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VII Las grandes tumbas perdidas » La tumba de Atila

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La tumba de Atila

A principios del siglo V d. C., los hunos, un pueblo escita de origen asiático, provocaron la consternación y el miedo por los campos de Europa occidental. En ese tiempo, el Imperio Romano se había fracturado en sus mitades oriental y occidental y ambas recibían la inclemencia de los bárbaros. Los augures pronosticaban el fin de los tiempos y, a estos presagios, se sumaron catástrofes naturales como terremotos, inundaciones y sequías prolongadas. Todo parecía abocado al cataclismo y, para más saña del destino, surgió la figura de Atila. Nacido en la Panonia rumana en 395 y elevado a la categoría de emperador de su pueblo en 440 d. C., su ferocidad y conocimientos estratégicos fueron un arma implacable para sus enemigos, los cuales le denominaron el azote de Dios. Sus hordas llegaron a plantarse ante las puertas de Roma y sólo el botín y la superstición salvaron a la ciudad eterna de ser destruida. Atila parecía llamado a poner punto y final al imperio más poderoso del mundo antiguo. Sin embargo, la enfermedad y los excesos de una vida disoluta frenaron bruscamente sus ansias de poder. Y todo fue a suceder en la noche de bodas junto a su flamante esposa, una princesa bactriana de inmensa belleza que, por capricho del destino, se convirtió en testigo privilegiado de la muerte de uno de los líderes más terroríficos de la historia.

Atila se preparaba con ilusión para las nupcias. Ildico, mientras tanto, lloraba amargamente la muerte de su padre y hermanos por la espada de los hunos, temerosa ante el incierto horizonte que se le planteaba. Era el 15 de marzo del año 453.

Ildico fue vestida para la ocasión y esperó resignada el momento de la culminación del matrimonio. Atila entró en la tienda real dispuesto para cobrar una presa más en su vida de cazador, pero, en ese momento, la enfermedad y una larga lista de excesos hicieron del predador una víctima. La joven contempló horrorizada como de la nariz y boca de su esposo comenzaban a manar abundantes ríos de sangre, haciendo retorcer al que, minutos antes, era un orgulloso y altivo emperador. Finalmente, tras unos minutos de agonía, murió ahogado en su propia sangre. Un episodio que, por cierto, no era la primera vez que se producía, lo que motivó que, al día siguiente, Ildico no muriera a manos de los lugartenientes de Atila, conocedores del mal que aquejaba a su líder.

Sobrecogidos por el dolor, los hunos comenzaron los preparativos para despedir al que había sido el personaje más temido de su tiempo. Cuenta la leyenda que el cuerpo de Atila fue enterrado en tres ataúdes: uno de hierro, otro de plata y el último de oro puro. Algunos guerreros de su guardia personal se ofrecieron voluntarios para buscar un lugar seguro en el afán de que nadie descubriera jamás la tumba de Atila. Estos fieles custodios, junto a sus mejores generales, se suicidaron gustosos para que no se desvelara el misterio. El sepulcro de Atila, como el de tantos otros líderes de la Antigüedad, todavía no se ha descubierto, aunque son muchos los investigadores que andan involucrados en el empeño. Según estas averiguaciones, podemos deducir que la última morada del bárbaro bien pudo ubicarse en algún lugar entre Rumania y Bulgaria, siguiendo la costumbre de los viejos pueblos nómadas asiáticos, por la cual los cadáveres pertenecientes a los notables de la tribu debían regresar a sus territorios ancestrales.

La noticia sobre el fallecimiento inesperado de Atila recorrió como la espuma pueblos y ciudades de la desolada Europa. Por fin el diablo había sido destruido y la hierba volvería a crecer con fuerza para ver cómo el Imperio Romano de Occidente consumaba su decadencia con la tragedia de la desaparición. En Roma y en Constantinopla, las campanas tocaron como signo de alegría y agradecimiento a Dios. Sin embargo, en el campo de los feroces guerreros hunos, el desconcierto hizo presa entre los otrora temibles demonios y, con más prisa que pausa, éstos no tardaron en desarbolar el imperio que había permanecido vigente trece años, gracias al empuje de su fundador.

El testamento de Atila no fue cumplido, sus hijos pronto se enzarzaron en disputas y guerras y los aliados deshicieron pactos anteriormente firmados bajo el temor de Atila. Los hunos ni siquiera fueron capaces, ante la falta de un líder claro, de permanecer como entidad étnica, entroncándose con las diferentes tribus germánicas y eslavas. Hoy en día es prácticamente imposible encontrar un solo vestigio, por pequeño que sea, del imperio más odiado y temido de todos los tiempos.

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