Enigma

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VI. Desmontar » Capítulo 4

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La bomba era pesada —Jericho calculó que debía de pesar más de quinientos kilos— y aunque estaba montada sobre ruedecillas, él y el mecánico necesitaron de todas sus fuerzas para apartarla de la pared. Jericho tiraba mientras el mecánico se ponía detrás y apoyaba el hombro en el armazón para empujar. Finalmente cedió con un chirrido y las chicas de la sección femenina se aprestaron a desarmarla.

El criptógrafo era como un monstruo salido de una de las fantasías de H. G. Wells: un armario metálico negro de dos metros y medio de ancho por uno ochenta de altura, con un sinnúmero de bobinas de diez centímetros de diámetro dispuestas en la parte frontal. La parte de atrás estaba engoznada y cubría un amasijo de cables de colores y unos cilindros de brillo opaco. En el lugar del suelo donde había estado la bomba apareció un gran charco de aceite.

Jericho se limpió las manos en un trapo y retrocedió hasta un rincón para contemplarla. En el resto de la cabaña había unas veinte bombas trabajando sobre otras claves Enigma, y él supuso que el ruido y el calor que producían debían de ser semejantes a los de la sala de máquinas de un barco. Una de las mujeres fue a la parte trasera del armatoste y empezó a desconectar cables. La otra se ocupó de la parte frontal, sacando las bobinas una por una para examinarlas. Cuando encontraba un defecto en el cableado le pasaba la bobina al mecánico, quien volvía a colocar los pequeños cables en su sitio con unas pinzas. Las escobillas de contacto siempre estaban deshilachándose y la correa que conectaba el mecanismo al enorme motor eléctrico tenía tendencia a patinar y estirarse siempre que había un peso grande. Además, los mecánicos no habían hecho bien la toma de tierra, de modo que los armarios tenían cierta propensión a soltar potentes descargas eléctricas.

Jericho creía que aquél era el peor trabajo de todos. Ocho horas diarias, seis días a la semana, metido en aquella ensordecedora celda sin ventanas. Horrible. Se volvió y consultó su reloj. No quería que advirtiesen su impaciencia. Eran casi las once y media.

En ese momento estaban introduciendo el menú en todos los compartimientos de bombas en el área de Bletchley. Trece kilómetros al norte de Park, en una cabaña situada en un claro de la frondosa finca de Gayhurst Manor, un puñado de exhaustas muchachas de la sección femenina a punto de terminar su turno recibían la orden de parar las tres bombas que llevaban Trepatroncos (administración del ejército Berlín-Viena-Belgrado), desmontarlas y prepararlas para Tiburón. En la caballeriza de Adstock Manor, quince kilómetros al oeste, las chicas estaban literalmente repantigadas con los pies en alto junto a sus silenciosas máquinas, bebiendo naranjada y escuchando a Tommy Dorsey por la BBC, cuando el supervisor entró a la carga con un montón de menús en la mano y les dijo que pusieran manos a la obra y rápido. Y en Wavendon Manor, tres kilómetros al nordeste, una historia parecida: en su húmedo bunker, cuatro bombas dejaban bruscamente de trabajar en Quebrantahuesos (clave Enigma de baja prioridad de la Organisation Todt) al tiempo que sus operadoras recibían el aviso de un trabajo urgente.

Estas, más las dos máquinas que había en Cabaña 11 de Bletchley, completaban las doce bombas prometidas.

Terminado el chequeo, la chica de la sección femenina volvió a la primera hilera de bobinas y empezó a arreglarlas según la combinación anotada en el menú. Iba gritándole letras a su compañera, quien las verificaba.

—Freddy, Mantequilla, Cuaga…

—Sí.

—Manzana, Rayo, Edward…

—Sí.

Las bobinas encajaron en sus husillos y quedaron fijas en su sitio tras un fuerte chasquido metálico. Cada una estaba cableada de manera que pudiese imitar la acción de un rotor Enigma: ciento ocho bobinas en total, equivalente a treinta y seis máquinas Enigma trabajando en paralelo. Una vez ajustadas todas las bobinas, la bomba fue transportada de nuevo a su sitio y el motor puesto en marcha.

Las bobinas empezaron a girar todas excepto una de la fila superior, que se había atascado. El mecánico le dio un golpe con su llave de tuercas y la bobina rebelde se puso a girar. La bomba trabajaría sin parar sobre aquel menú —al menos un día entero; posiblemente, según los cálculos de Jericho, dos o tres— parando ocasionalmente cuando la alineación de las bobinas cerrara un circuito. Entonces habría que verificar y analizar las lecturas de las bobinas, arrancar de nuevo la máquina, y así sucesivamente hasta que saliera la exacta combinación de ajustes, momento en que los criptoanalistas podrían leer el tráfico de Tiburón. Ésa era, al menos, la teoría.

El mecánico empezó a arrastrar la otra bomba y Jericho hizo ademán de ayudarlo, pero se lo impidió alguien que le tiraba del brazo.

—Vamos, amigo —gritó Logie sobre el estruendo de las máquinas—. Aquí ya no podemos hacer nada. —Tiró otra vez de su manga.

Jericho se volvió a regañadientes y salió de la cabaña detrás de él.

No tenía la menor sensación de euforia. Tal vez al día siguiente por la tarde, o quizá el jueves, las bombas les darían los ajustes de Enigma para el día que ahora terminaba. Entonces empezaría el verdadero trabajo —la laboriosa tarea de intentar reconstruir la nueva tabla de señales abreviadas—, primero tomando los datos meteorológicos del convoy, cotejándolos con las señales meteorológicas ya recibidas de los submarinos alemanes, aventurando estimaciones aproximadas, comprobándolas, escribiendo un nuevo juego de cribas… La batalla contra Enigma no tenía fin. Era un torneo de ajedrez de un millar de partidas contra un jugador de prodigiosa fortaleza defensiva, y cada día las piezas volvían a sus posiciones originales y el juego recomenzaba desde el principio.

También Logie parecía un tanto abatido mientras iban hacia Cabaña 8 por el camino asfaltado.

—He enviado a los demás a casa para que duerman un poco —dijo—, que es lo que yo voy a hacer. Y tú deberías imitarme, si no estás demasiado colocado como para dormir.

—Sólo voy a poner un poco de orden aquí, si te parece bien. Llevaré la tabla a la caja fuerte.

—Sí. Hazme ese favor.

—Y luego, lo mejor será que me enfrente a Wigram.

—Ah, claro. Wigram.

Entraron en la cabaña. Una vez en su despacho, Logie le lanzó a Jericho las llaves del Museo Negro.

—Y tu premio —dijo, tendiéndole media botella de whisky—. Que no se me olvide.

—Habías dicho que Skynner ofrecía una botella entera.

—Sí, bueno, ya conoces a Skynner.

—Dásela a los otros, Logie.

—Vamos, no seas beato, caray. —Del mismo cajón Logie sacó un par de vasos esmaltados. Sopló para quitarles el polvo y limpió el interior con la yema del dedo índice—. ¿Por qué brindamos? ¿Te importa que te acompañe?

—¿Por el fin de Tiburón? ¿Por el futuro…?

Logie sirvió una generosa cantidad de whisky en ambos vasos.

—¿Qué te parece —dijo sagazmente, dándole uno a Jericho— por tu futuro?

Entrechocaron los vasos.

—Por mi futuro.

Se sentaron en silencio con los abrigos puestos y bebieron.

—Estoy derrotado, no puedo más —dijo Logie por fin, apoyándose en el escritorio para ponerse de pie. Tenía tres pipas en un estante, sopló ruidosamente en cada una de ellas produciendo un ruido áspero y desagradable, y se las guardó en el bolsillo—. Bueno, no te olvides el whisky.

—No lo quiero para nada.

—Coge la botella. Por favor. Hazlo por mí.

Ya en el pasillo, Logie estrechó la mano de Jericho y éste temió que fuera a decirle algo desagradable. Pero tuviera lo que tuviese en la cabeza, se lo pensó mejor y sencillamente lo saludó con aire tristón, cerró la puerta y echó a andar.

La Sala Grande, en espera del turno de medianoche, se hallaba casi desierta. Al fondo había gente trabajando esporádicamente en Delfín y Marsopa. Dos chicas en mono de faena estaban junto a la mesa de Jericho recogiendo todos los papeles desechados y metiéndolos en un par de bolsas para su inmediata incineración. Sólo seguía allí Cave, inclinado sobre sus mapas. Levantó la vista al entrar Jericho.

—¿Y bien? ¿Cómo le van las cosas?

—Es demasiado pronto para saberlo —respondió Jericho. Buscó la tabla de cifra y se la guardó en el bolsillo—. ¿Y a usted?

—Hasta ahora tres blancos. Un mercante noruego y un carguero holandés. Se han ido directamente a pique. El tercero está en llamas y dando vueltas en círculo. Media tripulación perdida y la otra media tratando de salvar el barco.

—¿Cuál es?

—Es un barco estadounidense. El James Oglethorpe. Siete mil toneladas, transporta acero y algodón.

—Estadounidense… —repitió Jericho, acordándose de Kramer.

«Mi hermano murió, fue uno de los primeros…».

—Es una masacre —dijo Cave—, una condenada masacre. ¿Y quiere que le diga lo peor? La cosa no terminará esta noche. Esto va a durar días y días. Los van a perseguir y a torpedear por todo el Atlántico Norte. ¿Imagina lo que debe de sentirse al ver que vuelan el barco que va a tu lado, sin poder parar a recoger supervivientes, esperando que llegue tu turno? —Se tocó la cicatriz, pero enseguida pareció advertir lo que estaba haciendo y dejó caer la mano. Su gesto estuvo cargado de resignación—. Y ahora, por lo visto, están recibiéndose señales de submarinos alrededor del convoy SC-122.

Su teléfono empezó a sonar y Cave fue a contestar.

Mientras estaba de espaldas, Jericho dejó sigilosamente la media botella de whisky en la mesa de Cave y luego salió y se adentró en la noche.

Su mente, estimulada por la benzedrina y el alcohol, parecía funcionar de motu propio, agitándose como las bombas de Cabaña 11, haciendo extrañas asociaciones al azar: Claire y Hester y Skynner, Wigram con su pistolera, las huellas de neumáticos en la escarcha junto a la casa, el barco estadounidense en llamas girando y girando sobre los cuerpos de media tripulación.

Se detuvo cerca del lago para respirar un poco de aire fresco y recordó las noches en que se había quedado allí, mirando la débil silueta de la mansión recortada contra el cielo estrellado. Entornó los ojos y la vio como pudo haber sido antes de la guerra. Una tarde de verano. El sonido de una orquesta y un burbujeo de voces flotando sobre el césped. Una ristra de farolillos navideños, rosa y malva y amarillo limón, agitándose en la arboleda. Arañas de luces en la pista de baile. Cristales blancos quebrándose en la superficie lisa del lago.

La visión era tan fuerte que se encontró sudando en su abrigo a causa de un calor imaginario, y mientras subía por la cuesta hacia la mansión imaginó que veía una hilera de Rolls-Royce con sus chóferes apoyados en los largos capós. Pero a medida que se acercaba vio que los coches eran simples autobuses que habían ido a dejar a los del siguiente turno y a recoger a los del último, y que la música sólo era la percusión producida por los timbres de los teléfonos y el ruido de pasos apresurándose por el suelo de piedra.

Dentro del laberinto de la mansión saludó cautamente con la cabeza a las pocas personas con que se cruzó, un hombre mayor con traje gris oscuro, un capitán del ejército, una mujer de la fuerza aérea auxiliar. Bajo la pálida luz se los veía ojerosos, y Jericho supuso, por la expresión de sus caras, que también él debía de tener un aspecto extraño. Creyó que la benzedrina podía hacer cosas raras en las pupilas, y además hacía más de cuarenta horas que no se afeitaba ni cambiaba de ropa. Pero en Bletchley no echaban a nadie por tener un aspecto extraño, o de lo contrario aquel sitio habría estado vacío desde un principio. Estaba el viejo Dilly Knox, por ejemplo, que solía ir a trabajar en bata; y Turing, que llegaba en bicicleta con una máscara antigás tratando de curarse su fiebre del heno; y el criptoanalista de la sección japonesa, que un día se había bañado desnudo en el lago a la hora del almuerzo. En comparación, Jericho era tan convencional como un contable.

Abrió la puerta del pasadizo que conducía al sótano. La bombilla debía de haberse fundido tras su última visita, y se vio sumido en una oscuridad tan absoluta como la de una catacumba. Al pie de la escalera algo brillaba débilmente. Jericho avanzó a tientas hacia la luz. Era el ojo de la cerradura del Museo, marcado con pintura luminosa, un truco que habían aprendido cuando comenzaron los bombardeos.

El interruptor de la sala funcionaba. Abrió la caja de caudales y devolvió el libro a su sitio, y por un instante tuvo la loca idea de guardar también allí los criptogramas robados. Dentro de un sobre habrían pasado inadvertidos durante varios meses. Pero ¿cuándo podría volver a entrar allí? Un día los descubriría alguien. Y entonces bastaría una llamada telefónica de Beaumanor y todo saldría a la luz, su implicación, la de Hester…

No, no.

Cerró la puerta de acero.

Pero aún no se decidía a marchar. Gran parte de su vida estaba allí. Tocó la caja y luego las rugosas y secas paredes. Pasó el dedo por el polvo de la mesa. Contempló la hilera de máquinas Enigma en la estantería metálica. Todas estaban guardadas en cajas de madera, la mayor parte en su embalaje original alemán, e incluso en reposo parecían exudar cierto poder irresistible y amenazador. Eran algo más que meras máquinas, pensó. Eran las sinopsis del cerebro del enemigo; misteriosas, complejas, animadas.

Las observó por un par de minutos y luego dio media vuelta.

Pero se detuvo.

—Tom Jericho —susurró—, mira que eres bobo.

Las primeras dos máquinas que bajó e inspeccionó resultaron estar en muy mal estado. La tercera tenía una etiqueta sujeta al asa mediante un trozo de cordel: «Sidi Bou Zid 14/2/43». Era una Enigma del Afrika Korps, capturada por el octavo ejército durante su ofensiva sobre Rommel del mes anterior. La depositó con cuidado sobre la mesa y aflojó los cierres metálicos. La tapa se abrió con facilidad.

Esta vez la máquina estaba perfecta: una belleza. Las letras de las teclas estaban casi nuevas, la carcasa metálica sin un rasguño, las bombillas de vidrio limpias y relucientes. Los tres rotores —como vio, parados en ZDE— parecían de plata bajo la luz desnuda. La acarició tiernamente. Parecía a punto de estrenar. «Chiffreirmaschine Gesell-schaft», rezaba la etiqueta. «Heimsoeth und Rinke, Berlin-Wilmersdorf, Uhlandstrasse 138».

Pulsó una tecla. Era más rígida que la de una máquina de escribir corriente. Una vez apretada lo suficiente, la máquina emitió un ruido metálico y el rotor de la derecha se movió una muesca. Al mismo tiempo, una de las bombillas se encendió.

¡Aleluya!

La batería estaba cargada. La Enigma estaba viva.

Comprobó el mecanismo. Se agachó y pulsó la tecla C. Se encendió la letra J. Tecleó después L y obtuvo U. A, Y, R le dieron, sucesivamente, X, P, Q y otra vez Q.

Levantó la tapa interior de la máquina, separó el husillo, ajustó los rotores de nuevo en ZDE y los cerró. Tecleó el criptograma JUXPQQ y las bombillas deletrearon C-L-A-I-R-E con pequeños estallidos de luz.

Metió la mano en el bolsillo en busca del reloj. Las doce menos dos minutos.

Volvió a colocar la tapa en su sitio y subió la Enigma a su estante. Se aseguró de cerrar la puerta al salir.

Para la gente con que se cruzó en los pasillos de la mansión, ¿quién era él? Nadie. Un criptoanalista más con algún galimatías en la cabeza.

Hester Wallace, tal como habían convenido, estaba a medianoche en la cabina de teléfonos con el auricular en la mano, sintiéndose más estúpida que temerosa mientras fingía hacer una llamada. Al otro lado del cristal, dos corrientes de pálidas chispas flotaban en la oscuridad, un haz venía de la verja principal y el otro iba hacia ella. En su bolsillo había una hoja de aquel papel marronáceo y moteado que usaban en Bletchley, con seis entradas anotadas.

Cordingley se había tragado la historia, claro que sus ansias de ayudar habían sido tal vez un poco excesivas. Incapaz al principio de localizar el archivo que interesaba, Cordingley había recurrido a un mocoso granujiento de pelo rubio y fino. Hester se había preguntado si aquel niño, aquel cara de feto era realmente un criptoanalista. Pero Donald le había dicho en voz baja que era uno de los mejores; como las universidades ya habían sido rastrilladas a fondo, ahora estaban echando mano de chicos recién salidos del colegio. Inmaduros. Incondicionales. La nueva élite.

La carpeta había salido por fin, y en un rincón, Hester Wallace había hecho correr su lápiz como nunca. La peor parte había llegado al final: mantener la serenidad y no echar a correr de inmediato sino comprobar las cifras, devolver la carpeta al Feto y observar las normas de urbanidad para con Donald.

—Deberíamos ir a tomar una copa un día de éstos.

—Sí, tienes razón.

—Bueno, pues ya te diré algo.

—Sí, sí. Yo también.

Pero en realidad ninguno de los dos tenía la menor intención de hacerlo.

«Vamos, Tom Jericho, vamos».

Pasaron las doce. El primero de los autobuses llegó, casi invisible a excepción de sus gases de escape, que formaron una nubecilla rosada en sus luces traseras.

Y entonces, cuando ya empezaba a desesperar, una mancha blanca y borrosa. Una mano golpeó suavemente el cristal. Ella dejó el auricular e iluminó con su linterna la cara de un lunático pegada al cristal. Ojos oscuros desorbitados y cara de convicto con una sombra de barba.

—No había ninguna necesidad de darme ese susto —musitó ella, pero eso fue en la intimidad de la cabina. Al salir, lo único que dijo fue—: He dejado sus números en el teléfono.

Hester le dejó la puerta abierta. La mano de él descansó en la suya. Una breve presión por parte de él en señal de agradecimiento; demasiado breve para que ella pudiera decir quién tenía los dedos más fríos.

—Nos veremos aquí a las cinco.

La euforia dio nuevas energías a las cansadas piernas de Hester, que pedaleaba colina arriba alejándose de Bletchley.

Él necesitaba verla a las cinco. ¿Qué otra cosa podía significar, salvo que había encontrado algo? ¡Victoria! ¡Victoria sobre los Mermagen y los Cordingley!

La pendiente era cada vez más empinada. Hester se levantó del sillín. La bicicleta ondeaba de un lado a otro como un metrónomo. La luz bailaba en la calzada.

Después, ella se reprocharía seriamente por aquel júbilo prematuro, pero lo cierto era que seguramente no habría podido verlos. Habían tomado posiciones con sumo cuidado, paralelamente al sendero y ocultos por el seto de espino —un trabajo de profesionales—, de modo que cuando ella dobló la esquina y empezó a botar por los baches hacia la casa pasó por delante de ellos sin darse cuenta.

Se encontraba a menos de dos metros de la puerta cuando los faros se encendieron, faros de noche de guerra, pero lo bastante deslumbrantes como para arrojar su sombra contra la pared encalada. Oyó toser el motor y al volverse, protegiéndose los ojos, vio el coche grande acercarse a ella… lentamente, sin prisa, implacable, bamboleándose sobre el terreno irregular.

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