Enigma

Enigma


Día dos

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Día dos.

Farías llamó a Burgos antes del amanecer. A la inspectora le llevó algunos segundos comprender lo que significaba el sonido de su móvil a aquella hora. Se sentó en la cama y cogió el teléfono. Cuando vio el nombre del comisario, acompañado de una foto donde posaba con su uniforme de gala, Luisa sintió un nudo en el estómago.

—¡Mierda! —se dijo a sí misma—. Si ha vuelto a matar… Aquí Burgos, dígame comisario.

—La espero en el 121 de la avenida San Adrián. No se demore —le ordenó con voz cortante.

La inspectora se levantó de inmediato e hizo una llamada telefónica. Se vistió deprisa, pero eso no le serviría para llegar a tiempo. Cruzó el pasillo y abrió la puerta de la habitación frente a la suya sin hacer ningún ruido. Él dormía, y lo más probable era que no se diera cuenta de que ella se había marchado hasta que la mañana estuviera avanzada. Y para entonces ya no tendría importancia. No sabía cómo sentirse al respecto. Los minutos transcurrían con una lentitud exasperante mientras esperaba en la entrada, pues no quería que su visitante se viera obligada a llamar a la puerta.

Se sintió aliviada cuando vio la pequeña figura que se le acercaba.

—Gracias por venir, Paola.

—Descuida. Comprendo que son exigencias de tu trabajo. Tengo los mismos problemas.

Burgos observó a la mujer pequeña y regordeta. Tenía un aspecto extraño, pues sus rasgos eran asimétricos y era fea sin discusión, pero al mismo tiempo tenía algo en sus ojos… Luisa no podía decir de qué se trataba, pero lo percibía como una belleza interior que desbordaba a través de su mirada y su sonrisa. Era la única a quien la desconfiada inspectora dejaba con tranquilidad en su casa cuando ella se ausentaba.

—En verdad lo lamento. Estamos en medio de una investigación muy complicada y mi jefe me acaba de llamar por una emergencia. Debo marcharme de inmediato y no sé cuándo podré regresar.

—Vete tranquila, anda, que yo me encargo.

—Por favor, explícaselo.

—Que sí, que sí, anda, vete y no seas pesada.

—Te llamaré en cuanto pueda —le prometió Burgos, mientras Paola abría con su propia copia de la llave.

Una vez liberada, Luisa corrió hasta su Seat y puso rumbo a la dirección que le proporcionó su jefe. El sol todavía no se asomaba, así que encontró las calles casi desiertas. Tan solo la acompañó el frío de la noche riojana y una sensación de derrota. Estaba segura de que el asesino había cobrado su segunda víctima.

La inspectora conocía bien la ciudad, así que no necesitó usar el GPS para llegar a su destino. Había pocas construcciones en la calle San Adrián y casi todos eran chalés, pero lo que encontró en el 121 fue una mansión. Burgos hubiera creído que Farías le dio mal la dirección de no ser por las tres patrullas, la furgoneta de la morgue y la de la Policía Científica. Los oficiales ya habían levantado un perímetro de seguridad alrededor de la casa, pero reconocieron a Luisa y la dejaron pasar.

—Qué bueno que llegó, inspectora. El comisario ya preguntó por usted, al menos tres veces.

—Pues ya estoy aquí, Pérez. ¿Puedes adelantarme algo?

—Se trata de otro homicidio. Debo reconocer que tengo la piel de gallina. ¡Dos muertos en dos días! ¿Adónde vamos a llegar?

—Esperemos que sea a atrapar al asesino. Y ahora voy a entrar, no vaya a ser que el comisario salga y me lleve arrastrada por la oreja hasta la escena del crimen.

El patrullero se limitó a tocar la visera de la gorra a modo de saludo. Burgos entró en la mansión y observó que las puertas estaban abiertas de par en par. En cuanto cruzó el umbral se encontró en un vestíbulo digno de una revista del corazón. Siguió adelante guiada por las voces, entre las cuales reconoció la de su jefe.

Cuando Farías la vio, torció el gesto con desagrado.

—Vaya, por fin llega, inspectora. La última, como siempre. Creo recordar que le ordené que se diera prisa.

—Y es lo que hice, comisario. Vine lo antes posible.

Farías la miró con el ceño fruncido, como si considerara sus opciones. Decidió dejar los reproches para más tarde. Este nuevo asesinato lo desbordaba y debía reconocer que pese a sus malos hábitos con respecto a la puntualidad, Burgos hacía bien su trabajo.

—Ya hablaremos de eso después. Ahora será mejor que nos pongamos manos a la obra.

—¿Quién fue la víctima esta vez? —preguntó ella, mientras observaba el cuerpo de una mujer de mediana edad tendido en medio de la sala. Estaba cubierta por una tela manchada de algo oscuro—. ¿Sangre? —le preguntó al forense.

—Vino —respondió Garrido—. Empaparon la tela antes de echársela por encima.

—«Lo encontraréis envuelto en sedas y rodeado del fruto de su iniquidad» —recitó la inspectora.

—¿Qué?

—Es una parte del acertijo que el criminal dejó en la primera escena. Describió la forma en que encontraríamos a la víctima. Creímos que era una metáfora, pero al parecer se trataba de un dato textual.

—Así que el fruto de su iniquidad sería el vino… —sugirió Farías. Luisa asintió—. ¿De la iniquidad de quién? ¿Del asesino?

—Creo que en este caso se refiere a la víctima —afirmó la inspectora y le explicó las conclusiones a las que llegaron ella y Alfonso el día anterior.

El comisario cogió aire como si fuera a suspirar, pero lo retuvo. Luego lo soltó despacio antes de hablar.

—Entonces, según usted y Guerrero, se trata de una venganza del asesino contra sus víctimas porque cometieron pecados capitales: Aureliana por avaricia y la señora Ponce por envidia…

—¿La señora Ponce?

—Camila Ponce —intervino el juez Perdomo, que no había perdido palabra—. Tenía cuarenta y cinco años, casada, con dos hijos mayores. Era la dueña de esta casa y la principal propietaria de una de las bodegas de mayor importancia en la ciudad.

—Creí que Calahorra se concentraba en los productos de la huerta y conservas —observó Burgos.

—Todavía es la Rioja —afirmó el comisario con orgullo—. También tenemos bodegas, pero quiero que me explique a quién podría haber tenido envidia esta señora.

Luisa se encogió de hombros.

—¿Cómo quiere que lo sepa? El único que puede responder a eso es el asesino.

—No sea impertinente, Burgos. Está claro que ni usted, ni Guerrero están sobre la pista.

La inspectora se acercó al cuerpo, pues prefería no discutir con su jefe. Se agachó junto al cadáver y lo miró con detenimiento. Garrido levantó la vista por algunos segundos y volvió a lo suyo.

—¿También la estranguló?

—Usó el mismo modus operandi. Las marcas son iguales a las que encontramos en la señora Díaz. También tenía los ojos irritados, detalle al que no le di mucha importancia en la víctima anterior, pues es algo que se ve con frecuencia en los ancianos, pero al repetirse en la señora Ponce... Bien, cogeré una muestra de las secreciones oculares para enviarla al laboratorio.

—En este caso no se trata de una anciana frágil como un pajarillo —señaló Luisa. El forense volvió a lanzarle una mirada rápida—. ¿También le rompió el cuello?

—Todavía no lo sé. Dispondrá de toda la información cuando le envíe el resultado de la autopsia. Lo único que puedo prometerle es que me daré prisa.

La inspectora asintió y se puso de pie, luego se acercó al comisario y al juez antes de hacerles la siguiente pregunta.

—¿Quién encontró el cadáver?

—El marido —respondió Perdomo, al mismo tiempo que consultaba sus notas—. Su nombre es Francisco Soliz. Según su declaración, se despertó en la madrugada y se dio cuenta de que su esposa no estaba en la cama. Pensó que se encontraba en el sanitario, o que había bajado a la cocina para beber agua, pues acostumbraba a hacerlo antes del amanecer, pero al ver que ella se demoraba decidió levantarse para averiguar el motivo de su tardanza. Y la encontró así.

—Pobre hombre —comentó el forense.

—Si es que su versión es cierta —dijo Burgos—. Si no fue él mismo quien la asesinó.

Garrido torció el gesto con desagrado.

—Me pregunto si los policías sois tan cínicos por tener que tratar con lo peor del ser humano, o escogéis la profesión por vuestra inclinación al cinismo.

—Da igual —sentenció el comisario—. Si consideramos al señor Soliz como el principal sospechoso, ¿dónde encaja Aureliana Díaz en todo esto?

—Podría ser una maniobra de distracción —sugirió la inspectora—. De esa forma nos haría creer que se trata de un asesino serial desquiciado y desvía nuestra atención de sus posibles motivos. ¿De quién es el dinero?

—¿No lo sabe? —preguntó el forense, sorprendido—. Cualquier calahorrano sabe quiénes son los Soliz-Ponce. Se trata de una de las familias más poderosas de la ciudad —Luisa no cambió su expresión, y Garrido comprendió que esperaba una respuesta—. Ella heredó las bodegas «Ponce de Calahorra» de su padre. Él era uno de sus ejecutivos. Cuando el viejo Toribio falleció, Camila heredó su fortuna y Soliz se hizo cargo.

—Debemos averiguar quién heredará todo esto —afirmó Farías.

—¡Inspectora Burgos, me alegra verla! —dijo una voz rasposa, que Luisa reconoció como la de Heriberto, el jefe de la Policía Científica de Logroño—. ¿Recibió mi informe? Se lo envié anoche a la comisaría.

—Lo lamento, comisario Sarría, no he tenido oportunidad de regresar a «San Celedonio» desde ayer en la tarde. ¿Hay algo que debería saber?

—Pues le confieso que no encontramos mucho. Con respecto a la nota: usó un papel corriente y la tinta de impresión corresponde a una marca de uso común. Me temo que no conseguiremos nada por ese lado. El sujeto fue cuidadoso. Sin embargo, sí hubo un detalle que nos llamó la atención en la escena del crimen; la ventana estaba abierta, pero la enfermera de la noche nos juró que la había cerrado. Doña Aureliana sentía mucho frío y la reñía si no cerraba bien ventana y contraventana.

—El asesino la usó para salir —sentenció Luisa.

—Es la misma conclusión a la que llegamos.

—¿Pero por dónde entró?

El perito encogió un hombro.

—Para eso todavía no tengo una respuesta.

Farías intervino.

—Heriberto, por favor muéstrale la nota a la inspectora.

—¿También dejó un acertijo aquí?

Por toda respuesta, el jefe de Científica dio una orden a uno de sus hombres, quien se presentó con la consabida hoja de papel protegida por una bolsa plástica. Burgos la fotografió y luego la leyó en voz alta:

«Es el turno de Asmodeo, quien al prevaricador conducirá al infierno. La justicia llegará por la Ley del Talión, pues quien con el hierro mata, con el hierro morirá.  Si quieres encontrarlo, deberás buscar al que ejecuta. El imperator».

Después de pronunciar las palabras del asesino en voz alta, Luisa levantó la mirada hacia los hombres que la acompañaban y vio en sus rostros el mismo desconcierto que ella sentía.

◆◆◆

La inspectora se estremeció en cuanto comprendió que la nota anunciaba que habría otra víctima, y que solo resolviendo ese nuevo acertijo podrían evitar su muerte. Se sentía impotente y confundida. No se sentía preparada para enfrentar a un criminal como ese. Los pensamientos del comisario seguían el mismo derrotero. Esa no era una investigación para Burgos, pero no disponía de ningún efectivo que estuviera en condiciones de sustituirla. Con la cobertura mediática que tenía la desaparición de la chica Altuve, las presiones lo aplastarían como a una mosca si se le ocurría desviar recursos de ese caso. Y sin embargo, sabía que su subalterna no podría sola, así que tendría que conseguir ayuda en otras instancias.

—Me comunicaré con los mandos —anunció el comisario—. Necesitamos apoyo para detener a ese malnacido.

—¿Eso es un anuncio de que me quitará el caso?

—No sea melodramática, Burgos. No le voy a quitar nada. Tan solo pediré ayuda. Tal vez puedan enviarnos a alguien con más experiencia en este tipo de… crimen.

—Es lo mismo que confesar que no podemos resolverlo.

—¿Tiene una idea mejor?

—Alfonso y yo solo necesitamos un poco de tiempo para encontrar la solución.

Farías enrojeció y se mordió los labios para contenerse. Luego respondió con todo el sarcasmo del que fue capaz.

—Desde luego. Tan solo espere, llamo por teléfono al asesino y le digo que nos conceda un par de días antes de cometer el próximo crimen. ¡Qué usted necesita tiempo!

—Tampoco hace falta que me humille, comisario.

—Yo no la humillo, inspectora. Lo que quiero es que ponga los pies sobre la tierra y reconozca que tanto usted como su compañero están dando palos de ciego en este asunto. ¿O tiene usted la respuesta de este acertijo?

—Por supuesto que no la tengo, pero el anterior casi lo resolvimos.

—¿En serio? ¿Y por qué no evitaron que muriera la señora Ponce? ¡Ah, claro, hay un «casi» de por medio, y ese «casi» le costó la vida a una mujer inocente!

Luisa bajó la cabeza avergonzada. El comisario supo golpearla donde más le dolía: en la culpa. Si hubiera resuelto el acertijo anterior, Camila Ponce estaría viva. Ella había sido Procusto, el personaje mítico que representaba la envidia, pero ¿por qué? ¿Qué podría envidiar una mujer que lo tenía todo? Era imprescindible investigar a fondo a las víctimas, averiguar quiénes podrían odiarlas tanto como para asesinarlas, qué tenían en común, por qué se las relacionaba con la avaricia y la envidia. Pero lo más importante era identificar a quien Enigma tenía en la mira. Solo así podrían evitar el siguiente homicidio. Pensó en las palabras de su jefe. Tenía claro que Farías no confiaba en ella, y eso le molestaba.

—¿A quién piensa llamar?

—A un viejo amigo y compañero que es comisario mayor de la Brigada de Homicidios.

—Supongo que no le interesa mi opinión al respecto.

—En lo absoluto —sentenció el comisario, al mismo tiempo que sacudía la cabeza—. Recibirá ayuda tanto si está de acuerdo, como si no.

—¿Dónde están los familiares de la occisa? —preguntó la inspectora, dando por zanjada la discusión—. Me gustaría interrogarlos lo antes posible.

—Al esposo y a la hija los trasladaron a un hospital en ambulancia. Ambos sufrieron un colapso nervioso. Con respecto al hijo, no vive aquí, pero ya se le avisó.

—En ese caso, comenzaré las entrevistas a la familia por él.

—Muy bien —admitió Farías—, pero tome en consideración que acaba de perder a su madre en una forma violenta.

Mientras los policías hablaban, el forense se puso de pie y llamó por señas a sus ayudantes para que se llevaran el cuerpo.

—¿Hay algo más que pueda decirnos, doctor Garrido? —preguntó la inspectora.

—Que la muerte sobrevino hacia la medianoche. Para cualquier otra información tendrá que esperar a la autopsia, pues no me gusta especular. Lo que sí le prometo es que le daré prioridad y la realizaré en cuanto lleguemos a la morgue.

La inspectora asintió para mostrar su acuerdo. La experiencia le había enseñado que era tan inútil discutir con un forense, como hacerlo con el comisario.

—¿Había alguien más en la casa además del esposo y la hija?

—La asistenta —respondió el juez—. Creo que está en su habitación.

—De acuerdo, hablaré con ella. Tal vez pueda arrojar alguna luz sobre cómo ocurrió este homicidio. ¿Sabemos por dónde entró el asesino?

La respuesta provino de Heriberto.

—Lo que puedo asegurarle es que no se forzó ninguna puerta, ni ventana.

—Así que tenía las llaves o ya estaba dentro de la casa. Supongo que al llegar encontrasteis la puerta abierta.

—De par en par. No la hemos tocado.

—Entonces el homicida entró con la llave, asesinó a Camila cuando ella bajó las escaleras, y luego salió por la puerta sin siquiera molestarse en cerrarla —dijo el comisario.

—O tal vez ya estaba dentro de la casa, y después del homicidio abrió las puertas para confundirnos, al hacernos creer que salió —sugirió la inspectora.

—Así que su teoría es que el criminal es uno de los Soliz-Ponce —intervino el juez Perdomo—. ¿Por qué querría alguno de ellos asesinar también a la señora Díaz?

—Puede haber muchos motivos —argumentó Luisa—. Es posible que quisiera confundirnos, o tal vez también tenía algo contra ella. De cualquier modo, tenemos tres personas que recibirán un enorme beneficio con la muerte de la señora Ponce.

Burgos no había terminado de explicar su teoría, cuando ya Farías negaba con la cabeza.

—Parece olvidar que la familia de la señora Ponce ya gozaba de los beneficios de la fortuna. Tanto su esposo como su hijo controlan la empresa y manejan cantidades importantes de dinero. Por otra parte, la hija vive como una princesa. ¿Qué necesidad tendría ninguno de ellos de cometer un homicidio?

—Todavía no sabemos cómo eran las relaciones entre los miembros de la familia —insistió Luisa—. Tal vez el dinero no fluía con tanta facilidad como usted cree, comisario. Considero que es importante que investiguemos a fondo el entorno de la occisa. Es lo más correcto si queremos seguir el procedimiento policial.

—De acuerdo, es su investigación y usted debe decidir cómo abordarla —reconoció el comisario—, pero será mejor que detenga a este malnacido antes de que vuelva a matar, o estaremos todos en problemas.

Después de pronunciar su sentencia, Farías murmuró una despedida y se marchó de la casa Soliz. Burgos suspiró con alivio. En presencia del comisario se sentía juzgada y muy a su pesar, también cohibida.

Miró a su alrededor, pero no vio nada que le llamara la atención. De cualquier manera, Heriberto y sus chicos harían un mejor trabajo al respecto. Ya habían retirado el cuerpo, así que solo quedaban las marcas de tiza en el suelo que señalaban su posición. La Policía Científica recogió la tela empapada con vino y la depositó en una bolsa de pruebas para realizar en ella todos los análisis posibles. Ya no había mucho que ver allí, pero el asunto del acceso del asesino a la casa le molestaba, como una mosca zumbando en la oreja.

Luisa se preguntó cómo sabría Enigma cuál era el mejor momento para caer sobre Camila. ¿Se habría escondido dentro de la casa para aguardar su oportunidad? No, eso hubiera sido demasiado arriesgado. La señora Ponce podría haberse quedado en su habitación. Otro miembro de la familia pudo bajar las escaleras en vez de ella. ¿Le habría servido cualquiera? Burgos no lo creía. Sin embargo, el juez mencionó algo interesante: la señora Ponce tenía la costumbre de bajar a la cocina a beber un vaso de agua en la madrugada. ¿Y si el asesino lo sabía?

La inspectora volvió a detallar el salón con otra perspectiva. Entonces, junto a la puerta vio un ventanal que adornaban unas valiosas y delicadas cortinas transparentes. Enseguida se hizo una idea de la situación: la oscuridad de la noche, las luces del salón encendidas, las cortinas vaporosas… A paso acelerado, Luisa recorrió la distancia que la separaba de la puerta y en cuanto llegó al umbral lo comprendió todo… El chalé estaba rodeado de setos y cualquiera que se ocultara tras ellos tendría un puesto de vigilancia privilegiado. Aquello confirmaba que el asesino escogió a su víctima con cuidado y que si querían evitar un nuevo homicidio, tendrían que encontrar y proteger a Imperator.

◆◆◆

Argus aparcó cerca del antiguo edificio de piedra que ocupaba toda la manzana. La entrevista con Próspero solo sirvió para que lo invadieran la inquietud y la frustración. Ahora tenía la confirmación de algo que sospechaba desde hacía mucho tiempo: detrás de Paidónomo había un autor intelectual. Se trataba de alguien que ejecutaba un plan desquiciado que involucraba el secuestro y el entrenamiento militar de niños.

El comisario se preguntó si habrían existido otras granjas que funcionaran como campos de adiestramiento. Y si era así, ¿qué ocurrió con los chicos que crecieron en ellas? ¿En qué se convirtieron y al servicio de quién? ¿Seguirían funcionando como canteras de asesinos? La idea le causó un escalofrío en la espalda. 

Recorrió la amplia acera que lo separaba de la puerta de los Juzgados de Logroño, mientras iba sumido en sus meditaciones. Fue allí donde tuvo lugar el juicio a Gómez. De esas oficinas salieron las órdenes para allanar la granja en la Sierra de Cameros, donde estuvo prisionero desde que tenía memoria. Si existía algún lugar donde pudiera encontrar información acerca del operativo de la Guardia Civil que le salvó la vida, era ese edificio.

El comisario cruzó el umbral, se identificó y recibió un pase de visitante. En ese momento agradeció la negativa de Bejarano de aceptar su renuncia. Aunque Argus no era un hombre impulsivo, en esa ocasión se dejó llevar por un arrebato y en cuanto regresó de Marañón presentó su dimisión a la Policía Nacional. Bejarano lo consideraba un dolor de muelas, debido a su tendencia a rebelarse. Sin embargo, también reconocía para sus adentros que Del Bosque era su mejor investigador, así que trastocó la renuncia en el otorgamiento de las vacaciones pendientes de los últimos cinco años. Tenía la esperanza de que Argus cambiara de opinión durante ese tiempo.

Mientras el comisario subía las escaleras hasta la sala de archivos comprendió que la reticencia de Bejarano lo benefició, pues como civil le hubiera resultado mucho más difícil llegar hasta donde estaba.

Cruzó la puerta de la sala de archivos y se encontró ante una ventanilla, donde una mujer que casi alcanzaba la edad de jubilación levantó la vista y lo miró con desconfianza.

—¿Puedo ayudarlo en algo?  —Argus se identificó y le pidió el archivo que quería consultar—. Aguarde un momento, por favor.

La secretaria concentró su atención en el ordenador para iniciar la búsqueda de los documentos que le solicitaba el adusto policía.

Al cabo de unos segundos negó con la cabeza.

—¿Ocurre algo? —le preguntó Del Bosque.

—Lo lamento, comisario. El archivo que solicita se encuentra cerrado, pues involucra menores de edad. Necesitaría la orden de un juez para poder entregárselo.

—¿Ha visto las fechas? Esos menores de edad son adultos desde hace muchos años.

—Aun así. Nuestro deber es proteger sus derechos.

—¿Con quién debo hablar para acceder a la información que necesito?

—El juez Llamas es el único que podría autorizarme para que le permita consultar este archivo.

—¿Dónde lo encuentro?

—Está en el segundo piso. Tercera puerta a la derecha.

Argus se retiró sin discutir.  Conocía bien los procedimientos y sabía que sería una pérdida de tiempo tratar de convencer a la secretaria. Ella no contaba con la autoridad para concederle su solicitud. Tendría que transitar los canales regulares. Apresuró el paso hasta el segundo piso, y localizó el despacho del juez cuando lo identificó gracias a una placa en la que se leía su nombre: Victoriano Llamas. 

Las habilidades sociales de Del Bosque dejaban mucho que desear. No resultaba simpático, además de ser demasiado directo y poco convincente, así que se sorprendió cuando la asistente del juez le dijo que su señoría lo atendería en cuanto se desocupara.

Argus se sentó en la sala de espera, mientras contenía su impaciencia. Prefería la acción a la pasividad aunque implicara riesgos, así que no llevaba bien las demoras que exigía la burocracia. Diez minutos después, la secretaria le anunció que el juez Llamas lo recibiría, y lo acompañó hasta la puerta.

Después de anunciar al comisario, la mujer se retiró y dejó a Del Bosque en una oficina amplia, pero modesta. Detrás del escritorio había un hombre calvo, con anteojos redondos y aire despistado. Miró a Argus con curiosidad e hizo un gesto con la mano para invitarlo a sentarse.

—Según me informa mi asistente, usted pertenece a la Brigada de Homicidios. No he recibido ninguna notificación de su visita, comisario, por lo cual me resulta sorpresiva. ¿En qué puedo ayudarlo?

—Se trata de una investigación personal, señor juez —se sinceró Argus—. No estoy aquí en nombre de la Brigada.

Victoriano frunció el ceño con más curiosidad que disgusto.

—Explíquese, por favor.

—Necesito acceder a la información que se encuentra en uno de sus archivos, pero está sellado, y la archivista me comunicó que solo usted puede permitirme consultarlo.

—¿Necesita? ¿Por qué? Acaba de confesarme que no se trata de un asunto oficial.

—Se refiere a un procedimiento que llevó a cabo la Guardia Civil en Sierra de Cameros hace 23 años. Se rescató a un grupo de niños a los que mantenían cautivos…

El juez asintió.

—Mi predecesor me habló de ese caso.

—Yo era uno de esos niños —confesó Argus—. Debo averiguar quién estuvo detrás del secuestro que me separó de mi familia y arruinó mi infancia.

—Comprendo —dijo el juez, mientras se echaba hacia atrás en el asiento y meditaba el asunto—. Sin embargo, mi conducta debe ser apegada a la Ley. No puedo abrir un expediente sellado por motivos personales, aunque la petición provenga de un comisario de la Policía.

Del Bosque suspiró. Ya esperaba algo así desde que le dijeron que el archivo estaba sellado, así que tenía preparada su respuesta.

—Hay algo más.

—¿De qué se trata?

—Ayer me entrevisté con el único hombre que fue detenido durante el procedimiento, pues el otro murió. Me confesó que ellos solo eran los brazos ejecutores. Había un autor intelectual, y es posible que consiguiera pasar desapercibido.

Las palabras de Argus hicieron que el juez se inclinara hacia adelante con interés.

—¿Me está diciendo que el principal responsable del secuestro y cautiverio de una docena de niños escapó a la justicia?

—Es lo que sospecho. También temo que la granja de la Sierra de Cameros no fuera la única.

—¿Qué le hace pensar eso?

El comisario encogió un hombro antes de responder.

—Yo viví en esa granja. Estaban muy bien organizados para ser un grupo tan pequeño. Seguían directrices preestablecidas y nada se dejaba al azar. Por la forma en la que hablaban siempre tuve la impresión de que éramos un pequeño núcleo de algo mucho más grande.

—Pero si usted está en lo cierto…

—Nos entrenaron como niños soldados y nos reprimían cualquier gesto de compasión, o piedad. También nos adoctrinaban para una obediencia ciega.

—¿Qué trata de decirme, comisario?

—Que nos preparaban para que fuéramos asesinos a su disposición.

—Pero usted no lo es.

—Siempre tuve una actitud rebelde, así que en cuanto me sentí liberado me esforcé en desaprender todo lo referente al adoctrinamiento, aunque conservé mis habilidades.

—Lo que usted plantea es muy grave.

—Por eso es imperativo abrir ese archivo y comprobar hasta donde llegó la investigación de la Guardia Civil que culminó en la Sierra de Cameros.

El juez meditó por unos momentos.

—No debo decidirlo en forma apresurada —sentenció, por fin.

—Pero…

—Comisario, comprendo su preocupación y la comparto, pero debe reconocer que su posición con respecto a este caso no es imparcial, así que sus impresiones pueden estar sesgadas. La apertura de ese expediente podría afectar a muchas personas inocentes.  Me refiero a los hombres que siendo niños compartieron cautiverio con usted, y que es probable que quieran olvidar todo lo que les ocurrió. No puedo darle una respuesta en este momento.  Debo hacer mis propias indagaciones para decidir ajustado al espíritu de la Ley.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Que tendrá que esperar. Déjele sus datos de contacto a mi secretaria. En cuanto haya tomado una decisión con respecto a su solicitud se lo haré saber. Tanto si es positiva como negativa.

Argus suspiró con resignación, se despidió del juez, le dejó una tarjeta de presentación a la secretaria, y se marchó con la sensación de que había vuelto a fracasar. Tenía la certeza de que Paidónomo se reía de él desde el infierno.

Luisa siguió las instrucciones de sus colegas de la Policía Científica para encontrar a la asistenta, Después de salir del salón cruzó la cocina, y desde allí siguió un estrecho pasillo que conducía a las dependencias de los empleados.

La puerta del dormitorio de la asistenta estaba abierta de par en par y ella se encontraba sentada junto a una pequeña ventana, llorando sin consuelo. La inspectora anunció su presencia con un par de golpes suaves a la puerta. La empleada levantó la mirada y se enjugó las lágrimas con un pañuelo. Trató de recomponerse, aunque no lo consiguió por completo. La inspectora vio una mujer mayor, con el uniforme pulcro y sin un cabello fuera de lugar. Era evidente que el descubrimiento del cuerpo de su jefa no la pilló en la cama. Pese a lo desconcertante de la situación se veía segura de sí misma, y Luisa comprendió que estaba frente a una luchadora.

—Supongo que usted es uno de los policías que invaden la casa —afirmó la empleada en tono de reproche—. ¿En qué puedo ayudarla?

—Soy la inspectora Luisa Burgos, de la comisaría de «San Celedonio». Le agradecería que me respondiera algunas preguntas.

La asistenta volvió a secarse las lágrimas y asintió, al mismo tiempo que se levantaba y salía de la habitación. Estaba claro que decidió escoger el lugar donde tendría lugar la entrevista y no sería en la intimidad de su dormitorio.

—Mi nombre es Ana García. Sígame, por favor.

Para su propia sorpresa, Burgos obedeció sin discutir. La asistenta emanaba una autoridad nacida de años de criar a los hijos de los patrones. Ella también sucumbió al influjo. De repente se vio en la cocina, donde la señora García la invitó a sentarse, mientras preparaba una cafetera. Ni siquiera le preguntó si le apetecía una taza.

La labor rutinaria de preparar el café tranquilizó a Ana, quien comprendió que todo podía estallar a su alrededor, pero siempre existirían detalles que permanecerían inamovibles; actos tan rutinarios como cepillarse los dientes o preparar un café eran insignificancias que la anclaban a la realidad cuando el resto del mundo se desmoronaba. Burgos comprendió los sentimientos de la mujer y le concedió tiempo para que recuperara el dominio sobre sí misma. Sospechaba que si alguien podía proporcionarle información fidedigna acerca de los Soliz, esa era la persona que en ese momento rellenaba su taza.

Después de completar el ritual, García se sentó junto a Luisa y ya más calmada la invitó a hablar con un simple gesto de la mano. La inspectora se preguntó quién habría llevado las riendas de la casa en vida de Camila, y sus apuestas se inclinaron a favor de la asistenta.

—¿Cuándo se enteró del deceso de la señora Ponce?

—Apenas me había levantado de la cama. Suelo hacerlo a las cinco treinta, para que el desayuno esté preparado antes de que la familia despierte. Acababa de poner la cafetera sobre la estufa cuando escuché los gritos de don Francisco.

—¿Qué gritaba?

—Pedía ayuda, que alguien llamara a una ambulancia y gritaba el nombre de la pobre señora.

Las lágrimas se asomaron a los ojos de Ana ante el recuerdo del trágico momento. Luisa le dio unos segundos antes de formular su siguiente pregunta.

—¿Qué ocurrió después?

—Me asusté, por supuesto. Corrí hacia el salón y vi a don Francisco agachado junto a doña Camila. Trataba de reanimarla, pero era evidente que ella ya había rendido su alma al Señor. Entonces apareció la señorita Lea. Mi pobre niña. Enseguida comprendió lo que había ocurrido y corrió a reunirse con su padre. La chiquilla también comenzó a gritar… Fue espantoso.

Ana rompió a llorar, incapaz de controlar sus emociones ante el terrible recuerdo. Luisa esperó con paciencia. Acosar a su testigo con preguntas en ese momento solo serviría para angustiarla más. Poco a poco, la señora García se calmó, y asintió para comunicarle a la detective que estaba en condiciones de continuar.

—¿Quién llamó a la Policía?

—Yo lo hice. Y también a una ambulancia, pero no para la señora Ponce. La pobre ya estaba más allá de las capacidades de cualquiera. Pedí auxilio para el señor Soliz y para Lea. Comprendí que eran presas de una crisis nerviosa y que necesitaban atención médica.

—¿Alguien tocó algo en la escena del crimen?

—Don Francisco abrazó el cuerpo de su esposa, porque creyó que todavía se podía hacer algo por ella. El juez nos hizo esa misma pregunta. ¡Por Dios! ¿Quién pudo cometer un acto tan terrible, y por qué?

—Es lo que intentamos averiguar. Dígame algo, señora García, ¿calificaría usted a la señora Ponce como una persona envidiosa?

Ana miró a Burgos con desprecio.

—¿De dónde saca una idea tan absurda? La señora Ponce era una dama y no tenía nada que envidiarle a nadie —García se envaró en el asiento, como una institutriz frente a un discípulo díscolo—. No toleraré que mancille usted el buen nombre de doña Camila.

—Le aseguro que no es mi intención, doña Ana —afirmó Luisa, ignorando el cambio de actitud de la testigo—. ¿Sabe usted si su jefa tenía enemigos, o si existía alguna persona que quisiera perjudicarla?

—¡Por supuesto que no! Era una buena mujer. Comprendía que era afortunada y trataba de compensarlo.

—¿A qué se refiere con eso?

—La señora Ponce era una colaboradora activa de la Cruz Roja, además de que pertenecía a varias oenegés comprometidas con la beneficencia.

—¿Cómo eran sus relaciones con el resto de la familia?

—No esperará usted que traicione la confianza de mis jefes y le cuente asuntos familiares que no le conciernen.

—Señora García, me temo que si queremos descubrir al asesino necesito inmiscuirme en los asuntos de la familia, aunque no tenga un interés personal por ellos. Cuando el asesino cometió su crimen contra la señora Ponce, no solo le arrebató la vida, sino también su privacidad.

Ana se removió nerviosa. La discreción era uno de los atributos que más la enorgullecía y también motivo de elogio por parte de la difunta. Verse obligada a contar las intimidades de los Soliz a una desconocida, por muy policía que fuera, ella lo sentía como la extracción de una muela sin anestesia. Cerró los ojos, suspiró y en silencio pidió perdón a doña Camila dondequiera que estuviese. Luego se sinceró.

—Los Soliz son una familia como cualquier otra, con sus discrepancias y sus problemas, aunque siempre ventilan sus diferencias puertas adentro.

—¿Puede hablarme acerca de esas discrepancias?

—El señor casi no para en casa y le prestaba muy poca atención a la señora. Solía ser un motivo de discusión entre ambos.

—¿Hay una amante?

—No lo sé, pero nunca escuché nada al respecto. Ella acostumbraba reclamarle que el verdadero amor de él era la empresa. Que se había casado con ella porque era la heredera de la Bodega, y eso se notaba.

—Es una afirmación muy dura.

—Él se enfadaba mucho cuando ella le echaba en cara que era la verdadera dueña de todo.

—¿Qué tanto se enfadaba? ¿Alguna vez llegó a agredirla?

—No que yo supiera. En esas ocasiones, don Francisco se marchaba y no aparecía en varios días.

Luisa asintió y escribió una nota en su libreta; «averiguar si existe una amante».

—¿Qué me dice de ella? ¿Se veía con alguien?

—No. La señora nunca habría sostenido una relación por fuera de su matrimonio.

—Parece usted muy segura.

—Trabajo en esta casa desde hace más de treinta y cinco años y conocí a doña Camila desde que tenía la edad de Lea. Casi una chiquilla. Sé bien cómo pensaba.

—De acuerdo —aceptó Burgos, mientras anotaba que debía investigar si la señora Ponce mantenía una aventura extramarital. Tal vez el asunto de la envidia tenía que ver con relaciones amorosas, más que con bienes de fortuna—. ¿Cómo se llevaba ella con sus hijos?

Ana retorció el pañuelo y Luisa comprendió que la pregunta tocaba un punto sensible.

—Cristóbal se fue a vivir por su cuenta poco después de alcanzar la mayoría de edad, aunque seguía dependiendo de su familia en cuanto a que desempeña un alto cargo en la Bodega, y muchos de sus gastos todavía los cubría su madre.

Las alertas se encendieron en la cabeza de la inspectora.

—Espere, ¿tiene un alto cargo en la empresa, pero todavía dependía de su madre? ¿No le pagan un sueldo acorde a su trabajo?

—Por supuesto que lo hacen —admitió García con un suspiro—, pero Cristóbal está acostumbrado a manejar mucho dinero y…

Burgos comprendió que su testigo se iba por las ramas, así que la interrumpió.

—Ana. Comprendo que usted siente afecto por esta familia, en especial por los chicos, a quienes supongo que ayudó a criar… —La señora García asintió—. Aun así, debe ser sincera conmigo. Mi trabajo es descubrir la verdad, y lo haré sin importar lo que usted me diga. Si me miente, o me oculta información, solo conseguirá poner el foco de mi atención sobre sus protegidos y sobre usted misma.

García abrió mucho los ojos. Era evidente que no se le había pasado por la cabeza que podía ser sospechosa. La sacudió un ligero estremecimiento. Entonces decidió ser honesta.

—La señora sospechaba que Cristóbal tenía problemas, pues siempre necesitaba dinero, sin importar cuánto le diera ella.

—¿Qué clase de problemas?

—De los que obligan a los chicos a conseguir dinero a como dé lugar…

—¿Se refiere a drogas?

—O tal vez al juego. Doña Camila no estaba segura.

—¿Cristóbal robaba a su familia?

—La señora descubrió que faltaban algunas de sus joyas. Me lo comentó porque sabía que yo era incapaz de tocarlas, y quiso preguntarme si yo había visto algo. Ella temía que las hubiera cogido Cristóbal o…

—¿O quién?

Ana volvió a retorcer el pañuelo y las lágrimas asomaron de nuevo a sus ojos. Luisa esperó y el ambiente se hizo pesado. Al final, la señora García no lo soportó más y en medio de una explosión de llanto dijo lo que quería callar:

—Lea. Mi pequeña. Ese chico la encandiló. Supongo que la sedujo, no lo sé. En los últimos meses discutía mucho con su madre por su culpa.

—¿A qué chico se refiere, señora García?

—A la pareja de Lea. Su nombre es Fermín Girón, y es un mal elemento.

◆◆◆

Mientras interrogaba a la asistenta, Luisa recibió un mensaje en el móvil: Pérez le informaba que el señor Soliz y su hija habían regresado del hospital, pues les dieron el alta después de recibir una ligera sedación. Según el informe del médico de guardia, ambos se encontraban en condiciones de que los interrogaran. Para la inspectora se trataba de buenas noticias, pues sentía que el tiempo apremiaba.

La entrevista con la señora García reforzó la teoría de Burgos. Cada vez estaba más convencida de que el verdadero objetivo del asesino era Camila Ponce, y que todo lo demás: el homicidio de Aureliana, las notas, los acertijos, la seda empapada en vino… todo conformaba un montaje para desviar la atención de la verdadera víctima.

A Luisa le parecía rocambolesca esa historia acerca de un asesino en serie que retaba a la Policía en una suerte de desafío de inteligencia. Algo más propio de la ficción que de la realidad, aunque siempre se decía que esta última muchas veces superaba a la primera. Sin embargo, la inspectora era una mujer pragmática y escéptica. Los asesinos mataban por un motivo relevante para ellos, cuando disponían de la sangre fría, los medios y la oportunidad. Por lo general, ese motivo involucraba intereses económicos, venganza, celos, o la muerte de la víctima implicaba algún beneficio para el perpetrador. En teoría había personalidades disfuncionales que podían asesinar por razones que solo existían en sus mentes perturbadas, pero ella todavía no había presenciado el primer caso, de manera que no lo veía como una causa probable.

La inspectora abandonó la cocina de la señora García, después de agradecerle su colaboración y la taza de café. Cuando regresó al salón experimentó una sensación de vacío que le resultaba familiar. El cadáver ya se encontraba de camino a la morgue y el juez se había marchado a su despacho, una vez que autorizó el levantamiento. En el lujoso salón solo quedaba el equipo de Heriberto, que en ese momento se ocupaba de recoger muestras de cada mota de polvo, fibra o cabello, así como de las huellas digitales, o cualquier tipo de evidencia, por poco probable que fuera su utilidad. Trabajaban en cuadrículas y se mantendrían ocupados por varias horas. Como mudo testigo de la tragedia resaltaba el trazo de la silueta de la víctima en el lugar donde cayó.

Luisa buscó a Pérez con la mirada, y lo llamó por señas cuando lo localizó.

—¿Dónde están los Soliz?

—Se retiraron a sus habitaciones a descansar.

—¿Tenemos la certeza de que sus condiciones físicas les permiten soportar el interrogatorio?

—Tengo aquí los informes que el hospital emitió sobre ambos —afirmó el uniformado—. Según el médico que los recibió, los Soliz sufrieron una crisis nerviosa como consecuencia del impacto emocional. Algo muy normal en estos casos. Sin embargo, los dos respondieron bien al tratamiento. Además, tuvieron una entrevista con el psicólogo de guardia.

—¿Y ese psicólogo también está de acuerdo en que los interroguemos? No me opongo, necesitamos resolver este homicidio antes de que el asesino vuelva a actuar, pero no quisiera que nos enfrentáramos a una acusación de abuso policial.

—Véalo usted misma, inspectora —dijo Pérez, al mismo tiempo que le entregaba los papeles que tenía en la mano—. Tanto el padre como la hija expresaron su urgencia de que el asesino fuera detenido y castigado. De acuerdo con el psicólogo, a ambos les beneficiará colaborar. Los ayudará a superar el duelo.

—De acuerdo. Siendo así, necesito un lugar tranquilo para hablar con ellos.

—Lo suponía, por eso le pregunté al propio señor Soliz, y estuvo de acuerdo en usar su estudio. Sígame inspectora, se lo mostraré.

Luisa acompañó a Pérez, quien la condujo por un pasillo que colindaba con el salón hasta una habitación amplia y soleada, donde había un escritorio de madera sobre el que reposaba un ordenador portátil. La inspectora se sentó y le dijo al uniformado que hablaría primero con don Francisco. Un par de minutos después, el corpulento empresario se sentaba frente a ella con el blanco cabello revuelto, la camisa arrugada y la corbata suelta. Se frotaba las manos en un gesto inconsciente. Miró a la inspectora a través de sus anteojos con montura al aire, como si ella pudiera proporcionarle la respuesta a una incógnita, que no era capaz de descifrar. Después de las presentaciones y de intercambiar las fórmulas sociales de rigor, entraron en materia.

—Hábleme de lo que sucedió esta madrugada, señor Soliz.

Francisco hizo un esfuerzo por contener las lágrimas que asomaron a sus ojos. Recuperó el suficiente control para responder, después de respirar hondo un par de veces.

—Todavía no amanecía cuando me desperté. La habitación estaba en completa oscuridad y hacía frío. Entonces me di cuenta de que Camila se había levantado.

—¿La ausencia de su esposa lo sorprendió, o lo preocupó?

Soliz sacudió la cabeza.

—En un principio, no. Supuse que habría ido al sanitario, o que estaría bebiendo su vaso de agua de la noche. Siempre lo hacía. Decía que la ayudaba a dormir mejor hasta el amanecer.

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