Enigma

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VI. Desmontar » Capítulo 3

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En el Eight Bells Inn de Buckingham Road era hora de cerrar, y Miss Jobey y Mr. Bonnyman prácticamente habían agotado el principal tema de su conversación vespertina: lo que Bonnyman calificó dramáticamente de «incursión policial» en el cuarto de Mr. Jericho.

Mrs. Armstrong, con el rostro enrojecido todavía a causa de la rabia al recordar aquella violación de su territorio, les había contado los detalles durante la cena. Un agente uniformado había montado guardia durante toda la tarde en el portal («a la vista de toda la calle, fíjense»), mientras dos hombres de paisano con una caja de herramientas y blandiendo un mandamiento judicial habían pasado casi tres horas registrando el dormitorio del piso de arriba antes de partir a la hora del té con un montón de libros. Habían desmontado la cama y el armario, sacado la alfombra y levantado las tablas del suelo, aparte de llenarlo todo de hollín de la chimenea. «Ese joven se ha ido —había declarado Mrs. Armstrong, cruzando sus brazos como perniles— y pierde el derecho al alquiler».

—Y pierde el derecho al alquiler —repitió Bonnyman sobre su cerveza por sexta o séptima vez—. Para morirse.

—Con lo tranquilo que era el hombre —dijo Miss Jobey.

Sonó una campanilla detrás de la barra y las luces parpadearon.

—¡La hora, caballeros! ¡Es la hora!

Bonnyman terminó su aguada pinta, Miss Jobey su oporto con limón, y él la acompañó con paso vacilante, pasando junto al blanco de los dardos y las estampas de cacería, hacia la puerta.

El día en que Jericho se había perdido había dado a la ciudad su primer sabor a auténtica primavera. En la calle el aire nocturno aún era templado; la oscuridad confería un aire romántico a la monótona calle. Mientras los bebedores salían del pub hacia la negrura, Bonnyman atrajo a Miss Jobey hacia él como jugando.

Ambos fueron a dar a un portal. Ella abrió la boca para recibir su beso, se arrimó a él, y Bonnyman, a cambio, le apretujó el talle. Lo que a ella podía faltarle en hermosura —¿cómo notarlo en la oscuridad?— lo compensaba con creces en ardor pasional. Su fuerte y ágil lengua, dulce por el alcohol, restregó los dientes de él.

Bonnyman, de profesión mecánico del servicio de correos, había sido reclutado por el Park, según Jericho, para trabajar en las bombas. Miss Jobey lo hacía en la habitación trasera de la planta superior de la mansión, archivando cifrados manuales del Abwehr. De acuerdo con las normas establecidas ninguno de los dos había dicho al otro en qué trabajaba, discreción que de alguna manera Bonnyman había hecho extensible a disimular la existencia de una esposa y dos hijos en su casa de Dorking.

Las manos de Bonnyman acariciaron los magros muslos de Miss Jobey y empezaron a subirle la falda.

—Aquí no —dijo ella en su boca, y le apartó las manos.

—Vaya —confiaría Bonnyman después con un guiño al inspector de policía que le tomó la declaración—, las cosas que un adulto tiene que hacer en tiempos de guerra, y total por un simple ya sabe usted qué.

Primero, un paseo en bicicleta que los llevó por un sendero hasta el puente del ferrocarril. Luego, al tímido haz de una linterna, saltar una verja con candado y cruzar un trecho de fango y zarzas hacia la mole de un edificio en ruinas. Cerca, una gran extensión de agua. No se veía, pero podía oírse perfectamente el chapoteo en la brisa y algún que otro graznido de aves acuáticas, como podía sentirse también una oscuridad más profunda, como un gran pozo negro.

Quejas de Miss Jobey cuando se arañó sus preciosas medias y se torció el tobillo; fuertes y amargas imprecaciones contra Mr. Bonnyman y todos sus desvelos que por el momento no auguraban nada bueno para lo que él tenía en mente. Ella empezó a gemir: «Oye, Bonny, tengo miedo, volvamos a casa».

Pero Bonnyman no tenía la menor intención de regresar. Mrs. Armstrong controlaba por norma hasta la menor alteración sonora en el éter de su Commercial Guesthouse, como una estación de interceptación personificada; esa noche iba a estar en alerta máxima. Por otro lado, a él siempre le había gustado el lugar. La luz centelleó sobre el ladrillo rojo iluminando las pruebas de anteriores encuentros: AE + GS; Tony = Kath. Aquel sitio tenía una fuerte carga erótica. Cuántas cosas habían sucedido allí, cuántas manos palpando a tientas… Formaban parte de un gran flujo de anhelos que se remontaba a muchos años y seguiría por muchos años más… Anhelos ilícitos, irreprimibles, perpetuos. Aquello era vida. Tales fueron, en todo caso, los pensamientos de Bonnyman, aunque es lógico él no los expresó ni entonces ni después, a la policía.

—¿Qué ocurrió luego, señor? Con exactitud.

Esto tampoco quiso confesarlo, ni con exactitud ni sin ella.

Pero lo que ocurrió a continuación fue que Bonnyman dejó la linterna en una brecha del enladrillado donde algo se había desprendido de la pared, y rodeó con sus brazos a Miss Jobey. Encontró primero una ligerísima resistencia —cierto forcejeo simbólico, algún «deja» o «aquí no»— que rápidamente perdió convicción hasta que de pronto la lengua de ella volvió a sus trucos y reanudaron la cosa allí donde la habían dejado al salir del pub. Sus manos volvieron a subir por debajo de la falda y ella volvió a rechazarlo, pero esta vez por un motivo diferente. Con el entrecejo ligeramente fruncido, Miss Jobey se agachó y se quitó las bragas. Nada por aquí, nada por allá, y habían desaparecido. Bonnyman la miró fijamente, extasiado.

—Lo que pasó después, inspector, con exactitud, es que Miss Jobey y yo vimos unos sacos de arpillera en un rincón.

Ella con la falda por encima de las rodillas y él con el pantalón por los tobillos, arrastrando los pies como si llevara piernas ortopédicas, cayendo pesadamente de hinojos, y una nube de polvo que se levantaba de los sacos y revoloteaba a la luz de la linterna, y luego mucho retorcerse y quejas por parte de ella de que algo se le estaba clavando en la espalda.

Se levantaron y apartaron los sacos para hacer un lecho mejor.

—¿Y fue entonces cuando lo encontraron?

—Fue entonces, sí.

El inspector descargó súbitamente el puño sobre la mesa de madera basta y gritó al sargento:

—¿Todavía no hay señales de Mr. Wigram?

—Seguimos buscando, señor.

—Pues haga el puñetero favor de encontrarlo, hombre. Muévase.

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