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VI Herejes » Prisciliano, el Latero hispano

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Prisciliano, el Latero hispano

El periodista y escritor Ramón Chao, en su obra Prisciliano de Compostela (1999), afirma que los huesos venerados por dos millones de peregrinos al año en la catedral de Santiago de Compostela son del gallego Prisciliano.

Un hereje, en fin, que en el siglo IV revolucionó el cristianismo primitivo chocando frontalmente con la Iglesia, ejecutado en la ciudad alemana de Tréveris en el año 385 y cuyos restos habrían sido trasladados por sus seguidores hasta Galicia. Ramón Chao se suma así a tantos otros historiadores, españoles y extranjeros, que, como el profesor Henry Chadwick, de la Universidad de Oxford, también aseguran que la urna de plata de la catedral encierra las reliquias de Prisciliano, y no las del apóstol. El propio Miguel de Unamuno mencionó en muchas ocasiones la posibilidad de que la historia de Prisciliano se hubiera solapado con la leyenda del apóstol Santiago: «El sepulcro de Santiago lo es de toda España, pero quizá repose en él el gnóstico gallego Prisciliano».

Entre los dos personajes surgen varias coincidencias: ambos mueren decapitados, ambos son trasladados a Hispania por sus discípulos dentro de un sarcófago de piedra y ambos entran por la desembocadura del río Ulla, llegando a Galaecia, en concreto a Iria Flavia (de donde dicen algunos que sería natural Prisciliano), para depositar los restos en la necrópolis céltico-romana de Amaea, en cuyos alrededores surgió Compostela. Los defensores de las dos tesis están de acuerdo en que las excavaciones de la catedral de Santiago revelan la existencia de una necrópolis cristiana anterior al descubrimiento del mito jacobeo, que sólo tendría su razón de ser en la tumba de un gran personaje o santo que daría la clave de Compostela, palabra que procedería del latín Compositum, lo que quiere decir «lugar de enterramiento».

Como se ve, hay mucho ruido y pocas nueces en torno a esta controversia que algunos intentan atajar diciendo que Prisciliano realmente está enterrado en Santa Eulalia de Bóveda, al sur de Lugo.

Haciendo un breve repaso biográfico, nuestro personaje sería originario de una familia de Iria Flavia del siglo IV. Sulpicio Severo (en su Vita Martini) se refiere a él en estos términos: «Era agudo, inquieto, elocuente, culto y erudito, con extraordinaria disposición para el diálogo y la discusión… Podían verse en él grandes cualidades, interiores y físicas. Podía mantenerse despierto largo tiempo, soportando hambre y sed, poco ávido de bienes, expresamente parco en su uso. Asimismo vanidoso y más orgulloso de lo normal de sus conocimientos profanos; incluso se cree que, desde su juventud, practicó la magia».

En su adolescencia recibió las enseñanzas de una aristócrata, Ágape, y de su marido, un retórico llamado Elpidio, personajes que siempre le acompañaron en todas sus vicisitudes. Algunos (como Higinio, obispo de Córdoba) afirman que fue iniciado por el sabio Marco de Menfis, pero es un dato falso, pues Marco vivió antes de nacer Prisciliano.

Cuando estuvo preparado para la enseñanza, recorrió villas, trochas y caminos, atrayendo a nobles, plebeyos, mujeres y también a obispos, como Instancio y Salviano, propagándose rápidamente el priscilianismo por Galaecia, Lusitania y Bética. Debía de poseer un gran carisma, manifestado en que allá por donde pasaba iba dejando comunidades de fieles seguidores que se comprometían a vivir según su modelo, pero no recluidos en monasterios, sino en sus propias villas y ciudades, reuniéndose periódicamente. Practicaban el ayuno, seguían un régimen vegetariano, no bebían alcohol y su vida era de lo más ascética. Para atajar los progresos de la nueva doctrina, se reunió en el año 380 un concilio en Zaragoza, donde fueron excomulgados los prelados Instancio y Salviano y los laicos Elpidio y Prisciliano.

En el año 382, cuando contaba la edad de treinta y tres años, apoyado por el clero extremeño y portugués, Instancio y Salviano elevaron a Prisciliano al obispado de Ávila, persuadidos del apoyo que sus doctrinas tendrían con este importante cargo eclesiástico, tres años después de haber sido ordenado sacerdote. A ello se opuso Hidacio, obispo de Mérida, y el emperador Graciano, que decretó el destierro extra omnes térras a los herejes españoles. Gracias a Macedonio, que intervino ante el emperador Graciano, éste anuló el destierro y restituyó a los priscilianistas a sus iglesias. Pero poco tiempo duró el restablecimiento, ya que cuando llega a emperador Clemente Máximo, fueron nuevamente perseguidos. A esta caza con saña se unió otro obispo, Itacio, acusando a Prisciliano de sostener doctrinas heréticas sobre la Santísima Trinidad, de practicar la magia, el maniqueísmo y de tener excesos sexuales. Una de estas acusaciones era «la obtención de buenas cosechas mediante la consagración de los frutos al Sol y a la Luna».

Prisciliano y los suyos intentaron solicitar el apoyo del Vaticano, ante el papa Dámaso, y emprendieron camino por la vía de Astorga a Burdeos. El papa se negó a recibirlos; lo mismo sucedió con san Ambrosio, obispo de Milán. Amenazados por todos los poderes, Prisciliano y los suyos marcharon a Tréveris, donde un sínodo de obispos inició contra ellos un juicio. Sometidos a tortura, confesaron que practicaban la brujería (maleficium) y que se entregaban a prácticas obscenas y a orar desnudos. Así, desoyendo las súplicas que elevó en su favor Martíns de Tours, Prisciliano y varios adeptos suyos fueron condenados en el año 385, entregados al brazo secular y decapitados en Tréveris (actualmente en Alemania), donde gobernaba Máximo, que compartía su imperio con Graciano. Constituyó la primera muerte de un cristiano a manos de otros cristianos. Como dice Sánchez Dragó, es el primer mártir por un delito de opinión.

Murieron con él dos clérigos, Felicísimo y Armenio; el diácono Aurelio, su amiga Eucrocia (también llamada Agape) y Latroniano, un poeta cristiano de la Aquitania de suficiente renombre como para ser incluido en las Vidas de hombres ilustres, de san Jerónimo. Sus cuerpos son llevados a Hispania, según Sulpicio Severo. Y aquí se debería haber terminado la historia de este revolucionario de las ideas, del pensamiento y de la Iglesia heterodoxa. Sobre todo cuando en el año 400 abjuraron en masa los que poco antes se mostraron reacios, siendo el I concilio toledano el colofón de este acontecimiento.

Muchos notables priscilianistas abjuraron, entre ellos Simphosio y Dictimio, pero mantuvieron vivas las doctrinas de Prisciliano. Tanto que en el año 409 los godos invadieron la Península y el priscilianismo encontró refugio en Galicia, sometida a los suevos. Puede afirmarse que el II concilio de Braga (celebrado en 567) enterró casi definitivamente el priscilianismo, aunque algunos estudiosos dicen que, como secta secreta, esta herejía duró hasta el siglo IX.

¿Cuáles eran esas doctrinas que tantas ronchas levantaban en el seno de la Iglesia? Pueden resumirse en lo siguiente: negaban la Trinidad y no distinguían personas en ella, sino atributos derivados de la esencia divina; el demonio es intrínsecamente malo (coincidiendo con los maniqueos) y no fue creado por Dios, sino que surgió del caos y las tinieblas; los ángeles y el alma humana son, en esencia, de la misma sustancia divina; los cuerpos estaban sometidos al influjo de los astros y cada parte del cuerpo dependía de un signo del Zodiaco. Abre las puertas de los templos a las mujeres como participantes activas, predica la abstinencia de alcohol y la carne, no prohíbe el matrimonio de monjes ni clérigos, aunque recomienda el celibato, condena la esclavitud y admite los prohibidos evangelios apócrifos de Tomás, Juan y Andrés. Utiliza el baile como parte de la liturgia. Los priscilianistas negaban la resurrección de los cuerpos y consideraban el Antiguo Testamento no como verdades, sino como alegorías.

Cuando en el año 814 se encuentra un sepulcro en el monte Libredón, con toda la parafernalia de luces, el obispo Teodomiro y el rey de Asturias, Alfonso II el Casto, dictaminan por ciencia infusa que se trata del de Santiago y eso sin prueba alguna. Pero en el ambiente flotaban dos poderosas razones que convenía que así fuera: era necesario elevar la moral de las tropas cristianas, en plena Reconquista, y suplantar el culto priscilianista, todavía en auge, por el de un apóstol fuera de toda sospecha, como era Santiago.

He aquí el retrato de un hombre que tuvo la desgracia de adelantarse a su tiempo, como la de tantos otros…

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