Enigma

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VI. Desmontar » Capítulo 5

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Jericho se dijo que debía tener calma. «No hay prisa. Te has dado cinco horas. Utilízalas».

Se encerró en la habitación del sótano, dejando la llave medio girada en la cerradura para que cualquiera que intentase introducir su propia llave desde el otro lado la encontrase cerrada. Sabía que en un momento u otro tendría que ir a abrir, de lo contrario, ¿qué era? Un ratón en una trampa. Pero eso le daría treinta segundos, y para buscarse una coartada volvió a abrir la caja fuerte de la sección naval y desparramó unos cuantos mapas y tablas de cifra sobre la angosta mesa. A eso añadió los criptogramas y los ajustes robados, y su reloj, que situó ante él con la tapa abierta. Como si se preparara para un examen, pensó: «Los opositores sólo deberían escribir por una cara del papel; este margen debe quedar en blanco para uso del examinador».

Luego bajó la Enigma y retiró la cubierta.

Escuchó. Nada. Una tubería que goteaba en alguna parte, nada más. Las paredes estaban alabeadas por la presión de la tierra fría; podía notar el olor, saborear las esporas del húmedo encalado. Se echó aliento en los dedos y reflexionó.

Trabajaría hacia atrás, se dijo, empezando por descifrar primero el último criptograma, sobre la hipótesis de que lo que hubiese causado la desaparición de Claire estaba contenido en esos mensajes finales.

Recorrió con los dedos las columnas de notación para buscar los ajustes de Buitre para el 4 de marzo, día de pánico general en el archivo de Bletchley.

III V IV GAH CX AZ DV KT HU LW GP EY MR FQ

Los números romanos significaban que ese día iban a emplear tres de los cinco rotores de la máquina, y el orden en que había que ponerlos. GAH le dio la posición inicial de los rotores. Los siguientes diez pares de letras representaban las múltiples conexiones que tenía que hacer en el panel de enchufes de la parte de atrás. Quedaban seis letras sin relacionar, lo cual, por uno de esos gloriosos misterios de la estadística, aumentaba el número de posibles conexiones en el panel de casi ocho billones (25 X 23 X 21 X 19 X 17 X 15 X 13 X 11 X 9 X 7 X 5 X 3) a más de ciento cincuenta billones.

Primero hizo las conexiones. Tiras cortas de cable flexible de color chocolate con clavijas de latón revestidas de baquelita en cada extremo, que se hundieron con satisfecha precisión en los enchufes de sus letras respectivas; de C a X, de A a Z…

A continuación levantó la tapa interior de la Enigma, abrió el husillo y sacó los tres rotores que ya estaban cargados. De un compartimiento aparte retiró los dos rotores sobrantes.

Cada rotor era del tamaño y grosor de un disco de hockey sobre hielo, pero más pesado: una rueda dentada con veintiséis terminales —por un lado en forma de anillo con resortes, y por el otro plana y circular— con las letras del alfabeto grabadas alrededor del borde. A medida que los rotores giraban unos contra otros, la forma del circuito eléctrico que cerraban iba variando. Siempre que se pulsaba una tecla el rotor de la derecha avanzaba una letra. Una vez cada veintiséis letras, una muesca de su anillo-alfabeto hacía que el rotor central se moviera también. Y cuando, al final, el rotor dé en medio completaba una rotación, el tercer rotor empezaba a moverse. Dos rotores moviéndose a la par se conocía en Bletchley como «cangrejo»; tres era «langosta».

Dispuso los rotores según el orden del día —III, V y IV— y los encajó en el husillo. Hizo girar el III y lo puso en la letra G, el V en A y el IV en H, y luego cerró la tapa.

Ahora la máquina estaba preparada como lo había estado su hermana gemela en Smolensko la tarde del 4 de marzo.

Pulsó las teclas.

Listo.

La Enigma trabajaba sobre un principio sencillo. Si, cuando la máquina estaba ajustada de un modo concreto, tecleando A se cerraba un circuito que hacía iluminar la bombilla X, por lógica —puesto que la corriente eléctrica es recíproca—, con el mismo ajuste al pulsar X se encendería la bombilla A. La máquina estaba pensada para que descifrar fuese tan fácil como poner en cifra.

Jericho advirtió de inmediato que algo andaba mal. Pulsaba una letra del criptograma con el índice de la mano izquierda y con la mano derecha anotaba el carácter iluminado en el panel. La T le dio H; la R, Y; la X, C… No le sonaba a alemán. Con todo, siguió adelante con la esperanza cada vez más mermada de que aquello tenía que funcionar. No se rindió hasta haber pulsado cuarenta y siete letras.

HYCYKWPIOROKDZENAJEWICZJPTAKJHRUTBPYSJMOTYLPCIE

Se mesó los cabellos.

En ocasiones los operadores de Enigma añadían paja al texto principal para disfrazar el sentido del mensaje, pero nunca hasta ese punto, se dijo. En la jerigonza que tenía delante no había ninguna palabra oculta que columbrar.

Gruñó, se retrepó en la silla y contempló el techo descamado.

Había dos posibilidades, ambas igualmente desagradables.

Primera: el mensaje había sido supercifrado, es decir, su texto había sido puesto en cifra una vez y luego otra más para oscurecer doblemente su significado. Una técnica muy prolija reservada únicamente para las comunicaciones más secretas.

Segunda: Hester había cometido un error de transcripción —tal vez sólo una letra equivocada—, en cuyo caso podía quedarse allí sentado literalmente el resto de su vida, y aun así no conseguiría que el criptograma escupiera sus secretos.

De las dos explicaciones, la última era la más probable.

Paseó de un lado a otro de su calabozo, intentando que la sangre volviera a circular por sus brazos y sus piernas. Luego volvió a ajustar los rotores a GAH e hizo un intento por descifrar el segundo mensaje del 4 de marzo. El mismo resultado:

SZULCJKUKAH…

No se molestó siquiera en probar con el tercer y cuarto criptogramas, sino que se puso a jugar con los ajustes de rotor —GEH, GAN, CAH— con la esperanza de que ella hubiera anotado mal una letra, pero la máquina Enigma no soltaba otra cosa que aquella especie de lenguaje extraterrestre.

Cuatro en el coche. Hester detrás, al lado de Wigram. Dos hombres delante. Las puertas cerradas con seguro, la calefacción en marcha, una peste a humo y sudor que obligaba a Wigram a llevar su bufanda a cuadros escoceses pegada a la nariz. Procuró no mirarla mientras duró el viaje y no pronunció palabra hasta que llegaron a la carretera principal. Luego pisaron la línea blanca para adelantar a otro vehículo y el conductor puso en marcha la sirena.

—Por el amor de Dios, Leveret, apague eso.

El ruido cesó. El coche dobló a la izquierda, luego a la derecha. Fueron dando tumbos por una pista llena de roderas, y los dedos de Hester se hundieron aún más en la tapicería mientras se esforzaba por no caer sobre Wigram. Ella tampoco había dicho nada; el silencio era su único y simbólico gesto de desafío. Estaban listos si creían que iba a mostrarles su nerviosismo poniéndose a parlotear como una cría.

Un par de minutos después se detuvieron en alguna parte y Wigram permaneció inmóvil como un estadista, mientras los hombres del asiento de delante se apeaban. Uno rodeó el coche y abrió la puerta de su lado. Unas linternas avanzaron en la oscuridad. Aparecieron sombras. El comité de bienvenida.

—¿Aún tiene esas luces encendidas, inspector? —preguntó Wigram.

—Sí, señor. —Una voz profunda y varonil; acento de las Midlands—. Pese a las muchas protestas de la gente de antiaéreos.

—Por mí, como si se la machacan. Si los nazis quieren bombardear esto, allá ellos. ¿Tiene los planos?

—Sí, señor.

—Fantástico. —Wigram se agarró del techo y salió al estribo dándose impulso. Esperó un par de segundos y al ver que Hester no se movía volvió a meter la cabeza y flexionó los dedos.

—Vamos, vamos. No querrá que la lleve en brazos…

Ella se deslizó sobre el asiento.

Dos coches más —no, tres coches más— con los faros encendidos iluminando las siluetas de unos hombres en movimiento, más un pequeño camión del ejército y una ambulancia. Fue la presencia de esta última lo que le impresionó. Tenía las puertas abiertas y, mientras Wigram y ella pasaban por delante —él la guiaba apoyando ligeramente la mano en su codo—, le llegó el olor a antiséptico, vio los tanques de oxígeno de color pardo, las camillas con sus bastas mantas marrones, sus correas de cuero, sus inocentes sábanas blancas. Sobre el parachoques trasero dos hombres con las piernas extendidas, fumando. La miraron sin interés.

—¿Había estado antes aquí? —preguntó Wigram.

—¿Qué es esto?

—El paseo de los enamorados. Ya veo que no es su ambiente.

Wigram sostenía una linterna, y al apartarse para cederle el paso Hester vio un rótulo junto a la entrada: PELIGRO: POZO DE ARCILLA ANEGADO — AGUA MUY PROFUNDA. A sus oídos llegó el sonido gutural de una máquina y los gritos de unas aves acuáticas. Empezó a temblar.

«La mano del Señor descendió sobre mí y me llevó y me posó en medio del valle que estaba lleno de huesos».

—¿Decía algo? —preguntó Wigram.

—No creo.

«Oh, Claire, Claire, Claire…».

El ruido del motor había aumentado, y parecía proceder del interior de un edificio de ladrillo. Una luz blanca y débil brillaba entre las aberturas del techo iluminando una chimenea alta y cuadrada cuya base quedaba oculta por la hiedra. Hester tuvo la impresión de estar en la cabeza de una procesión. Detrás iban el chófer, Leveret, luego el segundo de los hombres del coche, que llevaba una gabardina, y por último el inspector de policía.

—Ojo con donde pisa —le avisó Wigram al tiempo que trataba de cogerla nuevamente del brazo, pero ella se lo sacudió de encima. Avanzó sin ayuda entre fragmentos de ladrillo y maleza, oyó voces, dobló un recodo y, aliviada, vio un deslumbrante arco de luces que iluminaba un sendero ancho. Seis policías avanzaban por él, en paralelo y a gatas, entre un brillo de cristales rotos y escombros. Detrás de ellos, un soldado cuidaba de un palpitante generador; otro más desenrollaba una bobina de cable eléctrico; un tercero estaba aparejando más luces.

Wigram sonrió y le guiñó el ojo, como diciendo: «Vea cuál es mi poder». Estaba poniéndose unos guantes marrón claro de piel de becerro.

—Tengo algo que enseñarle.

En una esquina de un edificio había un sargento de policía de pie junto a un montón de sacos. Hester tuvo que obligar a sus piernas a caminar. «Te lo ruego, Señor, que no sea ella».

—Saque su libreta —dijo Wigram al sargento. Se recogió el abrigo y se puso en cuclillas—. Estoy enseñándole a la testigo un abrigo de mujer, largo hasta el tobillo, al parecer, de color gris, con ribetes de terciopelo negro. —Lo extrajo del saco y le dio la vuelta—. Forro de raso gris. Muy manchado. De sangre, probablemente. Habrá que comprobarlo. Etiqueta: «Hunters, Burlington Arcade». ¿Y la testigo respondió…? —Sostuvo el abrigo en alto sin darle la cara.

«¿Recuerdas que dije: “Es demasiado bonito para llevarlo cada día”, y tú dijiste: “Serás tonta, Hester, ésa es precisamente la única razón de ponérselo”?».

—¿Y la testigo respondió…?

Es de ella.

—Es de ella. ¿Anotado? Bien. Estupendo. Sigamos. Un zapato de mujer. Pie izquierdo. Negro. Tacón alto. Partido. ¿Cree que pueda ser de ella?

—¿Cómo voy a saberlo? Un zapato…

—Más bien grande. Pongamos, talla treinta y ocho o treinta y nueve. ¿Qué talla tenía ella?

Pausa.

—La treinta y ocho —susurró Hester por fin.

—Hemos encontrado el otro par fuera —dijo el inspector—. Al borde del agua.

—Y unas bragas. Blancas. De seda. Muy manchadas de sangre. —Las sostuvo con el brazo estirado, entre el pulgar y el índice—. ¿Las reconoce, Miss Wallace? —Dejó caer las bragas y hurgó en el fondo del saco—. Último artículo, un ladrillo. —Lo iluminó con su linterna; algo brilló—. Manchas de sangre, también. Cabellos rubios pegados.

—Once edificios principales —dijo el inspector—. Ocho de los cuales con hornos de cocer ladrillos, cuatro con chimeneas en pie. Un ramal corto con apartaderos, que enlaza con la línea principal, y un ramal que parte de aquí, cruzando el solar.

Ahora estaban fuera, en el lugar donde habían hallado el segundo zapato, y el mapa estaba desplegado sobre una herrumbrosa cisterna de agua. Hester se apartó, vigilada en todo momento por Leveret, que permanecía con los brazos caídos a los costados. Había más hombres cerca del borde del agua, horadando la noche con sus linternas.

—Cerca del embarcadero había un cobertizo para los del club de pesca local. Normalmente había tres botes de remos.

—¿Normalmente?

—Alguien abrió la puerta a patadas, señor. La temporada ha terminado. Por eso nadie lo descubrió. Falta un bote.

—¿Desde…?

—Bien, el domingo vino a pescar carpas. Era el último día de la estación. Aquel día no pasó nada, de modo que tuvo que ser a partir del domingo por la noche.

—Domingo. Y estamos a miércoles. —Wigram suspiró y sacudió la cabeza.

El inspector extendió las manos y dijo:

—Con todos mis respetos, señor, tengo a tres hombres en Bletchley. Bedford nos ha prestado seis, Buckingham, nueve. Estamos a tres kilómetros del centro de la ciudad. Señor…

Wigram no parecía haberle oído:

—¿Qué tamaño tiene el lago? —preguntó.

—Unos cuatrocientos metros de diámetro.

—¿Profundo?

—Sí, señor.

—Quiero decir que qué profundidad tiene.

—Siete u ocho metros en los bordes. Bajando, hasta dieciocho o veinte. Es una vieja explotación. Bletchley se construyó con lo que sacaban de aquí.

—No me diga. —Wigram dirigió su linterna hacia el lago—. Supongo que tiene sentido. Hacer un agujero a partir de otro agujero. —La niebla empezaba a arremolinarse como el vapor de una caldera. Wigram hizo girar la linterna y volvió a enfocar el edificio—. ¿Qué pasó aquí, entonces? —dijo en voz baja—. Nuestro hombre la trae el domingo para echar un polvo. La mata, seguramente con ese ladrillo. La arrastra hasta aquí… —El haz de luz siguió el sendero desde los hornos hasta el agua—. Ha de ser fuerte, porque la chica era alta. ¿Qué más? Consigue un bote. Quizá mete el cuerpo en un saco. Lo llena de ladrillos. Eso es evidente. Rema hacia el centro. Arroja el saco. Un chapoteo en la oscuridad, como en las películas… Probablemente quería volver por la ropa, pero algo se lo impidió. Tal vez la siguiente pareja de tórtolos había llegado ya. —Volvió a dirigir el haz hacia la niebla—. Veinte metros de profundidad. ¡Coño! Habrá que alquilar un submarino para encontrarla.

—¿Puedo irme ya? —preguntó Hester. Hasta ese momento había permanecido callada, pero ahora estaba llorando y respiraba a grandes bocanadas.

Wigram le iluminó la cara.

—No —dijo tristemente—. Me temo que no es posible.

Jericho estaba corrigiendo las conexiones con toda la rapidez que le permitían sus dedos entumecidos.

Ajustes de Enigma para la clave Buitre del ejército alemán, 6 de febrero de 1943:

I V III DMR EY JL AK. NV FZ CT HP MX BQ GS

Los cuatro criptogramas finales eran un desastre, puro caos dentro del caos. Ya había desperdiciado demasiado tiempo con ellos. Empezaría de nuevo, esta vez por la primera señal. E para Y, J para L. ¿Y si no funcionaba? Mejor no pensar en eso. A para K, N para V… Levantó la tapa, abrió el husillo, sacó los rotores. Encima de él, la gran mansión estaba en silencio. Jericho se hallaba demasiado abajo para oír pasos. Se preguntó qué estarían haciendo allá arriba. ¿Buscando? Quizá. Y si despertaban a Logie no les llevaría mucho tiempo encontrarlo. Puso los rotores en su sitio —primero, quinto, tercero— y los conectó en DMR.

Casi al instante empezó a sentir que la cosa funcionaba. Primero C y X, que eran nulos, y luego A, N, O, K, H.

An OKH

Para OKH. Oberkommando des Heeres. Alto Mando del Ejército.

Milagro.

Su dedo aporreó la tecla. Las luces parpadearon.

An OKH/BEFEHL. Para la oficina del comandante en jefe.

Dringend

Urgente.

Melde Auffindung zahlreicher menschlicber Überreste zwölf Km westlich Smolensk

Descubiertos ayer restos humanos a doce kilómetros al oeste de Smolensko…

Hester estaba con Wigram en el coche mientras Leveret montaba guardia fuera.

Jericho. Estaba preguntándole por Jericho. ¿Dónde estaba? ¿Qué estaba haciendo? ¿Cuándo lo vio por última vez?

—Salió de la cabaña. No está en su alojamiento. No está en la casa. Me pregunto adonde diablos más se puede ir en esta porquería de ciudad.

Ella no dijo nada.

Él descansó el puño sobre el asiento e intentó gritar, pero al advertir que eso no funcionaba le entregó su pañuelo y cambió de táctica. El aroma a agua de colonia en la seda y el recuerdo de los cabellos rubios en aquel ladrillo hicieron que Hester sintiese ganas de vomitar, y Wigram tuvo que bajar la ventanilla de su lado y pedirle a Leveret que le abriese la puerta.

—Han encontrado el bote, señor —dijo Leveret—. Hay sangre en el fondo.

Poco antes de las tres, Jericho consiguió descifrar el primer mensaje:

PARA LA OFICINA DEL COMANDANTE EN JEFE. URGENTE. HALLADOS INDICIOS DE RESTOS HUMANOS DOCE KILÓMETROS AL OESTE DE SMOLENSKO. SE CREE QUE PUEDA HABER MILLARES. ¿CÓMO HE DE PROCEDER? LACHMAN, OBERST, POLICÍA DE CAMPO.

Jericho contempló aquel prodigio. «Exacto, Herr Oberst, ¿cómo ha de proceder? Me muero por saberlo».

Una vez más, empezó el tedioso procedimiento de conectar y reinstalar los rotores de la máquina Enigma. La siguiente señal había sido enviada desde Smolensky tres días después, el 9 de febrero. A, N, O, K, H, B, E, F, E, H, L… La exquisita formalidad de las fuerzas armadas alemanas desvelada ante sus ojos. Y luego un nulo, y después G, E, S, T, E, R, N, U, N, D, H, E, U, T, E.

Gestern und heute. Ayer y hoy.

Y así sucesivamente, letra a letra, irremisiblemente —teclear, clone, luz, anotar— parando de vez en cuando para frotarse los dedos y enderezar la espalda, todo ello empeorado por la lentitud exasperante con que tenía que leerlo. Algunas palabras se le hacían muy difíciles. ¿Qué significaba mumifiziert? ¿Momificado, tal vez? ¿Y Sagemehlgeknebelt? ¿Amordazado con serrín?

EXCAVACIÓN PRELIMINAR LLEVADA A CABO AYER Y HOY EN BOSQUE AL NORTE DEL CASTILLO DE DNIÉPER. EXTENSIÓN APROXIMADA DOSCIENTOS METROS CUADRADOS. CAPA SUPERFICIAL DE SUELO HASTA UNA PROFUNDIDAD DE UNO COMA CINCO METROS CON PLANTACIÓN DE PINO JOVEN. CINCO CAPAS DE CADÁVERES. POR ARRIBA MOMIFICADOS POR ABAJO LÍQUIDOS. VEINTE CUERPOS RECUPERADOS. MUERTE POR TIRO EN LA CABEZA. MANOS ATADAS CON ALAMBRE. BOCAS AMORDAZADAS CON TELA Y SERRÍN. UNIFORMES MILITARES. BOTAS ALTAS Y MEDALLAS INDICATIVAS DE QUE VÍCTIMAS SON OFICIALES POLACOS. HIELO Y NEVADAS NOS OBLIGAN A SUSPENDER OPERACIONES HASTA EL DESHIELO. SEGUIRÉ CON MIS INVESTIGACIONES. LACHMAN, OBERST, POLICÍA DE CAMPO.

Jericho dio una vuelta por su pequeña celda, batiendo los brazos y pateando el suelo. Le parecía estar poseído por fantasmas, espectros que sonreían con bocas desdentadas que explotaban en la parte posterior de sus cabezas. También él caminaba por el bosque. El frío le rajaba la piel. Y cuando se detenía a escuchar oía un ruido de árboles arrancados de raíz, palas y picos chocando contra la tierra helada.

¿Oficiales polacos?

¿Puck?

La tercera señal, después de un lapso de once días, había sido transmitida el 20 de febrero. Nach Eintreten Tauwetter Exhumierungen im Wald bei Katyn fortgesetzt

TRAS EL DESHIELO SE REANUDAN LAS EXCAVACIONES EN EL BOSQUE KATYN OCHO CERO CERO AYER. CINCUENTA Y DOS CADÁVERES EXAMINADOS. RECUPERADAS MUCHAS CARTAS PERSONALES, MEDALLAS, MONEDA POLACA. TAMBIÉN CARTUCHOS DE BALA SIETE COMA SEIS CINCO MILÍMETROS CON EL SELLO GECO D. INTERROGATORIOS A LA POBLACIÓN LOCAL ESTABLECEN PRIMERO LAS EJECUCIONES SON DIRIGIDAS POR EL NKVD DURANTE LA OCUPACIÓN SOVIÉTICA MARZO Y ABRIL MIL NOVECIENTOS CUARENTA. SEGUNDO. VÍCTIMAS SE CREE FUERON LLEVADAS DESDE EL CAMPO DE KOZIELSK. EN TREN HASTA LA ESTACIÓN DE GNIEZDOVO LLEVADAS AL BOSQUE DE NOCHE EN GRUPOS SE OYERON CIEN DISPAROS. TERCERO. CIFRA TOTAL DE VÍCTIMAS ESTIMADA EN DIEZ MIL REPITO DIEZ MIL. SE REQUIERE AYUDA URGENTE SI LAS EXCAVACIONES DEBEN PROSEGUIR.

Jericho permaneció inmóvil durante quince minutos, contemplando la máquina e intentando asimilar la magnitud de las implicaciones. Se dijo que era peligroso estar al corriente de aquel secreto, pues era lo bastante grande como para comerse entera a una persona. ¿Diez mil polacos —los gallardos aliados de Gran Bretaña supervivientes de un ejército que había atacado a las divisiones Panzer a lomos de caballos y blandiendo espadas— atados, amordazados y muertos por los otros gallardos y más recientes aliados, los heroicos soviéticos? No era de extrañar que alguien hubiera limpiado el archivo.

Se le ocurrió una idea, y volvió al primer criptograma.

HYCYKWPIOROKDZENAJEWICZJPTAKJHRUTBPYSJMOTYLPCIE

Si uno los ordenaba así no tenía ningún sentido, pero si lo hacía de esta manera: HYCYK, W., PIORO, K., DZENAJEWICZ, J., PTAK, J., HRUT, B., PYS, J., MOTYL, P… el orden emergía del caos.

Nombres.

Con eso tenía suficiente. Pudo haber parado. Pero siguió adelante, pues no era de los que dejan un misterio o una comprobación matemática a medio resolver. Había que explicar el camino que llevaba a la respuesta, aun cuando uno hubiera adivinado el destino mucho antes de que el viaje terminara.

Ajustes de Enigma para la clave Buitre del ejército alemán, 2 de marzo de 1943:

III IV II LUK JP DY QS HL AE NW CU IK FX BR

An Ostubaf Dorfmann. Ostubaf por Obersturm-bannführer. Una graduación de la Gestapo.

PARA EL OBERSTURMBANNFÜHRER DORFMANN RHSA POR ORDEN DEL COMANDANTE EN JEFE IDENTIFICADOS NOMBRES DE OFICIALES POLACOS EN BOSQUE KATYN COMO SIGUE.

No se molestó en anotarlos. Sabía qué estaba buscando y lo encontró una hora después, sepultado bajo otro montón de nombres. No fue enviado a la Gestapo el día 2 sino el 3:

PUKOWSKT, T.

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