Enigma

Enigma


Ricardo

Página 97 de 101

Ricardo

Pusimos dos botellas a refrescar. Me alegraba volver a ver a Chucho. ¡Qué realista! Una sencillez puramente suya: pescar, beber, comer, leer.

—Vamos allá, está bajando el sol, es el mejor momento.

Su pequeña motora nos condujo a uno de los caladeros que conocía. Cebamos con anchoa viva y echamos los dos aparejos mientras la barca avanzaba lentamente. Ya sólo quedaba esperar que picaran. Era el territorio de los atunes.

—Estás cambiado, desde la última vez. Pareces enamorado.

—Sí.

—Eso es peligroso para nosotros.

—¿Crees que somos dioses?

—Por supuesto.

—Yo he dejado de serlo, por eso he cambiado.

—Digamos que yo tuve la sensación de serlo, pero ahora ya no soy más que un hombre muy sencillo que aprovecha los últimos años de su vida, y créeme, no hay nada como eso. No más sueños, no más espera, no más frustración. Sólo dejar que vaya pasando la vida, con el cuerpo por fin ligero. A veces pienso que me he convertido en un pez.

—Te pega bastante.

—¿Has oído hablar de ese increíble asunto que afecta a los escritores y a todo el mundo literario?

—Claro, todo el mundo habla de eso.

—¿Y tú qué opinas?

—Bastante regocijante.

—No para un bibliófilo.

—Salvo si encuentras un ejemplar de todas las novelas que han sido modificadas. Dentro de diez años, valdrán una fortuna.

—No me quedan diez años. No... a mí todo ese asunto no me hace gracia.

—Te he traído mi primer libro.

—¡Hombre, eso es una noticia mucho más interesante!

—Y trabajo en Traces, soy secretario de redacción.

—No sabes cómo me alegro, te lo mereces, tus poemas son magníficos. Entonces eres feliz, ¿no?

—Lo he sido, mucho, quizá demasiado, para toda una vida. He agotado la felicidad.

—Tienes veintisiete años. Tendrás que esperar cuarenta o cincuenta años, así que procura encontrar algo. ¿Escribes?

—Nada desde hace seis meses.

—No te he ofrecido trabajo. No ha salido nada.

—Perfecto, ahora me gano razonablemente la vida.

—¿Quieres dejarlo?

—Ya lo he dejado.

—¿Sólo un trabajito?

—¿Tienes algo?

—¿Por qué te crees que te he invitado?

—Para pescar, para volver a vernos...

—No tengo tiempo para esas efusiones. Me he vuelto egoísta, con el tiempo. Artísticamente egoísta.

—¿Cómo se entiende eso?

—Nos remitimos a nuestra conversación de antes.

—¿Lo de los escritores?

—Imagínate que me llamó la Asociación de Escritores. Me han contratado para acabar con el autor de esa mutilación literaria.

—¡Es una locura! La policía lleva meses investigando, han puesto a toda clase de detectives tras la pista de ese supuesto falsificador, y nada. No hay quien dé con él.

—Son unos inútiles. Yo lo he encontrado.

—Imposible.

—Bastaba pensarlo como bibliófilo.

—¿Cómo?

—El papel. ¿Quién compra el papel? Al final, sólo eran dos personas, el editor original de las obras y un pequeño impresor de la Barceloneta. No me he movido de allí durante cuatro días, y no me ha costado gran cosa devanar el hilo. Es tu último contrato.

—Imposible, lo he dejado.

—Conoces el oficio. Ya te dije que no podías cometer más errores.

—¡Intenta entenderlo!

—Será tu último contrato, te lo prometo, pero éste me lo debes, es una cuestión de honor y de agradecimiento por todo lo que te he enseñado.

—Ya no puedo matar, no soy Dios.

—Todo el mundo puede matar en las circunstancias adecuadas.

—Yo no.

En ese momento, la campanilla de uno de los aparejos de fondo comenzó a tintinear furiosamente y el avance del barco quedó como frenado.

—Es gordo. Sácalo lentamente dándole hilo.

Me precipité al carrete y comencé a girar lentamente. Ofrecía una enorme resistencia, y luego nada.

—¡Aprovecha para cobrar!

Necesité media hora para subir el atún, que mediría por lo menos un metro. Cuando estuvo pegado al costado de la barca, cogí el bichero, lo clavé y lo pasé por encima de la borda.

—¡Magnífico!

Estaba sin aliento. Alcé los ojos hacia Chucho y me di cuenta de que me estaba apuntando con una semiautomática.

—¿Se puede saber qué haces?

—¿Te he dicho alguna vez mi auténtico nombre?

—No lo creo...

—Pues va siendo hora. Me llamo Romero.

—¿Como el poli de Estrella distante, de Bolaño?

—Exactamente. Hermoso libro. No hubierais debido tocarlo. ¿Nunca se te ha ocurrido la idea de que eras Carlos Wieder? En la novela de Bolaño, el inspector Romero mata a Wieder, pero a Joaquim le ha parecido mejor dejar vivo a Wieder. El bibliófilo que hay en mí se rebela. De no haber mediado un contrato, quizá lo hubiera dejado largarse, más que nada porque lo sé todo de ti y de Joaquim. Os he seguido. Os he visto. De modo que comprendo que no quieras matar a tu amante, es una historia demasiado personal.

—¿Para eso me has llamado?

—Sí... Te tengo aprecio, eres un auténtico poeta. Por cierto, ¿dónde está mi ejemplar?

—En mi bolsa, en la veranda.

—Lo leeré esta noche, lo siento, pero así son las cosas.

Vi que su dedo apretaba el gatillo y supe que en esta ocasión la bala penetraría en la aureola que había marcado el Ángel en mi frente. Fin.

Ir a la siguiente página

Report Page