en claro.

—Le agradecería mucho que lo hiciera lo antes posible.

—¿Puedo saber el motivo de la prisa?

Burgos se quedó en silencio por un momento. Lo último que quería era que los detalles de la investigación se filtraran a la prensa, pero por otro lado, necesitaba la ayuda de León con desesperación, así que se decantó por una verdad a medias.

—Puede haber una vida en peligro y la única posibilidad de salvarla sería resolver este enigma.

Si el periodista hubiera tenido orejas móviles, se le hubieran puesto de punta, y en el caso de poseer antenas, estas ya estarían desplegadas sobre su cabeza.

—¿Me está diciendo que se trata de una amenaza cifrada y que esperan un asesinato si no encontramos la respuesta?

—Señor León, espero que comprenda la importancia de la discreción en este caso.

Le estaba pidiendo discreción a un periodista acerca de una noticia impactante. ¡Ja! Tal vez Farías tenía razón y ese trabajo no era para ella.

—Comprendo, inspectora. No soy insensible y no pondré en peligro la vida de nadie para conseguir una noticia. Tampoco es mi labor dentro del periódico. Sin embargo… —Ahí, ahí venía el sablazo. Burgos se preparó para escuchar el precio que le costaría la colaboración de León— Usted comprenderá que ante mi jefe debo justificar el tiempo que dedique a resolver el acertijo. Estoy seguro de que será más receptivo si sabe que a cambio conseguirá una exclusiva. Cuando usted considere segura su publicación, por supuesto.

Luisa suspiró y se preguntó si sus próximas palabras le costarían el trabajo. Sin embargo, no tenía alternativa. Sin la ayuda de León no sería capaz de descifrar el mensaje del asesino. Y si este contenía información sobre el crimen que pensaba cometer, tal vez pudieran salvarle la vida a una víctima inocente. Decidió correr el riesgo.

—De acuerdo, tendrá su exclusiva, pero se comprometerá a no publicar nada de esto hasta que yo se lo autorice. Recuerde que podría costarle la vida a un inocente.

—Tiene mi palabra, inspectora. Me pondré a trabajar en ello y le avisaré si descubro algo.

Burgos colgó con la sensación de que había dado un paso del que se arrepentiría pronto. Antes de soltar el auricular escuchó el aviso de la entrada de un correo electrónico. Desbloqueó la pantalla y comprobó que se trataba de los resultados de la autopsia de Aureliana. El doctor Garrido se había dado prisa.

Antonio Abelard miraba a través de la ventana del último piso de su principal hotel en Madrid. «El Mirador» era una imponente estructura de metal y cristal que se elevaba treinta pisos por encima de la ciudad. Sin embargo, lo que veía Antonio no era la urbe a sus pies, sino el desolador vacío en su interior. Sentía como si le hubieran arrancado un órgano vital. En cierto modo, tal vez eso fue lo que ocurrió. César. Su hijo estaba vivo, pero él con su intransigencia y su soberbia lo echó de su lado, tal vez para siempre. Con las manos entrelazadas a su espalda, el gesto adusto y una profunda tristeza en la mirada, Abelard era la estampa de la pura desesperación.

Verlo en ese estado le rompía el corazón a Jimena. Sabía el sufrimiento que el secuestro de su primogénito le había causado a su padre. Fue testigo del lento proceso de aceptación de la muerte de César y el reconocimiento de que nunca volverían a verlo. Y sin embargo había regresado desde el olvido. De una forma desconcertante para todos, tal vez incluso para él mismo. La voz del patriarca los cogió desprevenidos:

—Comprendo que mi confesión os sorprendió, y que os despertará muchas dudas. Sin embargo, es mi deber informaros de la verdad.

Marcos miró a su padre con sus oscuros ojos saltones sin salir de su desconcierto. Cuando los citó aquella mañana en su oficina de Madrid, lo último que el menor de los Abelard esperaba era que les contara aquella historia de locos. ¿Cómo era posible que su hermano desaparecido y dado por muerto treinta años atrás, regresara de repente para enfrentar a un asesino que amenazó la seguridad de su familia? Aquello no tenía sentido. Y sin embargo, el ADN no dejaba lugar a dudas: El comisario Argus del Bosque era el hijo perdido de Antonio Abelard.

—¿Su identidad tiene algo que ver con el tatuaje de su pecho? ¿Ese que hizo que te enfadaras de esa forma con él?

Abelard sintió las palabras de Jimena como una estocada. Después de ver ese tatuaje, Antonio tuvo conductas contra Argus que ahora le avergonzaban.

—Estoy seguro de que se lo hicieron sus secuestradores, y por eso era igual al que acompañó la nota que nos enviaron después de llevarse a César. Es probable que lo tatuaran sin su consentimiento.

—Eso fue lo que él nos dijo cuando nos habló del tatuaje —reconoció Jimena.

—Supongo que eso significa que lo reincorporaremos a la familia —intervino Marcos.

—Nada me gustaría más —afirmó Abelard, al mismo tiempo que se giraba para mirar de frente a sus hijos—. El problema es que no tengo idea de dónde puede estar.

—¿Inés no lo sabe?

—Rompió su relación con él antes de que César abandonara Marañón.

—¿Se lo has dicho a ella? —quiso saber Jimena. Antonio sacudió la cabeza.

—Aparte de mí, solo lo sabéis vosotros. Y prefiero que siga siendo así por el momento. Confieso que estoy avergonzado de mi comportamiento y no quiero que mi hijo se convierta en el objetivo de una caza del tesoro. Por lo poco que interactué con él en la isla, y la forma en que se marchó sin revelar su identidad, asumo que la discreción es importante para César. No quiero disgustarlo más de lo que ya está.

—¿Crees que te perdonará si lo encuentras?

—Iba a haceros la misma pregunta. Sobre todo a ti, Jimena, que trataste con él más de cerca que ninguno de nosotros. ¿Crees que podrá perdonarme?

—No lo sé, papá. Debo reconocer que tampoco entablé una amistad con él. Tan solo le ofrecí mi apoyo moral con respecto a la investigación.

—¿Habéis mantenido algún tipo de contacto después de que se fue de la isla?

—Lo siento. Me temo que la última vez que lo vi fue durante la reunión que Avelino organizó para que nos explicara lo que había ocurrido.

Abelard soltó un suspiro de decepción, se acercó a su escritorio de caoba y se dejó caer en la silla, al mismo tiempo que apoyaba los codos y sostenía la cabeza con sus manos.

—¡Esto es inaudito! Encuentro a mi hijo después de treinta años de darlo por muerto, y yo mismo lo alejo de mí.

—¿Por qué no lo llamas? Tal vez si le explicas qué fue lo que te ocurrió, sea comprensivo y te perdone. A pesar de su melancolía, me pareció una persona bastante accesible.

—¿Crees que no lo intenté? Lo he llamado hasta el cansancio al móvil que aparece en su expediente, y que me proporcionó uno de mis amigos de la Policía cuando le dije que quería felicitarlo por el excelente trabajo que hizo en Marañon. Sin embargo, nadie responde. Al parecer, el teléfono está desconectado.

—¿Y tus amigos no saben dónde está?

—De vacaciones, o al menos esa es la versión oficial.

—Entonces debe regresar pronto —argumentó Marcos—. Solo debes tener un poco de paciencia y esperar.

—Dispone de las vacaciones acumuladas de varios años. Según mi amigo, no las había disfrutado desde la muerte de su esposa en un accidente. Podrían pasar meses antes de que se reincorpore. Si es que lo hace.

Antonio se echó hacia atrás en el asiento y soltó un suspiro. Miró a sus hijos y vio en ellos la duda y el desconcierto. Se miraban entre sí, sin atinar a proporcionar una respuesta apropiada. Por fin, fue Marcos quien rompió el silencio.

—¿Por qué no contratamos un detective privado? Tal vez un profesional sería capaz de encontrarlo.

Abelard se quedó en silencio por un momento, mientras sopesaba las ventajas y desventajas de la idea. Luego sacudió la cabeza.

—No. Temo que algo así podría ofenderlo y alejarlo más de nosotros.

—¿Entonces, qué hacemos? —preguntó Jimena.

—Solicité una entrevista con el comisario mayor de la Brigada de Homicidios a la que pertenece César. Espero su llamada. Tal vez nos proporcione alguna pista.

—De manera que ya tenías un plan —afirmó Marcos—. ¿Entonces solo nos convocaste para informarnos de que nuestro hermano está vivo?

—No es lo único que quiero que sepáis. Hay algo más… —Los dos hijos de Abelard esperaron expectantes. Por la solemnidad de su padre comprendieron que lo que se les comunicaría sería importante y decisivo—. He cambiado mi testamento para incluir a César. Sin importar si lo encontramos o no, si puedo volver a abrazarlo o muero sin verlo de nuevo, sigue siendo mi hijo, así que a mi muerte, mi patrimonio se dividirá en tres partes y no en dos como rezaban mis disposiciones testamentarias hasta ahora.

Los dos Abelard más jóvenes recibieron con resignación las palabras de Antonio. Aunque lo comprendieron desde que les anunció que César estaba vivo, aquel cambio significaba un importante desmedro de su herencia y la de sus hijos. La primera en reaccionar fue Jimena, quien se acercó a Antonio y le apoyó una mano en el hombro mientras hablaba.

—Es lo más justo y estamos de acuerdo por completo. ¿Verdad, Marcos?

Su hermano pareció despertar de un trance. La fortuna de su padre era lo bastante sólida como para poder repartirse entre tres personas y permitirles conservar su estilo de vida, pero no estaba seguro de cómo reaccionaría su esposa ante la noticia. Aun así respaldó a su hermana en el apoyo a su padre. De cualquier forma, tampoco podía hacer nada al respecto.

Después de que sus hijos se marcharon, Antonio regresó junto a la ventana y se concentró de nuevo en sus pensamientos, hasta que el teléfono de su escritorio dio un timbrazo. Entonces descolgó y escuchó la voz de Inés.

—Señor Abelard. Lo llama el comisario mayor de la Brigada de Homicidios. Dice que ya tiene una respuesta sobre el asunto que le pidió averiguar.

◆◆◆

La inspectora Burgos leyó el informe de la autopsia por segunda vez. Si bien muchas de las descripciones técnicas se le escapaban, los datos concretos eran de una claridad prístina y aterradora. Aureliana Díaz falleció a la medianoche, a causa de un traumatismo tan fuerte en el cuello y la garganta que aplastó la laringe, lo cual impidió el paso del aire con la consecuente asfixia, pero además tenía una fractura de la segunda vértebra cervical que presionó la base del cerebro, y desencadenó un paro cardíaco y respiratorio. Por otro lado, la víctima tenía los ojos irritados.

Después de la tercera lectura, Luisa cogió el auricular y llamó a la morgue. Una vez que pudo superar la resistencia de la secretaria, del otro lado escuchó la voz chillona del doctor Garrido.

—Inspectora. Esperaba su llamada. Supongo que quiere hacerme algunas preguntas sobre la autopsia.

—Desde luego. Si le soy honesta, salvo por la hora de la muerte, sus conclusiones arrojan más preguntas que respuestas. Dígame, ¿la señora Díaz murió estrangulada, o le fracturaron el cuello?

—Ambas cosas. Aunque para ser más exactos, debería decir que murió asfixiada. Verá, tanto el aplastamiento de la laringe, como la fractura de las primeras vértebras cervicales restringe el aporte de oxígeno, que es lo que ocasiona la muerte en última instancia. Sin embargo, debo reconocer que el daño que sufrió la occisa en la columna resulta extraño en un estrangulamiento. Sería más fácil de comprender si la señora Díaz hubiera fallecido ahorcada.

—Espere, ¿me está diciendo que la ahorcaron?

—Por supuesto que no. Las señales de estrangulamiento son evidentes.

—Perdóneme, doctor Garrido, pero ¿podría explicarse mejor?

El forense guardó silencio por algunos segundos, y Burgos temió haber herido su sensibilidad. Ya se disponía a disculparse cuando el doctor volvió a hablar en tono normal, por lo que ella comprendió que solo se había tomado unos segundos para reorganizar sus ideas.

—Muy bien, se lo explicaré en detalle. Aunque el estrangulamiento y el ahorcamiento son muy similares, en realidad se diferencian con facilidad en el examen forense. Salvo en este caso. Verá, cuando alguien muere ahorcado, la cuerda está alrededor del cuello de la víctima y se usa su propio peso para causar la muerte. Esto ocasiona el aplastamiento violento de las vías respiratorias y casi siempre la fractura de las vértebras cervicales. En otras palabras, se les desnuca…

—Que es lo que le hicieron a Aureliana.

—Así es. Sin embargo, las marcas del cuello en el ahorcamiento son oblicuas por la forma en que se distribuye la presión de la cuerda sobre la piel. ¿Me sigue?

—Creo que ya comienzo a comprender su planteamiento: las marcas de la señora Díaz son horizontales.

—¡De eso se trata! Las evidencias forenses en la occisa no dejan lugar a dudas de que alguien colocó una banda alrededor de su cuello y apretó hasta romper la laringe. Así que la conclusión más lógica a la que podemos llegar es que el asesino la estranguló primero y le rompió el cuello después.

—¿Por qué en ese orden?

—La piel alrededor de los puntos de presión se inflamó, así que estaba viva cuando le aplastaron la laringe.

Luisa experimentó una desagradable sensación en el estómago que le subió hasta la boca y le dejó un sabor amargo. La invadieron las náuseas.

—¿Me está diciendo que ese malnacido torturó a la anciana antes de asesinarla?

—No puedo afirmarlo, pero es lo que sospecho por las evidencias. Sin embargo, hay algo que no comprendo.

—¿De qué se trata?

—Bien, debemos esperar los resultados de las muestras bajo las uñas de la víctima, así como las pruebas de toxicología, pero me sorprendió que no encontré heridas defensivas en el cuerpo.

—Se trataba de una mujer muy débil. Tal vez no tuvo oportunidad de defenderse.

—No comprende, inspectora. No había ninguna señal de ataduras en las muñecas de la señora Díaz, lo cual quiere decir que tenía las manos libres. Sin importar la fortaleza de la víctima, lo normal en esa situación es tratar de apartar la cuerda, cinta, u objeto que presiona la garganta e impide la entrada del aire…

—Y supongo que eso dejaría arañazos autoinfligidos —concluyó Burgos, al comprender el razonamiento del forense.

—Es correcto. Sin embargo, eso no ocurrió en este caso.

—¿Cómo lo explica?

—Es la razón por la que solicité la prueba toxicológica. Solo lo comprendería si la señora hubiera estado inconsciente mientras la estrangulaban.

Luisa se quedó en silencio por un momento. Había algo que no encajaba. Entonces comprendió de qué se trataba y se lo planteó al forense.

—No lo comprendo. Si la verdadera causa de la muerte fue la fractura del cuello, y el asesino la estranguló para atormentarla, ¿qué sentido tenía drogarla?

—Excelente pregunta, inspectora. Llevo toda la mañana tratando de encontrar la respuesta, y la incógnita me está volviendo loco.

—¿Está seguro de que el estrangulamiento no fue la causa de la muerte?

—Con respecto a este crimen, ya no estoy seguro de nada. Es la autopsia más extraña que he realizado en toda mi carrera. Lo único que puedo asegurarle es que Aureliana Díaz estaba viva mientras la estrangulaban y que la fuerza que emplearon fue tan brutal que no solo cerró el paso del aire, sino que le fracturó la laringe. Y por si fuera poco, antes de que muriera por asfixia, también le rompieron el cuello.

—Entonces buscamos a un hombre con una fuerza extraordinaria.

—En condiciones normales sería la conclusión lógica, pero debemos considerar que nos referimos a una centenaria, de manera que se trata de una víctima muy frágil. Si me permite la analogía, no es necesaria demasiada fuerza para romper los huesos de un pajarillo. Lo que sí puedo afirmar, sin miedo a equivocarme, es que se trata de alguien con la sangre fría de un reptil. No la envidio, inspectora. Tiene usted un trabajo difícil por delante.

Burgos se despidió de Garrido y colgó el teléfono con una sensación de desasosiego. Ni siquiera comprendía la forma en que el homicida cometió su crimen. Lo único que sabían con certeza era que el deceso ocurrió a medianoche, lo cual volvía a centrar su interés en el personal de la residencia y la posibilidad de que se enfrentaran a un «ángel de la muerte».

Luisa levantó el auricular y marcó la extensión de su compañero. Era hora de poner a trabajar sus cerebros y resolver el maldito acertijo.

Al cabo de pocos minutos, Guerrero estaba sentado frente a ella, y sostenía en sus manos la copia impresa de la nota que dejó atrás el asesino. Leyó en voz alta:

—«Soy la muerte que alcanza a los pecadores porque así está escrito en la salida. Podréis leerlo en el lodo de España entre el primero de los perfectos y las notas de una tonada.

¿Quieres saber quién asesinó a Aureliana? Su nombre es Mammón… Otros la seguirán. Por eso Leviatán se encargará del antagonista, cuyo nombre es Procusto, y quien sufrirá la misma suerte de su víctima. Lo hallaréis envuelto en sedas y rodeado del fruto de su iniquidad».

Luisa ya casi se la sabía de memoria de tanto leerla, pero no por eso la comprendía mejor. Para ella nada de aquello tenía sentido, salvo la corta frase: «otros la seguirán». Su atención se centraba en esas tres palabras. Entonces recordó algo que le comentó León.

—Según el experto en acertijos, estamos frente a un enigma, lo cual significa que se basa en metáforas y alegorías.

—Muy bien, en ese caso tal vez deberíamos averiguar quiénes son todos estos personajes que menciona.

—¡Buena idea! —reconoció la inspectora—. La primera parte me parece demasiado críptica. ¿Le encuentras algún sentido?

Alfonso resopló con disgusto, antes de responder.

—Sentido no tiene ninguno, salvo quizá la referencia a los «pecadores».

Luisa se inclinó hacia adelante con interés.

—Continúa.

—Bien, tal vez sea porque provengo de una familia muy religiosa, pero cuando alguien me habla de pecadores, enseguida pienso en penitencia. Y cuando hablamos de penitencia…

—Nos estamos refiriendo a castigo —concluyó la inspectora—. Es un buen punto. ¿Y todo eso acerca de la salida, el lodo de España y lo demás?

El subinspector sacudió la cabeza.

—Para mí es chino mandarín. No le encuentro ningún sentido.

—Pues ya somos dos. Sin embargo, la parte que más me interesa es la segunda, donde dice quién asesinó a Aureliana y menciona a la próxima víctima.

—Mammón.

—Tal vez Google nos ayude —dijo Luisa mientras tecleaba el extraño nombre. La búsqueda concluyó al instante y la decepcionó. Sin embargo, lo leyó en voz alta para su compañero—. Mammón es el demonio de la avaricia, la riqueza y la injusticia.

—Así que tal vez ese fue el pecado que cometió Aureliana —sentenció Alfonso.

Burgos apartó la mirada de la pantalla y la centró en él.

—Lo dices como si la víctima hubiera merecido lo que le hicieron —lo reprendió.

—No me entiendas mal. Eso no fue lo que dije, pero es evidente que es lo que cree el asesino, y si queremos descifrar el acertijo tendremos que tratar de comprenderlo. ¿No crees?

—Sí, supongo que tienes razón. Continuemos.

—De acuerdo. Si estamos en lo cierto y este sujeto que se hace llamar Mammón mató a Aureliana para castigarla por su avaricia, es evidente que debió existir alguna relación previa entre ambos.

—Es lo habitual, ¿no crees? Que exista algún tipo de nexo entre asesino y víctima.

—A lo que me refiero es a que no la habría asesinado por tener cien años y aliviar su sufrimiento…

—Y no se trataría de un ángel de la muerte —admitió Luisa, mientras soltaba un suspiro de frustración—, con lo cual el cambio de personal en el geriátrico y la protección de los ancianos resultarán inútiles. La próxima víctima podría ser cualquiera.

—Sin embargo, nos da una pista acerca del motivo del homicidio.

—Sí, tienes razón —la inspectora se echó hacia atrás en el asiento y usó el bolígrafo para señalar a Alfonso—. Debemos interrogar a los familiares de Aureliana y averiguar si tuvo algún problema relacionado con bienes de fortuna. La señora Quiroz me informó que todos sus parientes viven fuera de España, pero es probable que alguno de ellos viaje hasta aquí para ocuparse de las exequias.

—Lo investigaré y le solicitaré una entrevista a quienquiera que venga.

—¿Qué sigue?

—«Leviatán se encargará del antagonista, cuyo nombre es Procusto».

—Leviatán —repitió Luisa, al mismo tiempo que lo escribía en la ventana de búsqueda. Después de leer la respuesta, torció el gesto—. Parece que a nuestro asesino le va la demonología. Leviatán es el nombre de otro demonio. Esta vez el de la envidia.

—Avaricia, envidia… ¡Mierda, se trata de los pecados capitales!

Burgos sintió un escalofrío en la espalda y palideció.

—Si estás en lo cierto, hablamos de siete pecados, lo cual significa…

—Siete víctimas —murmuró Guerrero.

—¡Tenemos que descifrar esto a como dé lugar! ¿Alguna idea de quién puede ser el antagonista?

—Supongo que debe referirse a quien se opone al protagonista.

—¿Y ese protagonista sería el propio asesino? —Alfonso encogió un hombro—. De acuerdo, si queremos avanzar debemos conservar la calma —afirmó Luisa, más para sí misma que para su subalterno—. Veamos qué significa Procusto.

Google arrojó sus resultados y la subinspectora, que esperaba una información que aclarara sus ideas, se sintió desolada, pues el nombre de Procusto estaba relacionado con un personaje de la mitología griega: un posadero que mataba a sus huéspedes porque ninguno se ajustaba a las medidas de la cama que escogía para ellos, así que a unos les cortaba las partes sobresalientes, como la cabeza y los pies, y a otros los descoyuntaba para estirarlos y que alcanzaran los extremos de la cama. El término también lo usaban los psicólogos para referirse a un trastorno de personalidad. Ninguno de los hallazgos le proporcionó pistas, pese a que leyó varias veces tanto el mito como la información científica.

—¿Y bien? —preguntó Guerrero, ya un poco impaciente ante la tardanza de su jefa.

—Lo único que me queda claro con respecto a ese nombre es que también se relaciona con la envidia.

—Así que la próxima víctima morirá por envidiosa.

—¡No digas eso! ¡Atraparemos a ese malnacido antes de que vuelva a matar! —La expresión de Guerrero dejaba claro que no se sentía muy convencido al respecto—. ¿No lo crees?

—Me temo que Enigma está resultando demasiado listo para nosotros —confesó el subinspector.

—¿Cómo lo llamaste?

—Enigma. ¿No te parece apropiado?

—Será mejor que nadie de la prensa llegue a saberlo —le advirtió la inspectora a su subalterno—. Con un apodo así, no quiero ni pensar en los titulares que tendríamos que enfrentar. ¿Qué más dice el acertijo?

—«Lo encontraréis envuelto en sedas y rodeado del fruto de su iniquidad».

—¿Alguna idea de a qué se refiere?

—Ninguna.

Luisa se sintió derrotada. A ella le iban las investigaciones normales: interrogatorios a testigos, evidencias forenses, juntar las piezas y encontrar al culpable, ejecutar la orden de captura y a otra cosa. Todos esos juegos macabros le resultaban extraños. Esperaba que el periodista lograra mejores resultados y que el asesino se demorara en la ejecución de sus planes. Miró el reloj. Era la hora de salida y debía marcharse. Se llevaría el enigma para estudiarlo después de cenar. No tenía muchas esperanzas de conseguir algún resultado, pero era lo menos que podía hacer.

—…darte?

—Perdona, ¿me dijiste algo? —le preguntó a Alfonso. Se había distraído y ni siquiera notó que le hablaba.

—¿Qué si piensas quedarte para continuar la investigación? Estoy seguro de que si llamamos a Científica podrían adelantarnos algo sobre la escena del crimen.

—Lo siento, Alfonso, no puedo quedarme.

—No creo que al comisario le agrade que te marches en medio de esta situación.

—Farías puede opinar lo que quiera. Y si tiene alguna queja, que me abra un expediente. Mi jornada laboral terminó y no hay ninguna llamada de emergencia que me retenga, así que yo me voy. Adiós, se me hace tarde.

La protesta del subinspector se quedó en el aire, pues su jefa ya se había marchado. Después de superar los atascos de la hora punta, Luisa llegó a la calle General Gallarza y luego de un par de vueltas consiguió aparcar a media manzana de su casa. Su piso estaba en los bajos del edificio. Tardó más de tres meses en encontrar un apartamento que reuniera los requisitos que necesitaba, pero al final lo consiguió.

Sacó las llaves y se dispuso a entrar. Detrás de esa puerta la esperaba el único incentivo por el que se levantaba cada mañana para enfrentar al mundo, su mayor alegría y también la razón de todas sus lágrimas. Antes de abrir la puerta reunió el valor, suspiró y cruzó el umbral con una sonrisa.

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