Enigma

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VI. Desmontar » Capítulo 6

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Poco después de las cinco de la mañana, Tom Jericho emergió cual topo de su agujero subterráneo y permaneció en el pasadizo de la mansión, escuchando. Había devuelto la máquina Enigma a su estante, cerrado la caja fuerte y echado la llave a la puerta del Museo Negro. Los criptogramas y los ajustes estaban en su bolsillo. Oyó voces y pasos que se acercaban y se arrimó a la pared, pero quienesquiera que fuesen no pasaron por donde él estaba. La escalera de madera crujió cuando se perdieron de vista hacia las oficinas instaladas en los dormitorios de arriba.

Se movió con cautela, pegado a la pared. Si a medianoche Wigram había ido a buscarlo a la cabaña, ¿qué habría hecho al ver que no estaba? Habría ido a Albion Street. Y al comprobar que Jericho no se había presentado allí, probablemente habría organizado un buen pelotón de rescate. Y por el momento a Jericho no le interesaba que lo encontrasen. Había demasiadas preguntas que hacer y sólo un hombre tenía las respuestas.

Abandonó su escondite y abrió la puerta de doble batiente que daba al vestíbulo.

«Fuiste su amante, ¿verdad Puck? El siguiente después de mí en la puerta giratoria de los hombres de Claire Romilly. Y de alguna forma —pero ¿cómo?— supiste que en aquel espeluznante bosque pasaba algo terrible. ¿No fue por eso que fuiste a buscarla? ¿Porque ella tenía acceso a una información que te estaba vedada? Y ella debió de acceder a ayudarte, debió de empezar a copiar para ti todo lo que le pareció de interés (“Últimamente la he visto más atenta…”)— Y luego vino el día de pesadilla en que comprendiste que —¿quién?, ¿tu padre?, ¿tu hermano?— estaba enterrado en aquel sitio horrendo. Y al día siguiente, lo único que ella pudo conseguir fueron esos criptogramas, porque los británicos —los británicos: fieles aliados vuestros, leales protectores a quienes Polonia había confiado el secreto de Enigma— habían decidido, sencillamente, que no querían saber nada más.

»Puck, Puck, ¿qué has hecho?

»¿Qué has hecho con ella?».

En el vestíbulo de entrada había un centinela, un par de criptoanalistas hablando quedamente en un banco, una mujer de la fuerza aérea auxiliar con un montón de archivadores pugnando por encontrar el pomo de la puerta con el codo. Jericho fue a abrírsela y ella le brindó una sonrisa y puso los ojos en blanco como diciendo: «Vaya sitio para coincidir a las cinco de una mañana de primavera». Jericho sonrió a su vez y asintió solidariamente con la cabeza: «Y que lo diga, vaya sitio…».

La joven fue en una dirección y él en la contraria, hacia el lucero del alba y la verja principal. El cielo estaba negro, la cabina de teléfonos era casi invisible entre las sombras de la arboleda. Estaba vacía. Pasó de largo y se adentró en la espesura. Sir Herbert Leo, último propietario Victoriano del Park, había sido un consumado arboricultor, como demostraban las trescientas especies distintas que había plantado. Cuarenta años replantando semillas, seguidos de cuatro años sin podar, habían convertido la arboleda en un laberinto de cámaras secretas, y fue ahí donde Jericho se acuclilló en la tierra seca esperando a Hester Wallace.

A las cinco y cuarto comprendió que no se presentaría, lo cual le sugirió que tal vez la hubiesen detenido. En cuyo caso, ahora debían de estar buscándolo a él.

Tenía que salir del Park y no podía hacerlo por la entrada principal.

A las cinco y veinte, habituada ya su vista a la oscuridad, empezó a avanzar por la arboleda rumbo al norte, de vuelta a la mansión, con su fajo de secretos pesándole en el bolsillo. Notaba aún los efectos de la benzedrina —ligereza de músculos, agudeza mental especialmente frente al peligro— y ofreció una oración de gracias a Logie por haberle hecho tomar el comprimido; de lo contrario en ese momento estaría medio muerto.

«Puck, Puck, ¿qué has hecho?

»¿Qué has hecho con ella?».

Salió de detrás de dos sicómoros y avanzó por el césped contiguo a la mansión. Delante de él se alzaba el perfil bajo y alargado de la vieja Cabaña 4, con la mole de la casa detrás. Se desvió y rodeó la casa por la parte trasera hasta llegar al patio, más allá de unos cubos de basura. Allí estaban las cuadras donde él había empezado a trabajar en 1939, y detrás la casa de campo donde Dilly Knox había curioseado por primera vez los misterios de Enigma. Formadas un semicírculo sobre el adoquinado, distinguió los relucientes cilindros y tubos de escape de media docena de motocicletas. Se abrió una puerta y el breve fulgor le permitió ver a un correo que, con su traje, sus guantes y su casco, parecía un caballero medieval. Jericho pegó la espalda a la pared de ladrillo mientras el motorista graduaba su asiento de atrás, arrancaba con el pedal y daba gas. La luz roja de la moto fue menguando hasta desaparecer por la verja posterior.

Jericho estudió la posibilidad de huir utilizando la misma salida, pero la lógica le dijo que si la verja principal podía estar vigilada, aquélla debía de estarlo también. Dejó atrás la casa, las pistas de tenis y por último la cabaña de las bombas, que vibraba en la oscuridad como un cuarto de máquinas.

Una tímida mancha azul había empezado a filtrarse por el borde del cielo. La noche —su amiga y aliada, su único amparo— se disponía a abandonarlo. Al frente, empezó a distinguir los contornos de un solar en construcción. Pirámides de arena y tierra. Rectángulos bajos de ladrillos y fragante madera.

Jericho nunca se había fijado demasiado en la valla exterior de Bletchley Park, que, tras breve inspección, resultó ser una formidable cerca de estacas de hierro de dos metros de altura, rematadas en tres puntas e inclinadas hacia fuera para disuadir a cualquier intruso. Fue mientras estaba pasando la mano entre los barrotes de hierro galvanizado cuando oyó un movimiento entre la maleza que crecía al otro lado, a su izquierda. Dio varios pasos atrás y se refugió detrás de unas vigas de acero. Un momento después pasó un centinela cuyo estado de alerta no parecía sobresaliente, a juzgar por su encorvada silueta y lo perezoso de sus pasos.

Jericho se agachó aún más, escuchando cómo se desvanecían los pasos. El perímetro debía de medir un kilómetro y medio aproximadamente. Unos quince minutos para que un centinela diese una vuelta completa. Pongamos, dos centinelas patrullando. Quizá tres.

Si eran tres, disponía de cinco minutos.

Echó un vistazo alrededor buscando ayuda.

Un barril de doscientos galones resultó demasiado pesado para levantarlo, pero había tablones y unos tramos cortos de gruesa tubería de alcantarillado, cosas ambas que sí pudo arrastrar hasta la estacada. Volvía a sudar. No sabía qué estaban construyendo allí, pero seguro que era enorme… y a prueba de bombas. En la penumbra las excavaciones le parecieron insondables.

«CINCO CAPAS DE CADÁVERES. POR ARRIBA MOMIFICADOS…».

Dispuso las tuberías perpendiculares al suelo a una distancia de un metro y medio. Encima colocó un madero. Luego arrimó otro par de tramos de tubería a los primeros, cogió otro tablón y se subió con éste apoyado en el hombro. Lo bajó con mucho cuidado, formando una plataforma de dos escalones; prácticamente era la primera cosa manual que hacía desde que era un muchacho. Trepó a la tambaleante estructura y se agarró a los arpones. Sus pies buscaron un punto de apoyo en la cerca, pero ésta estaba pensada para que no entrase gente, no para que no saliera. Estimulado por la química y la desesperación, Jericho consiguió por fin subirse a horcajadas, girar y deslizarse por el otro lado. Saltó el último metro y permaneció acuclillado en la hierba alta, recobrando el resuello y aguzando el oído.

Su acto final fue meter el pie entre los barrotes y dar una patada a los tablones.

No esperó a ver si había llamado la atención con el ruido. Cruzó el campo, primero andando, luego al trote y finalmente corriendo, resbalando y patinando por la hierba cubierta de rocío. A su derecha había un gran campamento militar, oculto tras una hilera de árboles que apenas empezaba a materializarse. Advirtió que el alba iluminaba sus hombros, que el día clareaba minuto a minuto. Sólo miró hacia atrás al llegar a la carretera, y ésa fue su última visión de Bletchley Park: una delgada hilera de negros edificios bajos —meros puntos y rayas en el horizonte— y sobre éstos, en el cielo de oriente, un inmenso arco de fría luz azul.

Había estado una vez en el alojamiento de Puck, un sábado por la tarde hacía casi un año, para jugar una partida de ajedrez. Recordaba vagamente una casera entrada en años que idolatraba a Puck, sirviéndoles té en una habitación atestada mientras en el piso de arriba su esposo inválido resollaba, tosía y basqueaba. Recordaba la partida bastante bien, pues había sido muy curiosa; Jericho muy fuerte en la apertura, Puck en la mitad, y luego Jericho de nuevo al final. Acordaron tablas.

Alma Terrace, eso era. Alma Terrace. Número nueve.

Caminó a grandes zancadas, corriendo casi, siempre por el borde del camino, descendiendo por la colina en dirección a la ciudad dormida. Al pasar por delante del pub le llegó un olor jabonoso a cerveza de última hora. La iglesia metodista que había un poco más abajo estaba a oscuras y cerrada, con su ampollado rótulo intacto desde el estallido de la guerra: «Convertíos: porque el reino de los cielos está cerca». Pasó por debajo del puente del ferrocarril. Al otro lado de la carretera Albion Street, y un poco más lejos el Club de Trabajadores de Bletchley («La Sociedad Cooperativa Presenta una Charla a Cargo del Concejal A.E. Braithwaite: Lecciones que podemos aprender de la economía soviética»). Unos veinte metros más adelante dobló a la izquierda por Alma Terrace.

Era una calle como tantas otras: una doble hilera de casitas de ladrillo rojo paralelas a la vía del tren. El número nueve era una reproducción exacta de todas las demás: dos pequeñas ventanas en el piso de arriba y una en la planta baja, las tres amortajadas con las cortinas de defensa antiaérea, un diminuto patio delantero con su cubo de la basura, y una puerta de madera que daba a la calle. La puerta estaba rota, la madera astillada y gris, lisa como madera de playa, y Jericho tuvo que alzarla para que se abriera. La puerta principal estaba cerrada con llave. Llamó con el puño.

Una tos fuerte, fuerte y pronta como un perro de guarda. Dio un paso atrás y al cabo de un par de segundos una de las cortinas de arriba se abrió ligeramente. Jericho gritó:

—Puck, tengo que hablar contigo.

Cascos de caballo. Miró calle arriba y vio que un carro de carbón doblaba en Alma Terrace. Pasó de largo, despacio, y el carretero le dedicó una larga mirada, luego chasqueó las riendas y el caballo reaccionó avivando el paso. Detrás de él Jericho oyó que alguien desatrancaba la puerta, que a continuación se abrió unos centímetros. Una anciana asomó la cabeza.

—Usted perdone —dijo Jericho—, es una emergencia. Necesito hablar con Mr. Pukowski.

La anciana dudó, pero lo dejó pasar. Medía menos de un metro y medio de estatura, y parecía una especie de fantasma embutida en una bata azul cielo acolchada que sujetaba sobre su camisa de dormir. Le habló con la mano delante de la boca y Jericho advirtió que tenía vergüenza porque no llevaba puesta la dentadura postiza.

—Está en su cuarto.

—¿Puede indicarme el camino?

La mujer fue hacia el pasillo y él la siguió. Las toses del piso de arriba habían arreciado. El techo parecía temblar, la mugrienta pantalla se bamboleaba.

—¿Mr. Puck? —La mujer llamó a la puerta—. ¿Mr. Puck? —Se volvió hacia Jericho y dijo—: Debe de estar durmiendo. Lo oí llegar tarde.

—Permítame. ¿Puedo?

La habitación estaba vacía. Jericho la cruzó de tres zancadas y descorrió las cortinas. Una luz gris iluminó el reino del exilio: una cama individual, un lavamanos, una silla de madera, un espejito de vidrio grueso y rosado con pájaros grabados en él y colgado sobre la repisa de la chimenea mediante una cadena metálica. Se notaba que alguien había estado tumbado, más que durmiendo, en la cama, al lado de cuya cabecera había un platillo repleto de colillas.

Jericho volvió a la ventana. El inevitable huerto en miniatura y el refugio. Una pared.

—¿Qué hay allí?

—Pero si había echado el cerrojo…

—¿Qué hay allí, al otro lado de la pared?

Con la mano delante de la boca, la mujer parecía estar horrorizada.

—La estación —respondió.

Probó a abrir la ventana. Estaba atascada.

—¿Hay alguna puerta trasera?

La anciana lo llevó por una cocina que no debía de haber cambiado mucho desde la era victoriana. Un exprimidor. Una bomba de mano para echar agua en el fregadero…

La puerta trasera estaba abierta.

—Mr. Puck está bien, ¿verdad? —La anciana había dejado de preocuparse por su boca, que ahora le temblaba, y la piel de alrededor se veía fruncida, hundida, marronácea.

—Por supuesto. Vuelva con su marido.

Comenzó a seguir el rastro de Puck. Las huellas —grandes— cruzaban el pequeño huerto. Contra la pared había un arcón. Jericho se subió a él, y aunque se hundió un poco le sirvió para salvar la pared de ladrillo. Estuvo a punto de caer de cabeza al camino de cemento que había al otro lado, pero en el último instante logró apoyar los pies.

A sus oídos llegó el silbido de un tren lejano.

Hacía quince años que no corría de esa manera, desde que siendo chico le gritaron en una carrera de obstáculos de cinco mil metros. Pero ahí estaban otra vez los conocidos instrumentos de tortura: la cuchillada en el costado, el ácido en los pulmones, el sabor a orín en la boca.

Entró disparado por la puerta trasera de la estación de Bletchley y dobló la esquina hacia el andén entre una nube de pichones plomizos que alzaron pesadamente el vuelo para posarse otra vez. Sus pasos resonaban en la pasarela de hierro. Subió por los peldaños de dos en dos y pasó corriendo por el pórtico. Una fuente de humo blanco explotó a su izquierda, a su derecha, filtrándose por el entablado cuando la locomotora pasó lentamente debajo de él.

Era temprano y había poca gente esperando el tren. Jericho había bajado media escalera hacia el andén del norte cuando a unos cincuenta metros vio a Puck, de pie junto a la vía con una maleta pequeña en la mano y volviendo la cabeza al ritmo de los vagones que pasaban lentamente. Jericho se detuvo y se agarró a la barandilla, inclinado y tragando aire desesperadamente. Se dio cuenta de que los efectos de la bencedrina empezaban a desaparecer. Cuando por fin el tren se detuvo con una sacudida, Puck miró alrededor, caminó hacia el frente, abrió una puerta y desapareció.

Sin dejar de sostenerse en la barandilla, Jericho bajó el último tramo de escalera y entró a trompicones en un compartimiento vacío.

Debió de perder el conocimiento durante varios minutos, pues no oyó cerrarse la puerta ni sonar el silbato. Lo primero que notó fue un movimiento de balanceo. La banqueta estaba caliente y en la mejilla, que tenía apoyada en ella, sintió el ritmo monótono y tranquilizador de las ruedas. Abrió los ojos. Retazos de nube azulina con bordes rosados cruzaban lentamente un cuadrado de cielo blanco. Todo era muy bonito, como un cuarto de niños, y habría vuelto a dormirse de no haber sido porque recordaba vagamente algo misterioso y amenazador que supuestamente debía darle miedo, y entonces se acordó.

Se enderezó, sacudió la dolorida cabeza y luego bajó la ventanilla y se asomó al viento frío. No había señales de población alguna. Sólo la campiña, llana y cercada por setos, con intervalos de graneros y estanques que rielaban a la luz de la mañana. La vía describía una curva amplia y Jericho pudo ver la locomotora con su largo penacho de humo sobre el muro de negros vagones. Iban hacia el norte por la línea de la costa occidental, lo que significaba —trató de recordar— Northampton primero, luego Coventry, Birmingham, Manchester (seguramente), Liverpool…

¿Liverpool?

Liverpool. Y el ferry para cruzar el mar de Irlanda.

Estaba desconcertado por lo irreal de todo aquello, y al mismo tiempo por su simplicidad, su obviedad absoluta. Había un timbre de alarma encima de los asientos de delante («Multa de veinte libras por uso indebido») y su primer impulso fue pulsarlo. Pero ¿y después? «Piensa». Se quedaría allí, sin afeitar, sin billete, con ojos de drogado, intentando convencer a un guardia escéptico de que había un traidor a bordo, mientras Puck… ¿qué haría Puck? Saltar del tren y desaparecer. Jericho comprendió de pronto lo ridículo de su propia situación. Ni siquiera tenía dinero suficiente para pagar un billete. Lo único que llevaba encima era un fajo de criptogramas.

«Líbrate de ellos».

Sacó los criptogramas del bolsillo y los rompió en pedazos. Luego asomó otra vez la cabeza por la ventanilla y los arrojó fuera. El viento los arrastró enseguida, lanzándolos hacia lo alto. Un momento después habían desaparecido. Jericho estiró el cuello por la ventanilla del otro lado e intentó adivinar en qué lugar del tren se encontraría Puck. La fuerza del viento lo ahogó. ¿Tres vagones? ¿Cuatro, quizá? Metió la cabeza y cerró la ventanilla, luego cruzó el compartimiento y abrió la puerta que daba al pasillo.

Se asomó con cautela.

Era un tren corriente, de antes de la guerra, oscuro y sucio. El pasillo, apenas iluminado por débiles bombillas azules, tenía el color de un frasco de veneno. Cuatro compartimientos a un lado. Una puerta enlazaba ambos extremos con los vagones adyacentes.

Jericho avanzó hacia la cabeza del tren, mirando en cada compartimiento al pasar. Aquí un par de marinos jugando a las cartas, allí dos jóvenes dormidos uno en brazos del otro, y allí una familia —la madre, un niño y una niña— compartiendo bocadillos y un termo de té. La madre estaba amamantando al niño, y cuando advirtió que Jericho miraba, apartó la vista, avergonzada.

Jericho abrió la puerta que daba al siguiente vagón y entró en tierra de nadie. El suelo se movió bajo sus pies como una pasarela de feria. Trastabilló y se golpeó la rodilla. Por una brecha de unos diez centímetros vio los enganches y, debajo de éstos, la tierra en rápido movimiento. Entró en el siguiente vagón a tiempo de descubrir la cara grande y avinagrada del revisor saliendo de un compartimiento. Jericho se coló rápidamente en el excusado y cerró por dentro. Por un instante pensó que había allí un vagabundo, pero entonces se dio cuenta de que no era otro que él —la cara amarillenta, los ojos febriles y empequeñecidos, el cabello revuelto, la barba de dos días—; estaba mirando su propio reflejo. Una estela de papel sucio y empapado se escurrió de la taza del váter y se le arrolló a los pies como una venda floja.

—Billete, por favor. —El revisor aporreó la puerta—. Pase el billete por debajo, por favor.

—Lo tengo en mi compartimiento.

—¿Ah, sí? —El pomo traqueteó—. Será mejor que salga y me lo enseñe.

—Es que no me encuentro bien —dijo, y era cierto—. Lo he dejado allí para que lo viera. —Apretó la frente abrasada contra el espejo—. Déme cinco minutos, por favor.

—Volveré —gruñó el revisor.

Jericho oyó las ruedas del vagón al abrirse la puerta de enlace, y luego que ésta se cerraba de golpe. Esperó unos segundos antes de descorrer el pestillo.

No había señales de Puck en aquel vagón ni en el siguiente, y para cuando hubo saltado las planchas de hierro giratorias para entrar en el tercero notó que el tren aminoraba la marcha. Echó a andar por el pasillo.

Dos compartimientos llenos de soldados, seis en cada uno, con aspecto taciturno y los fusiles amontonados a sus pies.

Luego un compartimiento vacío.

Y luego Puck.

Iba sentado de espaldas a la máquina, inclinado; el viejo Puck de toda la vida, apuesto, nervioso, con los codos apoyados en las rodillas y enfrascado en una conversación con alguien que Jericho no podía ver.

Era Claire, pensó. Tenía que ser Claire. Sería Claire. Puck se la llevaba con él.

Se puso de espaldas y empezó a moverse discretamente como los cangrejos, fingiendo mirar a través de la sucia ventanilla. Sus ojos registraron una ciudad —monte bajo, vagones de mercancías, almacenes—, luego un andén anónimo con un reloj parado a las doce menos diez, y unos carteles descoloridos con estupendas chicas tetudas que anunciaban anticuadas vacaciones en Bournemouth y Clacton-on-Sea.

El tren avanzó lentamente unos cuantos metros más y se detuvo en seco frente a la cafetería de la estación.

—¡Northampton! —anunció una voz de hombre—. ¡Estación de Northampton!

Y si era Claire, ¿cómo iba a reaccionar él?

Pero no era. Miró y vio a un hombre, un hombre joven, aseado, moreno, bronceado, de nariz aguileña, extranjero hasta la médula. Sólo tuvo un vislumbre de él, porque el joven se había puesto de pie después de dar a Puck un fuerte apretón de mano. El joven sonrió (tenía los dientes muy blancos), asintió con la cabeza —el final de alguna transacción— y luego bajó del compartimiento y se alejó rápidamente por el andén, abriéndose paso a empujones entre la muchedumbre. Puck lo miró por un instante y luego cerró la puerta y volvió a hundirse en su asiento, fuera del alcance de la vista.

Sus planes de huida —fueran cuales fueren— no parecían incluir a Claire Romilly.

Jericho apartó la vista.

Y de pronto comprendió lo que debía de haber pasado. El sábado por la noche Puck había ido en bicicleta a la casa con la intención de recuperar los criptogramas… y había descubierto que Jericho estaba allí. Regresó más tarde y advirtió que los criptogramas habían desaparecido. Como era lógico, supuso que los tenía Jericho y que éste haría lo mismo que cualquier leal servidor de la nación: ir corriendo a las autoridades y entregar a Claire.

Volvió a mirar hacia el compartimiento. Puck debía de haber encendido un cigarrillo, pues se estaba formando una nubecilla de humo de un azul acerado.

«Pero no podías permitirlo, ¿verdad?, porque ella era el único vínculo entre tú y los papeles robados. Y necesitabas tiempo para planear esta huida con tu amigo extranjero.

»Entonces ¿qué has hecho con ella?».

Un silbido. Un frenético chorro de vapor. El andén vibró y empezó a deslizarse. Jericho apenas se dio cuenta, ajeno a todo salvo al ineludible resultado de sus conjeturas.

Lo que pasó después sucedió muy rápido, y si nunca llegó a haber una única explicación coherente de los hechos, ello se debió a una suma de factores: la amnesia ocasionada por la violencia, la muerte de dos de los implicados, la burocrática cortina de humo del Acta de Secretos Oficiales.

Pero la cosa fue más o menos como sigue.

Unos tres kilómetros al norte de Northampton, cerca ya del pueblo de Kingsthorpe, una serie de puntos enlazaba la línea principal de la costa con el ramal que iba a Rugby.

Con cinco minutos de antelación, el tren fue desviado de su recorrido previsto en dirección al oeste siguiendo el ramal, y poco después una señal de alarma advertía al maquinista de una obstrucción en las vías.

De modo que cuando Jericho abrió la puerta del compartimiento de Puck, el tren estaba aminorando la marcha aunque él no lo notara. La puerta cedió a la primera presión del dedo. Las nubecillas de humo se rizaron y parecieron entrar en erupción.

Puck estaba apagando el cigarrillo (en el cenicero se encontraron después cinco colillas) y bajando la ventanilla, presumiblemente porque había advertido la pérdida de velocidad y, receloso, quería saber qué estaba pasando. Puck oyó abrirse la puerta del compartimiento y se volvió, y de pronto su cara se convirtió en una calavera. Tenía la piel encogida, estirada, como una máscara. Ya era un hombre muerto, y lo sabía. Sólo sus ojos seguían vivos y brillantes bajo su frente despejada. Pestañeó y dirigió la vista de Jericho al pasillo, de éste a la ventanilla y de nuevo a Jericho. Era obvio que en su interior tenía una dura pugna, un insensato y desesperado intento de computar posibilidades, ángulos y trayectorias.

—¿Qué le has hecho a ella? —preguntó entonces Jericho.

Puck tenía en la mano la Smith and Wesson robada, a la que le había quitado el seguro. Lo apuntó con ella. Sus ojos repitieron los mismos pasos: Jericho, pasillo, ventanilla, Jericho y, finalmente, ventanilla. Puck echó la cabeza hacia atrás y, sin dejar de apuntar con el brazo extendido, trató de mirar hacia la vía.

—¿Por qué nos detenemos?

—¿Qué le has hecho a ella?

Puck le indicó con la pistola que se apartase, pero a Jericho ya no le importaba nada. Dio un paso al frente.

Puck empezó a decir algo como «No me obligues, por favor», y luego… la farsa, mientras se abría la puerta del compartimiento y entraba el revisor para pedirle el billete a Jericho.

Por espacio de varios segundos permanecieron los tres allí —el curioso trío formado por el revisor, con su cara grande y suave arrugada en una mueca de sorpresa, el traidor blandiendo su pistola, y el criptoanalista entre ambos— y entonces ocurrieron varias cosas más o menos a la vez. El revisor dijo «Déme eso» y avanzó hacia Puck. La pistola se disparó. El ruido fue como un golpe. El revisor dejó escapar algo que sonó como «Uf», con tono de perplejidad, y se miró el abdomen como si tuviera un corte de digestión. Las ruedas del tren chirriaron al frenar y al instante todos estuvieron en el suelo.

Es probable que Jericho fuese el primero en salir de allí. El recordaba haber ayudado a Puck a levantarse después de sacarlo de debajo del revisor, que hacía un ruido escalofriante y chorreaba sangre por la boca y la nariz, por la guerrera e incluso por los bajos de los pantalones.

Jericho se arrodilló a su lado y dijo, no sin fatuidad, pues nunca antes había visto a un herido:

—Necesita un médico.

En el pasillo había un gran alboroto. Al volverse vio que Puck había abierto la puerta exterior y lo apuntaba con la pistola. Se apretaba la muñeca de la mano con que sostenía el arma y gemía como si se la hubiera torcido. Jericho esperó el impacto de la bala con los ojos cerrados, y Puck dijo —y de eso sí estaba seguro Jericho, pues pronunció las palabras con absoluta deliberación, en su inglés perfecto—: Yo la maté, Thomas. Lo siento muchísimo.

Luego se desplomó.

Eran poco más de las siete y cuarto —7.17, según el informe oficial— y el día prometía ser bueno. Jericho permaneció en el umbral del vagón y le llegó el canto de unos mirlos desde el bosquecillo cercano y el de una alondra que sobrevolaba el campo. Por todo el tren se oían puertas que se abrían al sol y gente que descendía. La locomotora chorreaba vapor, y un poco más allá un grupo de soldados por el terraplén encabezado —como Jericho vio con gran sorpresa— por Wigram en persona. A la derecha más soldados comenzaron a descender del tren. Puck estaba a menos de veinte metros. Jericho saltó a las piedras grises de la vía y fue tras él.

Alguien gritó, casi a su espalda:

—¡Idiota de mierda, sal de en medio, joder!

Jericho pasó por alto aquel sabio consejo.

Pero eso no podía terminar así, se dijo, quedaban demasiadas cosas por saber.

Le pesaban las piernas. Claro que Puck tampoco hacía muchos progresos. Avanzaba a trompicones por un prado, arrastrando el tobillo izquierdo, que como la autopsia revelaría más tarde tenía una pequeña fisura (nadie llegaría a saber si a causa de la caída en el vagón o del salto que había dado desde el tren, pero cada paso debió de ser para él una tortura). Un pequeño rebaño de vacas lo observaba como espectadores en una pista de atletismo.

La hierba era fragante, los setos estaban en flor y Jericho estaba a punto de dar alcance a Puck cuando éste se volvió e hizo fuego. No pudo haber apuntado a Jericho, la bala se perdió quién sabe dónde. Sólo fue un gesto de despedida. Los ojos ya estaban muertos. Sin visión. Vacíos. El tren respondió con un traqueteo. Unas abejas pasaron zumbando en la mañana primaveral.

Cinco balas hirieron a Puck y dos a Jericho. Una vez más, el orden no está claro. Jericho sintió como si un coche lo hubiera embestido con fuerza por detrás. El golpe lo hizo girar y lo lanzó hacia adelante. Dio una voltereta lateral y vio hasta tres copetes salir de la espalda de Puck y luego la cabeza de éste que explotaba convertida en un amasijo escarlata, cuando un segundo golpe —esta vez irresistible— embistió a Jericho por el hombro derecho y le hizo describir un gracioso arco. El cielo estaba húmedo y lo último que Jericho pensó fue que era una pena, una verdadera pena, que era una verdadera pena que la lluvia estropease una mañana tan hermosa.

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