Enigma

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VII Las grandes tumbas perdidas » Don Rodrigo

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Don Rodrigo

Entre el 19 y el 26 de julio del año 711, se libró una de las batallas decisivas de la Historia de España. Tras varias jornadas de lucha, el ejército visigodo, formado por los espartarios y gardingos del rey Rodrigo, sus nobles y sus siervos armados, combatió sin descanso contra los extraños guerreros de piel atezada que apenas unos meses antes habían desembarcado en la Bética.

La mayor parte de los historiadores está de acuerdo en que en un momento dado de la batalla los partidarios de los hijos de Witiza abandonaron la lucha o se pasaron al enemigo, desestabilizando y hundiendo la línea de batalla visigoda. Al desconcierto siguió el desmoronamiento de las defensas del ejército de don Rodrigo, que desapareció en la batalla mientras su ejército se desperdigaba. No obstante, una parte considerable logró retirarse en relativo orden y pudo presentar de nuevo batalla a Tariq en Écija pocas semanas después, donde los desmoralizados visigodos sufrieron una derrota definitiva, aunque en esta ocasión infligieron graves pérdidas a los guerreros árabes y bereberes. En cuanto a los hijos de Witiza y sus partidarios, su traición no les dio la corona que ambicionaban, y un miserable pago en tierras fue el premio recibido. Probablemente vivieron bien, rodeados de todo lo que el dinero puede comprar, pero es poco probable que olvidasen que por su culpa y la ambición de los nobles que les apoyaban se perdió para siempre el reino de sus antepasados.

Sobre el rey Rodrigo se tejieron de inmediato todo tipo de leyendas que pasaron a la tradición mozárabe y a la de los cristianos que resistían en las montañas de Asturias y Cantabria. Para muchos Rodrigo falleció en la batalla y jamás fue hallado su cuerpo, aunque sí algunos restos de sus ricas ropas. Dicen que fue visto por última vez montado en su caballo luchando ferozmente y que, desmontado y tal vez herido, murió ahogado en un río en el momento culminante de la batalla. Las dudas sobre su muerte provocaron el nacimiento de toda dase de leyendas sobre cómo falleció y el lugar en el que fue enterrado. Una de las más conocidas se encuentra en la provincia de Huelva, en una pequeña aldea minera, Sotiel Coronada, en el término municipal de Calañas, en Andévalo. En la margen derecha del río Odiel hay restos de explotaciones mineras al menos desde la época romana. No muy lejos del río hay dos pequeñas ermitas en una bonita zona llena de pinos y eucaliptos. Una de ellas guarda una imagen de Nuestra Señora Coronada, patrona de Calañas, en tanto que la otra la tiene de la Virgen de España, a la que los vecinos de Beas, un pequeño pueblo de la zona, le dedican una romería en mayo, asegurando que se alza sobre el lugar en el que se refugió y murió, como resultado de las heridas de la batalla del Guadalete, Rodrigo, el último rey de los godos.

Sin embargo, la más conocida de las leyendas cuenta que don Rodrigo logró escapar con vida del Guadalete y que llegó hasta Mérida, desde donde partió con rumbo a Astorga siguiendo el cauce del río Alagón por Las Hurdes, todo muy cerca de la Sierra de la Peña de Francia, siendo alcanzado por los invasores en Segoyuela de los Cornejos, donde libró la que iba a ser su última batalla, pues en ella encontró la muerte. Una versión de esta historia afirma que fue enterrado en la propia Sierra de Francia, en tanto que otras aseguran que fue enterrado en Viseo, lo que enlaza con una vieja tradición recogida en las antiguas crónicas del reino de León, en las que se afirma que cuando Viseo fue repoblada en el año 868, tras haber sido arrancada de manos de los musulmanes, se encontró una lápida que decía «Aquí yace Rodrigo rey de los godos» (Hic requiescit rodericus rex gothorum).

Para historiadores como Sánchez Albornoz, que niegan que se librara batalla alguna en Segoyuela de los Cornejos, es sin embargo posible que el rey Rodrigo fuese enterrado en Viseo, tal vez su lugar de nacimiento, y a donde habría sido llevado su cadáver por sus fideles al término de la batalla del Guadalete. Esta costumbre estaba al parecer bastante extendida entre los nobles visigodos y cita el ejemplo de un guerrero caído en combate contra los vascones en el siglo VII y llevado a enterrar por sus hombres a Villafranca, en Córdoba, de donde al parecer era originario.

Sin embargo, a pesar de la existencia de diversas versiones sobre su muerte, nunca hubo en España un sebastianismo como el portugués, ni con la muerte de Rodrigo se tejió una leyenda similar a la de Arturo. Jamás esperaron los descendientes de los visigodos que su rey perdido regresase para restaurar el orden de la monarquía de Toledo. La casi fanática fidelidad de los cristianos de las primeras décadas de la Reconquista fue consagrada al reino de los godos, a Spania, a la tierra que había que arrancar de manos de los caldeos, pero nunca a su perdido soberano. Para los witizianos, masivamente convertidos al islam, Rodrigo fue un traidor que usurpó el reino y trajo su ruina; para los mozárabes, el culpable de la pérdida de España y de la llegada de una era de penurias y oscuridad; y para los cristianos de las ásperas montañas del norte, un rey acosado por el infortunio, dueño de un nombre maldito que jamás debería llevar un rey cristiano de ningún reino de las Españas hasta que llegase el fin de los tiempos —así ha sido hasta ahora—. Todo esto cambiará cuando en el incierto y remoto futuro se recuerde la vieja leyenda de los guerreros castellanos recogida en los carmina maiorum, los cantos de batalla entonados por los descendientes de los visigodos en los feroces y sombríos primeros siglos de la Reconquista, que decían: «Un Rodrigo perdió España, otro la salvará…».

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