Enigma

Enigma


Joaquim

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La terraza se ha convertido para mí en un lugar de contemplación. Cuando me senté, me daba la sensación de haber tomado una droga que me anclaba totalmente en la tierra, bajo el asfalto, me transformaba en árbol y yo dejaba que las ramas y las hojas se mezclaran en el cielo. Con una taza de café o una copa de coñac en la mano, las horas desfilaban lentas, como si cada minuto se disolviera en el siguiente, como se funden dos gotas de rocío.

Oí los pasos de Zoe, firmes y muy marcados. Todas las fibras de mi árbol comenzaron a resonar. Les había avisado de que el negro era de rigor y, cuando se recortó su figura delante de mí, no vi más que su mirada pletórica de alegría.

Subimos a la primera planta. La tumbé en la cama tras quitarle la blusa y el sujetador y me escurrí en su generoso pecho mientras ella me acariciaba suavemente la cabeza. Esa noche, no aspiraba a otra cosa y, cuando nos levantamos para bajar y esperar a Ricardo y a Naoki, el espacio tenía un sabor.

Flotaba algo grave, cierta solemnidad en el aire, Estábamos sentados en la banqueta. Yo me había puesto también un traje negro y esperábamos en silencio, saboreando un café. Naoki llegó la primera. Nos besó sin abrazarnos, pero toda la intensidad se hallaba en su mirada y le temblaban los labios.

A continuación llegó Ricardo, más serio que todos nosotros juntos. El hecho de que nos hubiésemos reunido añadía un poco de tensión. No le había dicho que compartiríamos ese instante. Ricardo navegó en nuestro silencio. Reinaba entre nosotros ese sutil acuerdo que no requería palabra alguna, como unos músicos que han tocado juntos durante mucho tiempo. Ricardo fue a servirse un coñac, Zoe trajo té verde a Naoki y, a los pocos minutos, llegaba el taxi que yo había llamado.

Cerré la librería y dejé el escaparate iluminado, como hacía todas las noches. Observé que una mano misteriosa había colocado

El teorema de Almodóvar, de Casas Ros. Decidí de inmediato rehacerle un final. Sería mi siguiente acto revolucionario. Decidí en el mismo instante mandar distribuir cinco nuevos libros, a fin de avivar las llamas que ya consumían el petrificado mundo de la literatura. Había que llevar el fenómeno a su apogeo.

Ricardo.

El taxi nos dejó en las afueras. Naoki nos condujo en unos minutos a una vieja iglesia. Ningún sacerdote, pero sí dos colosos de aspecto poco amistoso, que parecieron reconocer a Naoki y nos dejaron entrar. Segundo control, más severo. Joaquim paga dos mil euros por nosotros cuatro, una cantidad astronómica. Exhibimos nuestros carnés de identidad. El silencio es total. Todo el mundo va vestido de negro. Me hace sentirme incómodo estar en una iglesia, pero me alivia ver que no parece prepararse nada de tipo religioso.

Bajo la cúpula, ante el antiguo altar de piedra, a tres escalones del suelo, una silla.

Las otras sillas están dispuestas en semicírculo. Unas doscientas personas están sentadas en medio de un inmenso silencio. Me pregunto a qué extraña ceremonia me ha traído Joaquim. Nos acomodamos más bien a un lado, en la quinta fila. Toman asiento los últimos en llegar. Ni un solo gesto ya, ni un solo sonido, como si los presentes esperasen ver descender un ángel. Se enciende un foco. Se abre la puerta de la sacristía. Recortado por el resplandor, a contraluz, aparece en efecto un ángel. Un hermosísimo ángel desnudo, una niña, de pechitos en forma de manzana. Pelo rojo flameante. Se acerca a sentarse en la silla, a plena luz. La iglesia entera está cargada de una electricidad increíble. Emana de esa muchacha un sosiego de otro tiempo. Me veo transportado a los albores de la conciencia humana. Mi propio cuerpo experimenta la irradiación de ese ser tan joven. Se sienta, las rodillas apretadas, los muslos lechosos. Su mirada de esmeralda parece abrazar a la totalidad de los participantes. Me siento observado hasta lo más hondo, hasta mi infinita negrura. Un asistente, uno de los que controlaban la identidad, a la entrada, le lleva una urna, que ella rechaza con un gesto.

El tiempo se estira. Creo que sólo me mira a mí. Me siento atraído. Me entran deseos de levantarme y de ir hasta ella, pero no me muevo de la silla.

El Ángel se levanta, desciende los escalones, sus pies tocan el suelo con la suavidad de una lengua. Todos contienen el aliento. Sé que va a dirigirse hacia mí, pero, en vez de eso, rodea a toda la asistencia y se me acerca por detrás. Sus dos livianas manitas se posan sobre mis hombros. Me invade una inmensa emoción. Contengo las lágrimas. Estoy sentado entre Naoki y Zoe, y las siento vibrar como yo. Por un instante me cruzo con la mirada confiada de Joaquim.

El Ángel vuela de mis hombros, sus manos se posan en mis ojos, brotan mis lágrimas. Ningún sollozo. Un torrente sosegador y caliente que le moja los dedos. Abro los ojos y en el hueco de sus manos veo mi propia maldad como reflejada en espejos de obsidiana. Son infinitos túneles que aparecen ante mí. Espacios sin fondo, sin redención, sin retorno. Avanzo como un ciego en un laberinto de angustia y veo, uno por uno, surgiendo de la oscuridad, todos los rostros de las personas que he matado, pero también el rostro de mi último blanco, la que perdoné. Se mueven sus labios. Oigo un poema cuyo sentido no puedo comprender, las palabras son abstractas, las palabras de un poema por nacer que busca su autor, boga en la noche en la matriz creadora, en el nudo oscuro del mundo donde todo se trama y se crea. Mi vida es un agujero negro donde los seres se han licuado, arrebatados por un poder que no me pertenece. Ese poder es el del misterio. El Ángel tira de mí hacia atrás. Mi cabeza toca sus pechitos lozanos. Me apaciguo por fin.

Cuando aparta las manos de mi rostro, experimento una sensación de gran liviandad. La acompaño. Subimos los escalones. Me acomoda en la silla. El ayudante se acerca y ella le susurra unas palabras. El hombre se dirige a la sacristía y regresa casi de inmediato con una Bereta 7.65. El ayudante se aleja. El Ángel me mira con una placidez que no puedo soportar. Veo todas las pecas de su cuerpo como otras tantas galaxias en el espacio. La idea de que ha llegado mi última hora, de que el cielo reclama mi vida, me viene de pronto a la mente, y todo mi cuerpo se desploma por dentro. Se me aparece la imagen de los inmensos bloques de hielo que se despegan en el mar esmeralda levantando una enorme ola. El calentamiento climático alcanza mi alma. En ese instante veo que sus labios se mueven como para un postrer beso, y resuenan en mí los primeros versos de un poema de Maurice Scéve:

La nuit obscure ostoit aux choses leur couleur

Augmentant la frayeur, la tristesse et la douleur

Aux deux tristes parens, mais parens désolés

De nul de tant d'enfans en ce deuil consolés,

Sans autre pompe ayant aux premiéres obseques

Enseveli leer joye, et leur espoir avecques:

Qui reprenoyent, pleurans leur miserable perte,

Le malheureux chemin de leur loge deserte,

Non sans á chaque pas se retourner d'horreur

Craignans d'estre suivis du mort en grand terreur

De son ombre, ou l'image en vain espovantable,

Qui estre leur souloit vivant si agreable,

Et ores froide peur le long du dos glissante

Leur est en palle effroy les cheveux herissante.

Mais quand virent leurgiste ainsi abandonné,

Lequel des deux ne connut le plus estonné?*

La noche oscura arrebataba a las cosas su color

aumentando el miedo, la tristeza y la aflicción

de los dos tristes padres, ahora padres atribulados;

no los consuelan de este duelo tantos hijos.

tras, en las primeras exequias, sin más pompa,

haber enterrado su dicha y sus esperanzas con ella:

reemprendían, llorando su lastimosa pérdida,

el triste camino de su desierta morada,

no sin volverse con horror a cada paso

temiendo ser seguidos por el muerto, aterrados

por su sombra, o por su imagen en vano espantosa,

que tan grata solía serles en vida

y ahora, recorriéndoles la espalda con frío pavor,

se les eriza el cabello con pálido espanto.

Pero al ver su hogar tan desierto,

¿cuál de los dos siente mayor desconsuelo?

El Ángel levanta el arma, dirigiendo la punta hacia mi cabeza. Me resigno a la muerte. Me abro a ella, feliz de que mi vida acabe en poesía, pero el movimiento del Ángel no se detiene en mi cabeza, la rebasa y se fija en el espacio. Vuelvo la cabeza, veo el inmenso jarrón de flores en el centro del altar de piedra desnuda. Virginales azucenas.

La detonación me ensordece. El jarrón estalla, proyectando las flores como a cámara lenta en la negrura que llena todo el espacio.

Me vuelvo hacia el Ángel, siento el olor de la pólvora. Mi tímpano sigue vibrando. Pienso en la elegancia del silenciador. En ese momento, habla el Ángel.

—Quería que oyeras el ruido de tu propia muerte, el ruido de todas las muertes, el fulgurante paso al gran silencio.

El Ángel subió de nuevo el arma hacia mi frente. Su rostro se mantenía totalmente sereno. ¿Estaba yo tan sereno antes de matar? Detuvo el cañón, cuyo agujero negro vi, el agujero negro que absorbe toda vida, pensé en el agujero negro de William Blake, en la espiral mortal por la que toda energía se ve algún día atrapada hasta la hipotética transformación. Luego comencé a oír el silencio del que acababa de hablarme, el Ángel. El vertiginoso silencio, el que envuelve todo sufrimiento con su bálsamo.

Comenzó a apretar el gatillo con lentitud y sin el menor temblor, oí armarse el martillo, sabía que la bala estaba ahora alineada en el cañón, el percutor listo para golpear. Oí un grito en la sala, me pareció reconocer la voz de Zoe, y el silencio de las últimas milésimas de segundo se extendió para abrazar la luna.

La ensordecedora detonación, el impacto en medio de la frente, mi cuerpo proyectado hacia atrás, la silla derribada. Mi cuerpo. Un clamor horrorizado. De nuevo el silencio. Tuve conciencia de mi mano derecha, que podía moverse, y de un intenso ardor encima de los ojos. Todavía estaba vivo. Manaba un poco de sangre, pero vi que el Ángel me tendía la mano. Me ayudó a incorporarme y lamió mi sangre hasta que dejo de brotar. Mantenía los ojos abiertos.

Apoyando la mano en mi nuca, me atrajo hacia su hombro y murmuró, articulando bien cada sílaba:

—Tu nueva vida comenzará después de que te dejes amar por un hombre. El miedo desaparecerá de tu alma.

El Ángel regresó a la sacristía. Se apagó la luz. La sala se vació y, no sé cómo, me encontré desnudo, echado en la gran cama de Joaquim, rodeado de los tres seres que me habían devuelto la vida.

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